Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

sábado, 6 de diciembre de 2025

EL APOCALIPSIS – PADRE PICOT DE CLORIVIÈRE S.J.

 


Prefacio al libro EXPLICATION LITTÉRALE DU TEXTE DE L’APOCALYPSE (Explicación literal del texto del Apocalipsis), en siete tomos, Editions Saint remi 2024, del Padre Pierre-Joseph Picot de Cloriviere (1735-1820)

 

San Jerónimo, en su epístola a San Paulino, ha hecho en pocas palabras el elogio más completo del libro del Apocalipsis, cuando dijo que este libro contenía tantos misterios como palabras; que estaba por encima de todo elogio, y que incluso en cada una de sus palabras se encerraba una multitud de sentidos. Apocalypsis Joannis tot habet sacramenta, quot verba. Parum dixi, et pro merito voluminis laus omnis inferior est. In verbis singulis multiplices latent intelligentiae. [“El Apocalipsis de Juan contiene tantos misterios como palabras. He dicho poco, y todo elogio queda por debajo del mérito de este libro. En cada una de sus palabras se ocultan múltiples inteligencias]. Todos los escritores católicos suscriben unánimemente este elogio de San Jerónimo.

Me parecería poco conveniente, después de esto, extenderme en alabanzas del Apocalipsis. Nada de lo que pudiera decir añadiría algo al testimonio unánime de los santos Doctores y de los intérpretes de los Libros Sagrados, sobre todo desde que la Santa Iglesia ha colocado solemnemente este libro en el Canon de las Escrituras.

No puede dudarse de que San Juan, el Discípulo amado, sea su autor; el mismo libro lo indica expresamente, y la Iglesia siempre lo ha reconocido como tal. Pero el primero y principal autor de este libro divino es el mismo Jesucristo en su estado glorioso; es el Espíritu Santo quien, mediante signos misteriosos, nos habla en el Apocalipsis, y lo hace, me parece, de un modo tanto más inmediato cuanto más santo y más estrechamente unido a Él era el órgano del que se sirvió. Es el Discípulo amado del Salvador, el Apóstol del divino Amor, San Juan, en su extrema vejez, cuando se hallaba en el más alto grado de santidad, y cuando, después de haber salido aún más sano de la caldera de aceite hirviendo en la que había sido arrojado por la causa de Jesucristo, podía considerársele más bien como un ciudadano del Cielo que como un habitante de la tierra.

San Juan escribió su Apocalipsis en el decimocuarto y penúltimo año del imperio de Domiciano, el año 97 de Jesucristo, según San Jerónimo, Eusebio, Baronio y varios otros; veinticinco años después de la ruina total de Jerusalén por Tito, y dos años antes de escribir su Evangelio. Lo compuso en griego, lengua natural de los Obispos, a quienes el Apocalipsis está dirigido. No se puede, por lo demás, dudar de ello cuando se considera el uso que hace el Apóstol del Alfa y la Omega, la primera y la última letra del alfabeto griego.

En cuanto al objeto principal del libro del Apocalipsis, cualesquiera que hayan sido al respecto las opiniones de los comentaristas, el sentir de los Padres y de los Doctores, y el mismo de la Iglesia, es considerar este libro como la historia profética de la Iglesia de Jesucristo desde su establecimiento hasta el fin de los siglos. Son palabras mismas de San Agustín: Liber Apocalypsis totum hoc tempus complectitur, quod a primo adventu Christi usque ad finem, quo erit secundus ejus adventus, excurrit. [El libro del Apocalypsis abraza todo este período de tiempo, que va de la primera venida de Cristo hasta el fin, cuando será su segunda venida]. Este sentimiento es lo que me ha guiado en la explicación que doy de este libro; y aunque no ignoro que este libro misterioso pudo también haber tenido otros objetos en la intención del autor sagrado, me adhiero casi únicamente al sentido alegórico, que mira a la historia de la Iglesia, como al sentido literal que el autor tenía principalmente en vista. No es afirmar nada contrario a este sentir decir que el santo Apóstol se propuso al mismo tiempo corregir y perfeccionar las costumbres de los cristianos, y refutar los dogmas impíos que Ebión y Corinto sembraban entonces entre los fieles, e incluso todas las herejías que debían surgir con el correr de los siglos.

