Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

lunes, 15 de diciembre de 2025

BREVE COMENTARIO AL CORAZÓN DEL APOCALIPSIS: CAPÍTULO XX

 


Por D. CURZIO NITOGLIA

 

Primera parte (vv. 1-10)

Derrota definitiva del dragón – el dragón es encadenado por mil años y luego precipitado al infierno

 

Después de haber hablado de la ruina de Babilonia, la gran ramera, del anticristo y de su falso profeta (cap. XIX), san Juan pasa ahora a hablar de la derrota completa de Satanás, es decir, del dragón rojo, del Juicio Universal, del fin del mundo y de la entrada en la eternidad.

Landucci comenta:

«En el capítulo XVIII se ha descrito el aniquilamiento de Babilonia y en el capítulo XIX el del anticristo, del falso profeta y de todos sus seguidores, que son las manifestaciones humanas del mal diabólico y anticrístico. En este capítulo XX se presenta el derrumbe mismo de Satanás en una grandiosa recapitulación que abarca toda la historia de la Iglesia hasta el Juicio Universal. Aristóteles llamó catástrofe o explicación recapitulativa a la última escena de la tragedia griega, la que desenreda el ovillo de los hechos; en el drama del Apocalipsis, hemos llegado ahora a ese punto conclusivo: el derrumbe total del mundo del pecado, al cual seguirá la Visión beatífica del paraíso (caps. XXI-XXII)» (Comentario al Apocalipsis, cit., p. 213, nota 1).

El capítulo XX marca el epílogo del corazón del Apocalipsis (caps. XI-XIII; XIX-XX). El diablo está derrotado, Cristo ha triunfado, la Iglesia —a pesar de las múltiples persecuciones— está salva, así como también los verdaderos cristianos.

El Apocalipsis infunde, así, en nuestros espíritus un mensaje de paz y de certeza de la victoria de Dios sobre el maligno, de la Iglesia sobre la contra-iglesia o, como la define san Juan, «la sinagoga de Satanás» (Ap 2,9; 3,9), y de los mártires sobre sus verdugos. Si las escenas descritas antes de la victoria final y definitiva (caps. XI-XIX) pueden ser cruentas y parecernos aterradoras, deben leerse a la luz del capítulo XX y de la segurísima victoria final de Dios y de sus santos sobre las fuerzas del mal que los persiguieron durante su existencia terrena y los vencieron en cuanto al cuerpo, pero contribuyeron a glorificarlos en su alma.

Sin embargo, antes de anunciar y describir claramente hasta en sus detalles la derrota de Satanás, el Apóstol se remonta al pasado y habla de un cierto período de tiempo en el cual el poder del demonio habría sido limitado por Dios (XX, 1-6).

«Vi a un ángel que descendía del cielo y tenía la llave del abismo y una gran cadena en su mano» (v. 1). El padre Sales comenta que el abismo es el infierno y la cadena es el instrumento del que se servirán los ángeles al final del mundo para reducir y encerrar definitivamente al diablo en el infierno, después de que había sido precipitado a la tierra con permiso de tentar a los hombres (Ap 12,4), impidiéndole, sin embargo, con la primera venida de Jesús hacer todo el mal que quisiera (La Santa Biblia comentada, cit., p. 673, nota 1). Landucci nota que la «gran cadena» significa un poder superior al —aunque notable— del diablo.

«El ángel prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo encadenó por mil años» (v. 2). Juan no quiere dejar espacio al equívoco y usa cuatro términos («dragón», «serpiente antigua», «diablo», «Satanás») para especificar que se trata del demonio y mostrar toda su malicia.

El ángel «encadena» al diablo, que es un puro espíritu. Por lo tanto, la atadura de Satanás debe interpretarse como una «limitación de su poder» (Sales, cit., p. 673, nota 2), en sentido metafórico, como las demás palabras del versículo precedente («llave, cadena») y del siguiente («mil años»).

 

Los mil años

 

«Mil años» indican un «número lleno, redondo, para significar toda la extensión de un tiempo» (Sales, p. 673, nota 2).

Según Landucci, es un número simbólico que indica: «una duración larguísima pero finita e innumerable, es decir, que no puede ser contada en sentido matemático. Corresponde a toda la Nueva Alianza, que comenzó con la Natividad de Jesús y terminará con la Parusía. Por lo tanto, los mil años simbolizan la larga duración y la estabilidad de la Iglesia de Cristo. Después de la Encarnación del Verbo, en efecto, el diablo está encadenado, pero no destruido ni encerrado definitivamente en el infierno.» (cit., p. 214, nota 3).

Dom De Monléon explica que: «mediante su Pasión, Jesús ha como estrangulado al diablo, lo ha puesto en estado de no poder dañar, pero no en sentido absoluto; sin embargo, ha restringido sus capacidades infernales sin anularlas completamente, como ocurrirá sólo al final del mundo. Los mil años significan la duración del tiempo hasta la proximidad del fin del mundo, cuando el anticristo reinará durante tres años y medio, poco antes de la Parusía y del fin del mundo. Los mil años deben tomarse en sentido simbólico y representan el tiempo que va desde la Encarnación, cuando el diablo fue atado con la cadena, hasta el reino del anticristo final, cuando el diablo, desatado, podrá ejercer con máxima libertad su poder maléfico, que había sido limitado. A partir de ese momento, durante tres años y medio, el anticristo perseguirá a cada fiel en toda la tierra.» (Le sens mystique de l’Apocalypse, pp. 321-322).

