Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

viernes, 13 de junio de 2025

«DISCURSO “CONTRA LA RENDICIÓN”» - ANÍBAL D'ANGELO RODRÍGUEZ

 


Ante un nuevo aniversario de la Batalla de Puerto Argentino -14 de junio de 1982- que puso fin a la justa guerra que habíamos emprendido contra el invasor inglés, vaya este magnífico discurso, pronunciado el 12 de agosto de ese mismo año, día de la conmemoración de la Reconquista de Buenos Aires frente a las invasiones inglesas de 1806.

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El 2 de abril de 1982 la Patria toda se hizo frontera. Allá en el Sur se abrió un espacio que parecía condensar todos los espacios y aquel viernes otoñal inauguró un tiempo nuevo, un tiempo que convocaba a la grandeza. Porque una Nación se compone de toda clase de hombres, grandes y pequeños, sabios e ignorantes, profundos y superficiales, del mismo modo que un cuerpo subsiste por la diferenciación de sus órganos. No todo es corazón en un ser humano, pero ¡ay del ser humano que paraliza o mutila su corazón! No todo puede ser grandeza en una Nación, pero ¡ay de la Nación que en la hora de la prueba no encuentre en sus entrañas un hálito de grandeza!

Grandeza que se alimenta de dos sentimientos básicos: la generosidad y el coraje. Generosidad que es trascender los límites egoístas de nuestros intereses, coraje que es llevar hasta las últimas consecuencias una decisión.

¿Puede alguien dudar del ejemplo de grandeza, generosidad y coraje que dio nuestra Nación en su hora difícil? La guerra puso al descubierto las reservas morales de un pueblo puesto de pie. Y no sólo por aquellos que con decisión afrontaron el combate en todas sus dimensiones. Hablo de las multitudes que con fervor y místico entusiasmo llenaron las plazas de la República. Hablo de los padres de combatientes muertos que sumieron su tragedia con ejemplar entereza. Hablo, en fin, de los que durante y después de la guerra instamos a poner todos los medios para la victoria, hasta el fin y sin retaceos. Pues una vez más se probó que los apasionados son los prudentes. Es decir los que, sin haber iniciado la guerra, pedían –y pedimos– a los que la decidieron, simplemente que saquen las conclusiones lógicas de tal decisión, que cumplan el lema que llevan grabado en sus espadas: «no desenvainarla sin razón, no envainarla sin honor».

Frente a ellos, frente a los hombres de honor, se alzó –aún en pleno combate– el partido de la derrota. Que no tuvo ni siquiera la grandeza de oponerse a la guerra abiertamente sino que jugó desde el comienzo la carta de la «moderación». Pero lo opuesto a grandeza no es moderación sino mediocridad.

Junto al arrojo y la bravura de tantos, la guerra sacó a la luz la costra de mediocridad que asfixiaba y asfixia a nuestro pueblo. Año tras año, como en las capas sucesivas de una perla, un sedimento de pequeñez, de cobardía y egoísmo se había ido instalando en la clase dirigente de la Nación. Y cuando la derrota humilló por primera vez –por obra de ellos– a nuestra bandera, sonó la hora de los microbios que se vengan de la grandeza carcomiendo sus bases.

Así despuntaron los más inicuos personajes: el pacifista, que no reconoce más alto valor que la paz, el humanitario que no justifica ninguna muerte. O el señor que mientras los ingleses combatían sin ley y sin piedad, sostenía que Gran Bretaña era tan solo un adversario y no un enemigo. ¡Y a ese señor lo han premiado ahora con la embajada en las Naciones Unidas![1]

¿Valdrá la pena salir hoy al cruce de estos enemigos? ¿Se pueden describir los colores a los ciegos o explicar los sonidos a los sordos? ¿Servirá de algo decirle al pacifista que el hombre es superior a los animales porque es capaz de jugar su vida por valores superiores y que es consustancial a su modo de ser el llegar hasta quitarse la vida cuando ésta pierde su significado?

