EXHORTACION
PASTORAL
ANIVERSARIO
LXXV DE LA DEFINICIÓN DOGMÁTICA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
Por CARDENAL ISIDRO GOMÁ
Al
acercarse la fecha jubilar de aquel acontecimiento, famoso en los fastos del
dogma católico y en la historia de la piedad mariana, que llenó de júbilo santo
al mundo cristiano y de despecho a los racionalistas e impíos, sentimos la
necesidad, amados hijos nuestros, de llamaros la atención sobre el misterio de
la Concepción Inmaculada de nuestra Santísima Madre y lo que debe ser para
nosotros la celebración de las "bodas de diamante" de su definición
dogmática. Brevemente, que otra cosa no consiente el agobio de asuntos en que
estos días nos movemos, vamos a excitar vuestra devoción a la Señora en este
fundamental misterio de su Concepción sin mancha y a indicaros lo que él
representa en la ideología y en la vida cristiana de nuestros días.
EL GRAN
PRIVILEGIO
Es la
Concepción Inmaculada el singularísimo privilegio concedido por gracia de Dios
omnipotente a María Santísima, en virtud del cual y en previsión de los méritos
de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha
original en el mismo instante primero de su Concepción.
De los
millares de millones de descendientes de Adán, sólo Jesucristo, nuestro divino
Redentor, y su benditísima Madre han sido libres del universal naufragio en que
sucumbió toda la humanidad, al sucumbir nuestros primeros padres a la sugestión
del infernal enemigo. Jesucristo, porque su concepción es obra del mismo Dios
santísimo, y no podía ser el Santo Hijo de Dios mancillado por el enemigo de
Dios. La Virgen María, Madre de Jesucristo, porque, aun concebida según el
orden natural establecido por Dios en la propagación del género humano, quiso
Dios fuera librada del pecado de origen que a todos mancilla, interviniendo el
mismo Dios en forma sobrenatural y excepcional en el primer momento de su vida,
represando la invasión del pecado por una redención preservativa, en virtud de
los futuros méritos de Jesucristo, su divino Hijo, previstos por Dios y a Ella
aplicados en el primer instante de su Concepción.
Todos los hijos de Adán, excepto Jesús y la Virgen, decimos con toda verdad "He aquí que he sido concebido en iniquidad, y en el pecado me concibió mi madre" (Ps. 50, 7.): entre las puras criaturas, sólo la Virgen está exenta del peso tremendo de las consecuencias que en esta sentencia de David se encierran. Baja la Humanidad, en llenísima corriente, por el cauce de los siglos, decía el viejo poeta, y toda ella, sin una excepción, canta la elegía lúgubre del pecado universal: "¡Ay de nosotros, que hemos pecado!" En medio de esta hecatombe de la humana inocencia, solamente la Virgen puede cantar el himno del triunfo total y absoluto sobre el poder del mal. Sólo ella es la toda hermosa, más pura que el rayo de la luz primera, reproducción, con muchísima ventaja, del tipo de inocencia primitiva que saliera de las manos de Dios al crear a nuestros primeros padres. Si cuando creaba Dios a Adán pensaba en el Adán segundo, prototipo del hombre perfecto, según dice un Santo Padre, cuando creaba a Eva, tenía en su mente a esa Mujer de privilegio, bendita en todas las mujeres y prototipo de justicia, más que nuestra madre primera.
Aparecía
ya la inmaculada figura de María, la futura Madre de Dios, en los horizontes
del paraíso terrenal, cerrados por Dios a toda esperanza que no fuera la de
esta Madre y su Hijo por las realidades tremendas de la maldición de Dios: “Pondré
enemistades entre ti y la mujer” dijo Dios a la infernal serpiente. “Ella
aplastará tu cabeza con su pie”: no hubiese aplastado totalmente la cabeza de
su enemigo si por un solo instante hubiese estado bajo el poder de él. Lo que
presagiaba Dios en las palabras que le enviaba, el arcángel San Gabriel, en el
histórico del "Protoevangelio", lo declaraba, en nombre de Dios
mensaje de Nazaret, cuando saludó a la Virgen "llena de gracia": hubiérale
faltado la plenitud de la gracia a la doncella de Nazaret si hubiese sufrido la
mordedura del pecado, aunque hubiese sido un solo instante de su vida.
