por ALDO MARIA VALLI
Tanto si se posee como si no una comprensión
intelectual de cada rúbrica, de cada gesto y de cada oración de la liturgia
tradicional, es evidente que la santa misa vetus ordo actúa en un nivel
profundo. Estamos en el ámbito de la adoración, no del análisis. Por ello, es
imposible acercarse a este tesoro de nuestra Fe sin la inequívoca conciencia de
participar en algo verdaderamente distinto del tiempo y del espacio profanos, algo
grandioso y auténticamente trascendente. En la santa misa tradicional sabemos
que nos encontramos, aunque indignos, ante el trono de Dios, y sabemos que un
encuentro así no exige otra cosa que total reverencia, humildad y temor
reverencial.
Mi intención es examinar el marcado contraste entre
esta sagrada herencia y aquello que vino a sustituirla, es decir, esa
construcción neoprotestante conocida como novus ordo missae.
La sustitución se produjo a pesar del solemne
decreto del papa san Pío V, Quo primum tempore (14 de julio de 1570),
que promulgó el Misal Romano de la liturgia tridentina e impuso su uso
exclusivo en toda la Iglesia latina. La bula papal —lo recuerdo— prohibía
explícitamente cualquier adición, supresión o alteración de la misa, invocando la
ira de Dios Omnipotente sobre quienes se atrevieran a manipularla; pero tales
advertencias, evidentemente, tienen poco peso para los modernistas, que de
hecho han sustituido al Dios verdaderamente exigente y justo por una divinidad
de su propia creación, acomodaticia y domesticada.
Estoy convencido de que gran parte de los lectores
comprende bien por qué la santa misa tradicional es la más agradable a Dios y
reconoce los graves defectos del novus ordo. Sin embargo, puesto que sé
que un número considerable de fieles católicos se pregunta sinceramente qué es
lo que está mal en la misa reformada, he aquí algunas indicaciones cuyo
objetivo es ofrecer explicaciones claras y accesibles de los problemas
teológicos, litúrgicos y espirituales planteados por un rito que considero
pseudocatólico.
Les pido que compartan estos artículos con quienes
buscan, se preguntan o están inquietos. La verdad, una vez encontrada, se niega
a permanecer en silencio.
Ruptura teológica, litúrgica y ritual
Durante gran parte de su historia, la Iglesia rezó
como creía y creyó como rezaba. El Rito Romano no nació de una teoría ni de un
comité, sino de siglos y siglos de práctica, sacrificio y santificación. Cada
gesto, cada oración, cada silencio llevaba las huellas de generaciones que se
habían arrodillado, habían susurrado y habían ofrecido el Santo Sacrificio en
toda circunstancia, incluso en medio de persecuciones, pestes, revoluciones y
guerras. La liturgia nunca fue un texto que revisar, sino una herencia que
acoger y transmitir.
La promulgación del novus ordo missae en
1969 marcó una ruptura decisiva: una reforma sin precedentes por su alcance,
rapidez y método. Desde el principio, los observadores católicos vinculados a
la tradición vieron en ella no solo un cambio estético, sino un desplazamiento
teológico.
Partamos del núcleo de la cuestión: el sacrificio.
El oscurecimiento de la naturaleza sacrificial de
la Misa
En el centro de las críticas estaba y está una
única y grave preocupación: el novus ordo missae oscurece la dimensión
de la santa misa como sacrificio propiciatorio. El Rito Romano tradicional
nunca dejó de insistir en el sacrificio. Desde la subida inicial al altar hasta
la proclamación final del Evangelio de san Juan, la liturgia proclamaba que el
Calvario se hacía presente, incruento pero real, ofrecido por Cristo a través
de las manos del sacerdote por los pecados de los vivos y de los muertos.
Esta claridad sacrificial era particularmente
evidente en el ofertorio. En la santa misa tradicional el sacerdote ofrece la
hostia como “víctima inmaculada” y nombra explícitamente sus “innumerables
pecados”, las “ofensas” y las “negligencias”. El cáliz se ofrece “por nuestra
salvación y por la del mundo entero”. El lenguaje no deja lugar a la
ambigüedad. Aquello que yace sobre el altar está ya destinado al sacrificio.
