Por CARLOS IBARGUREN (1877-1956)
«El pueblo no consiste en los organismos parasitarios
llamados partidos políticos, que se mueven de la oligarquía a la demagogia,
sino en la sociedad, vale decir, en el conjunto orgánico de fuerzas humanas e
intereses organizados que elaboran, nutren y regulan la vida social y el
desenvolvimiento de una nación».
La
democracia individualista expresada en el sufragio universal está fundada en
las opiniones personales de los ciudadanos. Ella, así constituida, crea el
gobierno de un país que resulta el producto de una operación aritmética, en la
que se considera a cada votante como una unidad igual a todos los otros, con el
concepto abstracto con que el matemático maneja los números. Esto pugna ahora
con la incontenible evolución económico-social, en la que el individuo es
traído por el grupo o la masa, cuyos intereses integra y con la que se
solidariza.
La
concepción de la democracia liberal individualista del sufragio universal es un
fruto de la ideología racionalista de la Revolución Francesa. Ese sistema es
teóricamente seductor, como ocurre con los planos bien dibujados. Pero la
política es una manifestación compleja de la vida, está prácticamente sometida
a circunstancias, necesidades, pasiones, intereses y deseos concretos, y sus
principios se desprenden de los hechos o se pliegan a ellos. Se ha observado
con verdad que las sociedades oscilan, en política, entre el principio de la
autoridad y el de la libertad. En épocas de equilibrio el ritmo de esa
oscilación es regular; pero en los muchos períodos de transformación o crisis,
es irregular y se va de la anarquía demagógica a la dictadura. La Historia nos
demuestra que jamás un pueblo remonta de la demagogia al liberalismo, sino que
para salir del desorden va del caos a la dictadura que restablece el orden.
El
régimen político del liberalismo individualista es –como se ha dicho con razón–
el más frágil, porque dura mientras hay una estabilidad relativa de las
relaciones sociales y de las condiciones económicas; supone un equilibrio
sometido a la razón y un perfeccionamiento creciente mediante la instrucción
pública; descarta la hipótesis de las necesidades, acontecimientos o accidentes
nacidos de la fuerza de las pasiones y de los intereses, y admite como hecho
consagrado que el pueblo tendrá siempre los medios de elevarse y dominar los
desequilibrios producidos en la vida social. El pueblo, como suma de votos
personales, es algo inorgánico, vago, caprichoso, ciego, y considerado como
entidad en los discursos políticos, es sólo una palabra, una abstracción. El
pueblo no consiste en los organismos parasitarios llamados partidos políticos,
que se mueven de la oligarquía a la demagogia, sino en la sociedad, vale decir,
en el conjunto orgánico de fuerzas humanas e intereses organizados que
elaboran, nutren y regulan la vida social y el desenvolvimiento de una
nación. Hay un divorcio entre el sistema de la democracia liberal, que
reposa en el sufragio universal, en la que todos los individuos son
abstracciones iguales, y los intereses sociales agrupados. De aquí la crisis,
el desmoronamiento que sufren los partidos políticos basados en ese sistema.
Romier[1] explica con notable claridad el fenómeno actual de la
caducidad de los partidos políticos; ella proviene –dice– de que tales partidos
no corresponden más, en cuanto a su formación y a su objeto, a las solidaridades
nuevas de intereses. Los intereses y valores sociales no se manifiestan más
bajo el aspecto individual, sino en el complejo de las masas sociales y
económicas; estas masas existen autónomas fuera de los partidos, y mientras
aquéllas crecen, estos últimos se debilitan para convertirse en parodias, en
sombras. Es un grave error creer que el episodio del voto expresa a la
opinión pública y significa la orientación profunda de las corrientes de la
política moderna; mucho más importante que el voto individual, manifestación
efímera determinada por las pasiones, simpatías o antipatías personales de los
electores, es la presión continua y cotidiana de los grupos de intereses
solidarios.
Eugenio
Mathon, al prologar el interesante libro de Pierre Lucius LA FALENCIA DEL
CAPITALISMO, aparecido el año pasado, señala como única solución política
la de constituir la corporación profesional obligatoria, como expresión de los
intereses sociales, en vez de seguir con los partidos políticos caducos, y la
de establecer la organización corporativa, que es la sola susceptible de
procurar el equilibrio económico-social y de detener la marcha del comunismo.
Es la solución –dice– que mantendrá el poder político en el lugar eminente que
debe ocupar en el Estado. El desorden actual nos llevará a la catástrofe
económica y a la revolución. Y Pierre Lucius afirma, con razón, que lo mismo
que el liberalismo económico nos debía llevar a la superproducción generalizada
que sufríamos, el político arruina la autoridad del Estado y está concluyendo
en la anarquía.
* En «La inquietud de esta hora», 2ª edición, en
«Carlos Ibarguren», Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, T°VI,
año 1975. La 1ª edición fue publicada en el año 1934.
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[1] Se
refiere Ibarguren a Lucien Romier (1885-1944), periodista y
escritor francés. Amigo personal del Mariscal Petain, fue miembro del Consejo
de Estado del Gobierno de Vichy y luego Ministro de Estado (Nota de «Decíamos
ayer...»).
https://blogdeciamosayer.blogspot.com/2025/01/crisis-de-la-democracia-liberal.html