Por MARCELO RAMÍREZ
El relato oficial
sobre la pandemia ya está escrito: un virus que “saltó” de un murciélago, algún
animal exótico intermedio, destrucción de bosques, desequilibrios ecológicos y,
por supuesto, la ciencia civilizada corriendo heroicamente detrás del desastre
natural. Es un cuento prolijo, moralmente aceptable, que reparte culpas difusas
y exime de responsabilidad a quienes realmente manejan los resortes del poder.
Pero cuando uno se
toma el trabajo de mirar los documentos, las filtraciones, las denuncias
internas y las propias audiencias en el Congreso de Estados Unidos, el cuadro
que aparece es muy distinto. Lo que se ve no es improvisación sanitaria ni
error de cálculo: es un sistema de poder que hace años venía jugando con fuego
en laboratorios de alta peligrosidad, que sabía lo que estaba pasando, que
encubrió lo que no le convenía mostrar y que aprovechó el caos para acelerar un
cambio de época.
El Instituto
Brownstone reconstruye, y KontraInfo refleja, una cronología que ya no se puede esconder debajo de la alfombra.
Ralph Baric, uno de los principales expertos en coronavirus y técnicas de
ganancia de función, se reunía periódicamente con funcionarios de la oficina
del Director Nacional de Inteligencia de EE.UU. para hablar precisamente de
esto: coronavirus, adaptación a humanos, escenarios futuros. Es decir, la
inteligencia estadounidense estaba al tanto de investigaciones extremadamente
sensibles al menos cinco años antes de que el mundo se enterara de la
existencia del COVID-19. No miraban desde afuera: estaban adentro.
Seymour Hersh, que
no es un bloguero anónimo sino uno de los periodistas de investigación más
reconocidos del planeta, aporta otro dato: la CIA tenía una espía dentro del
Instituto de Virología de Wuhan. En 2020 esa agente reporta un accidente y la
infección de un investigador. Es decir: sabían que algo grave había pasado,
sabían dónde, sabían cómo y sabían con quién.
Y ahí ocurre un movimiento clave: el 18 de marzo de 2020, el Departamento de Seguridad Nacional reemplaza al Departamento de Salud como principal agencia de respuesta al COVID. La pandemia deja de ser un problema sanitario civil y pasa a ser un asunto de seguridad nacional. Traducido: inteligencia, secreto, control. Cuando un tema pasa de Salud a Seguridad Nacional, el objetivo ya no es sólo cuidar a la población, sino proteger intereses estratégicos y gestionar daños políticos.
En paralelo, un
informante de la CIA denuncia que la organización ofreció importantes
incentivos económicos a científicos que inicialmente sostenían que el origen
del virus era de laboratorio. De siete expertos consultados, seis consideraban
que se trataba de una fuga. Después de los “incentivos”, mágicamente cambiaron
de opinión. No fue un debate científico: fue una operación para fabricar
consenso. La ciencia como coartada, no como búsqueda de verdad.
Anthony Fauci, el
“zar” de la salud norteamericana, se reúne con las más altas instancias de la
CIA sin dejar constancia formal. Las investigaciones señalan que el objetivo
era influir en la narrativa sobre el origen del virus, porque él mismo estaba
involucrado en la trama de las investigaciones de ganancia de función y no
quería quedar expuesto. En 2021, científicos del Departamento de Defensa recopilan
pruebas serias sobre la fuga en laboratorio. La directora nacional de
Inteligencia del gobierno de Biden, Avril Haines, les prohíbe presentar esas
pruebas o participar de debates. Los que tenían información concreta,
silenciados.
Mientras tanto, en
el frente interno se monta el tercer pilar: la censura. La CISA, agencia del
Departamento de Seguridad Nacional, implementa mecanismos mediante los cuales
el gobierno indica a las plataformas qué contenido es aceptable y qué debe ser
suprimido. Se lanza una “junta de gobernanza de la desinformación”, una especie
de Ministerio de la Verdad que formalmente fracasa por rechazo público, pero
deja instalada la lógica: lo que contradice la narrativa oficial se borra, se
hunde en los algoritmos o se estigmatiza. El objetivo ya no es sólo gestionar
una emergencia sanitaria, sino blindar una versión de los hechos y destruir
cualquier discusión sobre el origen del virus, la responsabilidad de los
laboratorios, el rol de la CIA y de todo el aparato de inteligencia.
