Por P. PATRICK
TROADEC
La nueva
misa no fue fruto de una creación espontánea.
Para comprender cómo fue elaborada y aceptada por las autoridades religiosas en
funciones, es necesario conocer sus fundamentos remotos y próximos.
De la Revolución protestante a la Revolución
francesa
Todos los papas, desde Pío VI hasta Benedicto XV,
remontan la crisis actual de la fe a la lucha emprendida contra la Iglesia en
el siglo XVI por el protestantismo y el naturalismo, del cual esta herejía fue
la causa y la primera propagadora.
— Mons. Lefebvre, Ils l’ont découronné, Clovis.
El
naturalismo exalta la naturaleza humana al punto de negar las secuelas del
pecado original heredado de Adán y rechazar el orden sobrenatural que Dios
comunica al hombre por los sacramentos. Los dos dogmas fundamentales del pecado
original y de la gracia santificante son, por tanto, aniquilados por los
partidarios de esta perniciosa teoría. Al atacar el orden sobrenatural, el
demonio tenía como objetivo la destrucción de la civilización cristiana y,
posteriormente, de la Iglesia católica. El naturalismo fue difundido en el
siglo XVIII por la masonería en la sociedad civil y condujo a la Revolución.
Los derechos del hombre reemplazaron los derechos de Dios con la trilogía:
libertad, igualdad, fraternidad; libertad entendida como licencia, igualdad
eliminando el principio de autoridad y fraternidad suplantando la caridad.
Una vez
descristianizada la sociedad, algunos católicos buscaron durante el siglo XIX
hacer compromisos entre los principios de la religión católica y los de la
nueva sociedad impregnada de liberalismo: los papas los llamaron católicos
liberales. El sueño de nuestros enemigos iba a poder concretarse.
Los
documentos de la Alta Venta, de los Carbonarios, que cayeron en manos del papa
Gregorio XVI, revelaron las diferentes etapas de su plan diabólico:
“El Papa,
sea quien sea, nunca irá a las sociedades secretas: son las sociedades secretas
las que deben dar el primer paso hacia la Iglesia, con el fin de vencerla. El
trabajo no es obra de un día, ni de un mes, ni de un año; puede durar varios
años, tal vez un siglo; pero en nuestras filas el soldado no muere y el combate
continúa. No pretendemos ganar al Papa para nuestra causa, eso sería un sueño
ridículo (...). Lo que debemos pedir, lo que debemos buscar y esperar, como los
judíos esperan al Mesías, es un Papa según nuestras necesidades (...). No
dudamos en alcanzar ese objetivo supremo de nuestros esfuerzos (...). Pues
bien, para asegurarnos un Papa en las proporciones exigidas, se trata ante todo
de formarle una generación digna del reinado que soñamos (...). Queréis que el
clero marche bajo vuestra bandera creyendo siempre marchar bajo la de los
apóstoles. Queréis hacer desaparecer el último vestigio de los tiranos y
opresores, tendiendo vuestras redes en el fondo de las sacristías, seminarios y
conventos. Si no precipitáis nada, os prometemos una pesca más milagrosa que la
de Simón Barjona. El pescador de peces se convirtió en pescador de hombres;
vosotros, traeréis amigos en torno a la Sede apostólica. Habréis predicado una
revolución con tiara y capa, marchando con la cruz y la bandera, una revolución
que no necesitará más que un pequeño estímulo para incendiar los cuatro
rincones del mundo.”
El plan es
claro: ya no se trata de atacar a la Iglesia desde fuera, sino de penetrarla y
escalar poco a poco los grados de la jerarquía para finalmente colocar en el
trono de Pedro “un pontífice que, como la mayoría de sus contemporáneos, estará
necesariamente más o menos impregnado de principios humanitarios” [1].