Respecto al hecho de que «después de los mil años el diablo debe ser soltado por poco tiempo» (v. 3), no significa —según Landucci (cit., p. 215, nota 3)— que «se le devolverá a Satanás, aunque sea por poco tiempo, toda la libertad que tenía antes de la Encarnación del Verbo. En efecto, permanecerá inmutable para siempre la realidad de su derrota final, iniciada potencialmente con el primer Advenimiento de Jesús. En ese breve tiempo sólo se permitirá a Satanás un breve y violento contraataque tentador (como ocurrió con Job), y engañoso, capaz de hacer más difícil, pero no imposible, la victoria de los fieles de Dios. Alcanzará su máxima expansión e intensidad con el reino del anticristo final (cf. 2 Tes 2,3).»

 

El milenarismo o el reino de los “mil años”

 

El milenarismo es un error escatológico nacido de una falsa interpretación del v. 2 del capítulo XX del Apocalipsis, según el cual Jesús debería reinar visiblemente mil años en esta tierra antes del fin del mundo. Ya en el siglo II d.C., Cerinto aplicó esta teoría en sentido material, como disfrute de todos los bienes temporales por parte de Israel (riquezas, poder, triunfo político).

Sin embargo, existe una forma mitigada de milenarismo, llamada también espiritual, que se remonta a Papías, quien, en oposición a Cerinto, entendió el reino milenario en sentido espiritual, como un goce de alegrías celestiales. Esta forma fue retomada de manera más o menos moderada por algunos Padres de la Iglesia (san Ireneo, san Justino, san Jerónimo y san Agustín, quienes luego la rechazaron), antes de su condena definitiva. En la Edad Media fue retomada por Joaquín de Fiore.

La Iglesia ha condenado también el milenarismo mitigado (DB 423; Santo Oficio, Decreto del 21 de junio de 1944, AAS 36, 1944, p. 212; Decreto del 20 de julio de 1950); mientras que el milenarismo carnal, de origen judaico y apocalíptico, fue rechazado desde el principio como opuesto al Evangelio y, por lo tanto, herético. Las venidas de Cristo a la tierra son sólo dos: la primera, hace 2000 años, en su Natividad; la segunda, en el Juicio Universal al final del mundo.

No hay, por tanto, una tercera venida con un reino milenario temporal o espiritual (Mt 16,27): Jesús volverá a la tierra sólo para juzgar «a los vivos y a los muertos».

Por lo tanto, el milenarismo mitigado es comúnmente considerado por los Doctores eclesiásticos (santo Tomás de Aquino, IV Sent., dist. 43, q. 1, a. 3, quaestiuncula 1; san Roberto Belarmino, De Romano Pontifice, lib. III, cap. 17) como temerario y erróneo. Según la recta doctrina cristiana, en el reino de Dios en la tierra (Antiguo y Nuevo Testamento) siempre habrá sufrimientos e imperfecciones humanas ligadas al pecado original, y la Iglesia será siempre perseguida.

Landucci comenta también: «De la interpretación infundada de estos mil años ha surgido el error de los milenaristas, que esperaban, antes del fin del mundo, en esta tierra, un período milenario en sentido estricto de triunfo total de Cristo y de la Iglesia sobre el mal físico y moral, sin más luchas, sufrimientos ni persecuciones.» (cit., p. 214, nota 3).

También Dom De Monléon afronta y refuta este problema del mismo modo (cit., pp. 325-327).

Mons. Antonino Romeo (La Santa Biblia, cit., p. 843, nota 1) observa que con la primera venida de Cristo: «de hecho muchos hombres permanecen ajenos al influjo salvador de Cristo y, por tanto, están sometidos a la seducción de Satanás. No es aún la supresión total y definitiva del poder de Satanás. Su reducción a cierta impotencia relativa dura “mil años”. Este número simboliza un larguísimo período que va desde la primera venida de Cristo como Redentor hasta la segunda, o Parusía, como Juez. Los “mil años”, por tanto, abarcan casi toda la duración de la Iglesia militante sobre la tierra, hasta casi el fin del mundo, poco antes del cual Satanás será soltado y se desencadenará por poco tiempo.»

Mons. Romeo interpreta los tres años y medio (42 meses, 1260 días) simbólicamente, análogamente a los mil años: «Mil para la estabilidad, tres y medio para la precariedad» (ibid.).

 

Santo Tomás de Aquino refuta el milenarismo

 

Santo Tomás refuta admirablemente el error milenarista (sistematizado por Joaquín de Fiore y sus seguidores). En la Suma Teológica demuestra que la Nueva Alianza durará hasta el fin del mundo y no será reemplazada por un «reino milenario» (S. Th., I-II, q. 106, a. 4).

En efecto, la Nueva Alianza sucede a la Antigua como lo más perfecto sucede a lo menos perfecto. Ahora bien, en el estado de la vida humana en este mundo, nada puede ser más perfecto que Cristo y la Nueva Ley, porque algo es perfecto en la medida en que se acerca a su fin. Y Cristo nos introduce —gracias a su Encarnación y muerte— en el Cielo. Por lo tanto, no puede haber —en esta tierra— nada (como un reino milenario) más perfecto que Jesús y su Iglesia.