Estas nociones generales sobre el Apocalipsis pueden bastar. Pero antes de hablar en particular de mi exposición, creo que es bueno examinar hasta qué punto es razonable la prevención que muchas personas han concebido contra los escritos cuyo propósito es esclarecer el Apocalipsis, o solamente algunos pasajes de este libro misterioso.

Esta prevención tiene, sin duda, su fundamento en el abuso que a menudo se ha hecho del Apocalipsis. Es cierto que los herejes, en estos últimos tiempos, lo han desfigurado extrañamente; han turbado estas palabras santas con su vanidad para hacer salir de ellas la mentira, y han hecho servir la palabra del Verbo y la de los Papas para las blasfemias e invectivas que no cesaban de lanzar contra la santa Iglesia romana, para vengarse de los anatemas que ella había fulminado contra ellos. Los iluminados han seguido sus huellas y, en el Apocalipsis, han encontrado predicciones que anunciaban la caída de la Iglesia, el fin de la sede apostólica u otras cosas semejantes, que adelantaban con una seguridad desmentida por los hechos, y que solo ha servido para dar a conocer lo que eran.

Asimilo casi a unos y otros —sin, no obstante, atribuirles intenciones tan perversas— a esas cabezas exaltadas que presentan como explicación del Apocalipsis las fantasías de su imaginación, fruto del extravío de su espíritu y de su vanidad. Téngase por estas clases de predicciones todo el desprecio que merecen. La Religión las aborrece; la Iglesia las carga con sus anatemas. No son frutos de la luz, sino obras de las tinieblas. Una prevención que, ante la vista de estos abusos, hace que uno se mantenga en guardia para no admitir estas clases de obras, que suspende su juicio, y que, antes de aprobar o rechazar, espera ver qué piensan los Doctores y los Pastores; esta prevención es sabia, está iluminada y es completamente conforme a las reglas de una sana razón. Pero la prevención sería ciega e injusta si, sin distinción ni examen, confundiera en un mismo conjunto las producciones tenebrosas de los herejes y los escritos que hombres sabios y piadosos han compuesto sobre estas materias, para la defensa de la Religión católica.

No pretendo sin duda justificar todo lo que se encuentra en estos escritos, ni conciliarlos todos entre sí; creo incluso deber abrazar con bastante frecuencia opiniones que no son las de la mayoría; pero digo que hay una inmensa diferencia entre los autores católicos que han escrito sobre el Apocalipsis y aquellos de quienes se ha hablado en primer lugar. Los autores católicos no pierden jamás de vista las verdades católicas; la doctrina de la Iglesia es la antorcha que los ilumina en todo. La contemplan con respeto, y se esfuerzan en no apartarse nunca de ella, aun cuando tomen caminos diferentes y las explicaciones que dan tengan poco en común entre sí. Podría suceder que cada uno de ellos no afirmara sino cosas verdaderas, porque la Sagrada Escritura —y sobre todo el Apocalipsis— es susceptible de un gran número de sentidos diferentes, y el sentido literal mismo se multiplica a veces.

En aquello en que los autores están realmente en contradicción, nunca lo están sobre verdades reconocidas y definidas por la Iglesia, sino solo sobre opiniones y materias en las que uno puede equivocarse sin errar en la fe. Finalmente, entre estos autores, que gozan de cierto crédito entre los fieles, no hay ninguno cuyos escritos no contengan un gran número de verdades útiles, y que no puedan servir para facilitar, a quienes vienen después de ellos, la inteligencia de este libro sagrado. Sus mismos extravíos, cuando se descubren, advierten a los buenos espíritus de ser más circunspectos, evitando los senderos que los desviaron.

