“Quien no comprende esta guerra; quien no
percibe que toda la historia humana es, en el fondo, un campo de batalla donde
se enfrentan la descendencia de la Mujer y la de la Serpiente, quien no
advierte que cada acontecimiento ─cada caída, cada ascenso, cada catástrofe
política o social─ forma parte de una contienda que se libra desde lo invisible
y se manifiesta en lo visible, está condenado a extraviarse en las marañas de
un relato inmediatista, hueco, vacío de sentido”.
Por RICARDO ZORNOSA SALAZAR
La historia, cuando se la priva de una clave hermenéutica, cuando se la separa de una vara trascendente con la que medir sus pulsos y sus convulsiones, no es sino un caleidoscopio de confusiones, un vertedero de especulaciones ideológicas en las que el historiador chapotea, engañándose a sí mismo con ínfulas de objetividad.
Desde los
albores del tiempo, sin embargo, la Sagrada Escritura nos ha legado una clave
─hoy con frecuencia olvidada─: la rebelión de Lucifer contra Dios y su
corolario histórico, la guerra entre dos estirpes: una, enemiga de Dios y maldecida
por Él; la otra, bendecida y asistida por su favor. Esta guerra atraviesa la
historia como una vena invisible pero vital, y sin ella todo lo demás es ruido.
El
Génesis lo enuncia desde el principio: «Pondré
enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y la suya: ella te
aplastará la cabeza, y tú acecharás su talón». A partir de esa profecía
—llamada Protoevangelio— se desenvuelve toda la historia humana como conflicto
entre la descendencia de la Mujer y la de la Serpiente, entre quienes reciben
la gracia y quienes rechazan a Dios. En esta guerra, desde entonces, el hombre
no puede ser indiferente: se ve obligado a afiliarse a un bando.
Más
tarde, Cristo ratifica la coexistencia de estas descendencias en la parábola
del trigo y la cizaña, que crecerán entremezcladas hasta el fin de los tiempos.
Reconoce de modo particular a la estirpe de la serpiente en los escribas y
fariseos, a quienes denuncia con severidad: ¡Serpientes!
¡Raza de víboras! […] «Vosotros sois
hijos del diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fue
homicida desde el principio, y no permaneció en la verdad, porque no hay nada
de verdad en él».
Además,
Cristo advierte a sus discípulos sobre las dos ramas de esta estirpe diabólica:
la religiosa (los fariseos) y la política (los herodianos). Les dice: «¡Cuidado! Guardaos de la levadura de los
fariseos y de la levadura de Herodes.» Y es que ambas «levaduras» ─dos
fuerzas en continuo y creciente odio─, aunque opuestas en apariencia, se alían
para atacar, traman en secreto y actúan en las sombras, por la espalda. Tal
como describe el salmista: «Se aferran a
su plan perverso, trazan cuidadosamente sus trampas, diciendo: “¿Quién lo verá?”
Trazan injusticias: traman con astucia lo
que han pensado en lo íntimo.»
Esta
clave hermenéutica ─la Guerra contra Dios que, en el drama de la historia
enfrenta estas dos estirpes— no se limita al episodio del Edén, sino que
atraviesa todas las épocas con múltiples manifestaciones. Dicha guerra se
manifiesta alegóricamente con especial claridad en el conflicto entre los hijos
de Abraham, que engendran dos descendencias enfrentadas: la de la Serpiente,
que agrede a la otra para no dejarla vivir en paz. Así lo explica San Pablo: «Abrahán tuvo dos hijos, uno de la esclava
[Ismael] y otro de la libre. [Isaac] Mas el de la esclava nació según la carne,
mientras que el de la libre, por la promesa. […] Mas así como entonces el que nació según la
carne perseguía al que nació según el Espíritu, así es también ahora. »
Esta
misma guerra contra Dios se reflejó en el conflicto entre los hijos del
patriarca Isaac y de su esposa Rebeca: Jacob y Esaú, quienes a su vez dieron
origen a dos linajes enfrentados: los israelitas, descendientes de Jacob,
fieles a Dios, y los edomitas o idumeos, descendientes de Esaú que rechazaron a
Dios, quienes, siglos más tarde, —encarnados en la dinastía edomita e histórica
de los Herodes— volverían a presentarse con agresividad como enemigos de Cristo
. Las Escrituras dicen que, estando Jacob y Esaú en el vientre materno, Dios
anunció a Rebeca la rivalidad prenatal, diciéndole: «Dos naciones hay en tu seno, dos pueblos se dividirán desde tus
entrañas».
San Pablo
verá en Esaú al hijo según la carne y en Jacob al hijo según la promesa,
anticipando así el misterio de la elección divina y la lucha entre la fidelidad
y la rebelión. Jacob y Esaú representan, pues, dos modos de vivir en el mundo:
el uno, abierto a la gracia; el otro, cerrado en su soberbia. Y así, desde los
orígenes, la historia humana se revela como el escenario de una contienda
espiritual entre el amor que se entrega y el orgullo que rechaza la filiación
divina.