No lo entenderán. Como no nos comprendería el humanista si le explicáramos que el hombre vive sobre, en y por una Patria que exige dar la vida y afrontar la muerte por sus «cuatro palmos de tierra». Ni merece la pena explicarle al Dr. Muñiz que su mesurado mensaje de comprensión y sensatez debiera haber tenido un destinatario mucho mejor que nuestros sufridos oídos: los de la ponderada Sra. Thatcher, primera ministra de nuestros mesurados adversarios.

Esfuerzos inútiles. De la grandeza, los seres capaces de ella tienen la vivencia inmediata. Los seres minúsculos sólo saben vivir de ella pero jamás podrán entenderla.

Claro está que no sostenemos que la guerra sea la única ocasión de grandeza. La aventura colosal de criar una familia, la heroica virtud de cumplir el deber hasta las últimas consecuencias, sin público, ni testigos ni premios; hasta el amor apasionado que dará su sustancia a los poetas para cantarlo en el lenguaje de la Patria, todas son ocasiones de grandeza. Solo que la guerra, la guerra justa, actúa como un imán para todas las grandezas. En torno al cuerpo se reconocen las águilas y de pronto encuentran que, por sobre los lenguajes tribales, hablan con las mismas palabras místicas y mágicas que son el habla auténtica, nueva y eterna, de la Patria.

Es un lenguaje de sí, sí, no, no. De llamar las cosas por su nombre real: el enemigo es enemigo y punto. El enemigo es Inglaterra, que roba nuestro territorio, colonizó nuestra economía y nos agrede militarmente con cronométrica regularidad. El enemigo es Estados Unidos, que no solo ayuda a nuestro enemigo sino que pretende encabezar una supuesta resistencia al marxismo pero cuando da batallas contra el comunismo –que es, claro está, también nuestro enemigo– no pone nunca los medios necesarios para triunfar y se deja derrotar por las Naciones más pequeñas de la tierra. ¡Oh casualidad! La única vez que llega hasta el final en sus intenciones y en los medios, la única vez que resulta fiel aliada de sus aliados es cuando se trata de humillarnos.

Por todo esto alzamos hoy de nuevo la bandera del 2 de abril. Porque para nosotros no habrá descanso, ni paz, ni reposo, hasta que se establezcan con seriedad los modos y los medios de una continuidad victoriosa de la lucha. Continuidad que exige como requisito previo e indispensable que la mediocridad sea barrida del escenario. Que los generales que no saben, no quieren o no pueden luchar dejen su lugar a quienes están dispuestos a hacerlo. Que el gobierno que no sabe, no quiere o no puede mantener vivo el espíritu del 2 de abril ceda el paso a quienes hagan de ese espíritu la clave de su acción. Que los políticos que sólo saben, sólo quieren o sólo pueden conducirnos una vez más a minúsculas rencillas de facción, dejen sus puestos a aquellos –que hay en todos los grupos– que entiendan que ya no se trata de las Malvinas solamente sino que está en juego la existencia misma de la Patria. Así de grave es la cuestión.

Repetimos que cada milímetro de nuestra tierra es sagrado porque pertenece a un patrimonio que no es de esta generación de argentinos ni de otra sino de todas. Pero hoy y aquí el territorio yermo de nuestras islas es sólo una parte de lo que está en juego.

Porque frente a los otros, una Nación no proyecta otra imagen que la de su historia. Su presente es instante fugaz, su futuro aún está por llegar. La personalidad de una Nación es la resultante directa de su pasado, en dinámica tensión con el proyecto de su futuro.

¿Cómo iremos a los foros internacionales, con qué cara nos sentaremos a las mesas de negociaciones, que sentido tendrán nuestras exigencias, si pesa sobre nuestras espaldas la carga inaguantable de una empresa inconclusa, no terminada por la suerte adversa de las armas sino por la traición, la mediocridad y la cobardía de quienes no supieron conducirla?