Estas consideraciones muestran que, aunque no se deba aprobar inconsideradamente todo lo que se encuentra en estos escritos, es preciso, sin embargo, tener por ellos cierta veneración religiosa, y por quienes los han compuesto con miras santas, ordenadas a la gloria de Dios y al bien de la Iglesia; y que sería una prevención ciega y del todo injusta censurarlos en general y confundirlos con esos escritos y esos autores cuyo único propósito es dar crédito a la mentira.

La prevención sería aún más ciega e injusta si se extendiera no solo a algunas obras ya escritas, sino universalmente a todo lo que pudiera componerse en este género; si llegara a tratar de visionarios y de espíritus exaltados a quienes emprendieran hacerlo, creyéndose llamados por Dios y poniendo su confianza en el auxilio que esperan recibir de Él. Sería en ellos un orgullo intolerable, un desprecio insensato, puesto que este desprecio recae no solo sobre una multitud de hombres santos y de teólogos profundos que, en todos los tiempos, han tratado estas materias y han creído seguir en ello el movimiento del Espíritu de Dios; sino además —y sin excepción— sobre todos los santos Padres y los santos Doctores, que les han dado el ejemplo y cuyas huellas no hacen sino seguir. No se detienen ahí todavía; si este desprecio es real y efecto de un sentimiento razonado, se elevan en su espíritu por encima de la misma Iglesia, que acoge favorablemente estos escritos y estos escritores cuando encuentra en ellos una doctrina conforme a la suya y algunos signos del Espíritu de Dios. Y aún no es todo: tal prevención no puede provenir sino de un espíritu irreligioso, enteramente imbuido de las máximas del mundo incrédulo, porque es a la vez injuriosa para el libro del Apocalipsis y para el mismo Espíritu Santo; para el Apocalipsis: pues es preciso hacer de él bien poco caso cuando se afecta considerar como hombres despreciables a quienes se aplican a conocerlo; para el Espíritu Santo, puesto que se da a entender, por tal conducta, que no está en su poder descubrir los secretos que ya ha dado a entender —aunque oscuramente— bajo los signos misteriosos del Apocalipsis. Una u otra de estas cosas sería el colmo del delirio y de la impiedad en hombres que se dicen católicos, y es únicamente a ellos a quienes hablo.

Se hace otra objeción contra quienes trabajan sobre el Apocalipsis. Se les acusa de presunción sacrílega, porque pretenden sondear los secretos del porvenir que el Señor ha ocultado a los hombres. Esta acusación pretende apoyarse en la autoridad de un sabio prelado, que él mismo compuso en francés una explicación del Apocalipsis. Esta objeción carece de fundamento y es fácil de resolver, y estoy persuadido de que se ha entendido mal el pensamiento del sabio prelado. Él ha podido decir que no se debe perforar ligeramente el velo que, en los Profetas, nos oculta los secretos del porvenir; que solo se debe proceder a ello con respetuoso temor y santa reverencia; que no a todos se concede la inteligencia necesaria para ello; y que incluso quienes creen poseer esa inteligencia no tienen una certeza plena de ello. Todo eso es muy cierto. Ha podido decir además —y otros han podido decir lo mismo que él— que no creían tener las luces particulares que tal tarea exige.

Esta confesión honra su modestia y puede servir de ejemplo a muchos. Dios distribuye sus dones como le place. Alius quidam sic, alias autem sic (“A uno de una manera, a otro de otra”). Lo que no concede a los más grandes genios, a veces lo da a hombres de un mérito muy inferior al suyo. Pero no pudo decir, y ciertamente no dijo, que esa gracia no pudiera ser concedida a otros, y que aquellos a quienes fuese otorgada no pudieran, después de haber tomado todos los medios convenientes para asegurarse de ello, escribir y publicar, con toda la circunspección posible, lo que hayan creído descubrir en la Sagrada Escritura respecto al porvenir.

