Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

sábado, 27 de diciembre de 2025

GLORIA IN EXCELSIS DEO - HOMILÍA SOBRE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR – MONS. CARLO MARIA VIGANÒ

 


Gloria in excelsis Deo,
et in terra pax hominibus bonæ voluntatis
.

Lc 2,14

 

Si a Mí me persiguieron, también a vosotros os perseguirán (Jn 15,20). Y desde el mismo momento de su Nacimiento secundum carnem, Nuestro Señor ha sido perseguido: aún envuelto en pañales, los soldados de Herodes lo buscaban para matar al Niño que Herodes temía que pudiera eclipsar su poder terrenal. Mártires de un falso monarca designado por el emperador, los Santos Inocentes —cuya memoria celebraremos dentro de pocos días— fueron los primeros, ellos mismos niños, en ser martirizados por un poder tan tiránico como ilegítimo, que precisamente por eso debía imponerse mediante la violencia, incluso sobre los más pequeños y desprotegidos. Crudelis Herodes, Deum venire quid times? dice el himno de la Epifanía: «Cruel Herodes, ¿por qué temes la venida de Dios?». Nuevos Herodes, a lo largo de la historia y especialmente en este lúgubre crepúsculo que marca el colapso de la civilización cristiana, han infligido y continúan infligiendo sufrimientos a los pequeños, para crucificar una y otra vez, en Sus miembros, a la Cabeza divina del Cuerpo Místico. Su linaje perpetúa a través de los siglos la aversión ciega y vengativa de quienes saben que son usurpadores y temen la llegada del Rey, porque representaría el fin de sus fraudes. Temen aún más su regreso, porque en la Segunda Venida —esta vez en el fulgurante esplendor del Rex tremendae maiestatis— no será Nuestro Señor quien huya de Sus enemigos, sino que Él mismo los arrastrará ante Sí y los juzgará delante del mundo, y sobre la base de la evidencia universal de sus crímenes serán precipitados en el abismo. La violencia de los malvados oculta el terror de la conciencia de que sus días están literalmente contados.

Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, cantan los Ángeles sobre la gruta de Belén. Paz: cuanto más oímos repetir esta palabra por el mundo, y desgraciadamente incluso por quienes ocupan los más altos niveles de la Iglesia, tanto más pierde su significado y se revela por lo que es: la ilusión, o mejor dicho la presunción, de poder tener paz en el mundo después de haber expulsado deliberadamente a Nuestro Señor, Princeps Pacis (Is 9,5); el delirio insensato de glorificar al hombre por su inexistente y blasfema dignidad infinita, en la negación rebelde de los derechos soberanos de Cristo Rey y Sumo Sacerdote, y en la subversión sistemática de los Mandamientos de Dios. No lo olvidemos, queridos fieles: el Anticristo es simia Christi —el mono de Cristo— del mismo modo que Satanás es simia Dei —el mono de Dios—. Es en la inversión operada por la revolución donde se realiza su reino infernal: en lugar del mundo entero compuesto en paz —toto orbe in pace composito— que marca el Nacimiento del Divino Salvador, es en el mundo entero dividido por la guerra —toto orbe in bello diviso— donde reconocemos la marca del Enemigo del género humano, homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira (Jn 8,44). De un lado la Luz, del otro las tinieblas. De un lado la Verdad, del otro la mentira. De un lado la Paz de Cristo en el Reino de Cristo, del otro la guerra del Anticristo en la tiranía del Anticristo. Las tinieblas temen a la Luz, así como el fraude teme a la Verdad, y como el χάος teme al κόσμος.