La intrusión modernista
Esta
instrucción dada en 1820 fue publicada por orden del papa Pío IX con el fin de
advertir a los sacerdotes y fieles. Desgraciadamente, su advertencia no bastó
para conjurar el peligro, ya que cerca de un siglo más tarde, san Pío X
constata:
“A los artífices del error ya no se les encuentra entre los enemigos declarados. Se esconden, y eso es motivo de grave aprensión y angustia, dentro mismo y en el corazón de la Iglesia, enemigos tanto más temibles cuanto menos lo parecen. Hablamos de numerosos católicos laicos, y —lo que es aún más lamentable— de sacerdotes que, con apariencia de amor por la Iglesia, absolutamente carentes de filosofía y teología serias, impregnados hasta la médula de un veneno de error absorbido en las fuentes de los adversarios de la fe católica, se presentan, con absoluto desprecio de toda modestia, como los renovadores de la Iglesia.” [2]
El enemigo,
pues, ha logrado realmente penetrar en el recinto de la Iglesia, y si san Pío X
logró limitar su influencia, no logró eliminarla por completo. La alocución
pronunciada algunos meses antes de su muerte ante los cardenales, el 27 de mayo
de 1914, lo muestra bien:
“Estamos, ¡por
desgracia!, en una época en que se acogen y adoptan con gran facilidad ciertas
ideas de conciliación de la fe con el espíritu moderno, ideas que conducen más
lejos de lo que se piensa, no solo al debilitamiento, sino a la pérdida total
de la fe (...). ¡Oh, cuántos navegantes, cuántos pilotos y —¡Dios no lo
quiera!— cuántos capitanes, confiando en las novedades profanas y en la falsa
ciencia de la época, en lugar de llegar al puerto, han naufragado (...)!”
En este
discurso, el santo papa manifiesta su inquietud ante la presencia de la cizaña
entre el buen trigo.
Catorce años
más tarde, Pío XI denuncia en su encíclica Mortalium Animos otro error:
el ecumenismo. Afirma que:
“esas
relaciones entre católicos y protestantes parten de una idea falsa: que las
religiones serían todas más o menos buenas y loables”.
Y añade:
“Los
partidarios de esta teoría se extravían en el error, y además, al pervertir la
noción de la verdadera religión, la repudian y caen paso a paso en el
naturalismo y el ateísmo. La conclusión es clara: solidarizarse con los
partidarios y propagadores de tales doctrinas es apartarse completamente de la
religión divinamente revelada.”
Ya entonces
el Papa deplora que:
“algunos
desearían que sus congresos fueran presididos por el mismo Pontífice”.
Y agrega:
“Es evidente
que la Sede Apostólica no puede de ninguna manera participar en sus congresos.
Si lo hiciera, otorgaría autoridad a una falsa religión cristiana,
completamente ajena a la única Iglesia de Cristo”.
La única
solución que considera el Papa es el retorno de las ovejas descarriadas al
redil.
El programa fijado por la Alta Venta, efectivamente
ejecutado
En 1947, el
papa Pío XII denuncia innovaciones abusivas en su encíclica Mediator Dei:
“Hemos
sabido con gran dolor que en la celebración del augusto sacrificio, hay quienes
emplean la lengua vulgar (...). No es sabio ni loable querer, en todo, volver a
la antigüedad. Así, por ejemplo, sería apartarse del camino recto querer
devolver al altar su forma primitiva de mesa, suprimir completamente el negro
en el color litúrgico, excluir de los templos las imágenes sagradas y las
estatuas...”
Los Papas del Concilio
El estudio
de los documentos pontificios revela, por un lado, enemigos encarnizados que
buscan por todos los medios penetrar en la Iglesia para hacerla evolucionar, y
por otro, Soberanos Pontífices lúcidos que denuncian su plan y hacen todo por
resistir sus ataques.
Desgraciadamente,
la resistencia cesa con el papa Juan XXIII, y la nueva corriente de pensamiento
impregna el espíritu de los padres del Concilio Vaticano II.