Pretenderlo sería caer casi en los mismos extravíos que acabamos de reprochar en aquellos que están prevenidos en general contra todas las explicaciones que puedan darse del Apocalipsis; sería condenar la conducta de los santos Padres, de los santos Doctores y de una infinidad de hombres piadosos y sabios, que se han dedicado al estudio de los libros proféticos; sería censurar a la Iglesia, que no solo permite, sino que anima esta dedicación; sería contradecir al mismo Espíritu Santo, que, en el elogio que hace del Sabio, dice que se aplica a estudiar a los Profetas, que sondea el sentido contenido en los proverbios y lo que hay de misterioso en las parábolas: In prophetis vocabit. Occulta proverbium exquiret, et in absconditis parabolarum conversabitur (Eclo 39). Sería ir contra los designios de Dios en sus oráculos, que miran al porvenir, y anularlos en parte. Pues ¿qué pretende el Señor al revelar el futuro de manera oscura, sino que los hombres, mediante la oración y el estudio, se esfuercen en obtener de ello un conocimiento más claro?

El Señor reprocha a los judíos que no sabían discernir los tiempos: era reprocharles que no habían buscado conocer en los oráculos de los Profetas los signos de su advenimiento. San Pedro, por el contrario, alabó a los santos de la antigua ley porque buscaban en los Profetas descubrir en qué tiempo vendría Aquel que les había sido prometido. ¿Cómo habrían podido responder los Doctores de la Sinagoga tan claramente a Herodes que Cristo nacería en Belén, si no hubieran estudiado el porvenir en los Profetas?

Que no se diga, además, que esto sólo concernía a los oráculos del Antiguo Testamento, que se referían al primer advenimiento, y que el Apocalipsis no pertenece en modo alguno a este género. El mismo nombre de Apocalipsis, que significa Revelación, bastaría para refutar tal afirmación; y lo contrario está manifestado claramente desde el primer versículo del libro, donde se dice que el fin que Nuestro Señor tuvo al hacer esta revelación fue dar a conocer a sus siervos lo que debía suceder pronto: Apocalypsis Jesu Christi, quam dedit illi Deus palam facere servis suis, quae oportet fieri cito [Revelación de Jesucristo, que Dios ha hecho abiertamente para sus servidores para mostrar las cosas que deben suceder pronto] . Este es como el título del Libro. En el libro mismo, en varios lugares, el Espíritu parece incitar a los fieles instruidos y religiosos a buscar el sentido de sus palabras misteriosas; así, en los capítulos II y III, en las advertencias que da a los Obispos, estas palabras se repiten hasta siete veces: “el que tiene oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias”. Entre estas advertencias, como creemos haber demostrado suficientemente en nuestra explicación, muchas son de carácter profético. En el capítulo XIII se dice: “el que tenga entendimiento, calcule el número de la Bestia”.

Pero si es permitido, y aun un deber para muchos, intentar descubrir los secretos que están en parte ocultos en el Apocalipsis, y en parte manifestados en signos misteriosos, que son como emblemas enigmáticos en los cuales hay siempre algo destinado a facilitar la comprensión del secreto que se deja entrever; se sigue de ello que no sólo se puede, sino que se debe comunicar a los demás los descubrimientos que se hayan hecho con la ayuda de las luces recibidas. Faltar a ello sería apropiarse un bien que sólo fue dado para que se comunicase; es privar a los fieles de una consolación de la cual tienen necesidad, sobre todo en tiempos de penas y de aflicción. Se pueden aplicar aquí estas palabras del Sabio: No escondáis vuestra sabiduría, y no privéis a los demás de contemplar su hermosura (Ecl., IV, 28); y estas otras: La sabiduría que uno guarda encerrada en sí mismo y un tesoro oculto, ¿qué provecho aportan uno y otro? Aquel que no descubre su locura vale más que quien oculta su sabiduría (Ecl., XX, 32-33).