He aquí,
venerables Hermanos y amados hijos nuestros, por qué el solo pensamiento de
este privilegio sin par de nuestra Madre debe llenar de gozo exultante nuestros
pechos de hijos de tal madre. Porque no se trata ya de ser de nuestra
naturaleza y de nuestra raza que ha sido encumbrado a las alturas de un
privilegio único y de una santidad única en el mundo -lo que debiera engendrar
en nuestro pensamiento y en nuestro corazón la admiración y el entusiasmo por
esta obra selecta de la mano de Dios -, sino que se trata de nuestra Madre en
el espíritu, que precisamente fue elevada a las alturas de su santidad
inmaculada para ser la Madre del Hijo de Dios y la Madre universal de todos los
que hemos sido hechos hijos de Dios.
El
sentimiento de gozo filial por tan singular privilegio de nuestra Madre llena
la historia de la piedad mariana de todos los siglos. "Nada tomó más a pecho
la Iglesia Romana, dice Pío IX en la Bula Ineffabilis, que afirmar, defender,
promover y vindicar el culto y doctrina de la Concepción Inmaculada, por todos
los medios". Los Padres en sus obras, las Liturgias, especialmente las
orientales en formas profundamente llenas y hermosamente expresivas, las
fiestas en honor de este misterio de la Señora, ya celebradas en el siglo VII,
los himnarios de los mejores tiempos de la piedad mariana; todo ello no es más
que un himno secular con que cantan los hijos este privilegio de María su
Madre: himno de notas cada vez más universales y llenas a medida que se acercan
los tiempos de la definición dogmática del gran misterio. Las mismas
controversias, agudísimas, de los siglos XII y XIII habidas entre los teólogos
de las distintas escuelas, no hicieron más que levantar una polvareda pasajera
en el campo de la piedad y de la ciencia mariana para que brillara luego más
radiante el sol de la verdad.
A este
himno debemos acoplar nuestra voz: a este latir veinte veces centenario de la
cristiandad debemos sumar el latido de nuestro corazón de hijos, siempre que
nos ocurra la memoria de este privilegio que levanta a nuestra Madre sobre la
criatura.
SÍNTESIS
DE LOS PRIVILEGIOS DE MARÍA
Es sagaz
la piedad filial, venerables y amados hijos nuestros; los buenos hijos saben
descubrir y estimar las perfecciones de su madre; y el pueblo cristiano, a
quien el Hijo de María diera desde lo alto de la Cruz por Madre a su propia
Madre, ha adivinado la inmensidad de perfección de la Señora que se encierra en
el solo hecho de su Concepción Inmaculada.
Nuestra
Madre es Inmaculada, porque debía ser concepción santísima de singular
privilegio la de esta criatura en que, por decirlo así, el privilegio es ley
normal de su vida. Ella es Madre-Virgen; lo es de un Hijo que es Hombre-Dios;
da a luz sin dolor; vive sin mancha; muere sin pena; y en el mismo comienzo de
su vida purísima aventaja en santidad a la más santa de las puras criaturas.
Una concepción maculada por la mancha de origen hubiese sido una excepción en
esta vida de excepciones, y una sombra inexplicable en la luz del ser y de la
vida de esta Mujer, a la que viera San Juan vestida de la luz del sol.
Es
inmaculada nuestra Madre, porque es la Madre del segundo Adán, el Inmaculado,
el puro, el inocente, el segregado de los pecadores y el más excelso de los
cielos, como le llama el Apóstol (Hebr. 7, 26.1); y hubiese sido desdoro del
Hijo la mancha de la Madre, aunque hubiese sido la de origen; aunque hubiese
sido la de un instante.
Es Inmaculada,
porque es Hija del Padre, y Madre del Hijo, y Esposa del Espíritu Santo; y en
este concierto de relaciones espirituales con la Trinidad Santísima, hubiese
sido un desconcierto la más leve mancha de la criatura que, por designio de
Dios, fue llamada a este misterioso consorcio con Dios Trino y Uno, origen
fontal de toda santidad.
Lo es
aun, porque es el tipo más perfecto de la belleza creada, en el orden natural y
en el sobrenatural; y Dios, que hizo inmaculada a la primera Eva, inferior a
esta altísima criatura, debía con mayor razón hacer tal a la Eva segunda; y el
que crio sin mancha a los ángeles, espíritus puros que son los cortesanos de
Dios en el cielo, con mayor motivo debía crear Inmaculada a la Reina de los ángeles,
que debía sentarse un día junto a la Santísima Trinidad para recibir rendida
pleitesía de todos ellos.
