FÁTIMA:
MEDICINA Y OBSTÁCULO
Por
FLAVIO INFANTE
La
guerra en Ucrania conlleva, sin dudas, posibilidades aterradoras que parecen
del todo conmensuradas con el tiempo en que vivimos. Pues si Dios no perdonó a
los contemporáneos de Noé ni a los ciudadanos de Sodoma, ¿por qué habría de
tolerar indefinidamente este turbión de perversidades desplegadas en toda la
sobrehaz terrestre para escándalo de los inocentes y acrecida pena de los
justos? Contrafigura de la caridad, que no tiene un ápice previsto más que
aquel que resulta de la limitación temporal de una existencia humana en la que
la muerte sella la definitiva estatura sobrenatural del sujeto, la degradación
posible tampoco tiene fondo salvo por aquel término que Dios le pone a la caída
cuando da por concluido el tiempo de peregrinar por este mundo. Siempre se
puede estar peor y, en estricta lógica, si la tribalización del Occidente
apóstata se prolongara unas pocas décadas, ya veríamos del todo asimilados
hábitos como la pedofilia, las exhumaciones rituales, la antropofagia y el
culto explícito de los demonios, sin que nos fuera ahorrado el parabién de una
legislación conformada a estos horrores. Así como nadie sabe el día ni la hora,
nadie puede prever cuál es la medida del desafuero que le arrancará al fin a
Dios su basta.
Sí
podemos advertir lo irrespirable que se ha hecho nuestra coyuntura histórica.
Ni siquiera los abominables fenicios que ofrendaban sus críos a Moloch –y que
bien pronto fueron aniquilados por Roma- habrían podido igualar la crueldad
desbocada de nuestros tiempos, en que no una nación sino la casi totalidad de
las naciones han hecho del filicidio, bajo la especie del aborto, la principal
causa de muerte en el mundo. Desquicio teratológico que desafía a las más
elementales leyes naturales -como la relativa a la conservación de la especie-,
su protervia reclama además la corrupción de los sobrevivientes de la masacre
prenatal, en adelante escolarizados para asumir el patrón de la androginia y
para encarnar un fenotipo mutante. No caben dudas de que nuestro tiempo, ávido
de proezas olímpicas y de hitos maravillosos con los que apagar su abulia, ha
marcado un auténtico récord de crueldad.
Ucrania, en este contexto mil veces aberrante, ha venido a ser casi una nación fetiche para los exportadores del caos. Con decir que una de sus industrias más florecientes hasta el día del estallido bélico venía siendo el del alquiler de vientres a escala mundial, asunto capaz de vincular realidades tan aparentemente heterogéneas como los úteros y las transacciones bancarias. Prevista y alentada por aquellos que intentan por este medio imprimirle nueva aceleración al proceso hacia la homologación universal (cuyo capítulo más reciente fue la impostura pandémica), la guerra encontró en este país su proscenio más adecuado. Le tocó por ser vecino de Rusia, el verdadero objeto de mira mundialista, a la que era menester arrastrar a una conflagración que la extenuara, ya que por sus potencialidades, su desafiante extensión y el altivo patriotismo de su líder resultaba un auténtico estorbo a los planes de atomizar para subyugar. Porque el divide et imperas, atribuido calumniosamente a Julio César, es el lema que los Rothschild, los Rockefeller y sus herederos mascullan sin pausa en sus adentros como una letanía y un programa de acción, en perfecta consonancia con aquel espíritu que ya los antiguos supieron designar comoδιά-βολος: «el que divide». La lucha de clases, la guerra de los sexos, los separatismos, la política de partidos son otros tantos recursos de que se han valido estos prestamistas-recolectores para consolidar el movimiento de desintegración, y no es azar que en nuestros tiempos se haya llegado a la división del núcleo del átomo con la siniestra y extensiva amenaza que esto supone.