Estas razones, me parece, son capaces de convencer a todos los hombres dotados de buen criterio y recto juicio. Desgraciadamente, no son la mayoría. Siempre habrá Espíritus superficiales, tan subyugados y cegados por el espíritu irreligioso de la época, que no sentirán la fuerza de nuestros razonamientos y persistirán en sostener el mismo lenguaje, en afectar el mismo desprecio por todo lo que los hombres más ilustrados pudieran escribir sobre el Apocalipsis. No es para ellos que escribimos, y nos importa poco su aprobación. Su censura no debe de ninguna manera apartar de este trabajo a quienes se sientan inclinados a consagrar a él sus cuidados y vigilias. Pero esto exige de su parte unas disposiciones que no siempre se encuentran reunidas en quienes se atreven a interpretar las Sagradas Escrituras y que, por no poseerlas, exponen al desprecio la Majestad de las Escrituras y de la Palabra de Dios.

He aquí cuáles son esas disposiciones. Desconfiar de cierta actividad mental, de una propensión natural que lleva a querer penetrar, a querer decir cosas nuevas y sorprendentes. Reconocer en uno mismo, por las señales que da una sana espiritualidad, si es el Espíritu de Dios quien nos hace emprender este género de trabajo. Examinarnos para ver si poseemos el fondo de conocimientos y la capacidad que este trabajo exige, sin contar de ninguna manera con los propios talentos naturales ni con la penetración del propio espíritu. Es de la luz divina, y no de los esfuerzos propios, de donde se debe esperar la inteligencia de los misterios ocultos en las Escrituras. Aperti illis sensum, ut intelligerent… (“Les abrió el entendimiento para que comprendieran…”). Sin embargo, no se debe contar con luces vivas que lleven consigo una plena certeza de la verdad. Dios las concede a veces a almas que Él conduce por una vía extraordinaria, pero estas clases de luces son raras y, por ello mismo, justamente sospechosas para los hombres verdaderamente espirituales. No se ve que los santos Doctores hayan contado con este tipo de gracias para comunicarnos la inteligencia de las Sagradas Escrituras. Pero se sigue de lo que acabamos de decir que tres cosas son principalmente necesarias para todos aquellos que desean, aunque de lejos, caminar tras sus huellas: una gran pureza de intención, la confianza y la oración.

La pureza de intención es ese ojo simple que hace luminoso todo el cuerpo; pero para que el ojo sea simple, es necesario que un solo objeto atraiga y fije sus miradas. Es preciso que el espíritu no considere sino a Dios y que el corazón no se apegue sino a Él. Si el hombre se mira a sí mismo, si es celoso de la estima de los hombres, si tiene a la vista algún interés mezquino, no posee ese ojo simple que puede solo recibir la luz y comunicarla a todo lo que hace. El hombre que emprende explicar la Sagrada Escritura, y especialmente el libro del Apocalipsis, debe tener principalmente en vista cumplir en ello la voluntad de Dios, lo cual supone que, antes de emprenderlo, se ha consultado esta santa voluntad y que se tiene una dulce persuasión de que, al hacerlo, se lleva a cabo algo conforme a su beneplácito. Así es como los Santos se dispusieron a interpretar la Sagrada Escritura; los libros que nos han dejado dan fe de ello.

La confianza en Dios supone la desconfianza de sí mismo. Es necesario estar íntimamente convencido de que corresponde al Espíritu Santo introducirnos en la bodega de las Escrituras, y que los talentos y esfuerzos naturales son insuficientes para ello. No basta aún con tener esta convicción general; es preciso además poder persuadirse a uno mismo de que, no habiendo emprendido el estudio y la interpretación de los Libros Santos sino por el amor a la Verdad y el deseo de agradar al Señor, se debe esperar de la bondad divina que nos concederá igualmente todas las luces y todas las gracias que necesitaremos para cumplir en ello su voluntad.

