En un nuevo
aniversario de la muerte del General Don José de San Martín, publicamos este
fragmento de un gran libro cuya lectura recomendamos vivamente, que documenta y
acredita la firme oposición del Libertador con el pensamiento y accionar de los
liberales, sostenedores de una perniciosa ideología lamentablemente hoy tan en
auge en nuestra dolorida Patria.
El general San Martín está como pegado a los
liberales, a los masones y a los ingleses; no precisamente de loable manera,
pero en grado de absoluta inseparabilidad. Primero, porque cuando apareció en
Buenos Aires, desde Londres y en un barco inglés, fueron Rivadavia y los suyos
quienes lo recibieron y le dieron mando de tropa de inmediato y sin mayores
averiguaciones, como si se tratara de algo así como de un valor entendido, y segundo,
porque después lo agredieron, persiguieron y calumniaron hasta expulsarlo del
país, ya que hubo de refugiarse en Europa para evitar que lo eliminaran: «como
a un facineroso» (son sus palabras); y éste es el proceso que se conoce en la
historia oficial con la denominación de «renunciamiento del general San
Martín»; y tercero, porque después de su muerte se convirtieron en sus más
fervientes, constantes y exagerados admiradores; y están a pique de inventar
una religión alrededor de la figura del Gran Capitán, después de haberle
fabricado una historia ad hoc.
Siendo esto así, para ubicarlo históricamente a San
Martín es conveniente dedicarles unas palabras previas a los liberales
argentinos, entre los que se entremezclan masones e ingleses en América. Esta
especie humana habitaba el puerto de Buenos Aires y apareció con la Revolución
de Mayo, pero luego –caído Rosas– se desparramó por las provincias, llevando
consigo las ideas de la secta y sus modalidades inconfundibles. Es una tribu de
gran vitalidad política y su habitat preferido es la masonería
del Gran Oriente Inglés, pero existen y subsisten en todos los partidos
políticos; y en el Congreso y en las Legislaturas de provincia, se distingue su
presencia porque desde distintas agrupaciones partidarias, votan en idéntico
sentido cuando se trata de intereses extranjeros y muy particularmente si están
relacionados con actividades británicas o sionistas.
Se le suele llamar también «la generación del
ochenta», pero con error cronológico notable, porque históricamente con el
nombre de unitarios, se remontan a Moreno y Rivadavia.
Estos liberales –casi todos ellos de larga y sólida
tradición católica– no fueron católicos; es decir, lo fueron en razón del
bautismo, a una edad en que verosímilmente no pudieron oponerse; pero ocuparon
un lugar de honor en el proceso de descristianización de la cultura en nombre
de las luces, frente al oscurantismo o tinieblas que era de rigor consignarle
al mundo católico. No asumieron, sin embargo, una actitud abiertamente hostil contra
la Iglesia; salvo raras excepciones, se casaban bajo el rito católico,
bautizaban a sus hijos y respetaban y hasta mantenían buenas relaciones con la
jerarquía eclesiástica, que anduvo siempre en las proximidades de una pasividad
cómplice. Estos liberales eran escépticos en materia religiosa, no creían en el
Dios Vivo de la Biblia, pero creían en cambio fanáticamente que la escuela
laica y la democracia representativa, ambas de la mano de la ciencia, nos
conducirían hacia un mundo mejor; porque además creían en el progreso
indefinido de la humanidad y en las «cabezas pensadoras», como decía el General
Paz, que también creía en ellas.
Esta posición ambigua prestó sus servicios a la
causa, ya que eludía la polémica dentro del catolicismo y dentro del catolicismo
liberal; y no hería sentimientos religiosos que habían prendido vigorosamente
en Hispanoamérica, que después de todo había surgido a la vida civilizada como
una expresión de la fe en la Resurrección de Jesucristo que trajeron los
misioneros españoles; y que arraigó con fuerza en América, más que en ninguna
otra parte del mundo. La religión fue así atacada desde adentro, una especie de
vaciamiento dejando la caparazón intacta; y esto parece haber sido general en
América Española: Julio Tobar Donoso, comentando la constitución del Reino de
Quito, bajo la masónica influencia del General José María Flores, ateo y
enemigo de la Iglesia, dice: «En el viejo tronco del regalismo, ya
roído por el tiempo se injertó, tímidamente y a traición, el liberalismo religioso
y económico, un liberalismo semi devoto aún, que no se atrevía a negar la
sustancia de la Fe tradicional, pero que trataba a todo trance de limitar la
órbita de la Iglesia» («La Iglesia Ecuatoriana en el Siglo XIX», Tomo I, pág.
501, Quito 1943).