Los esquemas
preparatorios del Concilio, elaborados por mandato del papa, eran de espíritu
tradicional, pero los modernistas presionaron a Juan XXIII para que se
presentaran y estudiaran otros esquemas. El cardenal Suenens escribió una carta
al Sumo Pontífice de la cual se extrae:
“La
experiencia de lo que ocurre en la comisión preparatoria muestra que existe una
fuerte corriente integrista opuesta a toda renovación pastoral de cierta
envergadura. Que el Espíritu Santo ilumine a Su Santidad el papa, para que la
tendencia inmovilista, aunque resulte ser numéricamente la más fuerte, no pueda
prevalecer en última instancia y para que el Concilio sea por excelencia
pastoral” [3].
Y añadía:
“Hice un
proyecto en el que situaba el Concilio en una verdadera perspectiva pastoral. A
finales de abril, el plan estaba listo. Había incluido al máximo los temas que
me eran queridos, con la constante preocupación de promover adaptaciones
pastorales... Lo comuniqué a algunos cardenales amigos, entre ellos Montini
[futuro papa Pablo VI], quienes lo aprobaron” [4].
Incluso
antes de la convocatoria del Concilio, ya se vislumbraban dos bandos opuestos,
y se descubría la influencia del partido liberal sobre el Papa, puesto que los
esquemas preparados por los obispos y cardenales conservadores no fueron
finalmente retenidos.
La trilogía
libertad-igualdad-fraternidad impregnará los documentos del Concilio sobre la
libertad religiosa, la colegialidad, el ecumenismo y el diálogo interreligioso.
Según confesión del propio cardenal Ratzinger, futuro papa Benedicto XVI, uno
de los textos mayores del Concilio, Gaudium et Spes, es un
contra-Syllabus. El Syllabus denunciaba los errores modernos. Pues bien:
“el texto de
Gaudium et Spes desempeña el papel de un Contra-Syllabus en la medida en
que representa un intento de reconciliación oficial de la Iglesia con el mundo,
tal como se ha vuelto desde 1789” [5].
Dicho de
otro modo, el Vaticano II fue para la Iglesia lo que 1789 fue para la sociedad.
Este largo
desarrollo parece no tener relación directa con la nueva misa. En realidad,
siendo la nueva misa uno de los frutos del Concilio Vaticano II, era
indispensable conocer el contexto que permitió su elaboración.
El Concilio,
como hemos dicho, quiso ser resueltamente ecuménico. Pero la misa católica era
un obstáculo mayor para el acercamiento entre católicos y protestantes, porque
expresa claramente el carácter propiciatorio que los reformados rechazan.
¿Quién se atreverá entonces a asumir la responsabilidad de crear una misa que
atenúe el carácter sacrificial de la misa para agradar a los protestantes? El
artífice de esta transformación será el padre Bugnini. Ya el 19 de marzo de
1965 declaró:
“Debemos
quitar de nuestras oraciones católicas todo lo que pueda ser una sombra de
tropiezo para nuestros hermanos separados” [6].
La nueva
misa es, ¡ay!, conforme a los deseos de los innovadores. De hecho, un análisis
profundo de esta misa desde el ángulo del sacrificio, la presencia real y el
sacerdocio, llevó a los cardenales Ottaviani y Bacci a afirmar que:
“el nuevo Ordo
Missæ se aleja de manera impresionante, en su conjunto como en sus
detalles, de la teología católica de la santa misa, tal como fue formulada en
la sesión XX del Concilio de Trento, el cual, al fijar definitivamente los
cánones del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que
pudiera atentar contra la integridad del Misterio” [7].
Nuestro
apego a la misa tradicional no es, ante todo, de orden sensible o afectivo,
sino doctrinal. La misa es la joya de la Iglesia. Derrama en abundancia sobre
nuestras almas las gracias que Nuestro Señor nos mereció en la cruz. Por eso
rechazamos una misa equívoca, elaborada para agradar a los protestantes, que
han tenido la desgracia de abandonar la Iglesia católica, fuera de la cual no
hay salvación.
Ab. Patrick
Troadec
Fuente: Le
Phare Breton n.º 13, septiembre-octubre de 2021.