Por DON CURZIO NITOGLIA
13 de junio de 2025
La bestia
que sube del mar y la bestia que sube de la tierra
A / La
bestia que sube del mar
El capítulo XIII del Apocalipsis comienza con la
visión de la “bestia que sube del mar”, la cual —según la gran mayoría de los
Padres, de los Doctores escolásticos, de los teólogos y exégetas aprobados—
representa al Anticristo final (M. Sales, La Sacra Bibbia commentata,
cit., p. 651, nota 1).
El
Anticristo final
En lo que concierne específicamente a la cuestión
del Anticristo, los Padres de la Iglesia, basándose en el Depósito de la fe
revelada (San Pablo, 2.ª Tes., II, 3-12; San Juan, 1.ª Ep., II, 18-22; IV, 2;
2.ª Ep., VII; Apoc., XI, 7 ss.; XIII-XIV), enseñan unánimemente que el fin del
mundo debe estar precedido por la venida del Anticristo (2 Tes.), quien es el
“hombre del pecado”.
Según la interpretación común de los Padres (y de
Santo Tomás de Aquino, el “Doctor Común” de la Iglesia), se trata de un hombre,
no de un personaje metafórico ni de una entidad moral, ni de un diablo
encarnado. Es cierto que existen anticristos iniciales (personas o fuerzas
hostiles a la Iglesia, especialmente el judaísmo talmúdico o la masonería
internacional a lo largo de la historia), pero también es igualmente cierto que
hay un Anticristo final, quien será muerto por Cristo y precederá no de mucho
al fin del mundo.
Mons. Salvatore Garofalo escribe:
«La interpretación común entre los escritores
cristianos ve en el Anticristo un personaje distinto de Satanás, pero sostenido
por él, que se manifestará en los últimos tiempos, antes del fin del mundo,
para intentar un último ataque y un triunfo decisivo contra Jesús y su Iglesia
[…]. Lo que impide el desencadenamiento de esta formidable potencia es un
misterioso “obstáculo/katéjon/quien detiene”, que es considerado tanto en
abstracto como potencia [la Iglesia, nota del editor] como en concreto como una
persona [el Papa, nota del editor]; el obstáculo impide la manifestación del
Anticristo, no su acción. El Anticristo personal se revelará en la última fase
de la lucha anticristiana, que se extiende a lo largo de los siglos y prepara
lentamente la aparición del “hijo de la perdición” al final de los tiempos».
Desde el siglo II hasta hoy, la casi unanimidad de
los Padres y escritores católicos ha visto al Anticristo como una persona
individual; según Francisco Suárez, esta tesis “es cosa certísima y de fe
revelada, aunque no definida”.
El profesor Enrico Norelli escribe que
«son anticristos aquellos que no confiesan a Cristo
venido en la carne o bien niegan al Padre y al Hijo (2.ª de Juan, II, 2); se
trata, por tanto, de herejes […], pero más allá de este rasgo vemos una
predicación tradicional sobre el único Anticristo, que debe conciliarse con los
muchos anticristos del presente […]. Juan (1.ª Ep., II, 18-22; IV, 1; 2.ª Ep.,
VII; 2.ª Ep., II, 18) muestra que la presencia del Anticristo valía como prenda
de la “última hora”: ya en la tradición se trataba de una figura de los últimos
tiempos».
Fausto Sbaffoni escribe que
«el Anticristo […] aparece como un personaje
escatológico; es decir, como el adversario extremo de Cristo y de su Iglesia,
en el tiempo del fin. En este punto el acuerdo de los autores parece unánime
[…]. El Anticristo final debe aún venir como antagonista de Cristo al final de
los tiempos, pero ya está en acción en todos los anticristos que ya se oponen a
ese Reino que ya ha sido inaugurado por Cristo».
“La bestia tenía siete cabezas y diez cuernos” (v.