Inclinados a la izquierda aunque el bolsillo permanecía a la derecha –todos los izquierdistas tienen un desaforado amor por el dinero–, volterianos aún sin haber leído a Voltaire, libres de la preocupación religiosa acerca de una condena imperdonable en este siglo y en el venidero –como la que recae en la blasfemia contra el Espíritu de Verdad (San Mateo XII, 31-33)– perdieron el sentido moral y calumniaron con Sarmiento, concienzudamente a los caudillos, al país adjudicándole una barbarie que no tenía; y a sus adversarios en la lucha y aun después de ella; dueños del poder como consecuencia del simulacro bélico que fue Pavón (1861), se abalanzaron a escribir algo que se pareciera a la historia y que sirviera de antecedente lógico al régimen liberal que se propusieron establecer; y lo lograron bajo la sombra protectora de los empréstitos y del comercio inglés y de sus naves de guerra, que siempre estuvieron presentes en el Río de la Plata; como aconteció hace relativamente poco tiempo, en 1876, cuando una cañonera británica apuntó al Banco de la Provincia de Santa Fe, para poner fin a un conflicto de intereses con el Banco de Londres; y los liberales celebraron regocijados el acontecimiento.
En realidad no alteraron tales o cuales hechos
históricos en particular, sino que armaron una historia cuyo argumento era la
lucha de la civilización contra la barbarie; y asunto de tal jerarquía le
sirvió para justificar las alianzas con las potencias extranjeras, cuando éstas
pretendieron apoderarse de nuestro territorio: Brasil, Francia e Inglaterra;
pero aún así, el pretexto no daba para tanto, porque la historia –tomada esta
palabra en la acepción de hechos pasados– los condenaba abiertamente, pues en
las guerras internacionales que había tenido el país, muchos de ellos integraron
los ejércitos extranjeros; pero todos –sin excepción– ampararon de alguna
manera los intereses agresores y no gratuitamente; de manera que había que
desviar la curiosidad de la posteridad hacia otra variante y así lo hicieron,
no sin astucia; y con su cuota de ingenio, transmutaron en dioses a los
protagonistas de la lucha contra el mundo católico encarnado en Rosas y los
caudillos, es decir, los bárbaros según ellos; y la idea no era mala, pues a
los dioses se les rinde culto y no se les investiga; y de esta suerte asentaron
un principio tan aferradamente prendido en el Derecho Argentino, que desde
entonces no se investigó a nadie en el país; el juicio de residencia de los
sombríos españoles no reaparecería en ninguna de sus formas posibles, para perturbar
la alegre libertad de no rendir cuentas, algunas de ellas abultadas y no nada
limpias, porque la traición a la patria asomaba por todas partes; y fue
precisamente San Martín, el que señaló esa «felonía».
Esa desviación del sentido religioso –del que
estaba en la tradición de sus mayores– dejaría impune a la mentira calumniosa,
la actividad propia del bíblico Satanás (San Juan, VIII 44-45); y los llevaría
al paganismo que endiosaba a sus emperadores en una operación pseudo religiosa,
que el cristianismo nunca pudo desterrar del todo: la apoteosis caía
allí sobre políticos sospechados de los más surtidos desafueros, porque el
paganismo, aún el ilustrado, no actuó con sentido moral, aunque lo tuvieran
–por ejemplo– Platón o Aristóteles; el sentido moral de la vida lo predicaron
los profetas hebreos y estableció su imperio espiritual con Nuestro Señor
Jesucristo.
Pero la deificación entre nosotros de estos
supuestos próceres quedó gracias al cristianismo a medio camino: fueron
especies de semidioses, demiurgos de la supuesta grandeza argentina, en medio
de una execrable literatura al margen de la historia.
Nació así un estilo tropológico; y el tropo
preferido fue algo parecido a la sinécdoque; o sea, cuando por ejemplo queremos
decir en lenguaje florido cuarenta naves, decimos románticamente cuarenta
velas; así, Sarmiento fue «El maestro de América», o «El profeta de la pampa»;
Mariano Moreno, «El numen de Mayo»; Rivadavia, «El genio que se adelantó a su
tiempo»; Echeverría, «El albacea de Mayo»; Urquiza, «El padre de la
Constitución»; Mitre, «El héroe de la inteligencia»; y así, el grueso de la
gente se fue habituando desde la escuela primaria, a rendirles culto con
inalterable regularidad en los respectivos aniversarios o centenarios, con una
idea muy vaga –y desde luego enteramente convencional– de las respectivas
hazañas de estos dioses laicos.