Si uno junta las
piezas, el cuadro es bastante claro: la inteligencia estadounidense estuvo
involucrada en estos temas al menos cinco años antes, tenía al principal
experto en coronavirus trabajando en Wuhan, tenía espías dentro del instituto,
recibió informes sobre el accidente y, cuando el virus empieza a circular, se
hace cargo del tema, desplaza a Salud, compra científicos, opera la narrativa
del origen natural y arma una infraestructura de censura global. Eso no es un
Estado sorprendido por un cisne negro. Es el Estado profundo gestionando una
crisis que conoce demasiado bien.
¿Y quién es el
Estado profundo? No es un monstruo místico, es un bloque de poder bien
identificable: agencias de inteligencia, cúpulas del Pentágono, sistema
financiero globalista que lubrica todo, complejo militar-industrial,
fundaciones y think tanks que fabrican discurso, ONGs que ponen rostro humano a
las agendas, medios de comunicación y plataformas que irradian la versión
oficial. Ese núcleo funciona más allá de quién se siente en la Casa Blanca. Por
eso no alcanza con votar a Trump, Obama o Biden: los presidentes pasan, el
entramado permanece.
La ciencia, en
todo esto, no aparece como un método de verificación, sino como una nueva
religión secular. No se puede dudar, no se admite herejía. Los sumos sacerdotes
científicos declaran que el origen es natural, que el murciélago, que el
pangolín, que la tala de bosques, y cualquiera que plantee la hipótesis del
laboratorio es expulsado del templo. Se manipula la investigación para darle soporte
“técnico” a una operación política.
La pregunta clave
es: ¿para qué? ¿Por qué el Estado profundo se mete de lleno en esta historia?
La respuesta está
en el agotamiento de la globalización tal como fue concebida en los 90. Esa
globalización, diseñaba para que las corporaciones occidentales gobernaran el
mundo con Estados Unidos manejando finanzas, comercio, tecnología y cultura,
salió torcida. El gran beneficiado fue China. Las cadenas de suministro, la
producción industrial, la capacidad tecnológica, todo se fue desplazando hacia
Oriente, mientras en Occidente se desindustrializaba la economía, se erosionaba
la clase media y se debilitaba el propio poder imperial norteamericano. La
caída de Estados Unidos estaba diseñada para desembocar en un gobierno corporativo
global, pero había un “detalle”: ese gobierno no debía quedar en manos de Rusia
y China.
Cuando la
herramienta de dominio (la globalización) empieza a beneficiar más al
competidor que al creador, hay que cambiar de juego. Y la pandemia aparece —planificada,
inducida o simplemente aprovechada— como oportunidad perfecta para hacer lo que
no se puede hacer en tiempos de normalidad: resetear el sistema de golpe.
¿Qué hizo la
pandemia? Cortó las cadenas de producción global, quebró miles de pequeñas y
medianas empresas, permitió una emisión monetaria masiva justificada como
“rescate”, concentró aún más la riqueza en manos del capital financiero y
reforzó la dependencia de la población respecto al Estado y, sobre todo, de las
Big Tech. Todo pasó por plataformas digitales: trabajo, educación, consumo,
vínculos. Se aceleró la digitalización en tres años como no se hubiera logrado
en décadas. Fue un reset brutal de la globalización clásica.
En paralelo, asoma
el verdadero reemplazo de la mano de obra barata asiática: la inteligencia
artificial. Si puedo automatizar procesos, ¿qué sentido tiene seguir
dependiendo de fábricas deslocalizadas en el sudeste asiático? Si puedo
producir cerca de mi mercado con robots y algoritmos, no necesito cadenas de
suministro globales. Si puedo monitorear y modelar el comportamiento de
millones de personas en tiempo real, ya no necesito sociedades abiertas, sólo
poblaciones conectadas y vigiladas. Si tengo la infraestructura digital, no
necesito Estados fuertes, sólo administraciones dóciles que garanticen
electricidad, redes y servidores.
Para que ese nuevo
modelo funcione se requieren varias condiciones: centralización de datos,
estandarización, disciplinamiento social y dependencia tecnológica. La pandemia
fue el laboratorio perfecto para todo eso. Teletrabajo, educación virtual,
dinero digital, trámites y gestiones centralizados, plataformas gubernamentales
que acumulan datos biométricos, patrimoniales, sanitarios, de movilidad. Todo
bajo el relato del “progreso” y la “modernización”. Nadie preguntó demasiado.
Un pequeño
ejemplo: un municipio argentino que otorga rango de “funcionario” a un bot de
inteligencia artificial para habilitar comercios. No es que un algoritmo ayude
al funcionario: el algoritmo es el funcionario. Lo extraordinario
no es la tecnología en sí, sino la naturalidad con la que le entregamos poder
de decisión a un sistema que nadie votó, que nadie controla y que, sin embargo,
determina qué se puede hacer y qué no. Y el comentario automático de la gente
es casi una parodia: “Si la IA hace el trabajo, saquemos al intendente”. Es
decir, la población pide que lo gobierne directamente el sistema.