El Espíritu Santo, como perfeccionador de la obra de la Redención de Cristo, es enviado por Cristo para confesar a Cristo mismo, quien prometió formalmente a sus Apóstoles: «El Espíritu Santo que Yo os enviaré, procediendo del Padre, dará testimonio de Mí». Por lo tanto, el Paráclito no es el iniciador de una tercera era milenaria, sino que testimonia y explica a Cristo a los hombres y los fortalece para poder imitarlo. Así, después de la Antigua y la Nueva Ley, en esta tierra no habrá una tercera Alianza de «mil años», sino que el tercer estado será el de la eternidad, siempre feliz en el Cielo o siempre infeliz en el Infierno.

Joaquín yerra al trasladar la realidad ultramundana o eterna a esta tierra. El Reino del que habla el abad de Fiore no concierne a este mundo, sino al más allá. En efecto, el Espíritu Santo explicó a los Apóstoles (el día de Pentecostés del año 33 d. C.) toda la verdad que Cristo había predicado y que ellos aún no habían comprendido plenamente. El Paráclito no debe enseñar una Ley novísima o un Evangelio más espiritual que el de Cristo, sino únicamente iluminar y dar fuerza para conocer bien y vivir bien la doctrina cristiana, que ha perfeccionado la mosaica (S. Th., I-II, q.106, a.4). Además, la Antigua Ley no fue solo del Padre, sino también del Hijo (representado y prefigurado por Moisés); así como la Nueva Ley no fue solo del Hijo, sino también del Espíritu prometido y enviado por Cristo a sus Apóstoles. La Ley de Cristo es la gracia del Espíritu Santo, que ilumina, vivifica y robustece para poder observar la Ley divina, como ya en el Antiguo Testamento iluminaba y corroboraba a los Patriarcas y Profetas, quienes, aun viviendo bajo la Antigua Ley, tenían ya el espíritu de la Nueva y la vivían heroicamente.

Cuando Jesús enseña a los Apóstoles que “el Reino de los Cielos está cerca”, no se refiere –explica santo Tomás– solo a la destrucción de Jerusalén, como término definitivo de la Antigua Alianza e inicio formal de la Nueva, sino también al fin del mundo (S. Th., I-II, q.6, a.4, ad 4; III, q.34, a.1, ad 1; III, q.7, a.4, ad 3-4). En efecto, el Evangelio de Cristo es la “Buena Nueva” del Reino (todavía imperfecto) de la “Iglesia militante” en esta tierra y del Reino (ya y para siempre perfecto) de la “Iglesia triunfante” en los Cielos.

Además, en el Comentario a Mateo sobre el discurso escatológico de Jesús (XXIV, 36), santo Tomás anota: «Alguien podría creer que este discurso de Cristo concierna solo al fin de Jerusalén…; pero sería un grave error referir todo lo que ha sido dicho únicamente a la destrucción de la Ciudad santa y, por tanto, la explicación es otra…, es decir, que todos los hombres y los fieles en Cristo son una sola generación y que el género humano y la fe cristiana durarán hasta el fin del mundo» (Expos. In Matth. c. XXIV, 34).

El Angélico se basa en este texto para refutar el error joaquinita según el cual la Nueva Alianza o la Iglesia de Cristo no durará hasta el fin de los tiempos; retoma la enseñanza patrística (especialmente de Crisóstomo y san Gregorio Magno) y la desarrolla también en la Suma Teológica (I-II, q.106, a.4, sed contra). Por tanto, el cristianismo durará hasta el fin del mundo; no habrá necesidad de una “tercera Alianza pneumatológica y milenaria”, pues la Iglesia de Cristo es el Reino del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, por lo que no hace falta soñar con el reemplazo del cristianismo, basta vivirlo cada vez más intensamente.

Así pues (cfr. Sales, cit., p. 673, nota 2), según el Apocalipsis correctamente leído, los “mil años” representan el espacio de tiempo que va desde la primera hasta la segunda venida de Jesús (S. Agustín, De civ. Dei, lib. XX, cap. 7 ss.; S. Gregorio Magno, Moralia, lib. IV, cap. 1; S. Jerónimo, In Is., XVII, 60). En efecto, con la Encarnación del Verbo el poder del diablo ha sido notablemente reducido, aunque hasta el fin del mundo pueda continuar tentando a los hombres (Mt., IX, 13; Lc., X, 18).

Además, el p. Marco Sales (cit., p. 674, nota 4) especifica que el milenarismo, nacido de la mala lectura del capítulo XX del Apocalipsis, es un error teológico según el cual –después de la derrota del anticristo final y antes del Juicio universal– durante mil años, en sentido estricto y matemático, habría un reino de Cristo y de sus santos resucitados sobre esta misma tierra.

Terminados estos mil años, tendrían lugar el Juicio universal, la resurrección de los muertos y el fin del mundo. Algunos escritores eclesiásticos (Tertuliano y Lactancio) e incluso algún Padre eclesiástico (san Ireneo y san Justino) siguieron el milenarismo espiritual como simple opinión y no como sentencia cierta, pero le impusieron restricciones. Sin embargo, la mayoría de los Padres, con consenso moralmente unánime, se mostró contraria a esta doctrina. San Jerónimo y san Agustín, que inicialmente la habían abrazado, la repudiaron en su madurez.

