Por JUAN MANUEL DE PRADA
3 de junio de 2025
En un
editorial reciente, haciendo recapitulación de sus primeros meses en la Casa
Blanca, este periódico acababa tildando a Donald Trump de fanfarrón, cuyos
estridentes aspavientos no han hecho sino generar caos. En alguna ocasión
anterior, después de que fuese desalojado del poder, escribimos que Trump había
resultado a la postre una versión ful de Catilina, habiendo podido ser un nuevo
Julio César. Nos sorprendió que volviese a obtener un triunfo electoral; y
dimos por hecho que el fiasco anterior le serviría para evitar los viejos
errores.
Increíblemente,
está repitiendo todas y cada una de las fantochadas de su primer mandato, ahora
además aderezadas por episodios rocambolescos y sainetes varios, como su idilio
y posterior divorcio con el magnate Musk. Habría que empezar a preguntarse
seriamente si todas esas fantochadas de Trump no son más bien una suerte de
catalizador que, provocando antagonismos tan chirriantes como inanes, favorece
la hegemonía del progresismo. En alguna ocasión anterior hemos deslizado esta
hipótesis y comprobado que en las filas de la derechita valiente provoca
ronchas y espumarajos; prueba inequívoca de que habíamos metido el dedo en la
llaga.
Un
gobernante que de veras aspirase a derrumbar la hegemonía del progresismo se
desempeñaría con prudencia, haciendo primero ‘luz de gas’ al enemigo y después
dejándolo inerme (cegando discretamente sus vías de financiación, apagando sus
altavoces, etcétera), para finalmente estrangularlo. Trump actúa exactamente al
contrario, exacerbando los antagonismos sociales, violentando las leyes,
anunciando con gran fanfarria medidas drásticas que a la postre se revelan
faroles grotescos, o amagos que se quedan en agua de borrajas, o meros cuentos
de la lechera. Pero, entretanto, mientras aturde con su fanfarria, provoca el
pánico bursátil, atiza enfrentamientos con el poder judicial, proclama promesas
irrealizables que sólo generan frustración y encono (como ha ocurrido con la
guerra de Ucrania), profiere bestialidades frívolas que favorecen el trabajo de
los carniceros (como ha ocurrido en Gaza); y, en fin, facilita enormemente la
movilización del adversario, que agita sus terminales propagandísticas y logra
un cierre de filas entre sus adeptos. Así, Trump genera una dinámica
«aceleracionista» que beneficia sobre todo a los progresistas que supuestamente
combate, que volverán con renovados bríos e impulsarán su agenda hasta nuevos
finisterres (como ya ocurrió durante el mandato de Biden).
El fiasco
de Trump vuelve a probarnos que, sin la virtud de la prudencia, no es posible
una política volcada hacia el bien común, sino tan sólo política de bandería
(que, cuando es especialmente chirriante, favorece además a la bandería
contraria). Cuando falta la prudencia, la política acaba degenerando en
energumenismo párvulo; y siendo la levadura de los peores demonios, que son los
que Trump desató hace ocho años y ahora está volviendo a desatar.
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