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martes, 14 de enero de 2025

CRISIS DE LA DEMOCRACIA LIBERAL INDIVIDUALISTA

 


Por CARLOS IBARGUREN (1877-1956)

 

«El pueblo no consiste en los organismos parasitarios llamados partidos políticos, que se mueven de la oligarquía a la demagogia, sino en la sociedad, vale decir, en el conjunto orgánico de fuerzas humanas e intereses organizados que elaboran, nutren y regulan la vida social y el desenvolvimiento de una nación».

 

La democracia individualista expresada en el sufragio universal está fundada en las opiniones personales de los ciudadanos. Ella, así constituida, crea el gobierno de un país que resulta el producto de una operación aritmética, en la que se considera a cada votante como una unidad igual a todos los otros, con el concepto abstracto con que el matemático maneja los números. Esto pugna ahora con la incontenible evolución económico-social, en la que el individuo es traído por el grupo o la masa, cuyos intereses integra y con la que se solidariza.

La concepción de la democracia liberal individualista del sufragio universal es un fruto de la ideología racionalista de la Revolución Francesa. Ese sistema es teóricamente seductor, como ocurre con los planos bien dibujados. Pero la política es una manifestación compleja de la vida, está prácticamente sometida a circunstancias, necesidades, pasiones, intereses y deseos concretos, y sus principios se desprenden de los hechos o se pliegan a ellos. Se ha observado con verdad que las sociedades oscilan, en política, entre el principio de la autoridad y el de la libertad.  En épocas de equilibrio el ritmo de esa oscilación es regular; pero en los muchos períodos de transformación o crisis, es irregular y se va de la anarquía demagógica a la dictadura. La Historia nos demuestra que jamás un pueblo remonta de la demagogia al liberalismo, sino que para salir del desorden va del caos a la dictadura que restablece el orden.

El régimen político del liberalismo individualista es –como se ha dicho con razón– el más frágil, porque dura mientras hay una estabilidad relativa de las relaciones sociales y de las condiciones económicas; supone un equilibrio sometido a la razón y un perfeccionamiento creciente mediante la instrucción pública; descarta la hipótesis de las necesidades, acontecimientos o accidentes nacidos de la fuerza de las pasiones y de los intereses, y admite como hecho consagrado que el pueblo tendrá siempre los medios de elevarse y dominar los desequilibrios producidos en la vida social. El pueblo, como suma de votos personales, es algo inorgánico, vago, caprichoso, ciego, y considerado como entidad en los discursos políticos, es sólo una palabra, una abstracción. El pueblo no consiste en los organismos parasitarios llamados partidos políticos, que se mueven de la oligarquía a la demagogia, sino en la sociedad, vale decir, en el conjunto orgánico de fuerzas humanas e intereses organizados que elaboran, nutren y regulan la vida social y el desenvolvimiento de una nación. Hay un divorcio entre el sistema de la democracia liberal, que reposa en el sufragio universal, en la que todos los individuos son abstracciones iguales, y los intereses sociales agrupados. De aquí la crisis, el desmoronamiento que sufren los partidos políticos basados en ese sistema. Romier[1] explica con notable claridad el fenómeno actual de la caducidad de los partidos políticos; ella proviene –dice– de que tales partidos no corresponden más, en cuanto a su formación y a su objeto, a las solidaridades nuevas de intereses. Los intereses y valores sociales no se manifiestan más bajo el aspecto individual, sino en el complejo de las masas sociales y económicas; estas masas existen autónomas fuera de los partidos, y mientras aquéllas crecen, estos últimos se debilitan para convertirse en parodias, en sombras. Es un grave error creer que el episodio del voto expresa a la opinión pública y significa la orientación profunda de las corrientes de la política moderna; mucho más importante que el voto individual, manifestación efímera determinada por las pasiones, simpatías o antipatías personales de los electores, es la presión continua y cotidiana de los grupos de intereses solidarios.

Eugenio Mathon, al prologar el interesante libro de Pierre Lucius LA FALENCIA DEL CAPITALISMO, aparecido el año pasado, señala como única solución política la de constituir la corporación profesional obligatoria, como expresión de los intereses sociales, en vez de seguir con los partidos políticos caducos, y la de establecer la organización corporativa, que es la sola susceptible de procurar el equilibrio económico-social y de detener la marcha del comunismo. Es la solución –dice– que mantendrá el poder político en el lugar eminente que debe ocupar en el Estado. El desorden actual nos llevará a la catástrofe económica y a la revolución. Y Pierre Lucius afirma, con razón, que lo mismo que el liberalismo económico nos debía llevar a la superproducción generalizada que sufríamos, el político arruina la autoridad del Estado y está concluyendo en la anarquía.

* En «La inquietud de esta hora», 2ª edición, en «Carlos Ibarguren», Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, T°VI, año 1975. La 1ª edición fue publicada en el año 1934.

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[1] Se refiere Ibarguren a Lucien Romier (1885-1944), periodista y escritor francés. Amigo personal del Mariscal Petain, fue miembro del Consejo de Estado del Gobierno de Vichy y luego Ministro de Estado (Nota de «Decíamos ayer...»).

https://blogdeciamosayer.blogspot.com/2025/01/crisis-de-la-democracia-liberal.html

 

jueves, 17 de agosto de 2023

«SAN MARTÍN Y NOSOTROS LOS ARGENTINOS» (FRAGMENTO) - CARLOS STEFFENS SOLER (1901-2001)

 


En un nuevo aniversario de la muerte del General Don José de San Martín, publicamos este fragmento de un gran libro cuya lectura recomendamos vivamente, que documenta y acredita la firme oposición del Libertador con el pensamiento y accionar de los liberales, sostenedores de una perniciosa ideología lamentablemente hoy tan en auge en nuestra dolorida Patria. 