En el novus ordo estas oraciones han sido
completamente suprimidas y sustituidas por nuevas fórmulas tomadas de las
bendiciones judías de la mesa: “Bendito seas, Señor, Dios de toda la creación,
porque de tu bondad hemos recibido el pan que te ofrecemos”. Estas palabras no
son intrínsecamente erróneas, pero no son sacrificiales. Hablan de dones, no de
víctimas; de alimento, no de inmolación; del trabajo humano, no de la
propiciación divina. Este cambio desplaza el eje teológico del rito, de modo
que el significado de la misa se transforma: de ofrenda sacrificial a comida
comunitaria.
El cambio se ve reforzado por la proliferación de
las plegarias eucarísticas. El Canon Romano, prácticamente inmutable durante
quince siglos y centrado en el sacrificio, ya no es normativo. En la práctica,
a menudo es sustituido por la plegaria eucarística II, la más breve y la menos
explícita en su expresión sacrificial. El resultado no es una negación formal,
sino una atenuación habitual: la dimensión sacrificial pasa ahora a ser
inferida más que proclamada.
La disminución del sacerdocio ministerial
Estrechamente ligado a la cuestión sacrificial está
el papel del sacerdote. En el rito tradicional, el sacerdote desempeña de
manera inequívoca el papel de mediador. Sube solo los escalones del altar,
susurra oraciones que los fieles pueden no percibir y ofrece sacrificios en su
nombre. Su postura, sus silencios y su separación de la asamblea indican una
realidad teológica: actúa in persona Christi, no simplemente como
delegado de la comunidad allí reunida.
El novus ordo remodela esta dinámica. Desde
el saludo inicial en adelante, el sacerdote asume el papel de presidente de la
asamblea. De cara al pueblo, habla constantemente, a veces incluso bromeando, y
dialoga. Por su parte, los laicos asumen funciones antes reservadas a los
clérigos, no solo leyendo la Escritura, sino también distribuyendo la santa
comunión y manipulando los vasos sagrados. La cuidadosa disciplina ritual que
antes subrayaba el papel único de las manos consagradas del sacerdote —pensemos
en los dedos juntos después de la consagración, evitando contactos innecesarios
con las especies sagradas— está en gran medida ausente.
El sacerdocio no es negado explícitamente, pero su
especificidad queda oscurecida y diluida. Cuando el sacerdote aparece
funcionalmente intercambiable con los participantes laicos, su papel
sacrificial único se vuelve menos visible. Y con el tiempo, la visibilidad
modela la fe. Un sacerdote que se asemeja a un presidente empieza a ser
percibido cada vez más como un simple presidente y ya no como sacerdote.
El debilitamiento de la reverencia eucarística y de
la presencia real
La doctrina de la presencia real sigue afirmándose
sobre el papel, pero su expresión ritual se ha debilitado notablemente. En la
misa tradicional, la reverencia está inscrita en cada movimiento. La reverencia
expresada por la postura del sacerdote ante la presencia real se manifiesta en
el número de genuflexiones obligatorias. Durante la misa —sea rezada o solemne—
el celebrante se arrodilla aproximadamente diecisiete veces, sin contar las
genuflexiones adicionales al acercarse o alejarse del altar si el Santísimo
Sacramento está presente. Y estas genuflexiones tienen lugar en momentos
teológicamente decisivos: cada vez que el sacerdote pasa ante el Sacramento,
después de cada elevación de la hostia y del cáliz, repetidamente durante el
canon y antes y después de su propia comunión.
Por el contrario, en el novus ordo missae el
sacerdote está obligado a hacer genuflexión solo tres veces: después de la
elevación de la hostia, después de la elevación del cáliz y después del Agnus
Dei, en el momento del «He aquí el Cordero de Dios», inmediatamente antes
de la comunión. Esto representa una reducción de aproximadamente el ochenta por
ciento de las genuflexiones, un cambio en absoluto casual, porque la
genuflexión no es un mero adorno ceremonial, sino una confesión de fe mediante
el cuerpo: lex orandi, lex credendi. La santa misa tradicional, mediante
los repetidos arrodillamientos, acostumbra al sacerdote a adorar a Cristo realmente
presente, sustancialmente, sobre el altar. El novus ordo, en cambio, al
reducir la postura de adoración a un mínimo obligatorio, remodela sutilmente el
énfasis de la liturgia desde la dimensión del sacrificio hacia la del encuentro
comunitario, contribuyendo así a una profunda erosión de la fe eucarística.
