Gloria in
excelsis Deo,
et in terra pax hominibus bonæ voluntatis.
Lc 2,14
Si a Mí
me persiguieron, también a vosotros os perseguirán (Jn 15,20). Y desde el mismo
momento de su Nacimiento secundum carnem, Nuestro Señor ha sido
perseguido: aún envuelto en pañales, los soldados de Herodes lo buscaban para
matar al Niño que Herodes temía que pudiera eclipsar su poder terrenal.
Mártires de un falso monarca designado por el emperador, los Santos Inocentes
—cuya memoria celebraremos dentro de pocos días— fueron los primeros, ellos
mismos niños, en ser martirizados por un poder tan tiránico como ilegítimo, que
precisamente por eso debía imponerse mediante la violencia, incluso sobre los
más pequeños y desprotegidos. Crudelis Herodes, Deum venire quid times?
dice el himno de la Epifanía: «Cruel Herodes, ¿por qué temes la venida de
Dios?». Nuevos Herodes, a lo largo de la historia y especialmente en este
lúgubre crepúsculo que marca el colapso de la civilización cristiana, han
infligido y continúan infligiendo sufrimientos a los pequeños, para crucificar
una y otra vez, en Sus miembros, a la Cabeza divina del Cuerpo Místico. Su
linaje perpetúa a través de los siglos la aversión ciega y vengativa de quienes
saben que son usurpadores y temen la llegada del Rey, porque representaría el
fin de sus fraudes. Temen aún más su regreso, porque en la Segunda Venida —esta
vez en el fulgurante esplendor del Rex tremendae maiestatis— no será
Nuestro Señor quien huya de Sus enemigos, sino que Él mismo los arrastrará ante
Sí y los juzgará delante del mundo, y sobre la base de la evidencia universal
de sus crímenes serán precipitados en el abismo. La violencia de los malvados
oculta el terror de la conciencia de que sus días están literalmente contados.
Gloria a
Dios en lo más alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad, cantan los Ángeles sobre la gruta de Belén. Paz: cuanto más oímos
repetir esta palabra por el mundo, y desgraciadamente incluso por quienes
ocupan los más altos niveles de la Iglesia, tanto más pierde su significado y
se revela por lo que es: la ilusión, o mejor dicho la presunción, de poder
tener paz en el mundo después de haber expulsado deliberadamente a Nuestro
Señor, Princeps Pacis (Is 9,5); el delirio insensato de glorificar al
hombre por su inexistente y blasfema dignidad infinita, en la negación rebelde
de los derechos soberanos de Cristo Rey y Sumo Sacerdote, y en la subversión
sistemática de los Mandamientos de Dios. No lo olvidemos, queridos fieles: el
Anticristo es simia Christi —el mono de Cristo— del mismo modo que
Satanás es simia Dei —el mono de Dios—. Es en la inversión operada por
la revolución donde se realiza su reino infernal: en lugar del mundo entero
compuesto en paz —toto orbe in pace composito— que marca el Nacimiento
del Divino Salvador, es en el mundo entero dividido por la guerra —toto orbe
in bello diviso— donde reconocemos la marca del Enemigo del género humano,
homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira (Jn 8,44). De un
lado la Luz, del otro las tinieblas. De un lado la Verdad, del otro la mentira.
De un lado la Paz de Cristo en el Reino de Cristo, del otro la guerra del
Anticristo en la tiranía del Anticristo. Las tinieblas temen a la Luz, así como
el fraude teme a la Verdad, y como el χάος teme al κόσμος.