 

El dragón es precipitado definitivamente al infierno

 

Luego el Libro sagrado retoma la profecía: el ángel “hundió al dragón en el abismo y lo cerró con un sello para que no seduzca a las naciones hasta que se cumplan los mil años, después de los cuales debe ser soltado por un poco de tiempo” (v. 3).

El Apóstol Juan usa tres expresiones muy fuertes (“hundir, cerrar, sellar”) para “indicar la limitación del poder del diablo, que, estando encadenado, no puede desatar toda su ira contra los fieles y la Iglesia” (Sales, cit., p. 673, nota 3).

Sin embargo, cumplidos los “mil años”, el diablo será soltado por un poco de tiempo y entonces, durante la gran apostasía (II Tes., II, 3) y el reino del anticristo (Ap., XI-XIII), “saldrá con gran ira y hará guerra a la Iglesia de Dios” (Sales, cit., p. 673, nota 3).

El Apóstol continúa:

«Vi unos tronos y se sentaron sobre ellos, y les fue dado juzgar, y las almas de aquellos que fueron decapitados a causa del testimonio de Jesús, y aquellos que no adoraron a la bestia, ni su imagen, ni recibieron su marca en la frente o en sus manos, y vivieron y reinaron con Cristo por mil años» (vv. 4-5).

Los versículos 4 a 6 son de difícil interpretación (Sales, cit., p. 673, nota 4). Según la lectura más común, nos muestran cuál será la suerte de los fieles amigos de Dios, elevados al cielo en contraposición al hundimiento del diablo en el infierno.

Los “tronos” representan los asientos del cielo destinados a las almas de los mártires y de los santos antes de la resurrección de los cuerpos, quienes reinan en el cielo después de su muerte y participan en el Juicio universal junto con Jesús, sumo Juez (Mt., XIX, 28; I Cor., VI, 2 ss.).

La palabra “bestia” normalmente designa al anticristo final, pero aquí es evidente que en sentido estricto se refiere a Satanás, pues el anticristo aparecerá solo hacia el fin del mundo, mientras que aquí se habla de los santos y mártires de todas las épocas. Además, en todas las eras hay anticristos iniciales o precursores del anticristo final. Por tanto, en sentido amplio se puede decir que los fieles de todas las épocas no han adorado a la “bestia” o al anticristo final y venidero en la persona de sus precursores ya llegados, y sobre todo en la persona demoníaca de su jefe e inspirador, que es Satanás (Sales, cit., p. 674, nota 4). Estos santos reinarán con Cristo en el cielo “por mil años”, es decir, “por los siglos de los siglos” (A. Romeo, cit., p. 844, nota 4).

En el versículo 5, el Apocalipsis nos revela que “los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron los mil años”. El padre Sales comenta: “los pecadores muertos en desgracia de Dios, es decir, muertos no solo en el cuerpo, sino también en el alma, no vivieron, o sea, no tuvieron parte en la vida eternamente bienaventurada del paraíso” (cit., p. 674, nota 5).

Luego el Libro sagrado continúa:

«Bienaventurado y santo quien tiene parte en la primera resurrección: sobre estos no tiene poder la segunda muerte» (v. 5). Quien muere en gracia de Dios no sufre la segunda muerte, es decir, la del alma con la consiguiente condenación eterna.

En el versículo 7 el Apóstol retoma el tema de los mil años de encadenamiento de Satanás y de su posterior liberación. Luego introduce el tema de la última batalla entre Dios y Satanás y de su derrota: «cumplidos los mil años, Satanás será soltado y saldrá de su prisión y seducirá a las naciones de los cuatro ángulos de la tierra —Gog y Magog— y las reunirá para la batalla, cuyo número es como la arena del mar».

El Padre Sales comenta:

“Se asiste a la formación del reino del Anticristo en cualquier lugar de la tierra. Gog y Magog son dos nombres simbólicos tomados del profeta Ezequiel (XXXVIII, 2 ss.), quien anunció que al final de los tiempos Gog, rey de Magog, al frente de un ejército innumerable compuesto por todas las naciones, emprenderá la guerra contra el pueblo de Dios, pero será derrotado. Por tanto, Gog y Magog representan los poderes y los pueblos impíos que, hacia el final del mundo, conspirarán contra la Iglesia, que es el verdadero pueblo de Dios y el verdadero Israel. La Iglesia es siempre combatida, pero hacia el final del mundo, con la ayuda del Anticristo, se intentará el ataque final contra ella” (cit., p. 675, nota 7).

Landucci anota:

“Gog y Magog, que significan ‘tinieblas’ y ‘tierra de tinieblas’, son dos nombres simbólicos tomados de la larga profecía de Daniel en los capítulos 38 y 39, los cuales representan aquí a los pueblos de toda la tierra que habrán sido seducidos y reunidos para la última batalla contra la Iglesia de Cristo. El invasor enemigo de Dios —Satanás, el Anticristo y su falso profeta— sufrirá una clamorosa derrota. Las masas seducidas y reunidas por Satanás y el Anticristo hacia el fin del mundo para combatir contra la Iglesia serán numerosas como la arena del mar, que no puede contarse. El mismo Jesús lo anunció con su pregunta: ‘¿Hallará fe en la tierra el Hijo del hombre?’ (Lc XVIII, 8). Pero el gran número de los enemigos servirá solo para hacer más resplandeciente la victoria de Dios y de su Iglesia” (cit., p. 219, nota 8).