En la santa misa tradicional los fieles se
arrodillan para recibir la santa comunión en la lengua. El sagrario se
encuentra en el centro del presbiterio, señalado por una lámpara encendida y
flanqueado por velas.
Por el contrario, el novus ordo permite
recibir la comunión de pie y en la mano, a menudo de ministros laicos. En
innumerables iglesias el sagrario ha sido desplazado del eje central o
trasladado a una capilla lateral. Estas prácticas no son obligatorias según el
Misal, pero en la práctica se han impuesto como normativas.
La doctrina no vive solo en los textos. Vive en el
hábito, en los gestos, en la postura y en el silencio. Cuando los fieles ya no
son formados para arrodillarse, adorar y acercarse con temor y temblor, la fe
en la presencia real se erosiona inevitablemente. El derrumbe generalizado de
la fe eucarística en las décadas posteriores a la reforma no es una
coincidencia: es una consecuencia.
Ecumenismo y sensibilidad protestante
Otro aspecto deplorable de la nueva misa reside en
la orientación ecuménica impuesta por la reforma. La participación de
observadores protestantes en la elaboración del nuevo rito fue solo consultiva,
pero nunca ha dejado de suscitar sospechas. La liturgia que se adoptó, en
efecto, minimiza precisamente los elementos históricamente rechazados por la
teología protestante: el lenguaje sacrificial, la mediación sacerdotal y la
noción de propiciación.
No se trata de preocupaciones infundadas. Las
declaraciones de aquel período reflejan un deseo explícito de eliminar los
obstáculos al diálogo ecuménico. Al hacerlo, la reforma atenúa aspectos del
culto católico que no eran periféricos, sino constitutivos. Una misa que pueda
ser fácilmente reconocida como aceptable por un ministro protestante es ya un
signo de compromiso muy preocupante.
Pérdida del lenguaje sagrado y de la expresión hierática
La lengua modela la conciencia y la fe. Así, el
abandono del latín representa una de las rupturas más evidentes con la tradición.
El latín nunca fue simplemente un instrumento. Era una lengua sagrada, separada
del lenguaje cotidiano por ser inmune a derivas coloquiales y universalmente
unificadora. El latín había unido a los católicos a través de los siglos y de
los continentes. A través del latín, teníamos las mismas palabras, las mismas
oraciones, el mismo culto.
La vulgarización de la misa ha fragmentado esta
unidad. Las primeras traducciones sacrificaron la precisión en favor de la
accesibilidad, como se ve en el caso del pro multis convertido en «por
todos», un error de traducción que se prolongó durante décadas. Oraciones antes
densas de contenido teológico fueron aplanadas en una prosa funcional. Las
invocaciones a ángeles, santos e intercesiones cósmicas fueron abreviadas o
eliminadas.
Cuando el lenguaje del culto se vuelve
indistinguible del lenguaje cotidiano común, el sentido de la alteridad sagrada
disminuye inevitablemente. Y la misa comienza a sonar como algo dirigido a los
hombres más que a Dios.
Excesiva facultatividad y fragmentación litúrgica
El novus ordo missae no se define por normas
estables y universales, sino por la libertad de elección. Múltiples ritos
penitenciales, múltiples plegarias eucarísticas. Variables las lecturas,
facultativos los gestos. Amplía la posibilidad de adaptación. El resultado es
un rito sin identidad fija, hasta el punto de que no existe un novus ordo
missae estándar. Dos parroquias de la misma diócesis pueden celebrar la
misa de maneras tan distintas que parecen pertenecer a religiones diferentes.
En el Rito Romano tradicional, la estabilidad tenía
un alcance formativo. Los fieles aprendían la misa mediante la repetición. El
sacerdote no modelaba el rito, sino que se sometía a él. En la nueva liturgia,
en cambio, la personalidad del celebrante y las preferencias individuales a
menudo llenan el vacío dejado por la falta de prescripciones.
