Por RAFAEL
GAMBRA
Tanto la
vida de los hombres como la de los pueblos experimentan a veces momentos de
plenitud y de victoria en los que parece que todo les es concedido, y a veces
también grandes derrotas y retrocesos históricos que los reducen a sus mínimas
posiciones y les obligan a recomenzar desde cero su vida.
Pensemos
entre los primeros, y referido a nuestra patria, aquel año estelar de 1492 en
que nuestros mayores alcanzan definitiva victoria sobre el infiel en la vega de
Granada, y en que, como de propina, reciben con el gran descubrimiento las
llaves de todo un mundo nuevo. Entre los segundos —los retrocesos
catastróficos— recordemos aquel aciago 711 en que se consumó en una sola
batalla "la pérdida general de la España". La aristocracia visigótica
que en el año 710 se consideraba definitivamente asentada en una gran nación
dotada ya de unidad religiosa, se ve de pronto fugitiva en las montañas
asturianas para iniciar, con pequeñas escaramuzas, una reconquista que duraría
casi ocho siglos.
Otro tanto acontece en la vida de los individuos. Hombres que, por ejemplo, han sido capaces de escalar las más altas montañas se ven de pronto incapaces de remontar la escalera de su casa. Unos y otros sin embargo —individuos y pueblos— han de reaccionar y afrontar su suerte histórica por precaria que sea la situación a que se han visto reducidos. Con la diferencia de que en el individuo la lucha contra la caducidad es, en un cierto plazo, causa perdida, al paso que los pueblos y civilizaciones pueden conocer renacimientos y nuevos días de esplendor.
En
nuestros días, cualquier hombre reflexivo y en cuya mentalidad se encuentren la
religión, la patria y la familia puede darse cuenta de que en su edad ha vivido
uno de aquellos grandes retrocesos históricos que marcan jalones del acontecer
humano a lo largo del tiempo. Entre la España católica que luchó y venció en
nuestra Cruzada de Liberación y la actual España de la impiedad y del aborto
media un abismo difícil de sondear o una derrota de Guadalete cuya repercusión
histórica no se puede todavía predecir. La batalla no se libró, por supuesto,
en nuestro suelo: la tragedia española —su rápida descristianización y su
troceamiento territorial— es sólo una de sus innumerables consecuencias.
Son
muchas las personas que buscan hoy dar la batalla al socialismo, o incluso a la
democracia liberal, formando partidos políticos para la lucha electoral,
movimientos nuevos, frentes comunes, etcétera. No es desdeñable su acción
puesto que ningún campo debe abandonarse y es preciso mantener en todas partes
el fuego de la fe. Pero, desgraciadamente, no es en el campo de la política
donde hoy ha de reñirse la batalla decisiva: tales esfuerzos, aunque puedan
tener su utilidad, están hoy condenados a no ver el éxito y, menos, el triunfo.
Es
probable que los hispano-cristianos derrotados en Guadalete pensaran que aún se
libraría una batalla ante la corte visigótica de Toledo, batalla que podría
contener o rechazar la invasión agarena. Pero no: la catástrofe había sido
demasiado grande, y la batalla siguiente habría de librarse, casi a pedradas,
en la remotísima Covadonga, entre montañas cuya existencia apenas conocían
aquellos nobles visigodos. Algo parecido sucedió en nuestra Guerra de
Liberación: durante toda su primera mitad, el bando nacional —y su mando—creyó
que la batalla decisiva estaba en la toma de Madrid a cuyas puertas se había
llegado y que representaría el hundimiento inmediato del frente enemigo. Se
tardó mucho en comprender que las posiciones de asalto eran malas y que el
enemigo se había reorganizado con ayuda internacional y tenía fortificado todo
ese frente. Fue la época de las infructuosas batallas del Jarama y de
Guadalajara y de la peligrosa aventura de Brunete. Y es que la pelea decisiva
no estaba ya en Madrid sino en aquel lejanísimo Motrico donde un año antes se
detuvo la ofensiva del Norte. Era preciso —y muy realizable—conquistar la
corniza cantábrica y, ya con ese ejército liberado y añadido, atacar la zona
enemiga por aquel punto que se mostrase más débil. Así se hizo, y resultó de
ello que la guerra se ganó al cabo de casi tres años, pero Madrid estaría entre
las últimas plazas que cayeron.
De
parecida forma, el naufragio a que hemos asistido ha sido tan profundo que la
batalla eficaz no puede ya darse en el terreno político ni aun en el cultural,
por más que en ellos deban mantenerse las posiciones en lo posible, si es que
posiciones quedan.
La batalla de hoy ha de librarse, por
desgracia, en el campo remoto y supremo de la religión, dentro de la propia
Iglesia católica. Porque la tragedia es ésta: el cimiento mismo de nuestra
civilización, el aliento de fe religiosa que siempre movió la fe del misionero
o el brazo del guerrero —la Iglesia católica— ha dejado hoy de asumir esa función
de animación espiritual para otorgársela precisamente a los eternos enemigos de
su fe. (Me refiero siempre a la Iglesia temporal y visible, no a la
Iglesia eterna que siempre vivirá). La gran batalla —el Guadalete de nuestro
siglo— se libró en el Concilio, y la Iglesia
ECUMENISTA-MODERNISTA-PACIFISTA-DEMOCRÁTICA que de él salió es la responsable
del inmenso desarme moral en que viven los católicos de hoy, y también de la
extensión vertiginosa, planetaria, que ha alcanzado la Revolución.
Esa
batalla por la recuperación interna de la Iglesia será fácil o difícil, pero es
posible, y no faltará en ella la ayuda de Dios. Si el enemigo ha sabido
infiltrarse en su seno, no será imposible a los católicos devolverla a su
verdadera fe y a su misión histórica. Si esa batalla no se gana, el espíritu de
la ONU y el marxismo, respaldados por la Iglesia progresista, son invencibles.
Si, en cambio, se afronta y se gana, pueden caer con el tiempo como gigantes
con pies de barro, como cayó la dominación musulmana en nuestra Reconquista.
RAFAEL
GAMBRA