¿De dónde sacarían fuerzas nuestros descendientes para defender nuestro espacio vacío de apetencias rapaces si no les dejamos otra inspiración que esta confusión y desaliento?

¡NOSOTROS SOMOS EL PARTIDO DE LA RESISTENCIA!

Aquí nos hemos congregado los que no aceptamos la rendición. Mañana seremos multitudes que aguardan la consigna de la esperanza. Y un día la Patria entera se pondrá de pie enjuiciando a los capituladores y a sus cómplices y reclamando la victoria.

¡NOSOTROS SOMOS EL PARTIDO DE LA RECONQUISTA!

Lo cual ni postula ni excluye la inmediata continuidad de las hostilidades, pues ese es un problema de medios y no de fines. Pedimos mucho más: que desde hoy, cada hombre, cada recurso, cada pensamiento y cada decisión se tiendan como un arco que repose por un lado en el ejemplo de los que dieron la vida y por el otro en la intención final de demostrar cabalmente al mundo, en la hora y modo que la prudencia aconseje, que la Argentina del 12 de agosto y del 20 de noviembre, la Argentina de Liniers y de Mansilla, no se rinde, ni se doblega, ni se humilla ante ningún poder de la tierra.

¿Romántica ilusión? ¿Sueño, del que debería despertarnos un supuesto «realismo»? Pero si la historia, la más reciente, la más cercana nos demuestra que ese realismo no es sino mezquina ramplonería, pretexto de mediocres. Y que los pueblos que quieren triunfar, triunfan sobre todas las potencias y superando todos los desniveles de fuerza.

¿Qué hubieran aconsejado estos «realistas» si en 1816, con la Santa Alianza preparándose a recolonizarnos, a un general de los que peleaban se le hubiera ocurrido pedirles consejo? ¡Cuántas reflexiones «sensatas» sobre «disparidad de fuerzas», «equilibrios mundiales» y otras zarandajas hubiera tenido que oír! ¡Gracias a Dios, los generales que combatían al frente de sus tropas y dejaban el pellejo en los campos de batalla, no consultaban a los sociólogos!

Al contrario de lo que dicen los realistas de trocha angosta, la supervivencia de la Nación pasa hoy por el osado atrevimiento de querer ser y de poner los medios para ello. Lo demás es confundir sensatez con mediocridad, sentido común con derrotismo.

La cruda, la dura, la auténtica realidad es que la Argentina afronta un instante crucial, la hora estelar que decidirá entre la vida y la muerte. Por eso decíamos que ya no se trata tan solo ni principalmente de las amadas islas irredentas. Allá, bajo la tierra helada, reposan incorruptos nuestros soldados y en el mar duermen eterno sueño azul nuestros pilotos derribados en heroico combate y nuestros marinos vilmente asesinados.

Todo pende ahora de un hilo sutil. O matamos por segunda vez a esos muertos entrañables sumiéndolos en el olvido o sobre su ejemplo edificamos un país nuevo que tenga por espina dorsal el espíritu del 2 de abril.

Como el romano que en uno u otro pliegue de su toga ofrecía paz o guerra, yo digo que a un lado queda el tragar sin reacción la humillación de una derrota con vergüenza y deshonra. Del otro, el camino del sacrificio, del deber y de la exigencia. El camino arduo que por la resistencia lleva a la reconquista de la victoria.

 

* Discurso pronunciado el 12 de agosto de 1982 en el acto público realizado en el salón «Unione e Benevolenza», Buenos Aires, bajo el lema «Contra la rendición».

_________________________

[1] Se refiere D’Angelo al Dr. Carlos Manuel Muñiz, designado como embajador ante la Organización de las Naciones Unidas en 1982, cargo que mantuvo hasta 1986, durante el vergonzosamente «desmalvinizador» gobierno de Raúl Alfonsín (Nota de «Decíamos ayer...»).

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