Por
Michel Laurigan
La crisis que actualmente
sacude la Iglesia de Dios, vista desde los cielos, se inscribe necesariamente
en el combate multisecular entre la Iglesia y la Sinagoga de Satanás (Ap 2, 9).
A este respecto, el siglo
XIX fue testigo de la elaboración de un nuevo plan de asalto contra la
ciudadela católica, estrategia revelada en 1884 por Elías Benamozegh.
Este rabino cabalista de Livorno, maestro del pensamiento judío contemporáneo,
propuso entonces no borrar de la superficie de la tierra el catolicismo sino
"transformarlo" según los criterios de la ley noáquida (2).
¿Fue el Vaticano II un
intento de aplicar este plan? Esa es la cuestión que Michel Laurigan aborda en
el presente artículo.
El lector percibirá toda
su actualidad consultando en los documentos del presente número de La Sal de la
Tierra el mensaje dirigido a la B' nai B' rith por Mons José Doré, arzobispo de
Estrasburgo.
Le Sel de la Terre, nº 40.
Otoño, 2003
"Pondré enemistades
entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia" (Gn 3, 15).
Con
motivo de la entrega del premio Nostra Aetate (3) el
20 de octubre de 1998 en la sinagoga Sutton Place (Nueva York) que conceden
conjuntamente Samuel Pisar y el Centro para el Entendimiento entre judíos y
cristianos de la universidad del Sagrado Corazón de Fairfield (EE.UU), el
cardenal Jean M. Lustiger, arzobispo de París, hizo una declaración (4) de
título prometedor: El mañana de judíos y cristianos. Esta declaración, cuya
importancia a nadie escapó en su momento, aún hoy merece nuestra atención.
Frente a los adalides del mundo judaico, el cardenal presentó un panorama
histórico de las relaciones judeocristianas e hizo un profundo análisis de la
obra de salvación de la humanidad. Se podía esperar que recordase algunos datos
de la teología católica sobre la historia de la salvación. Lejos de ello, fue
más bien el debut de una nueva teología de la historia. Unas pocas citas del
cardenal permitirán entender la gravedad de sus observaciones e introducirán
este estudio.
En el
momento de entrar en el tercer milenio de la era cristiana, ha comenzado una
nueva época en la historia de la humanidad. Se está dando una vuelta de página
en la historia de la humanidad. En las relaciones judeocristianas, los
cristianos por fin abrieron sus ojos y sus oídos al dolor y a la herida de los
judíos. Quieren llevar el peso sin transferirlo a otros y no pretenden aparecer
como inocentes (5).
¿Cuál es
el pecado en virtud del cual cristianos deben llevar una carga? El cardenal se
encarga de responderlo en el capítulo titulado "La elección y los
celos", que debería citarse por entero al describir tan erradamente la
historia de la salvación.
La
elección recae sobre el pueblo judío infiel; jamás ha sido revocada en razón
del "escogimiento del pueblo elegido". Los celos, es cosa de los
cristianos:
Los celos frente a Israel son tales, que rápidamente asumió la
forma de una reivindicación de herencia. ¡Eliminar al prójimo, esto es, a
alguien diferente de uno mismo! Los paganos convertidos tuvieron acceso a la
Escritura y a las fiestas judías. Pero un movimiento de celo humano, muy
humano, los condujo a poner al margen, o bien fuera, a los judíos (es
decir, a su judaísmo (6), sus prácticas, sus ritos, sus creencias).
En
efecto, dice el cardenal, "la cantidad y la fuerza de los paganos
convertidos vino a trastornar, invertir la economía de la salvación." Este
movimiento tendió a vaciar la existencia judía de su contenido concreto, carnal
e histórico, concibiendo la vida de la Iglesia bajo la figura de una realización
definitiva de la esperanza y de la vida judaica (7). Así se
desarrolló la “teoría de la sustitución” (8).