Todo esto encaja
con la vieja doctrina norteamericana de la “gestión del caos”: se generan
escenarios caóticos —guerras híbridas, pandemias, crisis financieras— que
parecen incontrolables, pero en el fondo son administrados por el mismo núcleo
de poder que los desata o aprovecha. Un mundo desglobalizado, fragmentado,
temeroso, saturado de tecnología y emocionalmente agotado es mucho más fácil de
gobernar para una élite financiera y estratégica que opera desde las sombras.
La biología entra
en el arsenal de la guerra híbrida como una herramienta más. No hace falta
probar que el COVID fue un arma deliberada para entender el patrón:
biolaboratorios militares en Ucrania y otras ex repúblicas soviéticas,
financiados por el Pentágono; investigaciones de doble uso en territorios
cercanos a los rivales; recopilación de material biológico de poblaciones
específicas; negación sistemática hasta que ya no se puede negar más, y lavado
posterior bajo la etiqueta de “programas defensivos”. La pandemia se inserta en
esa lógica: biología, información, finanzas, propaganda y sanciones como piezas
coordinadas de un mismo tablero.
¿Y Rusia y China?
¿Por qué no denuncian todo esto a los gritos en la ONU si —como es obvio— saben
más que cualquiera de nosotros? Porque la política real no es Twitter. Para
acusar formalmente a Estados Unidos tendrían que mostrar pruebas obtenidas por
espionaje, quemar fuentes, revelar capacidades, exposiciones que los dejarían
ciegos a futuro. Sería abrir una caja de Pandora que también los salpica: la
fuga fue en Wuhan, en un laboratorio chino, con protocolos chinos,
investigadores chinos y acuerdos científicos con Norteamérica que no conviene
ventilar.
Además, nadie va a
una guerra mundial por un tema que, en términos de bajas directas, no les
destruyó divisiones enteras ni alteró su capacidad estratégica. Lo que sí
destruyó fue la credibilidad de Occidente, y eso, paradójicamente, los
favorece. La pandemia debilitó a Estados Unidos y Europa, fracturó sus
sociedades, aceleró la transición a un mundo multipolar que beneficia a China y
a Rusia más de lo que los perjudica. Sería un pésimo negocio dinamitar esa
ventaja con una denuncia formal que, además, perderían en el terreno
discursivo, porque los organismos internacionales, los grandes medios y el
sistema universitario global están bajo órbita occidental.
En la guerra
híbrida nadie va a la comisaría a llorar. Se insinúa, se filtra, se expone por
terceros, se aprovechan los errores del rival. Se cobra por otros medios.
Queda entonces la
pregunta final: ¿qué nos deja todo esto?
Primero, que la
inteligencia estadounidense no fue una víctima sorprendida del COVID sino un actor
central que conocía lo que estaba pasando, que encubrió lo que no podía admitir
y que aprovechó el caos para adelantar un cambio de modelo.
Segundo, que la
pandemia fue el punto de inflexión que permitió dinamitar una globalización que
ya no controlaban, digitalizar la vida cotidiana, disciplinar a las sociedades,
debilitar a los populismos que desafiaban al establishment y preparar el
terreno para un orden regido por la inteligencia artificial.
Tercero, que el
método quedó a la vista: shock, miedo, saturación, dependencia tecnológica y
después “soluciones” que se quedan para siempre. Como pasó tras el 11 de
septiembre con los controles aeroportuarios, la biometría, la vigilancia: llegó
como respuesta a una crisis, se quedó como normalidad.
¿Plan perfecto o
caos aprovechado? Probablemente una mezcla de ambas cosas. No hace falta
imaginar un villano de película apretando un botón para desatar el apocalipsis.
Basta con ver cómo un sistema que ya venía jugando con virus peligrosos,
guerras híbridas y tecnologías de control social encontró en la pandemia la
oportunidad soñada para reescribir las reglas del juego con una humanidad
agotada, empobrecida y emocionalmente rendida.
El Estado profundo
necesitaba romper la globalización que ya no le servía y domesticar a las
sociedades para la era digital. El COVID le dio la excusa, la infraestructura y
el miedo necesarios para hacerlo. Y, como siempre, la factura no la pagan los
laboratorios, ni la CIA, ni los fondos de inversión: la pagamos nosotros.
