Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

domingo, 3 de agosto de 2025

LOS ORÍGENES DE LA NUEVA MISA

 


Por P. PATRICK TROADEC

 

La nueva misa no fue fruto de una creación espontánea.


Para comprender cómo fue elaborada y aceptada por las autoridades religiosas en funciones, es necesario conocer sus fundamentos remotos y próximos.

De la Revolución protestante a la Revolución francesa

Todos los papas, desde Pío VI hasta Benedicto XV, remontan la crisis actual de la fe a la lucha emprendida contra la Iglesia en el siglo XVI por el protestantismo y el naturalismo, del cual esta herejía fue la causa y la primera propagadora.
Mons. Lefebvre, Ils l’ont découronné, Clovis.

El naturalismo exalta la naturaleza humana al punto de negar las secuelas del pecado original heredado de Adán y rechazar el orden sobrenatural que Dios comunica al hombre por los sacramentos. Los dos dogmas fundamentales del pecado original y de la gracia santificante son, por tanto, aniquilados por los partidarios de esta perniciosa teoría. Al atacar el orden sobrenatural, el demonio tenía como objetivo la destrucción de la civilización cristiana y, posteriormente, de la Iglesia católica. El naturalismo fue difundido en el siglo XVIII por la masonería en la sociedad civil y condujo a la Revolución. Los derechos del hombre reemplazaron los derechos de Dios con la trilogía: libertad, igualdad, fraternidad; libertad entendida como licencia, igualdad eliminando el principio de autoridad y fraternidad suplantando la caridad.

Una vez descristianizada la sociedad, algunos católicos buscaron durante el siglo XIX hacer compromisos entre los principios de la religión católica y los de la nueva sociedad impregnada de liberalismo: los papas los llamaron católicos liberales. El sueño de nuestros enemigos iba a poder concretarse.

Los documentos de la Alta Venta, de los Carbonarios, que cayeron en manos del papa Gregorio XVI, revelaron las diferentes etapas de su plan diabólico:

“El Papa, sea quien sea, nunca irá a las sociedades secretas: son las sociedades secretas las que deben dar el primer paso hacia la Iglesia, con el fin de vencerla. El trabajo no es obra de un día, ni de un mes, ni de un año; puede durar varios años, tal vez un siglo; pero en nuestras filas el soldado no muere y el combate continúa. No pretendemos ganar al Papa para nuestra causa, eso sería un sueño ridículo (...). Lo que debemos pedir, lo que debemos buscar y esperar, como los judíos esperan al Mesías, es un Papa según nuestras necesidades (...). No dudamos en alcanzar ese objetivo supremo de nuestros esfuerzos (...). Pues bien, para asegurarnos un Papa en las proporciones exigidas, se trata ante todo de formarle una generación digna del reinado que soñamos (...). Queréis que el clero marche bajo vuestra bandera creyendo siempre marchar bajo la de los apóstoles. Queréis hacer desaparecer el último vestigio de los tiranos y opresores, tendiendo vuestras redes en el fondo de las sacristías, seminarios y conventos. Si no precipitáis nada, os prometemos una pesca más milagrosa que la de Simón Barjona. El pescador de peces se convirtió en pescador de hombres; vosotros, traeréis amigos en torno a la Sede apostólica. Habréis predicado una revolución con tiara y capa, marchando con la cruz y la bandera, una revolución que no necesitará más que un pequeño estímulo para incendiar los cuatro rincones del mundo.”

El plan es claro: ya no se trata de atacar a la Iglesia desde fuera, sino de penetrarla y escalar poco a poco los grados de la jerarquía para finalmente colocar en el trono de Pedro “un pontífice que, como la mayoría de sus contemporáneos, estará necesariamente más o menos impregnado de principios humanitarios” [1].