1): siete y diez son números que indican plenitud, perfección. Aquí el Autor
sagrado quiere significar que el Anticristo ha recibido del “dragón rojo”, es
decir, de Satanás, la plenitud del poder material para perseguir a los justos.
De hecho, el Anticristo es el instrumento primero y privilegiado de Satanás o del “dragón rojo”, que acaba de ser vencido por la “mujer vestida de sol” (cap. XII). El “dragón” se ha detenido sobre “la arena del mar” (cap. XII, 18) y justo desde el mar surge de inmediato (cap. XIII, v. 1) el Anticristo.
El “mar” representa aquí, según el p. Marco Sales
(cit. p. 651, nota 1), las agitaciones de los pueblos tras las cuales nacen las
revueltas, las revoluciones y los nuevos imperios.
Mons. Landucci comenta:
“El mar, con su turbulencia e inestabilidad, es
símbolo del mundo y de los mundanos hostiles a Dios y en perpetua agitación” (Comentario
al Apocalipsis de Juan, p. 134, nota 1).
Dom de Monléon escribe que el mar representa
“la profundidad de la malicia del mundo, y la
bestia que proviene de esas profundidades será el producto más perverso de la
maldad mundana” (Le sens mystique de l’Apocalypse, cit., p. 203).
“La bestia era semejante a un leopardo, con pies de
oso y boca de león” (v. 2), que son símbolo de crueldad, astucia y fuerza. El
leopardo es feroz y veloz, el oso es macizo y fortísimo, el león reúne en sí la
ferocidad, velocidad y fuerza de los dos anteriores. En resumen, el Anticristo
es una “bestia” tan fuerte, feroz y veloz que —humanamente hablando— sería muy
difícil escapar de sus trampas, si no fuera por el auxilio de Dios.
Mons. Landucci anota:
“La bestia simboliza los poderes del mundo sujetos
a Satanás y utilizados por él para la perdición de los hombres. Así como
Satanás es el anti-Dios, así la bestia es el Anticristo. El hecho de que hayan
existido anticristos iniciales (1 Jn., II, 18; IV, 3) no excluye que pueda
haber una aparición culminante del Anticristo final (2 Tes., II, 4)” (cit., p.
134, nota 1). Esta distinción entre anticristos iniciales y Anticristo final es
de capital importancia para la correcta comprensión de su figura.
“El dragón le dio su poder y un gran dominio” (v.
2). Satanás, es decir, el “dragón rojo”, se ha servido siempre en todas las
épocas de los poderes terrenales para perseguir a Cristo y a su Iglesia, pero
hacia los últimos tiempos, es decir, al acercarse el fin del mundo, el diablo
redoblará su furia y se servirá del Anticristo final, quien es “la bestia que
sube del mar”, y le transmitirá toda su malicia como nunca antes había hecho.
Por tanto, el Anticristo final y su persecución representan el vértice de la
malicia y de la ferocidad empleadas por Satanás a lo largo de la historia
humana contra los fieles de Dios (M. Sales, cit., p. 652, nota 2).
El cardenal Louis Billot (quizás el mayor teólogo
del siglo XX) observa que la frase «el tiempo está cerca», que abre y cierra el
Apocalipsis, “se repite sin cesar”; por eso escribe que
«la Parusía [o segundo advenimiento de Cristo y fin
del mundo], en el Apocalipsis, es el verdadero tema de esta gran profecía del
Nuevo Testamento».
El ilustre teólogo explica: cuando san Juan afirma
que los acontecimientos predichos en el Apocalipsis llegarían “pronto”, es
necesario entender el “pronto” desde la óptica divina, según la cual “un día
nuestro es como mil años” y viceversa. Es decir, Dios está en la eternidad,
nosotros en el tiempo, por lo que el “pronto” del Apocalipsis no significa
inmediatamente según el modo humano, sino relativamente a los planes de Dios, que
sitúa la historia humana, a partir del advenimiento de Cristo, en la “plenitud
de los tiempos” o en el último espacio de historia, después del cual vendrá la
eternidad y ya no el tiempo. Ahora bien, «cuando se habla de la eternidad, todo
es breve». Por tanto, el objeto exclusivo del Apocalipsis no es solo el fin del
mundo (error milenarista), sino también el fin del mundo (contra los
modernistas, que niegan toda revelación del futuro por parte de san Juan).