Dentro de este relativismo litúrgico, la misa se
convierte en una plataforma para la creatividad personal y local, más que en un
acto de culto recibido universalmente. El sacerdote elige, adapta e improvisa.
Los fieles ya no se encuentran con el Rito Romano, sino con una versión
modificable y adaptable del mismo.
Simplificación y pérdida de densidad ritual
Por último, debe señalarse la deplorable
simplificación sistemática de la liturgia. Las oraciones al pie del altar, el
Salmo 42, los múltiples signos de la cruz, los besos rituales del altar y el
último Evangelio no eran excesos decorativos, sino pedagogía teológica.
Encarnaban la humildad, la preparación, la reverencia y la contemplación.
Su eliminación ha producido un rito que, según sus
defensores, es más breve, más claro y más accesible, pero que en definitiva es
más débil y empobrecido, dejando a los participantes espiritualmente
desnutridos. El silencio se ha reducido. La gestualidad se ha minimizado. El
canon, antes envuelto en un silencio reverente, ahora se proclama en voz alta.
El misterio cede el paso a la explicación.
La misa tradicional no necesitaba ser explicada. Su
significado no se desvelaba mediante el comentario, sino a través de la forma
misma. Al simplificar el rito, la reforma lo despojó precisamente de aquellos
elementos que formaban las almas.
Lo que emerge de estas primeras anotaciones no es
una lista de quejas inconexas, sino un único diagnóstico: ha habido una
auténtica ruptura. Una ruptura en el énfasis sacrificial, en la identidad
sacerdotal, en la reverencia eucarística, en el lenguaje sagrado, en la
estabilidad ritual y en la profundidad simbólica. Considerar esta ruptura
justificada o catastrófica no es el propósito de nuestras observaciones. Lo que
no puede negarse es que la ruptura ha existido y que sus efectos han sido
profundos.
En una segunda parte examinaremos las consecuencias
históricas, pastorales, sociológicas y estéticas de esta ruptura, pasando de la
estructura a los frutos, de la reforma a sus consecuencias.
2.
continúa
Una vez
una amiga, recién salida de una santa misa tradicional, dijo: «Es un poco como
un vino tinto bien envejecido en comparación con la bebida Kool-Aid».
He aquí
un comentario sincero, por parte de alguien que no está habituado a la polémica
pero es sensible a la realidad. El buen vino y la Kool-Aid [bebida dulce
estadounidense, que se produce mezclando agua, azúcar y un polvo con sabor a
cereza, limonada y muchas otras variantes, N. del T.] pertenecen a mundos
completamente distintos, no solo por el gusto, sino por el origen, el propósito
y la profundidad. La Kool-Aid se produce para la inmediatez: dulce, colorida,
gratificante al instante, no requiere paciencia, ninguna formación del paladar,
ninguna reflexión prolongada. El vino se cultiva lentamente, se envejece en
silencio, es modelado por el tiempo, la tradición y la moderación. Confundir
una cosa con la otra es imposible una vez que se han probado verdaderamente
ambas.
Mi amiga
había crecido, como muchos católicos de su generación, conociendo solo el novus
ordo missae. Para ella era familiar, comprensible, sincero, a menudo bien
intencionado. Lo había encontrado en iglesias parroquiales organizadas y
eficientes, acompañado de himnos que ya sabía cantar después de haberlos
escuchado una sola vez, celebrado por sacerdotes que hablaban de manera
directa, amistosa, tranquilizadora. Nada de todo esto le parecía escandaloso.
Era simplemente la misa. Y cuando se encontró, casi por casualidad, asistiendo
a una santa misa solemne en el rito romano tradicional —con sus cantos, el
silencio, la jerarquía ordenada de los ministros y el sentido de gravedad—
salió visiblemente turbada. No enfadada, sino pensativa. Algo la había tocado,
pero le costaba ponerle un nombre.