El
cardenal Lustiger avanza, intentando probar que los cristianos desposeyeron a
los judíos de su papel de pueblo elegido y de pueblo
sacerdotal, portador de la salvación a los hombres:
Cuando
Constantino garantizó a los cristianos una tolerancia que equivalía a un
reconocimiento del cristianismo en la vida del Estado y lo estableció como
religión del Imperio, los judíos fueron violentamente marginados. Éste era un
modo simplista y grosero de rechazar los tiempos de la redención (9) y
su trabajo de parto.
El
mito (10) de la sustitución del
pueblo cristiano por el pueblo judío se alimentaba, pues, de un secreto e
inconfesable ataque de celos, y legitimaba la apropiación de la herencia de
Israel, cuyos ejemplos podrían multiplicarse. Para citar sólo uno: la
pretensión de los reyes de Francia de ser descendientes de David, que determinó
a sus consejeros a hacer celebrar sus consagraciones según el ceremonial de los
reyes de Israel, tal como nos lo narra la Biblia y se había hecho en
Bizancio (11).
Hacia el
fin de su panorama histórico y de su singular teología de la historia, el
cardenal tranquiliza a los auditores. Las épocas han cambiado: el tiempo del
menosprecio se extingue para dar lugar al del aprecio (12). Pronto
la herencia será devuelta a su legítimo propietario, el pueblo judío, verdadero
Israel, que vuelve a convertirse en pueblo sacerdotal (13), que
traerá la auténtica salvación a las naciones, la paz a los gentiles y… aquella
unidad de que el mundo tiene necesidad. Su conclusión remata en esta esperanza:
La
Iglesia Católica condensó esta toma de conciencia en la declaración Nostra
Aetate del Concilio Vaticano II, que desde hace treinta años viene dando lugar
a numerosas tomas de posiciones, especialmente bajo el impulso del papa Juan
Pablo II. Pero a esta nueva comprensión aún le cabe transformar profundamente
los prejuicios e ideas de tantos pueblos pertenecientes al espacio cristiano,
cuyo corazón no está todavía purificado por el espíritu del Mesías. La
experiencia histórica nos lo muestra: se precisa una larga
"paciencia" y un gran esfuerzo de educación "para poseer el
alma" (Lc 21, 8). Con todo, el rumbo emprendido es irreversible.
En pocas
palabras, se trata de que los cristianos celosos se apropiaron de la herencia
de los judíos, suplantándolos en el papel de pueblo de Dios e instrumento de
salvación del mundo; de la admisión y confesión de esta falta en el siglo XX,
después de la toma de conciencia que tuvo lugar en el Concilio Vaticano II en
cuanto a que esa herencia debe ser devuelta a los judíos desposeídos; y de la
necesidad de reparar la falta cometida, dando tiempo al tiempo a fin de cambiar
el espíritu de los cristianos. El movimiento de la historia es irreversible.
Más
recientemente, en el año 2002, el cardenal Lustiger intervino en un congreso
judío europeo (14), en un congreso judío mundial (15) y
ante el Comité Judío Norteamericano (16) exponiendo una
"reflexión sobre la elección y la vocación de Israel y sus relaciones con
las naciones".
Su
judeocristianismo sincretista (16) parece agradar a las élites
del judaísmo, sin que nadie en el mundo católico se conmueva realmente por la
heterodoxia de su pensamiento.
¿Cómo
puede ser que un cardenal se permita reescribir la historia de la salvación
hacia fines del siglo XX, al punto de negar toda la obra redentora de
Jesucristo continuada por su Iglesia? ¿Cómo se operó la subversión espiritual
del siglo XX? ¿Fue en el Concilio Vaticano II, como sugiere el cardenal
Lustiger? Si la Iglesia ya no es el verdadero Israel, ¿qué ocurre con en esta
nueva teología de la historia? Este estudio intenta responde a estas
importantes preguntas.
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