Ya veis,
venerables Hermanos y amados hijos nuestros, que la Concepción Inmaculada de la
Virgen es la cifra y compendio de todas sus grandezas; porque si la divina
Maternidad de María es como la razón que las exige todas, según doctrina del
Angélico; pero la Concepción Purísima de la Madre de Dios es como la
realización histórica de todas ellas, y una prueba, en el primer instante de su
vida, de que Dios la quería tal como la exigiría su futura maternidad. La
Virgen Inmaculada es el gran signo que viera San Juan en el Apocalipsis:
"Una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y su frente coronada
por corona de doce estrellas" (Apoc. 12, 1). Así entra la Madre de Dios en
la corriente de la humana vida hecha por Dios no sólo una criatura de
privilegio, en cuanto la preservó del pecado original, sino como una síntesis
de toda perfección y grandeza, de orden natural y sobrenatural, a que puede ser
elevada una pura criatura, y de la que la Concepción Inmaculada es la
expresión.
Por esto,
si este santísimo misterio reclama de nosotros una devoción especial, en cuanto
es privilegio singularísimo de nuestra Madre, no le exige menos en cuanto es
como la concreción de todas sus grandezas, el foco en que se condensa toda la
luz de esta Mujer de luz, y que ilumina, ya desde el primer instante de su
vida, todo el ser excelso y los grandes destinos y funciones de esta criatura
sin par.
LO QUE
FUE LA DEFINICIÓN DOGMÁTICA
A estas
razones que persuaden la especialísima devoción que todo cristiano debe
profesar al misterio de la Concepción Inmaculada de nuestra Madre, añadimos la
razón de lo que representa en los tiempos modernos la definición dogmática del
mismo, razón que tiene especialísimo valor en este LXXV aniversario de aquel
memorable hecho. Tal vez ninguna definición dogmática ha sido preparada con más
exquisitos cuidados, esperada con ansias más vivas, recibida con aplauso más
universal, y hasta más censurada por la crítica insipiente e impía de los
enemigos de la Iglesia y de la Virgen. Pío IX, a quien no se ocultaba la gran
autoridad de algunos teólogos que defendieron como más probable la opinión
contraria a la Inmaculada Concepción, pero que profesaba una devoción profunda
a este misterio de la Madre de Dios y creía llegado el momento de su definición
dogmática, sometió el gravísimo negocio a los teólogos más sabios de su tiempo,
requirió por escrito el parecer de todos los Obispos del orbe católico, sopesó
todas las razones, de fondo y de conveniencia. El peso de los argumentos
favorables a la definición era abrumador. El Papa no dudó; ni podía dudar
porque el misterio de la Concepción Inmaculada de María brillaba con luz
meridiana en el campo de la ideología y de la vida cristiana de todos los
siglos, y porque la luz del Divino Espíritu que le asiste, como Maestro supremo
de la ver-dad, le indicaba que era ya llegada la hora de la esperada
definición.
Concretado
ya el pensamiento del Papa en la Bula Ineffabilis, llegó el 8 de diciembre de
1854, en que celebró Pio IX solemne Pontifical en San Pedro del Vaticano.
Cuenta un testigo presencial que cuando el Papa, rodeado de una corona de 54
Cardenales, 43 Arzobispos y 92 Obispos y ante una multitud de más de 50.000
fieles que se estrujaban en las amplísimas naves del templo, tomó en sus manos
la Bula de la definición, y llegó a la lectura de aquellas palabras: “A la mayor gloria de la Madre de Dios, con
la autoridad de los santos apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra...”, tembló
de emoción la voz del Papa, se llenaron de lágrimas sus ojos y tuvo que hacer
gran esfuerzo para dominar la conmoción de su espíritu, acabando luego con voz
entera y robusta la lectura de la formula solemne de la definición: “Declaramos y definimos que es doctrina
revelada por Dios la que sostiene que la beatísima Virgen María en el primer
instante de su Concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente
y en previsión de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue
preservada de toda mancha de pecado original.”
La
definición dogmática de la Concepción Inmaculada de María señala una de las
fechas más memorables y trascendentales en los fastos de la vida cristiana: tal
vez no haya otra que compararse pueda con ella, si no es la de aquella famosa
noche en que más de trescientos Obispos salían del Concilio de Éfeso después de
declarar la maternidad divina de María, acompañados por todo el pueblo que,
agitando encendidas antorchas cantaba el "Santa María, Madre de
Dios...", que se repetirá hasta el fin de los siglos.