Billot da un ejemplo: Antíoco Epífanes, predicho
por el profeta Daniel (VIII, 26), es la figura o tipo del Anticristo final,
también predicho por San Juan (Ap., XXII, 10). De hecho,
«una misma profecía puede tener varios sentidos:
uno próximo e inmediato […]; otro, futuro y mediato […]; así Daniel (XI, 30
ss.) sobre Epífanes, como Jesús (Mt., XXIV, 15 ss.) sobre el fin del Templo de
Jerusalén»: ambos son el tipo próximo del Anticristo futuro y, de modo mediato,
del fin del mundo.
El Apocalipsis, según nuestro teólogo, tiene tres
fines principales: 1.º) corregir, 2.º) predecir el futuro, 3.º) alentar.
Además, añade que
«las predicciones son, con mucho, la parte más
importante de la obra; se extienden del capítulo IV al XX inclusive».
El teólogo jesuita concluye:
«Dos cosas caracterizan la época en la que vivimos
[siglo XX, nota del editor]: por un lado, el Evangelio predicado en todo el
mundo […]. Por otro, la considerable disminución [escribía en 1920, nota del
editor] de la fe en las antiguas naciones cristianas, la defección de las masas
que se vuelven cada vez más hostiles o indiferentes; finalmente, la apostasía
declarada y oficial de todos los poderes, tanto de los grandes como de los
pequeños, que hacen profesión abierta de no conocer ya a Jesucristo […].
Además, el ateísmo, el “dios” inmanente al universo en contraposición al Dios
personal y trascendente de la Revelación […]. La moral autónoma y subjetiva
[…]. El espiritismo, la teosofía y el ocultismo que militan contra la ciudad
espiritual que es la Iglesia […] y representan la persecución mundial […]. La
persecución anunciada del Anticristo, la cual solo podrá realizarse a condición
de que exista una organización mundial, que permita una acción común bajo un
solo jefe […]. El internacionalismo socialista, el sindicalismo […], la
masonería universal».
Parecería, por tanto, que el reino del
Anticristo está cercano, pero la conversión del pueblo judío, que aún falta,
predicha por san Pablo (Rom. XI, 25-32), es según el cardenal Billot «uno de
los signos precursores más seguros del fin del mundo»; por ello, no parece que
aún hoy se den todas las condiciones para su manifestación.
El apóstol Juan añade: “Vi una de sus siete
cabezas como herida de muerte, pero su herida mortal fue curada. Toda la tierra
se maravilló y siguió a la bestia” (v. 3). Las siete cabezas del Anticristo
representan los poderes de los que el dragón se ha servido para perseguir a la
Iglesia.
Landucci explica: “Aquí se pone de relieve
el poder de organización de la fuerza anticristiana que domina todas las
fuerzas mundanas perseguidoras de la Iglesia de Cristo” (cit., p. 135, nota 1).
Ahora bien, una de ellas está “como herida de muerte”, pero el dragón, con un
prodigio que la mayoría de los hombres toma por un milagro, logra “resucitarla”
y, por ello, toda la tierra —es decir, la mayoría de los hombres o los enemigos
de Cristo— aclama al Anticristo como si fuera el verdadero Dios.
Landucci comenta: “Con esta sorprendente
curación, Satanás pretendía oponer la bestia a Cristo resucitado” (cit., p.
135, nota 4). En efecto, el diablo es “el mono de Dios” (Tertuliano).
Según el P. Sales (cit., p. 652, nota 3),
respecto al hecho de que “toda la tierra siguió a la bestia con admiración”, se
alude a la gran apostasía de la que también habla san Pablo (2 Tes. II, 3).