Lo que
experimentó no fue simplemente una estética diferente, ni una mera preferencia
por el latín, el incienso o los ornamentos. Se encontró con una concepción del
culto completamente distinta. En la santa misa antigua nadie se apresura a
explicar. El ritual asume el misterio en lugar de gestionarlo. El significado
no es verbalizado constantemente, sino encarnado a través de gestos,
orientación y moderación. El sacerdote no se dirige a los fieles, sino que los
guía. Los fieles no son entretenidos, instruidos o alentados en cada ocasión;
son colocados, de manera consciente, ante la presencia de Dios.
La
comparación propuesta por mi amiga, hecha sin segundas intenciones y sin
ideología, capta con desarmante claridad el corazón del debate que concierne al
novus ordo missae. La controversia suele encuadrarse en términos de
obediencia frente a preferencia, progreso frente a nostalgia, accesibilidad
frente a elitismo. Pero todas estas dicotomías oscurecen la cuestión más
profunda: no se trata de ver si una forma de la misa es válida, sino de si
todas las formas transmiten por igual la plenitud de lo que la misa es. Si la
santa misa es, como enseña la Iglesia, la representación incruenta del
sacrificio del Calvario, el eje sobre el que cielo y tierra se encuentran,
entonces el modo en que esta realidad se expresa —ritual, teológica y
simbólicamente— es de fundamental importancia.
La
segunda parte de nuestra contribución se funda en esta convicción. No se basa
en sentimentalismos ni en gustos, sino en la sustancia. Por el bien de quienes
todavía se preguntan qué hay de incorrecto en la «nueva misa», tratamos por
tanto de examinar, de manera completa y franca, los problemas que teólogos,
sacerdotes, liturgistas y fieles católicos han identificado en el novus ordo
missae durante el último medio siglo.
La
comparación entre la bebida Kool-Aid y el vino envejecido es un diagnóstico
acertado. Y como todos los diagnósticos honestos, exige que lo tomemos en
consideración atentamente, sin apartar la mirada.
De la
ruptura ritual a la consecuencia espiritual
Si las
primeras heridas infligidas por el novus ordo missae fueron teológicas y
rituales, sus consecuencias más profundas se desplegaron lentamente, casi
imperceptiblemente, en el ámbito de la cultura, de la psicología y de la fe. La
reforma no se limitó a modificar oraciones y gestos; reformuló sutilmente, y
desde dentro, el culto mismo. Si antes la Iglesia, a través del culto, atraía
el alma hacia lo alto, hacia la trascendencia, ahora la educaba a mantener la
mirada horizontal. El misterio se convirtió en explicación. El asombro cedió el
paso a la familiaridad, el silencio al sonido. De este modo, la reforma dio
inicio a una transformación no solo litúrgica, sino también antropológica.
Desplazamiento
del misterio y de la trascendencia
El Rito
Romano tradicional no se explicaba. Envolvía. Sus silencios no eran vacíos
embarazosos, sino espacios sagrados, cargados de espera y de significado. El
canon silencioso, pronunciado casi en un susurro, dejaba entender que algo
terrible y sagrado estaba ocurriendo. El misterio no era simplemente observado.
Uno se arrodillaba ante él.
En el novus
ordo missae esta gramática del misterio se desvanece. Casi toda oración es
pronunciada en voz alta. Los micrófonos amplifican lo que antes estaba velado.
La plegaria eucarística se convierte en una acción narrada más que en un
acontecimiento envolvente. En lugar del silencio que indica la cercanía divina,
el sonido llena cada resquicio del rito. Incluso cuando el silencio está
prescrito, es de todos modos facultativo, breve y a menudo ignorado.
Este
cambio no es banal. El misterio no puede sobrevivir a explicaciones continuas.
La trascendencia se retira cuando lo sagrado es verbalizado incesantemente. El
alma, privada del lenguaje del temor reverencial, pierde lentamente el instinto
de adorar.
Derrumbe
de los límites litúrgicos
Estrechamente
vinculada a esta pérdida de misterio está el derrumbe de límites litúrgicos
nítidos. Durante siglos el culto católico marcó cuidadosamente los umbrales:
entre nave y presbiterio, clero y laicos, preparación y consagración, palabra y
silencio. Estos límites no eran expresión de clericalismo, sino indicaciones
teológicas que hacían comprender que se estaba acercando a un lugar sagrado.