Porque
esta definición fue un triunfo gloriosísimo de la Iglesia sobre el materialismo
y el racionalismo. Sobre el materialismo, porque fue la proclamación pública, solemnísima
de los derechos preeminentes del espíritu sobre los de las caducas cosas de la
tierra. Sí, la Virgen es "toda hermosa", tota pulchra y lo es hasta en su cuerpo virginal, cuya belleza
inútilmente han tratado de reproducir los grandes artistas cristianos, pero
principalmente es hermosa con la hermosura espiritual de un ser que no solo no
conoció jamás la fealdad de la culpa, sino que recibió de lleno la gracia de
Dios que, como dice el Angélico, "embellece como la luz, ya en el primer
instante de su Concepción.
Cuando la
corriente del materialismo neopagano lo invadía todo, Pio IX declara dogma de
fe la Inmaculada Concepción de María. Es la pureza "inmaculada" que
se opone a la corrupción, la santidad al pecado, las prerrogativas del espíritu
a las bajas tendencias de la carne, los encumbramientos del ideal a las
solicitaciones de la materia, que, como dice el Sabio, aggravat animam (Sap. 9, 1), tira del espíritu por el asidero del
cuerpo vil. El mismo Proudhon se extasiaba ante la consideración de una Virgen
sin mancilla, sentada en el trono excelso que Dios la dio y atrayendo con la
simpatía de sus virtudes y la fuerza de sus prerrogativas a la raza pecadora
hacia las alturas donde Ella está. Es una manera de expresar el post te curremus... (Cant. I, 3); te
seguiremos, Señora, arrastrados por la delicia de tus perfumes.
También
el racionalismo quedó quebrantado por la definición dogmática de la Concepción
Inmaculada de la Señora. El racionalismo es soberbia de la razón, pecado
fundamental de pensamiento. Es la expulsión de Dios del campo de la actividad del
hombre, en todos los órdenes, desde las alturas del pensamiento hasta las
pequeñas cosas de la vida. Y el dogma de la Inmaculada por el fondo doctrinal
que contiene, por la historia de miseria que evoca, por el mismo procedimiento
de la declaración, es tremendo golpe asestado al racionalismo.
Por el
fondo doctrinal. Porque este dogma importa la proclamación de los dogmas
fundamentales de nuestra religión, especialmente la Encarnación y la Redención,
es decir, todo el sistema del sobrenaturalismo cristiano. La Virgen es
Inmaculada porque debía ser Madre de Dios, esto es, porque Dios quería
restaurar el orden sobrenatural en el mundo, perdido por el primer pecado, y
para ello quería Dios prepararse digna morada el día de su encarnación. Y es
Inmaculada porque Dios abocó sobre su alma privilegiada, en el mismo instante
de la Concepción, la plenitud de los méritos de la redención. Es decir, que la
causa final y formal de la Concepción Inmaculada, son del orden absolutamente
sobrenatural. Y la proclamación del sobrenaturalismo, en la intención de Dios y
en el hecho de una criatura así sobrenaturalizada y en la causa de la
sobrenaturalización, que son los méritos de Jesucristo, es la condenación
absoluta del racionalismo naturalista, Todo en la Inmaculada habla de Dios, de
su inteligencia, de su poder, de su amor, de su intervención universal en las
humanas cosas, de su voluntad soberana de arrancarlas de ras de tierra para
levantarlas todas a Sí. Es la Inmaculada como el gesto de Dios, que rechaza la
pretensión del hombre de encerrarse dentro de su propia miseria.
Por la
Historia de la miseria que evoca. Porque la Inmaculada es la proclamación de
una tremenda ruina. Es un privilegio único que se concede a una sola persona de
los millones que de Adán descendemos. Todos los demás hemos quedado caídos. Y
la tesis de la caída es la antítesis del racionalismo. Este cree que el hombre
es íntegro, y de la integridad del hombre arranca para levantar el edificio de
su soberbia. Para el racionalismo, el hombre se basta a sí, y no necesita se le
restaure ni que se le empuje a las alturas: ser soberano como es, él mismo se
basta para curar sus heridas y para asaltar las cumbres de todo progreso. Rey
de la creación, lleva en su frente la corona y en sus manos el cetro de la realeza
que nadie le ha dado y nadie le puede quitar. Pero la Inmaculada importa el
dogma de la caída y el de la restauración y el de la necesidad de Dios, autor
del hombre, para redimirle de su abyección. Proclamar Inmaculada a la Virgen es
decir que el hombre fue un día lo que le hizo Dios, por don de naturaleza y de
gracia, esto es, felicidad y belleza; pero es decir también que todo esto lo
perdió el hombre por el mal uso de su libertad, por un abuso de su razón que
quiso levantarse contra Dios. El racionalismo queda condenado por la
proclamación del dogma de la Inmaculada, que viene a ser como la síntesis del
cristianismo.