Landucci explica: “La herida mortal es
símbolo de las admirables capacidades de recuperación de los poderes mundanos,
a pesar de las escisiones internas recurrentes” (cit., p. 135, nota 3). En
efecto, a cada reino derrumbado, le sigue inmediatamente otro que lo reemplaza.
De Monléon comenta: «El Anticristo,
imitando a Cristo, simulará su muerte y su resurrección. De hecho, el texto
sagrado especifica: “como muerto”. Por tanto, su supuesta resurrección será
solo un enorme engaño y una superstición» (cit., p. 205).
«Adoraron al dragón, que dio poder a la
bestia, y también adoraron a la bestia diciendo: “¿Quién es semejante a la
bestia? ¿Quién podrá combatirla?”» (v. 4). Las naciones apostatan de Cristo y
adoran al Anticristo final como si fuera Dios; también san Pablo (2 Tes. II, 4)
reveló que el Anticristo exigiría ser adorado como una divinidad.
Al Anticristo “le fue dado el poder de
actuar durante 42 meses. Y abrió su boca para blasfemar contra Dios” (v. 5).
Los Padres explican que las blasfemias no son solo injurias proferidas
directamente contra el nombre de Dios, sino también doctrinas falsas,
orgullosas y soberbias con las que la criatura aspira a hacerse semejante a
Dios; hoy se diría el “trans/humanismo”. En cualquier caso, el objeto primero
del odio y furor del Anticristo es Dios mismo, y por consiguiente son
perseguidos quienes lo sirven (Sales, cit., p. 652, nota 4).
Dom de Monléon toma en sentido estricto la
cifra de “42 meses” y comenta que “nos ha sido revelada para animarnos y darnos
la certeza de que los días del Anticristo están contados y cesarán
infaliblemente al cumplirse el día 1260, de modo que los hombres perseguidos
por él no pierdan el valor ni desesperen” (cit., p. 206). Exactamente 1260
días, ni uno más.
Ahora bien, la Iglesia ha definido que la
Tradición, junto con la Escritura, es canal transmisor de la Revelación (Conc.
de Trento, DB 783; Conc. Vaticano I, DB 1787). De ello se sigue que “el
consenso moralmente unánime de los Padres (en materia de fe y de moral) es
testimonio de Tradición divina” y, por tanto, “es una regla infalible de fe”.
El Concilio de Trento (DS 1507) y el
Vaticano I (DS 3008) han definido que la interpretación genuina de las
Escrituras es la dada por los Santos Padres, por lo que no se puede apartar uno
de ella en la exégesis bíblica. Además, el papa León XIII (en Providentissimus, 1893) reprobó
formalmente y condenó la teoría según la cual bastaría estudiar los “caracteres
internos” de un libro inspirado, prescindiendo de la interpretación de los
Padres; lo cual es “incompatible con la fe católica, pues el consenso de los
Padres requiere un asentimiento de fe”. Es lícito utilizar también el
instrumento de los criterios internos (estilo, detalles históricos y
geográficos, pureza de lenguaje, etc.), pero nunca es lícito darles preferencia
respecto a los criterios externos (testimonios históricos) o, peor aún,
utilizarlos contra la interpretación común de los Santos Padres.
Monseñor Francesco Spadafora explica que la
Tradición patrística, si es moralmente unánime, equivale al Magisterio
ordinario eclesiástico infalible. Por tanto, la enseñanza común de los Padres
no necesita de una ulterior confirmación del Magisterio, porque ella misma es Magisterio infalible.
Monseñor Pier Carlo Landucci observa acertadamente que “hay algo análogo en
esto […] con la obediencia doctrinal a la Iglesia”.