En la
liturgia reformada estas distinciones se pierden casi por completo. Los
“ministros” laicos entran regularmente en el presbiterio. Los “ministros
extraordinarios” se reúnen alrededor del altar. El propio presbiterio es a
menudo arquitectónicamente indistinto, carente de gradas, balaustradas o
separación visual. Aquello a lo que antes se accedía con trepidación, ahora es
accesible con facilidad.
El efecto
psicológico es profundo. Cuando nada anuncia “aquí comienza lo sagrado”, nada
educa al alma a arrodillarse interiormente. La familiaridad no genera
desprecio, pero la indiferencia sí.
Fragilidad
ritual de la nueva liturgia
Uno de
los contrastes más evidentes entre la misa tradicional y el novus ordo
reside en la adaptación. El rito antiguo es casi indestructible. Su densidad de
oraciones, gestos y silencios crea una estructura que resiste las intrusiones.
La creatividad personal tiene poco espacio. El sacerdote se somete al rito.
El novus
ordo, por el contrario, es extraordinariamente frágil. Privado de muchas
redundancias rituales, depende fuertemente de factores externos en lo que respecta
al tono y al significado. La música, la personalidad del celebrante, el entorno
arquitectónico y el estilo pastoral asumen un papel desproporcionado. El
resultado es que el carácter de la misa ya no es intrínseco, sino contingente.
Esta
fragilidad explica la extraordinaria variedad del culto católico moderno. Hay
misas guiadas por la guitarra, liturgias ricamente coreografiadas, plegarias
eucarísticas coloquiales, aplausos, tambores, procesiones que parecen
actuaciones y comentarios improvisados que se entrelazan a lo largo de todo el
rito. Estos fenómenos son síntomas de un rito carente de la suficiente gravedad
interna necesaria para sostenerse por sí mismo.
Antropocentrismo
y ascenso de la performance
A medida
que el rito pierde trascendencia, adquiere inevitablemente un nuevo centro: la
asamblea humana. El centro se desplaza del sacrificio a la asamblea, de la
oblación a la participación, de la ofrenda a la expresión. La misa ya no es lo
que Cristo hace a través del sacerdote, sino lo que la comunidad hace según
gustos y circunstancias.
El cambio
se ve reforzado por la orientación física. Cuando el sacerdote se dirige al
pueblo, se convierte necesariamente en un punto focal. Sus actitudes, su tono,
su calidez o su torpeza moldean la experiencia. La presión por involucrar, por
ser accesible, por personalizar el rito se vuelve intensa. Con el tiempo, el
sacerdote deja de ser un instrumento oculto y se convierte en un facilitador
visible e incluso en un animador.
El
peligro aquí no reside en las malas intenciones, sino en la estructura misma.
Un rito que exige un contacto visual constante invita a la performance. Un rito
que suprime el silencio fomenta el relleno verbal. Un rito que premia la
accesibilidad corre el riesgo de banalizar lo sagrado.
Amnesia
calendárica y pérdida del tiempo sagrado
El tiempo
litúrgico es la memoria de la Iglesia. A través de períodos repetidos, ayunos,
vigilias y fiestas, los católicos aprendieron a vivir la historia sagrada. El
calendario preconciliar formó gradualmente a los fieles, volviendo año tras año
a los mismos momentos, las mismas lecturas, las mismas oraciones, hasta
hacerlas instintivas.
La
reforma posconciliar trastornó esta memoria. Antiguas festividades como la
Septuagésima desaparecieron de un día para otro. Las Cuatro Témporas y las
Rogativas desaparecieron de la práctica común. Las octavas fueron abolidas. El
largo ritmo pedagógico de la repetición fue sustituido por una variabilidad
constante.
La
introducción del leccionario trienal amplificó este efecto. Amplió su alcance,
pero fragmentó su coherencia. Los fieles ya no escuchaban las mismas lecturas
cada año, ni encontraban la misma unidad temática entre oraciones y lecturas.
La memoria se debilitó. La familiaridad se disolvió. La misa se volvió informativa
en lugar de formativa.