Gloria a Dios, paz a los hombres; donde la gloria de Dios es la premisa y la condición para que los hombres de buena voluntad —es decir, aquellos que observan Sus Mandamientos y los ponen en práctica con verdadera Caridad iluminada por la Fe— tengan la verdadera paz. «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). No con mentiras, no con fraude, no con injusticia e iniquidad; no en el desorden del pecado y en la tolerancia del mal. No donde los inocentes son asesinados en el seno materno y los ancianos en sus camas de hospital. No donde la familia natural es perseguida y culpabilizada, mientras las uniones sodomíticas son calificadas como “matrimonios” y la maternidad subrogada es legalizada en la más abyecta explotación de las mujeres y de las madres. No donde la propia naturaleza es manipulada para borrar en el hombre esa Imagen y Semejanza de su Creador que la Serpiente detesta. No donde el hombre es afeminado y la mujer masculinizada. No donde quienes trabajan son tratados como esclavos para enriquecer a sus amos. No donde los culpables son absueltos y los inocentes encarcelados. No donde la ficción sustituye a la realidad, donde la pobreza es una oportunidad de lucro, donde la pureza y la castidad son ridiculizadas y los peores vicios promovidos y alentados incluso entre los más jóvenes. No donde el clamor de la scelesta turba suprime las fiestas cristianas, no donde el sonido de las campanas cede su lugar al grito del muecín, mientras los gobernantes —que se proclaman laicos cuando prohíben los belenes y los Crucifijos— rinden orgulloso homenaje a la fiesta judía de Janucá, cuyas luces han tomado el lugar de la Natividad de Nuestro Señor. No donde la codicia del dinero y del poder ha sustituido al honor y a la honestidad. No donde los poderes subversivos dirigen a políticos sin dignidad ni decencia, y donde la información es servil y cómplice de la mentira. No donde personas sanas son enfermadas para alimentar al Moloch farmacéutico y millones de seres humanos son enviados al matadero para enriquecer a los fabricantes de armas. No donde la luz del sol es oscurecida y el aire, el agua y los campos son envenenados, el ganado masacrado y las cosechas destruidas en beneficio de las multinacionales. No donde rezar silenciosamente frente a una clínica abortista conduce al arresto, y donde decir la verdad en las redes sociales es considerado discurso de odio. No donde toda autoridad, en todos los niveles, gobierna ilegítimamente, legislando contra Dios y contra el hombre. No donde los hombres se engañan pensando que pueden escapar a la mirada de Dios, mientras imponen un control total sobre las masas. No donde la Santa Iglesia —beata pacis visio— es eclipsada por una secta de herejes, fornicarios y corruptos. No donde quienes desean permanecer fieles a Nuestro Señor son borrados y excomulgados por mercenarios que usurpan Su nombre mientras exigen obediencia.

Los servidores del Anticristo quieren hacernos creer que no hay salida, que esta guerra ya está perdida y que cada uno de nosotros debe resignarse a vivir en esta distopía infernal, sin posibilidad de expulsar a los usurpadores, traidores y cómplices de este golpe global. El terror de los enemigos de Dios es, en realidad, el miedo a perder un poder obtenido mediante el fraude y ejercido ilegítimamente; y el temor de que nuestra determinación de permanecer fieles a Cristo desenmascare su engaño criminal y los obligue a mostrarse por lo que verdaderamente son.

Volvamos nuestra mirada al Niño Santo. En estas densas sombras que nos rodean, miremos a Él, la verdadera Luz que ilumina a todo hombre (Jn 1,9). Miremos al Rey de reyes, que, en obediencia al Padre, eligió encarnarse y morir por nosotros. Puer natus est nobis, cantábamos en el introito: un Niño nos ha nacido. Por nosotros: propter nos homines et propter nostram salutem, por nosotros los hombres y por nuestra salvación. Mirad a Aquel a quien hoy adoramos en el ocultamiento de Su divinidad, y a quien veremos regresar cum gloria para juzgar a los vivos y a los muertos.

La Encarnación del Verbo eterno del Padre no nos da una paz según el mundo, ni una esperanza meramente humana. El Nacimiento de Nuestro Señor nos da la verdadera paz del corazón: la paz con Dios que procede de vivir en Su Santa Gracia, y la esperanza inquebrantable de que Él nos asiste con el Espíritu Santo para que alcancemos aquella bienaventuranza eterna que coronará nuestra lucha terrena.

Junto con el Divino Consolador, el Señor nos da a Su propia Madre, haciéndonos Sus hijos y colocándonos bajo la protección de Aquella que aplastó la cabeza de la antigua Serpiente. El Hijo de Dios apareció precisamente para destruir las obras del diablo (1 Jn 3,8): Él es la descendencia real de la Mujer coronada de estrellas, a quien nuestros Padres esperaban. Él es el Mesías prometido, a quien hemos reconocido en Jesucristo, y a la más santa, purísima y humildísima de las criaturas le ha complacido confiar la tarea de arrojar a Satanás al abismo, después de que el Arcángel San Miguel haya derribado y dado muerte al Anticristo. Mientras esperamos esta derrota del Mal y el triunfo definitivo del Bien, no dejemos de invocarla como nuestra Reina, la Regina Crucis, nuestra Madre, nuestra Esperanza. A Su Providencia han sido confiados los tesoros de todas las gracias: que Ella acorte estos días de tribulación y nos muestre, después de este exilio, al Niño Rey cuyo nacimiento celebramos hoy. Así sea.

·      Carlo Maria Viganò, Arzobispo

25 de diciembre de MMXXV

In Nativitate D.N.J.C.

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