Por PROF. MATTEO D’AMICO
Hace
sesenta años, el 8 de diciembre de 1965, se cerraba formalmente el Concilio
Vaticano II, el único Concilio “pastoral” de la historia de la Iglesia, el
único que eligió renunciar a definir e instruir de manera solemne y formal,
renunciando así a la infalibilidad in docendo, y produciendo de ese modo
un torrente de palabras que, mediante una hábil dialéctica entre la (falsa)
voluntad de mantenerse fiel a la Tradición y la (auténtica) voluntad de abrirse
al mundo moderno modificando enseñanzas en sí mismas inmutables, arrojó en el
caos y en una suerte de lucida locura al episcopado, al clero, a los
religiosos, a todos los fieles.
Abandonando
el lenguaje exacto y riguroso de la Escolástica y adoptando el lenguaje y los
conceptos erróneos o equívocos del pensamiento moderno, el Concilio hizo pasar
un único y claro mensaje: la Iglesia antes se equivocaba, ahora finalmente
se adaptaba al mundo.
Un puñado
de obispos innovadores, modernistas, masones, sin fe, con el apoyo y la
cobertura de los Papas, tomó el control del Concilio y lo condujo tiránicamente
hacia la insensata y ridícula “apertura al mundo”.
“Por sus
frutos los conoceréis”: en sesenta años han caído en picado las vocaciones, ha
desaparecido prácticamente la asistencia a la Misa, se han abandonado los
sacramentos, se han cerrado conventos, monasterios, escuelas católicas; el
clero está ahora compuesto en gran medida por ancianos próximos a la
jubilación, los matrimonios civiles han superado a los religiosos, la natalidad
se ha desplomado, la moral y la economía están en ruinas.
Solo el
retorno a la santa Tradición y a la santa Misa de siempre podrá poner un freno
a la ruina actual.
A
nosotros nos queda la tarea más importante: santificarnos, amar a la Iglesia,
rezar para que esta espantosa crisis termine cuanto antes, para la gloria de
Dios y el bien de las almas.»