“Y le fue dado a la bestia el poder de
hacer la guerra a los santos y vencerlos” (v. 7). Los Padres observan cómo san
Juan repite la expresión “le fue dado” para hacer entender que solo con el permiso
de Dios puede el Anticristo obrar todos estos prodigios maléficos, los cuales
serán convertidos por la Omnipotencia divina en bienes espirituales; es decir,
de las tribulaciones de los justos y de su martirio Dios obtendrá la victoria
final, plena y completa, sobre el dragón y sus secuaces, siendo el Anticristo
el principal de ellos en malicia. En resumen, Satanás no podría hacer nada
contra la Iglesia y los fieles si Dios, en su arcana sabiduría, no se lo
permitiera. En efecto, el Anticristo no solo “hace la guerra”, es decir,
persigue a “los santos”, sino que incluso “los vence” exteriormente, es decir,
los martiriza en el cuerpo, haciéndolos así santos en el alma (M. Sales, cit.,
p. 652, nota 6).
Incluso el anticristo obtendrá “poder sobre
toda tribu, pueblo, lengua y nación” (v. 7), es decir, se convertirá durante
“42 meses en el dueño del mundo entero” (Sales, cit., p. 652, nota 7). ¿Cómo no
pensar en el actual Nuevo Orden Mundial, en la Globalización o en el
Mundialismo que desde 2019 vemos realizados perfectamente ante nuestros ojos?
B / La bestia que sube de la tierra
En el versículo 11, el Apóstol escribe: “Vi
otra bestia que subía de la tierra”; más adelante (XVI, 13), será llamada
“falso profeta”. Por tanto, representa comúnmente (Sales, cit., p. 653, nota
11) el poder político, la falsa ciencia y los falsos predicadores al servicio
del anticristo; es decir, la unión del poder político tiránico junto con el
poder espiritual degenerado e infiltrado por la contra-Iglesia.
Landucci explica: “Las dos bestias son las
dos actividades del anticristo: una, relativa a los poderes sociales y
políticos; la otra, relativa a las ideologías, filosofías y herejías
teológicas; la primera actúa sobre los hombres desde fuera, la segunda sobre su
pensamiento y su religiosidad; su dúo se opone al de los dos testigos” (cit.,
p. 138, nota 10). ¿Cómo no pensar en la actual plena sintonía entre el Estado
laicista y Bergoglio, que predican un “evangelio” filantrópico, que no es el
Evangelio de Cristo?
Ésta sube “de la tierra”, mientras que el
anticristo subía de las olas y de los movimientos del mar, que son las
agitaciones de los pueblos. La segunda bestia, por tanto, es menos agitada y
furiosa que la primera. Además, tiene “dos cuernos semejantes a los de un
cordero”; ahora bien, el cuerno es símbolo de poder. Por tanto, la segunda
bestia es menos poderosa que el anticristo, quien es la criatura humana más
elevada en maldad y más cercana a Satanás; de hecho, sólo tiene dos cuernos y
no diez como la primera bestia, por lo tanto, según la interpretación más común
(Sales, cit., p. 653, nota 12), intentará perder a los hombres no por la
violencia (como la primera bestia), sino por el engaño, las seducciones y la
aparente mansedumbre, típica del cordero.
Sin embargo, “hablaba como el dragón”, es
decir, aunque parecía mansa como un corderito, en realidad era cruel y astuta
como el dragón; o sea, también ella era movida por el diablo como el
anticristo, aunque no con la misma virulencia. Las herejías, los errores y la
falsa ciencia siempre han estado al servicio del enemigo, homicida desde el
principio. También aquí, ¿cómo no pensar en la secta de los Fabianos que tiene
como emblema al “lobo vestido de cordero”?
Según de Monléon, la segunda bestia
representa “a los hombres infieles que se convertirán en apóstoles del
anticristo, poniendo a su servicio su inteligencia, elocuencia sofística y sus
talentos” (cit., p. 209).
Monseñor Romeo compara a la segunda bestia,
que viene de la tierra y ejerce su poder ante el anticristo —es decir, antes
que el anticristo y casi postrándose ante él—, con su inmundo precursor, que
imita a San Juan Bautista, el precursor de Jesús: ella desempeña el papel “de
mandatario y de batidor del anticristo, preparándole y condicionándole la
venida” (La Sacra Bibbia,
cit., p. 813, nota 11).