 

Un fuego enviado por el Señor

 

Sin embargo, a este último y formidable ataque, guiado por el Anticristo, corresponde “un fuego enviado por el Señor, que devoró a todos los pueblos impíos; y el diablo, que los seducía, fue arrojado a un estanque de fuego y azufre, donde también la bestia y el falso profeta serán atormentados noche y día por los siglos de los siglos” (vv. 9-10).

Sales comenta:

“Dios interviene directamente, y sin que tenga lugar guerra humana alguna reduce a la nada toda la fuerza de los enemigos de su Iglesia. El diablo, el Anticristo y los falsos profetas serán igualmente arrojados al fuego del infierno por toda la eternidad, y así Jesús habrá obtenido la victoria completa sobre ellos y sus seguidores” (cit., p. 675, nota 9).

Landucci comenta:

“No se describe ninguna batalla ni ningún ataque del ejército de Satanás y del Anticristo, como tampoco ningún contraataque por parte de los asediados (los fieles). Solo se presenta una desconcertante intervención de Dios: un fuego celestial que devora todo el ejército enemigo, tal como cayó el fuego sobre Sodoma y Gomorra (Gén XIX, 24; Mt XI, 23), y así será sobre la simbólica Babilonia. No se habla de contraataque de los fieles porque el ejército de Satanás es tan poderoso que solo la Omnipotencia divina puede vencerlo, y en este caso se requiere una intervención divina directa y extraordinaria” (cit., p. 220, nota 9).

¿Cómo no relacionar tal previsión con nuestros tristísimos días? Humanamente hablando, la lucha entre la contra-iglesia y los fieles de la Iglesia de Cristo es desproporcionada.

“Las puertas del infierno” han alcanzado una profundidad, una expansión y un paroxismo de subversión intelectual, moral y espiritual contra los que ninguna fuerza humana podría resistir.

Dom De Monléon da una interpretación similar, pero más mística y simbólica: “Gog significa ‘lo que se oculta’ y representa a los hombres carnales abiertamente adversos a Dios, mientras que Magog significa ‘lo que está escondido bajo algo’ y representa a Satanás y sus seguidores secretos, las fuerzas ocultas de la subversión y de la guerra contra Dios, que se quitarán la máscara en el momento del último asalto, en el cual se encontrarán lado a lado todos los enemigos de la Iglesia: los que luchan a la luz del sol y los que luchan en las tinieblas” (Le sens mystique de l’Apocalypse, cit., p. 330).

A partir del versículo 11, el Apóstol y Profeta describe el Juicio Universal ejecutado por Jesús sentado en un “trono blanco”. Puesto que la materia comienza a hacerse vasta y profunda, me detengo aquí para no cansar al lector, y en un próximo artículo comentaré la segunda parte del capítulo XX, del verso 11 al 15.

 

Segunda parte (vv. 11-15)

 

El Juicio Universal

 

El versículo 11 del capítulo XX comienza con la visión del Juicio Universal:
“Vi un gran trono blanco y a uno que estaba sentado sobre él, de cuya presencia huyeron la tierra y el cielo, y no se encontró ya lugar para ellos.”

La blancura (Sales, La Sacra Bibbia commentata, cit., p. 675, nota 11) es símbolo de la santidad y de la gloria del cielo. Aquel que se sienta en el trono glorioso o blanco es Jesús (“El Padre ha entregado todo juicio al Hijo”, Jn V, 22), supremo Juez de vivos y muertos (cf. Mt XXVIII, 18; Act X, 42). La tierra y el cielo estrellado son transformados en algo mejor y no completamente aniquilados (cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., Supl., q. 91) por la conflagración universal del fuego, instrumento de Dios, que dará vida a “cielos nuevos y tierra nueva” (Ap VI, 12; 1 Cor VII, 31; 2 Pe III, 7).

“Y vi a los muertos, grandes y pequeños, estar de pie delante del trono, y se abrieron los libros, y fue abierto también el libro de la vida, y los muertos fueron juzgados según lo que estaba escrito en los libros referente a sus obras” (v. 12).

El Apóstol habla de la resurrección de los muertos sin excepción alguna: “grandes y pequeños” de toda edad y condición social (Landucci, Commento all’Apocalisse di Giovanni, cit., p. 222, nota 11); “buenos y malos, mártires y pecadores, todos sin excepción alguna” (A. Romeo, La Sacra Bibbia, cit., p. 847, nota 11). Luego menciona los “libros”, que, en sentido metafórico, representan el Intelecto de Dios, en el cual están presentes y conocidas, como si estuvieran escritas allí, las obras buenas y malas de todos los hombres.

El Apóstol usa también la expresión “libro de la vida”, que ya había empleado en los capítulos III, XIII y XVII, para indicar la presciencia divina, que conoce desde la eternidad a todos los que se salvarán o no (Landucci, cit., p. 222, nota 12), según las obras buenas o malas que habrán realizado (cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 24; ibid., q. 39, a. 8).