El general San Martín está como pegado a los liberales, a los masones y a los ingleses; no precisamente de loable manera, pero en grado de absoluta inseparabilidad. Primero, porque cuando apareció en Buenos Aires, desde Londres y en un barco inglés, fueron Rivadavia y los suyos quienes lo recibieron y le dieron mando de tropa de inmediato y sin mayores averiguaciones, como si se tratara de algo así como de un valor entendido, y segundo, porque después lo agredieron, persiguieron y calumniaron hasta expulsarlo del país, ya que hubo de refugiarse en Europa para evitar que lo eliminaran: «como a un facineroso» (son sus palabras); y éste es el proceso que se conoce en la historia oficial con la denominación de «renunciamiento del general San Martín»; y tercero, porque después de su muerte se convirtieron en sus más fervientes, constantes y exagerados admiradores; y están a pique de inventar una religión alrededor de la figura del Gran Capitán, después de haberle fabricado una historia ad hoc.

Siendo esto así, para ubicarlo históricamente a San Martín es conveniente dedicarles unas palabras previas a los liberales argentinos, entre los que se entremezclan masones e ingleses en América. Esta especie humana habitaba el puerto de Buenos Aires y apareció con la Revolución de Mayo, pero luego –caído Rosas– se desparramó por las provincias, llevando consigo las ideas de la secta y sus modalidades inconfundibles. Es una tribu de gran vitalidad política y su habitat preferido es la masonería del Gran Oriente Inglés, pero existen y subsisten en todos los partidos políticos; y en el Congreso y en las Legislaturas de provincia, se distingue su presencia porque desde distintas agrupaciones partidarias, votan en idéntico sentido cuando se trata de intereses extranjeros y muy particularmente si están relacionados con actividades británicas o sionistas.

Se le suele llamar también «la generación del ochenta», pero con error cronológico notable, porque históricamente con el nombre de unitarios, se remontan a Moreno y Rivadavia.

Estos liberales –casi todos ellos de larga y sólida tradición católica– no fueron católicos; es decir, lo fueron en razón del bautismo, a una edad en que verosímilmente no pudieron oponerse; pero ocuparon un lugar de honor en el proceso de descristianización de la cultura en nombre de las luces, frente al oscurantismo o tinieblas que era de rigor consignarle al mundo católico. No asumieron, sin embargo, una actitud abiertamente hostil contra la Iglesia; salvo raras excepciones, se casaban bajo el rito católico, bautizaban a sus hijos y respetaban y hasta mantenían buenas relaciones con la jerarquía eclesiástica, que anduvo siempre en las proximidades de una pasividad cómplice. Estos liberales eran escépticos en materia religiosa, no creían en el Dios Vivo de la Biblia, pero creían en cambio fanáticamente que la escuela laica y la democracia representativa, ambas de la mano de la ciencia, nos conducirían hacia un mundo mejor; porque además creían en el progreso indefinido de la humanidad y en las «cabezas pensadoras», como decía el General Paz, que también creía en ellas.

Esta posición ambigua prestó sus servicios a la causa, ya que eludía la polémica dentro del catolicismo y dentro del catolicismo liberal; y no hería sentimientos religiosos que habían prendido vigorosamente en Hispanoamérica, que después de todo había surgido a la vida civilizada como una expresión de la fe en la Resurrección de Jesucristo que trajeron los misioneros españoles; y que arraigó con fuerza en América, más que en ninguna otra parte del mundo. La religión fue así atacada desde adentro, una especie de vaciamiento dejando la caparazón intacta; y esto parece haber sido general en América Española: Julio Tobar Donoso, comentando la constitución del Reino de Quito, bajo la masónica influencia del General José María Flores, ateo y enemigo de la Iglesia, dice: «En el viejo tronco del regalismo, ya roído por el tiempo se injertó, tímidamente y a traición, el liberalismo religioso y económico, un liberalismo semi devoto aún, que no se atrevía a negar la sustancia de la Fe tradicional, pero que trataba a todo trance de limitar la órbita de la Iglesia» («La Iglesia Ecuatoriana en el Siglo XIX», Tomo I, pág. 501, Quito 1943).

Inclinados a la izquierda aunque el bolsillo permanecía a la derecha –todos los izquierdistas tienen un desaforado amor por el dinero–, volterianos aún sin haber leído a Voltaire, libres de la preocupación religiosa acerca de una condena imperdonable en este siglo y en el venidero –como la que recae en la blasfemia contra el Espíritu de Verdad (San Mateo XII, 31-33)– perdieron el sentido moral y calumniaron con Sarmiento, concienzudamente a los caudillos, al país adjudicándole una barbarie que no tenía; y a sus adversarios en la lucha y aun después de ella; dueños del poder como consecuencia del simulacro bélico que fue Pavón (1861), se abalanzaron a escribir algo que se pareciera a la historia y que sirviera de antecedente lógico al régimen liberal que se propusieron establecer; y lo lograron bajo la sombra protectora de los empréstitos y del comercio inglés y de sus naves de guerra, que siempre estuvieron presentes en el Río de la Plata; como aconteció hace relativamente poco tiempo, en 1876, cuando una cañonera británica apuntó al Banco de la Provincia de Santa Fe, para poner fin a un conflicto de intereses con el Banco de Londres; y los liberales celebraron regocijados el acontecimiento.

“ESTAMOS MUY CERCA DEL FINAL”

  “ESTAMOS MUY CERCA DEL FINAL”           Por FLAVIO MATEOS   El Padre Nicholas Gruner, tenaz apóstol hasta su muerte del mensaje ...