La intrusión modernista

Esta instrucción dada en 1820 fue publicada por orden del papa Pío IX con el fin de advertir a los sacerdotes y fieles. Desgraciadamente, su advertencia no bastó para conjurar el peligro, ya que cerca de un siglo más tarde, san Pío X constata:

“A los artífices del error ya no se les encuentra entre los enemigos declarados. Se esconden, y eso es motivo de grave aprensión y angustia, dentro mismo y en el corazón de la Iglesia, enemigos tanto más temibles cuanto menos lo parecen. Hablamos de numerosos católicos laicos, y —lo que es aún más lamentable— de sacerdotes que, con apariencia de amor por la Iglesia, absolutamente carentes de filosofía y teología serias, impregnados hasta la médula de un veneno de error absorbido en las fuentes de los adversarios de la fe católica, se presentan, con absoluto desprecio de toda modestia, como los renovadores de la Iglesia.” [2]

El enemigo, pues, ha logrado realmente penetrar en el recinto de la Iglesia, y si san Pío X logró limitar su influencia, no logró eliminarla por completo. La alocución pronunciada algunos meses antes de su muerte ante los cardenales, el 27 de mayo de 1914, lo muestra bien:

“Estamos, ¡por desgracia!, en una época en que se acogen y adoptan con gran facilidad ciertas ideas de conciliación de la fe con el espíritu moderno, ideas que conducen más lejos de lo que se piensa, no solo al debilitamiento, sino a la pérdida total de la fe (...). ¡Oh, cuántos navegantes, cuántos pilotos y —¡Dios no lo quiera!— cuántos capitanes, confiando en las novedades profanas y en la falsa ciencia de la época, en lugar de llegar al puerto, han naufragado (...)!”

En este discurso, el santo papa manifiesta su inquietud ante la presencia de la cizaña entre el buen trigo.

Catorce años más tarde, Pío XI denuncia en su encíclica Mortalium Animos otro error: el ecumenismo. Afirma que:

“esas relaciones entre católicos y protestantes parten de una idea falsa: que las religiones serían todas más o menos buenas y loables”.

Y añade:

“Los partidarios de esta teoría se extravían en el error, y además, al pervertir la noción de la verdadera religión, la repudian y caen paso a paso en el naturalismo y el ateísmo. La conclusión es clara: solidarizarse con los partidarios y propagadores de tales doctrinas es apartarse completamente de la religión divinamente revelada.”

Ya entonces el Papa deplora que:

“algunos desearían que sus congresos fueran presididos por el mismo Pontífice”.

Y agrega:

“Es evidente que la Sede Apostólica no puede de ninguna manera participar en sus congresos. Si lo hiciera, otorgaría autoridad a una falsa religión cristiana, completamente ajena a la única Iglesia de Cristo”.

La única solución que considera el Papa es el retorno de las ovejas descarriadas al redil.

El programa fijado por la Alta Venta, efectivamente ejecutado

En 1947, el papa Pío XII denuncia innovaciones abusivas en su encíclica Mediator Dei:

“Hemos sabido con gran dolor que en la celebración del augusto sacrificio, hay quienes emplean la lengua vulgar (...). No es sabio ni loable querer, en todo, volver a la antigüedad. Así, por ejemplo, sería apartarse del camino recto querer devolver al altar su forma primitiva de mesa, suprimir completamente el negro en el color litúrgico, excluir de los templos las imágenes sagradas y las estatuas...”

Los Papas del Concilio

El estudio de los documentos pontificios revela, por un lado, enemigos encarnizados que buscan por todos los medios penetrar en la Iglesia para hacerla evolucionar, y por otro, Soberanos Pontífices lúcidos que denuncian su plan y hacen todo por resistir sus ataques.

Desgraciadamente, la resistencia cesa con el papa Juan XXIII, y la nueva corriente de pensamiento impregna el espíritu de los padres del Concilio Vaticano II.