Esta
oposición no es meramente étnica o tribal: es teológica, como lo entendió san
Agustín al hablar de las dos ciudades—la de Dios y la terrena—, nacidas de dos
amores opuestos: «Dos amores fundaron dos
ciudades: el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la ciudad de Dios; y el
amor de sí hasta el desprecio de Dios, la ciudad del hombre».
En el
siglo XIX, León XIII reiteraba este mismo principio en su encíclica Humanum genus, al describir el conflicto
entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, entre la Iglesia de
Cristo y la masonería, su enemigo estructurado: «El humano linaje, después que, por envidia del demonio, se hubo, para
su mayor desgracia, separado de Dios, creador y dador de los bienes
celestiales, quedó dividido en dos bandos diversos y adversos: uno de ellos
combate asiduamente por la verdad y la virtud, y el otro por todo cuanto es
contrario a la virtud y a la verdad. »
Quien no
comprende esta guerra; quien no percibe que toda la historia humana es, en el
fondo, un campo de batalla donde se enfrentan la descendencia de la Mujer y la
de la Serpiente, quien no advierte que cada acontecimiento ─cada caída, cada
ascenso, cada catástrofe política o social─ forma parte de una contienda que se
libra desde lo invisible y se manifiesta en lo visible, está condenado a
extraviarse en las marañas de un relato inmediatista, hueco, vacío de sentido.
No se
trata, por tanto, únicamente de analizar los hechos históricos desde una
perspectiva política, económica o cultural, sino de reconocer que en ellos se
juega un drama más profundo: la rebelión contra Dios o la fidelidad al Reino.
El beato John Henry Newman vio con lucidez las dos levaduras enemigas ─la
política y la religiosa─ anunciadas por Cristo: «El cristianismo tiene dos enemigos constantes: el espíritu del mundo y
el espíritu del Anticristo».
Por ello,
antes de adentrarnos en el examen histórico del ascenso humano impulsado por la
Iglesia a través de la fe católica, así como de su posterior caída, provocada
por lo que bien podríamos denominar la anti-Iglesia y su contra-evangelio, es
indispensable recuperar una perspectiva más alta: aquella que sabe mirar más
allá de las causas inmediatas, que penetra hasta las raíces espirituales de los
acontecimientos y contempla, al final de los tiempos, el triunfo glorioso del
Cordero.
Desde
esta perspectiva —donde el amor libra su combate a muerte contra el rechazo del
amor—, el ascenso del hombre se halla marcado por la aceptación de Cristo y de
su redención en la Cruz; mientras que su descenso comienza con la soberbia: el
intento de suplantar a Dios y de erigir un mundo sin Él. Porque el amor
cristiano —como puede comprobarse en los momentos más fecundos de la historia—
da frutos excelsos: ennoblece las relaciones humanas, las armoniza, les otorga
un sentido trascendente y duradero, y reduce las tensiones familiares, sociales
y políticas.
Así
ocurrió en el esplendor del Medievo cristiano, cuando la Iglesia, lejos de ser
obstáculo al progreso, impulsó el surgimiento de universidades, hospitales y
catedrales que aún hoy asombran por su belleza y profundidad simbólica. Y así
también, en sentido inverso, desde la Revolución Francesa en adelante asistimos
a la sistemática demolición del orden cristiano, sustituido por ideologías que,
en nombre de una libertad sin verdad, degradaron al hombre, reduciéndolo a
engranaje económico.
El
eclipse del amor cristiano —aunque venga acompañado de prodigios técnicos o
conquistas científicas— siempre va de la mano con la proliferación de
conflictos, desigualdades y desórdenes cada vez más inhumanos. No es casual que
los siglos que más han renegado de Dios sean también los más sangrientos y
crueles.
Basta
recordar el sufrimiento humano sin precedentes en el siglo XX: los
desplazamientos forzados, la aniquilación de ciudades enteras, las
enfermedades, las hambrunas, los traumas psicosociales… y, por encima de todo,
más de cien millones de víctimas inocentes —en su mayoría población civil
inerme— sepultadas bajo los bombardeos y las matanzas de las guerras mundiales.
Todo ello sirvió, en última instancia, para consolidar el pensamiento moderno
sobre las cenizas humeantes de la fe católica.
Solo con
esta vara de medir podremos comenzar a comprender lo que verdaderamente ha
ocurrido. Solo así dejaremos de balbucir banalidades sobre «progresos
inevitables» o «leyes del desarrollo». Solo así podremos escudriñar el misterio
de un derrumbe: el de la civilización católica en Occidente. Un derrumbe que,
más que político o económico, ha sido teológico. Porque desde el principio,
esta guerra no es entre culturas ni economías, sino entre dos descendencias: la
de la Mujer y la de la Serpiente. Sí: la guerra no ha terminado… ¿sabemos cómo
están organizadas y actuando hoy?