Cuando llegaron a San Martín, lo llamaron con toda
justicia «El padre de la Patria»; pero lo trajeron adherido a una actitud que
se le atribuyó sin muchas preocupaciones de exactitud histórica: la de su
renunciamiento, que estaba destinado a producir una conmoción en el mundo
político, escenario en donde nadie tiene la más leve inclinación a renunciar a
cosa alguna, y otra conmoción en el mundo militar, de suerte que no cayeran en
la tentación de sustituirse a los civiles, así éstos entregaran el país, como
efectivamente lo hicieron.
Así quedaron las aguas durante muchos años,
tranquilas como en un estanque; el General colocado en los altares cívicos, fue
ensalzado a granel, en prosa y en verso, por estos encomiastas profesionales,
una verdadera fiesta para literatos desdeñados por las Musas –que como aquel
Belianís de Grecia (el del soneto de Cervantes), que traía del copete a la
calva ocasión al estricote[1]–
no perdieron la oportunidad que la historia les prestaba para derramar galas
retóricas proliferantes e iterativas; mala literatura que no tenía salida por
otro lado; embadurnadores de brocha gorda, como diría Groussac; y perpetraron
así toda suerte de tropos en medio de una marejada de adjetivos laudatorios,
que aplastaron al muy ilustre Capitán de los Andes; que, ciertamente, no se
merecía semejante responso, tan contrario a su elegancia natural, a su recato y
a ése su estilo puntual, directo, expresivo, sobrio, «soldadesco»,
como solía decirlo él.
Los panegíricos continuaron en un crescendo a
medida que se alejaban del verdadero San Martín, hasta que en tiempos harto
conocidos se obligó a integrar toda fecha con la frase «Año del
Libertador General San Martín»; y la Argentina gardeliana, celebró a su
modo a quien era rigurosamente la antítesis de lo gardeliano; en todo esto no
faltó la cursilería que crece allí donde hay fingimiento y mala calidad, que
Ricardo Rojas había alcanzado ya con su indigerible «Santo de la espada», un
libro sustancialmente falso, en donde el general San Martín no es el general
San Martín, sino el propio Ricardo Rojas con su liberalismo nebuloso a cuestas,
que se ha colgado al cinto un imaginario sable corvo. En su conocida y alarmante
vanidad, creyó que el mejor homenaje que le podía rendir, era hacer un San
Martín parecido a él.
La reacción, aunque aplastada por la «prensa
seria», se produjo al fin: es que era ilógico que un país cayera en un
embobamiento colectivo por un hombre a quien sólo conocían el trasluz de un par
de batallas, sobre todo si después de ganarlas se habría ido sin motivo a
Europa, dejando al país –que la Independencia había perturbado– navegando al
garete; por eso cayó sobre San Martín, convertido en un gran espectáculo
incesantemente repetido, la incredulidad, el aburrimiento y hasta la
indiferencia; indiferencia que, por lo demás, resultaba de una historia
argentina reducida a admirar sin motivo conocido, a una lista de hombres que
los liberales habían izado por ensalmo a la proceridad; media juventud se
corrió al marxismo desorientada por este desabrido espectáculo tan falto de
sinceridad, de fundamento y de lógica, que en realidad redondeaba una estupidez
sin rescate posible; y no es menester tener ojos de lince para ver que la falsa
antinomia civilización (Buenos Aires, próspera y rica) y
la barbarie (el interior empobrecido), prefiguraba ya la lucha
de clases; de ahí que los socialistas y comunistas adhirieran sin reserva a la
historia oficial, como el comunista Puigróss en su «Rosas el pequeño»; y los
socialistas cipayos de la Casa del Pueblo, con Américo Ghioldi y su mujer, a la
cabeza.
Alguien debía alguna vez, «pegar el grito» que ya
se hacía esperar por demás: don Carlos Ibarguren, una insobornable figura
prócer –uno de los pocos sino el único que vio claro en la gran confusión de su
tiempo– dio con la verdad escondida y denunció la acechanza en su «San Martín
Íntimo, el hombre y su lucha». Dijo entonces este ilustre argentino (sobre cuyo
pensamiento político ha caído un silencio cómplice), algo que merece
transcripción:
«La imagen de San Martín, estereotipada
en la mente popular, es la de una personalidad deshumanizada: un mito, un
protagonista ideal de alegoría, un símbolo o un ser a quien se rinde culto religioso.
En estos últimos tiempos la exageración fervorosa o retórica lo ha desfigurado
totalmente quitándole por completo fisonomía humana. Es necesario reaccionar
contra esta tendencia que altera la persona de nuestro Libertador, quien debe
ser mostrado ante la posteridad tal como fue como hombre, resultando así más
admirable que la representada en su monumento o en su efigie divinizada en un
retablo.