“El mar entregó los muertos que yacían en su fondo, y el Hades y el reino de los muertos entregaron los difuntos que tenían” (v. 13). Los muertos resucitados se presentan ante Cristo juez (Santo Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, lib. IV, cap. 81; S. Th., Supl., q. 79, a. 1, ad 3), sentado en el trono blanco, viniendo de todas partes del mundo, del mar y de las profundidades de la tierra (el Hades, el Sheol, el reino de los muertos; cf. Landucci, cit., p. 223, nota 13).

“Y se hizo el juicio de cada uno según sus obras. El Hades y el reino de los muertos fueron arrojados al estanque de fuego” (v. 14).
Los que obraron el mal (Hades, muertos) fueron arrojados al infierno. Algunos interpretan esto como la pérdida del poder sobre los elegidos por parte del Hades y de la muerte, que ya nada pueden contra quienes entran en el Reino de los cielos (Sales, cit., p. 676, nota 15). En resumen, incluso la muerte corporal es vencida por Cristo en su Parusía.

El Concilio de Lyon (1274, DB 464) definió que “las almas justas y plenamente purificadas son recibidas inmediatamente (mox) en el cielo; aquellas que se hallan en pecado mortal son precipitadas inmediatamente (mox) al infierno” (cf. también Concilio Lateranense IV, DB 429).

La Sagrada Escritura había revelado ya la retribución inmediata de buenos y malos en el momento de su muerte: véase la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (Lc XVI, 22); la canonización del buen ladrón por parte de Jesús (“Hoy estarás conmigo en el Paraíso”, Lc XXIII, 43). La Tradición patrística enseña la misma doctrina: Ignacio (Rom IV y VII; Trall XIII); Clemente Romano (1 Cor V, 4 y 7); Policarpo (Phil IX) y todos los Padres (con alguna incertidumbre en Hilario y Ambrosio debido a la escatología de Orígenes antes de su condena) hasta la escolástica (Santo Tomás de Aquino, S. Th., Supl., q. 88; Summa contra Gentiles, lib. IV, cap. 91; A. Piolanti, De Novissimis, Roma/Turín, Marietti, 1941).

El Apocalipsis concluye el capítulo XX: «Ésta es la segunda muerte» (v. 14), es decir, la muerte eterna, la condenación (Símbolo Atanasiano, DB 40; Concilio de Letrán IV, DB 429; Benedicto XII, Constitución Benedictus Deus, DB 530), que es la continuación por la eternidad del estado de pecado mortal o de la muerte espiritual del alma, mientras que la primera muerte es la del solo cuerpo, que resucita al final del mundo (cf. S. Tomás de Aquino, S. contra Gentiles, lib. IV, cap. 95).

«Quien no se halló escrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego» (v. 15), es decir, quien por sus malas obras es conocido por la mente de Dios como malvado, carente de la vida de la gracia, es arrojado al infierno. Sobre el fuego físico y real del infierno, véase S. Tomás de Aquino (S. Th., Suplemento, q. 70, a. 3) y la Declaración de la Sagrada Penitenciaría (30 de abril de 1890). El libro de la vida (cf. S. Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 114) es la presciencia divina de aquellos que se salvarán o condenarán al final del mundo a causa de sus malas obras, y no una predestinación al infierno por parte de la voluntad de Dios, como enseña el luteranismo condenado por el Concilio de Trento (DB 809 y 842).

 

CONCLUSIÓN

 

El significado del Apocalipsis

 

El padre Bonaventura Mariani escribe: «Jesús sabe que la parusía debe ser precedida por ciertos signos: la apostasía, el misterio de la iniquidad, el anticristo»5. En lo que se refiere al anticristo, el p. Bonaventura explica que «en sentido estricto […] puede entenderse individual y colectivamente. En el primer caso, el anticristo [final] es una persona individual que encabeza la lucha final contra Cristo y su Iglesia. En el segundo caso, es el conjunto de todas aquellas fuerzas humanas, morales, religiosas, sociales [anticristos iniciales]6 de que dispone Satanás para combatir a Cristo»7. Por las epístolas de S. Pablo se deduce que el anticristo final será contemporáneo de la parusía (II Tes., II, 3-12). Ésta será precedida por la apostasía general»8. «Se habla de un hombre, cuya aparición (parusía) en el mundo, junto con la apostasía, es un hecho que debe preceder “la parusía de Jesús”. […]. El anticristo atraerá seguidores entre aquellos que no quisieron aceptar el amor de la verdad. De esta manera Dios los castiga: ellos amaron el error y por eso se convirtieron en víctimas del engaño del inicuo (ibíd., II, 10-11)»9. Pero el anticristo final será aniquilado por el Señor Jesús.