Una
Iglesia que olvida cómo recordar, pronto olvida quién es.
El
adelgazamiento doctrinal de la lex orandi
Dado que
la Iglesia enseña principalmente a través del culto, los cambios en el lenguaje
litúrgico modelan inevitablemente la fe. La reforma no negó explícitamente la
doctrina católica, pero con frecuencia atenuó, minimizó o eliminó énfasis
doctrinales presentes desde antiguo en el Rito Romano.
Las
oraciones que hacían referencia al juicio, a la penitencia, al combate espiritual
y a la ira divina fueron suprimidas o reducidas. El lenguaje del sacrificio fue
eliminado. Las referencias al mérito, a la mortificación y al temor de Dios se
volvieron raras. Las invocaciones marianas disminuyeron en frecuencia y
densidad.
Lo que
permaneció no fue herejía, sino vaguedad y ambigüedad. Y con el tiempo la
vaguedad genera incertidumbre. Una generación formada por este lenguaje tiene
dificultad para articular con claridad lo que la Iglesia cree respecto al
pecado, a la salvación y al sacrificio, porque ya no percibe que estas verdades
estén contenidas en la oración.
Casualidad
eucarística y erosión de la fe
Quizá
ninguna consecuencia de la reforma sea más visible que el dramático
debilitamiento de la veneración eucarística. Prácticas antes universalmente
prohibidas o desconocidas se han vuelto normales: la comunión en la mano, su
recepción de pie, el uso extendido de ministros extraordinarios y la
desaparición del ayuno y de la confesión como prerrequisitos.
Cada
cambio, al inicio, pareció insignificante. En torno a lo que los católicos
profesan ser el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Cristo se fue
creando un clima de extraordinaria desenvoltura. La desaparición de la patena,
la reducción de las genuflexiones, el desplazamiento del tabernáculo y la
multiplicación de laicos encargados de la ceremonia comunican, aunque sea de
modo involuntario, que no está ocurriendo nada particularmente sagrado y
solemne.
La fe
sigue al gesto. Cuando los gestos ya no proclaman el misterio, la fe se
erosiona silenciosamente.
Funerales
sin juicio y esperanza sin temor
En ningún
lugar el cambio teológico es más evidente que en los funerales católicos. La
tradicional misa de réquiem ponía a los fieles frente a la muerte, al juicio y
a la urgencia de la oración por el alma del difunto. Los ornamentos sagrados
negros, los «aleluyas» reprimidos y la poesía sobrecogedora del Dies irae
formaban a los católicos en el realismo y en el temor de Dios.
Los ritos
reformados, por el contrario, a menudo evitan por completo el juicio. Los
funerales se conciben como celebraciones de la vida. Predominan los elogios
fúnebres. Los ornamentos blancos sustituyen a los negros. El consuelo eclipsa
la súplica. Los difuntos son implícitamente canonizados.
El costo
doctrinal es elevado. Cuando el juicio desaparece del culto, el arrepentimiento
pronto desaparece de la vida.
La
Iglesia no juzga la verdad únicamente en base a estadísticas, pero los frutos
cuentan. Desde la introducción del novus ordo missae, la Iglesia occidental
ha experimentado un colapso sin precedentes: la asistencia a misa se ha
desplomado, las vocaciones han disminuido, la fe en la presencia real ha caído,
el conocimiento catequético se ha evaporado y la práctica religiosa se ha
desintegrado en el transcurso de una sola generación.
La
correlación no implica automáticamente causalidad, pero negar cualquier
conexión es intelectualmente deshonesto. Es un hecho: la ruptura litúrgica más
radical de la historia católica ha coincidido con el derrumbe espiritual más
dramático de la historia de la Iglesia. Esto no puede ser casual.
Una lex
orandi debilitada produce una lex credendi debilitada. Una lex
credendi debilitada produce una Iglesia debilitada.
Fin
https://www.aldomariavalli.it/2025/12/12/guida-per-principianti-ai-problemi-del-novus-ordo-missae-1/
https://www.aldomariavalli.it/2025/12/13/guida-per-principianti-ai-problemi-del-novus-ordo-missae-2/