La oración es el gran medio al que es necesario recurrir, aunque sin por eso descuidar los otros: un trabajo constante, una atención particular a cada palabra que se debe explicar, sin disimularse a sí mismo las dificultades que presenta, y sin pasar ligeramente de largo si se encuentra en ella algo que sea contrario a la explicación que se quería dar; finalmente, la lectura asidua de los santos Padres. La oración debe ser humilde, porque la inteligencia de las Sagradas Escrituras es algo grande y que puede ser de gran utilidad para la Iglesia. Qui fecerit et docuerit, hic magnus vocabitur in regno caelorum [Aquel que hace y enseña, será llamado grande en el Reino de los Cielos]. Debe ser continua: es preciso tener el espíritu y el corazón sin cesar elevados hacia el Espíritu Santo, fuente de toda verdadera luz, para solicitar y recibir en todo tiempo de Él las luces que se necesitan, porque las dificultades se encuentran a cada paso y no se pueden vencer sin una asistencia particular del Espíritu de Dios.

¿He tenido yo mismo siempre estas disposiciones, o más bien, estas que la sana razón, la naturaleza misma y la santidad del asunto hacen un deber indispensable para todos aquellos que tratan de la Sagrada Escritura, en la exposición que doy del libro del Apocalipsis y en mis otros escritos de este género? ¿He empleado siempre estos medios tan necesarios? No me atrevería a responder demasiado afirmativamente a estas preguntas; Dios lo sabe. Todo lo que puedo decir es que creo, delante de Dios, poder darme el testimonio de que he deseado sinceramente conformarme a ello, y que en efecto me he conformado en la medida en que me ha sido posible; pero lo siento bien: este testimonio no basta para tranquilizarme enteramente a mí mismo, y aún menos para tranquilizar a los demás. Nihil mihi conscius sum, sed non in hoc justificatus sum [Yo no tengo nada sobre la conciencia, pero no por eso me tengo por justificado]. Todo está enlazado, me parece; todo está seguido en mi explicación; creo haber dado razón de todo lo que adelanto y haber querido sinceramente dejarme guiar en todo por la luz de la Verdad. Pero puede suceder que en muchas cosas me haya equivocado, y que, en vez del Espíritu de Verdad que quería seguir, haya seguido mi propio espíritu. Lo temo; incluso no dudo de que esto me haya ocurrido varias veces, porque todo hombre está sujeto a equivocarse, y yo más que nadie. Omnis homo mendax [Todo hombre es mentiroso]. Corresponde a aquellos que son maestros en Israel, a nuestros legítimos pastores, juzgarme; necesito de su indulgencia, pero suscribo de antemano a su juicio. Lo hago con tanta más confianza cuanto que creo haberme conformado perfectamente a las reglas que prescribe la Santa Iglesia a todos aquellos que predican o enseñan la doctrina contenida en las Sagradas Escrituras.

La primera regla, absolutamente esencial, es atenerse exactamente a todo lo que enseñan la Santa Iglesia, la Escritura y la Tradición, y a los sentimientos comunes de los santos Padres y de los santos Doctores, y no adelantar nada que sea contrario a ellos, en lo que concierne a la fe y a las costumbres.

La segunda regla, tomada de San Agustín (De Doctrina Christiana, lib. 3), es tomar literalmente lo que dice la Sagrada Escritura, a menos que la letra, tomada simplemente, presente algo absurdo o contrario a la integridad de la fe o a las buenas costumbres.

Esta regla es segura, pero en su aplicación hay que poner atención a si el escritor sagrado habla históricamente y de modo simple, o si usa un estilo misterioso y figurado. En el primer caso, todo debe tomarse según la significación natural de las palabras, tanto cuanto el sentido gramatical se confunde casi con el sentido literal. En el segundo caso, cuando el escritor sagrado emplea un lenguaje misterioso y figurado, como en las parábolas del santo Evangelio y los emblemas sagrados que forman la mayor parte del libro del Apocalipsis, es necesario distinguir el sentido gramatical —el que presenta la significación natural de las palabras— del sentido literal; y, para encontrar este último, hay que considerar lo que el escritor tuvo primeramente en vista y lo que quiso darnos a entender bajo la corteza de la letra. El sentido gramatical está hecho para conducir al otro, no debe despreciarse, pero lo que ofrece no es lo que la Escritura quiere enseñarnos. No es, por tanto, a ese sentido gramatical —que se confunde a veces con el sentido literal— al que hay que detenerse, aun cuando no se encontrara en él nada contrario al buen sentido, a la fe o a las buenas costumbres. No es ese el sentido del que habla la regla. Entonces no hay propiamente un sentido puramente literal; no difiere del espiritual, que el escritor sagrado ha querido hacernos comprender por la parábola o por el emblema misterioso que nos ha puesto delante.