Gloria a
Dios, paz a los hombres; donde la gloria de Dios es la premisa y la condición
para que los hombres de buena voluntad —es decir, aquellos que observan Sus
Mandamientos y los ponen en práctica con verdadera Caridad iluminada por la Fe—
tengan la verdadera paz. «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la
da el mundo» (Jn 14,27). No con mentiras, no con fraude, no con injusticia e
iniquidad; no en el desorden del pecado y en la tolerancia del mal. No donde
los inocentes son asesinados en el seno materno y los ancianos en sus camas de
hospital. No donde la familia natural es perseguida y culpabilizada, mientras
las uniones sodomíticas son calificadas como “matrimonios” y la maternidad
subrogada es legalizada en la más abyecta explotación de las mujeres y de las
madres. No donde la propia naturaleza es manipulada para borrar en el hombre
esa Imagen y Semejanza de su Creador que la Serpiente detesta. No donde el
hombre es afeminado y la mujer masculinizada. No donde quienes trabajan son
tratados como esclavos para enriquecer a sus amos. No donde los culpables son
absueltos y los inocentes encarcelados. No donde la ficción sustituye a la
realidad, donde la pobreza es una oportunidad de lucro, donde la pureza y la
castidad son ridiculizadas y los peores vicios promovidos y alentados incluso
entre los más jóvenes. No donde el clamor de la scelesta turba suprime
las fiestas cristianas, no donde el sonido de las campanas cede su lugar al
grito del muecín, mientras los gobernantes —que se proclaman laicos cuando
prohíben los belenes y los Crucifijos— rinden orgulloso homenaje a la fiesta
judía de Janucá, cuyas luces han tomado el lugar de la Natividad de Nuestro
Señor. No donde la codicia del dinero y del poder ha sustituido al honor y a la
honestidad. No donde los poderes subversivos dirigen a políticos sin dignidad
ni decencia, y donde la información es servil y cómplice de la mentira. No
donde personas sanas son enfermadas para alimentar al Moloch farmacéutico y
millones de seres humanos son enviados al matadero para enriquecer a los
fabricantes de armas. No donde la luz del sol es oscurecida y el aire, el agua
y los campos son envenenados, el ganado masacrado y las cosechas destruidas en
beneficio de las multinacionales. No donde rezar silenciosamente frente a una
clínica abortista conduce al arresto, y donde decir la verdad en las redes
sociales es considerado discurso de odio. No donde toda autoridad, en todos los
niveles, gobierna ilegítimamente, legislando contra Dios y contra el hombre. No
donde los hombres se engañan pensando que pueden escapar a la mirada de Dios,
mientras imponen un control total sobre las masas. No donde la Santa Iglesia —beata
pacis visio— es eclipsada por una secta de herejes, fornicarios y
corruptos. No donde quienes desean permanecer fieles a Nuestro Señor son
borrados y excomulgados por mercenarios que usurpan Su nombre mientras exigen
obediencia.
Los
servidores del Anticristo quieren hacernos creer que no hay salida, que esta
guerra ya está perdida y que cada uno de nosotros debe resignarse a vivir en
esta distopía infernal, sin posibilidad de expulsar a los usurpadores,
traidores y cómplices de este golpe global. El terror de los enemigos de Dios
es, en realidad, el miedo a perder un poder obtenido mediante el fraude y
ejercido ilegítimamente; y el temor de que nuestra determinación de permanecer
fieles a Cristo desenmascare su engaño criminal y los obligue a mostrarse por
lo que verdaderamente son.
Volvamos
nuestra mirada al Niño Santo. En estas densas sombras que nos rodean, miremos a
Él, la verdadera Luz que ilumina a todo hombre (Jn 1,9). Miremos al Rey de
reyes, que, en obediencia al Padre, eligió encarnarse y morir por nosotros. Puer
natus est nobis, cantábamos en el introito: un Niño nos ha nacido. Por
nosotros: propter nos homines et propter nostram salutem, por nosotros
los hombres y por nuestra salvación. Mirad a Aquel a quien hoy adoramos en el
ocultamiento de Su divinidad, y a quien veremos regresar cum gloria para
juzgar a los vivos y a los muertos.
La
Encarnación del Verbo eterno del Padre no nos da una paz según el mundo, ni una
esperanza meramente humana. El Nacimiento de Nuestro Señor nos da la verdadera
paz del corazón: la paz con Dios que procede de vivir en Su Santa Gracia, y la
esperanza inquebrantable de que Él nos asiste con el Espíritu Santo para que
alcancemos aquella bienaventuranza eterna que coronará nuestra lucha terrena.
Junto con
el Divino Consolador, el Señor nos da a Su propia Madre, haciéndonos Sus hijos
y colocándonos bajo la protección de Aquella que aplastó la cabeza de la
antigua Serpiente. El Hijo de Dios apareció precisamente para destruir las
obras del diablo (1 Jn 3,8): Él es la descendencia real de la Mujer coronada de
estrellas, a quien nuestros Padres esperaban. Él es el Mesías prometido, a
quien hemos reconocido en Jesucristo, y a la más santa, purísima y humildísima
de las criaturas le ha complacido confiar la tarea de arrojar a Satanás al
abismo, después de que el Arcángel San Miguel haya derribado y dado muerte al
Anticristo. Mientras esperamos esta derrota del Mal y el triunfo definitivo del
Bien, no dejemos de invocarla como nuestra Reina, la Regina Crucis,
nuestra Madre, nuestra Esperanza. A Su Providencia han sido confiados los
tesoros de todas las gracias: que Ella acorte estos días de tribulación y nos
muestre, después de este exilio, al Niño Rey cuyo nacimiento celebramos hoy.
Así sea.
·
Carlo Maria Viganò, Arzobispo
25 de diciembre
de MMXXV
In Nativitate D.N.J.C.