Y hasta
por el mismo procedimiento de la proclamación dogmática. La definición de un
dogma es un acto de soberana autoridad: de autoridad del hombre, que la ha
recibido sobre todos los hombres, y precisamente en lo que de más vivo hay en
el hombre, que es su pensamiento; y de autoridad de Dios, porque este hombre es
el plenipotenciario de Dios en la declaración y definición de la verdad religiosa.
Y cuando se habla en nombre de la autoridad de Dios no le queda a la razón y a
la voluntad del hombre más que el acatamiento a la verdad y a la autoridad que
la impone. El racionalismo es nihilista en cuestión de autoridad sobre el
pensamiento ajeno. En pleno racionalismo, y con ocasión de la definición
dogmática de la Inmaculada Concepción, un hombre, el Papa, ha hablado, en el
nombre de Dios y suyo, auctoritate Dei...
et nostra, a las inteligencias de los hombres y les ha impuesto la verdad
de la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios.
EL
PRESENTE ANIVERSARIO
Materialismo
y racionalismo siguen siendo los pecados de hoy, como lo eran setenta y cinco
años atrás, cuando la solemne definición dogmática del misterio que vamos a
conmemorar dentro de pocos días. Como entonces, si en la predicación y en la
piedad y, sobre todo, en las aplicaciones a la vida cristiana sabemos tomar de
este misterio las lecciones que en él se encierran, podrá ser este año jubilar
de reviviscencia del espíritu cristiano, como lo fue a mitad del siglo pasado,
en contraposición a las modernas corrientes del laicismo y del materialismo que
tienden a invadirnos más cada día.
Por esto
os exhortamos, carísimos diocesanos, a que celebréis con la pompa debida la
fiesta de la Inmaculada en este LXXV aniversario de la proclamación del bello y
dulce dogma. Dejamos al criterio de los rectores de Iglesias la forma de
festejar la memorable fecha. Principalmente quisiéramos se procurara aquel día
la frecuencia de los santos sacramentos de confesión y comunión, para purificar
las conciencias de los fieles y hacer que beban las aguas puras de la vida
cristiana en la fuente de ella, que es la comunión con Jesús, el Hijo santísimo
de la Madre Inmaculada.
Y que las
fiestas que se celebren en honor de la Señora estos días sean, como lo fueron
cuando su definición y en el año cuatro de este siglo en que se celebró el quincuagésimo
aniversario de aquella fecha, un medio poderoso para fomentar la devoción a la
celestial Señora. Se ha dicho con razón que después del Concilio de Éfeso el
mayor empuje que ha recibido la piedad mariana en el pueblo católico fue con
motivo de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción. Que perduren sus
efectos. Repetimos que el mejor medio de llevar a Cristo las almas es llevarlas
a María. Es el orden que ha establecido Dios en la redención misma, en la
propagación del Cristianismo y en la aplicación de los frutos de la redención a
cada una de las almas.
Y oremos
aquel día, el de la Inmaculada, para que se logren en nuestras amadas Diócesis
y en todo el mundo los efectos intentados por Dios y por su santa Iglesia en la
solemne proclamación de aquel dogma: el espíritu de acatamiento a la autoridad,
el levantamiento de las almas a Dios, la destrucción de los errores que
infestan el campo del pensamiento, los santos entusiasmos por el ideal de la
vida cristiana, concretado en la Inmaculada Virgen, y la reviviscencia del
espíritu cristiano en todas las cosas, en todos los órdenes y en todos los
hijos de la redención.
Así se lo
pedimos a Dios y a la Virgen Inmaculada; y a nuestra oración añadimos la
paternal bendición que a todos damos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo. Amén.
Dado en
Tarazona, a 26 de noviembre de 1929. ISIDRO, OBISPO DE TARAZONA.