La segunda bestia “ejercía todo el poder de
la primera ante su presencia” (v. 12). La bestia de la tierra (poder político
tiránico y religioso desviado) está totalmente subordinada al anticristo (la
bestia del mar), al cual le procuraba numerosos adoradores mediante sus halagos
y engaños. Ambas, además, son siervas del dragón, es decir, de Satanás, que se
sirve de ellas para la perdición de las almas; de modo que también en el mal
hay una jerarquía: el diablo, luego el anticristo y finalmente el poder
religiosamente desviado y políticamente tiránico.
La segunda bestia “realizó grandes
prodigios” (v. 13); de hecho, los prodigios pueden ser también demoníacos, pero
no los milagros, que son divinos. “Y sedujo a los habitantes de la tierra
mediante los prodigios que le fue dado hacer delante de la bestia, diciendo a
los habitantes de la tierra que hiciesen una imagen de la bestia, que fue
herida de muerte pero se recuperó” (v. 14). La segunda bestia —el error
político y la herejía teológica— logrará engañar a la mayor parte de los
hombres durante el reinado del anticristo mediante el permiso de obrar
prodigios mágicos y diabólicos (Sales, cit., p. 653, nota 13). Incluso, se
llegará a hacer una imagen de la bestia en contraposición a la imagen de
Cristo.
En el desierto, los israelitas infieles a
Moisés (1300 a. C.) se fabricaron un becerro de oro (Éxodo, XXXII, 1); mientras
que en el 600 a. C., Nabucodonosor mandó hacer una estatua suya y ordenó que
fuera adorada (Dan., III, 5); por último, en el 170 a. C., Antíoco Epífanes
mandó hacer una estatua de Júpiter y la entronizó en el Templo de Jerusalén
(Dan., IX, 27); en 2019, Bergoglio entronizó la Pachamama en San Pedro: el
Templo de la Nueva Alianza. Del mismo modo, durante el reinado del anticristo
se llegará a la adoración del ídolo (del cual la Pachamama es una
prefiguración) en lugar de Dios.
Además, la bestia del mar recibirá el
permiso de “dar vida a la imagen de la bestia, de modo que hable e imponga que
todos los que no adoren la imagen de la bestia sean muertos” (v. 15). Los
engaños melosos de la bestia de la tierra (la herejía: la estatua parlante) y
los cruentos de la bestia del mar (el anticristo: la muerte para quien no lo
adore) serán tan grandes que harían caer incluso a los elegidos, si no están
sostenidos por una gran fe y caridad sobrenatural (Sales, cit., p. 653, nota
15).
El número de la bestia: “666”
Además, la bestia de la tierra “hará que
todos tengan una marca impresa en la frente o en la mano derecha” (v. 17). Esto
significa que, en virtud de esta marca, las personas declararán implícitamente
que pertenecen al anticristo y que han repudiado a Cristo (Sales, cit., p. 654,
nota 16). La vacuna anticovid y el green
pass pueden considerarse, en cierto sentido, una marca precursora
de la descrita en el Apocalipsis.
Por último, “nadie podrá comprar ni vender,
sino aquel que tenga la marca de la bestia o el número de su nombre” (v. 17).
El padre Sales comenta: “Los cristianos serán excluidos de toda ley y se les
prohibirá el uso de los derechos más naturales” (p. 654, nota 17). Qué actual y
premonitoria suena esta frase del Apocalipsis… después del 2019.
En cuanto al número del anticristo, el
Apocalipsis (XIII, 18) revela que es “seiscientos sesenta y seis”, y con razón
comenta el p. Sales: “La gran divergencia que reina en este punto entre los
distintos intérpretes muestra claramente que no se sabe nada con certeza y que
debemos confesar nuestra ignorancia” (p. 654, nota 18).