Según monseñor Antonino Romeo, Apocalipsis significa: «revelación de una realidad oculta (misterio) y tiene a menudo sentido escatológico [los fines últimos] (…) manifestación de Jesucristo como soberano y juez (…). La idea central es una antítesis entre los dos reinos (Iglesia y mundo), entre Cristo y anticristo (…). La síntesis en la que se resuelve esta antítesis es el Juicio (…) que Dios ejerce por medio de Jesús, Señor y Juez (…) El mensaje de Juan tiene el propósito de corroborar en la fe y confortar en la esperanza; quiere prevenir a los fieles, tendentes al relajamiento, contra la persecución que se anuncia siempre más violenta (…): es una exhortación a la perseverancia y al martirio. En cuanto a la interpretación, san Jerónimo (Epistula 53 a Paulino) escribe: “Apocalypsis Ioannis tot habet sacramenta quot verba (tiene tantos misterios como palabras)” (…). Los muchos sistemas en los cuales se divide la exégesis católica del Apocalipsis pueden reducirse a cuatro.

1º) El Escatológico: es el más antiguo y aún hoy el más difundido: el Apocalipsis (del capítulo IV hasta el final) predice los acontecimientos futuros del fin del mundo (persecuciones y calamidades, apostasías, anticristo, juicio final).
Sus sostenedores son: S. Gregorio Magno, S. Beda, Alcuino, S. Alberto Magno, Dionisio Cartujano (…) S. Roberto Belarmino, Cornelio a Lapide, Juan Mariana (…).

2º) El Histórico antiguo: está casi en las antípodas del primero: el Apocalipsis describe la lucha del judaísmo y del paganismo contra la Iglesia (…) el ciclo profético del Apocalipsis habría quedado cumplido en el siglo IV (…).

3º) El Histórico universal: sostiene que el Apocalipsis abarca todos los tiempos… Joaquín de Fiore inaugura la teoría de las siete épocas de la Iglesia, con el coronamiento de un milenarismo espiritual (…) Esta interpretación tuvo gran difusión al haber sido lanzada por Lutero entre los protestantes, y por Bartolomé Holzhauser entre los católicos… Este sistema superficial se vuelve sumamente arbitrario cuando desmenuza la profecía en noticias de crónica (…).

4º) El Recapitulativo: es el único, junto con el 1º, es decir, el escatológico, que puede considerarse tradicional. El Apocalipsis no expone los acontecimientos en una serie progresiva continua, sino que describe algunos eventos supremos de la lucha entre Cristo y Satanás… hasta su resultado conclusivo: el Reino de Dios militante y triunfante. La recapitulatio es admitida por S. Agustín (De Civitate Dei, XX, 8). El Apocalipsis predice las líneas directrices de la historia espiritual de la humanidad desde la Encarnación hasta el fin del mundo, sin detenerse en contingencias particulares [como el 3º sistema “histórico universal”, nota del autor]»10.

Monseñor Francesco Spadafora sigue —básicamente— la interpretación de monseñor Romeo y añade que, según el Apocalipsis, «en la lucha violenta, sangrienta y sin cuartel que el judaísmo conducirá contra la Iglesia, no ésta sucumbirá, sino el primero (…). El paganismo del Imperio romano, y particularmente el culto debido al emperador, encontraba en el cristianismo una oposición irreducible (…). Los fieles podían deducir que, “desaparecido” el judaísmo y el odio de los judíos (sinagoga de Satanás), sembradores de errores —primer enemigo acérrimo—, la Iglesia habría encontrado la paz; ahora, después del año 70, debían constatar que el Reino de Dios encontraba obstáculos y persecuciones por todas partes (…). ¿Por qué Jesús no manifestaba su poder contra los enemigos de su reino? Y he aquí la respuesta de Juan. El triunfo del Redentor y de su Iglesia es seguro (…) la venida de Cristo para cada uno de nosotros [juicio particular, nota del autor] está cercana. [En cuanto a la interpretación —Spadafora explica—] la escuela jesuita española restringe el ciclo profético del Apocalipsis al siglo IV-V… mientras que entre los acatólicos modernos (E. Renan, A. Loisy) y modernistas, el espacio histórico al que alude el Apocalipsis se reduce al solo período contemporáneo a san Juan (segunda mitad del siglo I d. C.)»11.

En resumen, el Apocalipsis es el libro divinamente inspirado que nos explica lo que ha sucedido desde la Venida de Cristo hasta ahora y lo que deberá suceder hasta el fin del mundo; ésta es la interpretación común de los Padres de la Iglesia. Sólo ella puede ayudarnos a discernir, en el claroscuro de la fe, los tiempos que vendrán, permitiéndonos acceder a la filosofía y a la teología de la historia.

San Maximiliano Kolbe, en julio de 1939, escribió: “Vivimos en una época que podría ser llamada el comienzo de la era de la Inmaculada”¹². En una carta al padre Floriano Koziura (30 de mayo de 1931) precisó: “Bajo su estandarte combatiremos una gran batalla y alzaremos sus banderas sobre las fortalezas del poder de las tinieblas”¹³.

Un acontecimiento inquietante había hecho comprender a fondo la naturaleza de la masonería al p. Kolbe: «En los años anteriores a la guerra, en Roma, la mafia masónica […] no renunció ni siquiera a pasear por las calles de la ciudad, durante las celebraciones en honor de Giordano Bruno, un estandarte negro con la efigie de San Miguel Arcángel bajo los pies de Lucifer, y mucho menos a enarbolar los emblemas masónicos frente a las ventanas del Vaticano»¹⁴.