Los esquemas preparatorios del Concilio, elaborados por mandato del papa, eran de espíritu tradicional, pero los modernistas presionaron a Juan XXIII para que se presentaran y estudiaran otros esquemas. El cardenal Suenens escribió una carta al Sumo Pontífice de la cual se extrae:

“La experiencia de lo que ocurre en la comisión preparatoria muestra que existe una fuerte corriente integrista opuesta a toda renovación pastoral de cierta envergadura. Que el Espíritu Santo ilumine a Su Santidad el papa, para que la tendencia inmovilista, aunque resulte ser numéricamente la más fuerte, no pueda prevalecer en última instancia y para que el Concilio sea por excelencia pastoral” [3].

Y añadía:

“Hice un proyecto en el que situaba el Concilio en una verdadera perspectiva pastoral. A finales de abril, el plan estaba listo. Había incluido al máximo los temas que me eran queridos, con la constante preocupación de promover adaptaciones pastorales... Lo comuniqué a algunos cardenales amigos, entre ellos Montini [futuro papa Pablo VI], quienes lo aprobaron” [4].

Incluso antes de la convocatoria del Concilio, ya se vislumbraban dos bandos opuestos, y se descubría la influencia del partido liberal sobre el Papa, puesto que los esquemas preparados por los obispos y cardenales conservadores no fueron finalmente retenidos.

La trilogía libertad-igualdad-fraternidad impregnará los documentos del Concilio sobre la libertad religiosa, la colegialidad, el ecumenismo y el diálogo interreligioso. Según confesión del propio cardenal Ratzinger, futuro papa Benedicto XVI, uno de los textos mayores del Concilio, Gaudium et Spes, es un contra-Syllabus. El Syllabus denunciaba los errores modernos. Pues bien:

“el texto de Gaudium et Spes desempeña el papel de un Contra-Syllabus en la medida en que representa un intento de reconciliación oficial de la Iglesia con el mundo, tal como se ha vuelto desde 1789” [5].

Dicho de otro modo, el Vaticano II fue para la Iglesia lo que 1789 fue para la sociedad.

Este largo desarrollo parece no tener relación directa con la nueva misa. En realidad, siendo la nueva misa uno de los frutos del Concilio Vaticano II, era indispensable conocer el contexto que permitió su elaboración.

El Concilio, como hemos dicho, quiso ser resueltamente ecuménico. Pero la misa católica era un obstáculo mayor para el acercamiento entre católicos y protestantes, porque expresa claramente el carácter propiciatorio que los reformados rechazan. ¿Quién se atreverá entonces a asumir la responsabilidad de crear una misa que atenúe el carácter sacrificial de la misa para agradar a los protestantes? El artífice de esta transformación será el padre Bugnini. Ya el 19 de marzo de 1965 declaró:

“Debemos quitar de nuestras oraciones católicas todo lo que pueda ser una sombra de tropiezo para nuestros hermanos separados” [6].

La nueva misa es, ¡ay!, conforme a los deseos de los innovadores. De hecho, un análisis profundo de esta misa desde el ángulo del sacrificio, la presencia real y el sacerdocio, llevó a los cardenales Ottaviani y Bacci a afirmar que:

“el nuevo Ordo Missæ se aleja de manera impresionante, en su conjunto como en sus detalles, de la teología católica de la santa misa, tal como fue formulada en la sesión XX del Concilio de Trento, el cual, al fijar definitivamente los cánones del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera atentar contra la integridad del Misterio” [7].

Nuestro apego a la misa tradicional no es, ante todo, de orden sensible o afectivo, sino doctrinal. La misa es la joya de la Iglesia. Derrama en abundancia sobre nuestras almas las gracias que Nuestro Señor nos mereció en la cruz. Por eso rechazamos una misa equívoca, elaborada para agradar a los protestantes, que han tenido la desgracia de abandonar la Iglesia católica, fuera de la cual no hay salvación.

Ab. Patrick Troadec

Fuente: Le Phare Breton n.º 13, septiembre-octubre de 2021.

 

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