Sin embargo, Landucci observa
acertadamente, con San Ireneo, que “el 6 deriva del número 7, que indica
perfección, por sustracción de 1. Por tanto, es símbolo de imperfección, y su
triple repetición expresa un colmo de deficiencia y perversión” (cit., p. 142,
nota 18).
Monseñor Romeo cita a San Beda el Venerable
y a San Alberto Magno, y escribe que el seis, al contrario del siete, designa
la creación no santificada por el sábado, es decir, el hombre tres veces (es
decir, “absolutamente”, porque el número tres indica perfección y totalidad)
sin Dios (cit., p. 815, nota 18).
d. Curzio Nitoglia
1.
El
texto completo de las citas de los libros sobre el Apocalipsis mencionados en
este artículo es el siguiente: El
Apocalipsis, comentado por Antonino Romeo, en La Sagrada Biblia, dirigida y
editada por Salvatore Garofalo, El
Nuevo Testamento, vol. III, Turín, Marietti, Casale Monferrato,
1960, pp. 763-861. Cornelio a Lápide, Comentario
al Apocalipsis, Venecia, II ed., 1717. Pier Carlo Landucci, Comentario al Apocalipsis de Juan,
Milán, Diego Fabbri, 1964. Jean de Monléon, El
sentido místico del Apocalipsis, París, NEL, 1984. La Biblia comentada por los Padres,
Nuevo Testamento, Apocalipsis, vol. 12, Roma, Città Nuova, 2008. Marco Sales, La Sagrada Biblia comentada,
Turín, Berruti, El Nuevo
Testamento, vol. II, Las
Cartas de los Apóstoles – El Apocalipsis, 1914.
2.
Diccionario
de Teología Dogmática,
Roma, Studium, IV ed., 1957, p. 23.
3.
De mysteriis vitae Christi, disp. 5, sect. I, n.º 7.
4.
Hipólito,
El Anticristo,
Florencia, Nardini, 1987, introducción a cargo de E. Norelli, pp. 42-54.
5.
Textos
sobre el Anticristo. Siglos I-II,
Florencia, Nardini, 1992, pp. 9-17.
6.
L.
Billot, La Parusía,
París, Beauchesne, 1920, p. 12.
7.
Id., La Parusía, p. 263. En resumen:
“El Apocalipsis desarrolla este tema: la Iglesia de Cristo – con el sucesor de
Cristo a la cabeza – será siempre perseguida, pero saldrá siempre victoriosa y
purificada” (F. Spadafora, Tre
Fontane, Roma, Volpe, 1987, p. 43). Según monseñor Antonino Romeo:
“El Apocalipsis predice los acontecimientos que preceden, preparan y acompañan
el fin del mundo. […]. Apostasía y anticristo […]. El Apocalipsis, por tanto,
predice y fija las directrices de la historia espiritual de la humanidad, desde
la Encarnación hasta el fin del mundo” (El
Apocalipsis y la Sagrada Biblia, ed. por S. Garofalo, Casale
Monferrato, 1960, vol. 3º, pp. 763-764).
8.
Ibídem,
pp. 264-265.
9.
Ibid.,
p. 266.
10.
Ibid.,
p. 310.
11. Ibid., p. 269.
12.
Ibid.,
p. 270.
13.
Ibid.,
pp. 338-341.
14.
Ibid.,
p. 345.
15.A. Piolanti, voz “Tradición”, en Diccionario de Teología Dogmática, Roma, Studium,
4.ª ed., 1957, p. 299, voz “Padres de la Iglesia”.
16.
V.
Zubizarreta, Teología
dogmático-escolástica, Vitoria, ed. El Carmen, 1948, vol. I, nn.
699-700, tesis IV.
17. D. de Monléon, Comentario sobre el profeta Jonás, 2.ª ed.,
Quebec, Scivas, 2000, p. 28.
18.
Diccionario
bíblico, Roma, Studium,
1963, pp. 211-212.
19.
Mitos
y realidad, Roma, Ed. La
Roccia, 1968, pp. 189-190.