»El autor de este estudio –sigue diciendo Ibarguren– ha
prescindido, pues, en absoluto, de escarceos literarios y ha sofocado la
natural tentación, provocada por las sugestiones “sanmartinianas”, de
remontarse a alturas ideales o de pintar cuadros, escenas, panoramas o
ambientes imaginados; la fantasía lleva a veces al escritor, a pesar suyo, a
envolver al personaje que trata con una aureola que no es la que éste irradió.
El presente libro procura que el lector se aproxime a San Martín, que lo vea,
lo sienta, escuche su voz, su lenguaje, sus modismos peculiares, sus
exclamaciones, sus ímpetus, la reflexión serena de sus juicios, sus simpatías y
sus repulsiones. Las personas que aparecen flageladas, enaltecidas o alabadas,
lo son por él y no por el autor. En estas páginas San Martín habla siempre, se
transcribe textualmente lo que él dijo, sin que el autor se interponga, de
manera alguna, entre aquél y el que las lea. Tal procedimiento permite
familiarizarse con nuestro Libertador, conocerlo íntimamente, comprenderlo,
quererlo y admirarlo mucho más que visto en el mármol o bronce de su estatua, o
a través de las nubes de incienso con que se lo oscurece, se lo esfuma y se lo
desfigura en altares cívicos. Oigámosle en sus cartas privadas, en sus papeles
secretos, en sus notas íntimas, en sus confidencias, en sus arrebatos, en sus
expansiones y sus tristezas; acerquémonos a él y así, a su lado, le veneraremos
de verdad» (pág. 10-11, Edit. Peuser, Bs. Aires, 1950, 2ª ed.).
Y tenía razón don Carlos Ibarguren, porque hay un
misterioso acuerdo en mantener una imaginaria historia del general San Martín,
que ha sido tácitamente aceptada por los propios revisionistas, incluido José
María Rosa, en su «Historia Argentina» (obra ésta que por tendenciosa y hasta
mezquina, desmerece notoriamente a «La caída de Rosas» y sobre todo a «Nos los
representantes del pueblo», donde sube muy alto la gracia y el ingenio de su
autor). Hay otro acuerdo igualmente misterioso en atribuirle al general un
renunciamiento en términos patéticos; y otro acuerdo más misterioso aún, en
celebrar con unción ese renunciamiento, como si fuera un suceso venturoso que
un hombre extraordinario –como realmente lo era San Martín– desapareciera del
país; lo que, cierto es, no dice demasiado de la perspicacia de los argentinos.
Sería sin duda más claro y más limpio, prescindir
de los desmanes literarios y ofrecer de llano los hechos y hazañas de los
próceres, sus virtudes y sus errores, con lo que nos acostumbraríamos a
enfrentar a la verdad y a no engañarnos a nosotros mismos: feísima costumbre ya
endémica en el país.
La falsificación de la historia, la menguada y
triste hazaña de los liberales, ha descaminado a los argentinos, los ha
deslinajado separándolos de su verdadero pasado heroico y triunfal; el de las
guerras contra el Brasil, Francia e Inglaterra, que condujo Rosas el Grande –el
que salvó la libertad de América, según Spengler, el destinatario del legado
del sable de San Martín–, «smarrita, la diritta via», todo quedó al revés como
corresponde a una filosofía política y a una filosofía de la historia que se
asienta sobre la adulteración: así se perdió la mitad de la Patagonia y el
Brasil se apoderó de las Misiones Orientales.
El General San Martín, monárquico, reaccionario,
amigo de los caudillos «bárbaros» y admirador de Rosas, pudo haberse
equivocado; los que así lo creyeron debieron decirlo, pero no falsificarlo;
pero si en cambio acertó, correspondía entonces la pertinente celebración; y de
paso llegarían a nuestro conocimiento los problemas de ayer que son también los
de hoy; lo que no correspondía era inventar un San Martín para uso de los
liberales, porque eso era ignorar al general y a los problemas.
[...]
* En «San Martín en
su conflicto con los liberales», Librería Huemul, Buenos Aires, 1983 - págs.
9-17.
[1] Belianís de Grecia es
una Novela de Caballería del S. XVI, escrita por Jerónimo Fernández. El soneto
referido es uno de los que integran el libro de Don Quijote de la Mancha, de
Miguel de Cervantes Saavedra:
Rompí, corté, abollé, y
dije e hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro, fui valiente y arrogante,
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la fama que
eternice;
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto
satisfice.
Tuve a mis pies postrada
la Fortuna
y trajo del copete mi cordura
a la calva ocasión al estricote.
Más, aunque sobre el
cuerno de la luna
siempre se vio encumbrada mi ventura,
tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
(Nota de «Decíamos ayer...»).
Fuente:
https://blogdeciamosayer.blogspot.com/2023/08/san-martin-y-nosotros-los-argentinos.html