La diferencia es evidente; no hay intérprete que no se ajuste ordinariamente a ella; pero, por falta de poner en ello suficiente atención, varios, al explicar diversos pasajes del Apocalipsis, han adelantado cosas muy singulares y completamente contrarias a la conducta de la divina Providencia respecto de los hombres.

Ahora debo dar cuenta del método que he seguido en mi explicación. El sentido literal es aquel al cual me he adherido casi exclusivamente, según la distinción que acabo de explicar. En todas partes donde el santo Profeta habla de manera simple, me atengo a la significación natural de las palabras. Cuando usa un lenguaje emblemático y figurado, busco el sentido alegórico, que concierne a la Iglesia, y me detengo en él como en el sentido principal, puesto que la historia de la Iglesia es el objeto universal del libro del Apocalipsis, aunque no niego que el texto sagrado pueda encerrar muchos otros sentidos.

Una de las principales dificultades que se encuentran en la explicación del Apocalipsis proviene del número septenario, que se halla por todas partes y que divide las visiones principales de las cuales está compuesto casi todo el libro. Este número siete, según San Gregorio y los demás Doctores, significa una duración contable del tiempo, por alusión a los siete días de la semana, en los cuales, desde el comienzo de la Creación, plugo al Señor dividir el tiempo. Este número, aplicado como lo está en el Apocalipsis a la historia de la Iglesia y comprendiendo toda su duración, divide esta duración en siete épocas principales, que forman los siete diferentes siglos de la Iglesia.

Para conciliar las visiones así divididas por el número siete, algunos intérpretes modernos del Apocalipsis las hacen avanzar como paralelas, de modo que cada una de ellas corresponde al siglo que designa el rango que ocupa entre las visiones del mismo género. La apertura del primer sello, el sonido de la primera trompeta, la efusión de la primera copa corresponden al primer siglo; el segundo sello, la segunda trompeta, la segunda copa corresponden al segundo siglo; y así sucesivamente. He creído deber adoptar este método, y he aquí cuáles han sido mis razones para hacerlo.

1.º Todas estas visiones diferentes, y cada una de ellas —la de los sellos, la de las trompetas, la de las copas— abarcan por sí mismas toda la duración de los siglos de la Iglesia; y, por consiguiente, sería difícil conciliarlas entre sí si no se las hiciera avanzar paralelamente.

2.º Cada uno de estos diferentes tipos de visiones comienza con la primera época de la Iglesia y termina con la última; de donde resulta muy naturalmente que las visiones intermedias de cada especie pertenecen, cada una según el orden en que está colocada, a la época que su número designa.

3.º Hay grandes conformidades entre las diferentes visiones designadas por el mismo número, como fácilmente se ve al compararlas unas con otras.

4.º Los hechos históricos, la sucesión de la historia de la Iglesia, vienen en apoyo de nuestra afirmación, como se verá por la simple exposición que hacemos de ella.

5.º De no ser así —quiero decir, si las visiones septenarias no debieran conciliarse entre sí y avanzar, por así decir, paralelamente— sería difícil asignar una razón verosímil por la cual San Juan habría ordenado estas visiones bajo este número septenario, o más bien, por qué le habrían sido mostradas de esta manera uniforme.

6.º Finalmente, y principalmente, porque, a menos de seguir el método que adoptamos, nos parece casi imposible no volver con frecuencia sobre nuestros pasos y no forzar el sentido de aquello que, tomado naturalmente, no puede significar otra cosa sino el fin del mundo.