Ante semejante flagelo, el p. Kolbe, como ya Pío IX en 1849, comprendió —gracias a una conferencia del p. Ignudi en el 75º aniversario de la aparición de la Virgen al judío Ratisbonne¹⁵ en Santa Andrea delle Fratte, el 20 de enero de 1917— que sólo María Inmaculada, que ha aplastado desde el primer instante de su concepción la cabeza de la serpiente infernal, podía derrotar la peste masónica. Él se preguntó: «¿De qué modo podemos oponernos a esta pestilencia, a esta arma del anticristo? La Inmaculada, Mediadora de todas las gracias, puede y quiere ayudarnos»¹⁶.

El padre Kolbe se daba cuenta de que los tiempos en que vivía estaban excepcionalmente dominados por Satanás y que las cosas irían siempre a peor. Por lo tanto, fundó la “Milicia de la Inmaculada” el 16 de octubre de 1917 junto con seis hermanos del “Colegio Seráfico Internacional” de Roma. Ahora bien, la lucha contra Satanás, que es un puro espíritu aunque decaído, no puede ganarla el hombre, sino sólo la Inmaculada; la cual, sin embargo, quiere nuestra pobre cooperación.

FIN


d. Curzio Nitoglia

3/1/2015

 

NOTAS:

1.       Cf. M. Sales, La Sagrada Biblia comentada, cit., p. 673, nota 1.

2.      Antes de Jesús, Satanás estaba completamente desatado y podía tentar a los hombres con la máxima intensidad. Con la primera venida de Jesús, el diablo está encadenado y puede todavía tentar a los hombres, pero de un modo mucho más limitado: “latrare potest, mordere non potest nisi volentem / el diablo puede ladrar como un perro atado con una cadena, pero no puede morder a menos que tú quieras ser mordido” (San Agustín). Sólo en la parusía el diablo será totalmente vencido y ya no podrá perjudicar a los fieles redimidos por Jesús.

3.      Monseñor Francesco Spadafora califica la Apocalíptica como «odio atroz contra los gentiles, morbosa espera de la revolución y de la futura liberación de Israel. A la Apocalíptica se debe la formación del más encendido nacionalismo judío, que desembocará en la rebelión contra el Imperio romano. Por medio de ella se explica la ciega confianza de los judíos en extraordinarias revanchas nacionales vaticinadas por los “falsos profetas”» (Diccionario Bíblico, III ed., 1963, Roma, Studium, voz “Apocalíptica”, p. 42). Monseñor Antonino Romeo especifica: «la Apocalíptica ha falsificado el Antiguo Testamento y, rebajando el ideal mesiánico de los Profetas, ha obstruido el camino al Evangelio, ha predispuesto a los judíos a rechazar a Jesús. Presentando un Mesías que devuelve a Israel la independencia política y le procura el dominio universal, la Apocalíptica acentuó el particularismo nacionalista y empujó a Israel a la rebelión contra Cristo y contra Roma, conduciéndolo así al desastre» (voz “Apocalíptica”, en Enciclopedia Católica, Ciudad del Vaticano, 1948, vol. I, col. 1624). Sobre ella se formó el milenarismo temporal judío de Cerinto (cf. B. Altaner, Patrología, Casale Monferrato, Marietti, 7ª ed., 1977, p. 58) y en parte también el espiritual de Papías, obispo de Hierápolis, discípulo de San Juan y compañero de San Policarpo, caído en el error milenarista hacia el año 130 (cf. B. Altaner, Patrología, Casale Monferrato, Marietti, 7ª ed., 1977, pp. 54-55).

4.      Cf. A. Piolanti, Diccionario de teología dogmática, Roma, Studium, 4ª ed., 1957, pp. 268-270, voz “Milenarismo”.

5.      Cien problemas bíblicos, Asís, Pro Civitate Christiana, 1962, 2ª ed., “El fin del mundo en San Pablo”, p. 584.

6.      El padre Bonaventura Mariani habla de “un anticristo típico y tantos anticristos cuantos produciría el espíritu de herejía […], uno solo al fin del mundo, otros también en las épocas precedentes” (Cien problemas bíblicos, cit., pp. 594-595).

7.      Cien problemas bíblicos, cit., p. 588.

8.     Cien problemas bíblicos, cit., ibid.

9.      Ibíd., p. 589.

10.  A. Romeo, “Apocalipsis”, en Enciclopedia Católica, Ciudad del Vaticano, vol. I, 1948, cols. 1660-1614.

11.   F. Spadafora, Diccionario bíblico, Studium, Roma, 3ª ed., 1963, voz “Apocalipsis”, págs. 35-41.

12.  Escritos de San Maximiliano Kolbe, trad. it., Florencia, Edizioni Città di Vita, 1975-1978, vol. III, p. 555.

13.  Ibíd., vol. I, p. 550.

14.  Escritos de San Maximiliano Kolbe (en adelante con la sigla “SK”) 1254; Los actuales enemigos de la Iglesia (en adelante con la sigla “PMK”), n.º 925, vol. 6, SK 1328; PMK, vol. 7, n.º 1194, pp. 444-450.

15.  El 20 de enero de 1842 la Virgen se apareció al judío Alfonso Ratisbonne y lo convirtió. Él pidió el bautismo, luego entró en el seminario y se hizo sacerdote.

16.  SK 1254; PMK, vol. 6, n.º 925, p. 172.

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