Las razones que acabamos de exponer para las visiones de los siete sellos, de las siete trompetas y de las siete copas tienen la misma fuerza para la visión de las siete estrellas y de los siete candeleros, que comprende una parte del primer capítulo y los dos siguientes. Se puede aplicar estas razones a esta primera visión, y será fácil ver, por nuestra explicación, que lo que se dice a cada uno de los Ángeles de las Iglesias mencionadas contiene avisos proféticos que conciernen al siglo que corresponde al rango que ocupa ese siglo en el número septenario.

Sin embargo, no he creído deber confundir esta primera visión con las otras ni hacerla avanzar en la misma línea que ellas, porque no hay nada en sí que impida aplicar a los obispos que, en el tiempo en que San Juan escribía su Apocalipsis, ocupaban las sedes mencionadas, las advertencias que el Señor da a los siete Ángeles distintos; que éste es el sentir más común, y que varias razones sólidas vienen en apoyo de este sentir. Estoy incluso bastante inclinado a creer que esta primera visión, y aun todo el libro del Apocalipsis, fue inmediatamente dirigido a los siete Ángeles de las Iglesias especificadas y puesto como bajo su salvaguardia; pero creo, al mismo tiempo, que puedo ver, es decir, que esta visión es profética, como las otras visiones del Apocalipsis, y que pertenece igualmente a todas las edades y a los Ángeles, es decir, a todos los Obispos de cada una de las edades siguientes, hasta el fin de los siglos. Con tal que uno esté un poco versado en la lectura de los Profetas, sabe que, con frecuencia, ellos tienen a la vista dos objetos: uno presente y otro futuro, y que este último es el que atrae más su atención y al cual conviene más literalmente lo que se dice del primero. Así, en los salmos, muchas cosas que David dice directamente de Salomón, su hijo, no tienen un pleno y perfecto cumplimiento sino en Jesucristo, el verdadero Salomón; y en Isaías, Jeremías y los otros Profetas, lo que se dice inmediatamente de Jerusalén y de Judá debe entenderse también —incluso literalmente— de la Iglesia, y no se cumple plenamente sino en ella. Esto es lo que decimos aquí de lo que el Señor escribe a las siete Iglesias: que las advertencias que les da conciernen no menos literalmente a las Iglesias y a los Obispos de todas las edades, y que son éstos a quienes el Profeta tuvo principalmente en vista.

Además de las razones comunes y generales, que conciernen a todas las visiones septenarias del Apocalipsis, he aquí otras que conciernen más particularmente a esta primera visión de la que hablo.

1.º El mismo Profeta parece indicar claramente que hay algún misterio oculto en las palabras del Señor, y que todas las Iglesias están interesadas en descubrirlo, cuando, después de las advertencias dadas a cada uno de los Obispos, repite estas palabras hasta siete veces distintas: que el que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias.

2.º El título del libro, que lo califica de profecía, pertenece no menos a la visión de las siete estrellas y de los siete candeleros, que comprende los tres primeros capítulos, que a las otras visiones; esta primera visión es, pues, profética como las demás. Lo cual no sería así si no se refiriera más que a los Obispos del primer siglo, a quienes su libro está dirigido.

3.º No hay nada, o casi nada, en las cosas dichas a los Obispos, que no pueda convenir a los de la edad a la que les atribuimos; hay, por el contrario, muchas cosas que no podrían convenir a los Obispos del tiempo del Apóstol. Se podrá ver esto en la explicación de los primeros capítulos.

4.º Si estas cosas debieran entenderse únicamente de los Obispos que vivían entonces, los reproches considerables que se hacen a algunos de ellos los habrían vuelto despreciables a los ojos de los pueblos, lo cual es poco conforme con el Espíritu de Dios y con la tierna caridad que caracterizaba de modo particular al Discípulo amado.

Omito a propósito, para no repetirme, otras razones que se encontrarán en la explicación del texto.

Regi saeculorum, immortali, invisibili, soli Deo, honor et gloria in saecula saeculorum. Amen.

En Aix-en-Provence, 5 de septiembre de 1803.

 

 

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