Por P.
ROGER-THOMAS CALMEL, O.P.
Revista Itinéraires n° 154 – Junio 1971.
NUESTRA RESISTENCIA CRISTIANA de sacerdotes o
laicos, resistencia muy dolorosa pues nos obliga a decir no incluso al Papa en
lo referente a la reforma modernista de la Misa católica, nuestra resistencia
respetuosa pero irreductible está dictada por el principio de una fidelidad
total a la Iglesia siempre viva; o, en otros términos, por el principio de la
fidelidad viva al desarrollo de la Iglesia.
Jamás se nos ha ocurrido la idea de frenar, y mucho
menos impedir, lo que algunos llaman —por cierto con términos muy equívocos— el
“progreso” de la Iglesia; digamos más bien el crecimiento homogéneo en materia
doctrinal y litúrgica, en la continuidad de la Tradición, con miras a la
consumación de los santos. Tal como el Señor nos lo reveló en sus parábolas,
como san Pablo lo enseña en sus epístolas, creemos que la Iglesia, a lo largo
de los siglos, crece y se desarrolla en armonía pero a través de mil sufrimientos,
hasta el regreso glorioso de Jesús mismo, su Esposo y nuestro Señor. Porque
estamos persuadidos de que se da a lo largo de los siglos un crecimiento de la
Iglesia, porque estamos decididos a insertarnos tan rectamente como podamos en
este movimiento misterioso pero ininterrumpido, rechazamos ese supuesto avance
que se reclama del Vaticano II y que en realidad es una desviación mortal. Para
retomar la distinción clásica de san Vicente de Lerins, tanto hemos deseado un
bello crecimiento, un espléndido profectus, cuanto rechazamos con vigor,
y sin admitir componendas, una siniestra permutatio, una mutación
radical y vergonzosa; radical, porque proviene del modernismo y niega toda fe;
vergonzosa, porque la negación modernista es evasiva y disimulada.
El verdadero crecimiento dogmático y litúrgico siempre ha consistido, partiendo de un apego indefectible a las verdades reveladas contenidas en la Escritura y la Tradición, en hacerlas resplandecer de la mejor manera. Cuando la Iglesia definió, por ejemplo, la doctrina de la transubstanciación eucarística o la realidad objetiva y sacrificial de la Misa —el sacrificio de la Misa no difiere del de la cruz sino por el modo sacramental en que se ofrece—, cuando la Iglesia proclamó las solemnes definiciones de Trento, explicitó con fidelidad absoluta las palabras y la institución del Señor en la tarde del Jueves Santo. Esas definiciones, precisadas aún más por los anatemas, fueron un crecimiento, un admirable profectus. Y cuando la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, compuso las magníficas anáforas alejandrinas o romanas, no hizo sino dar toda su plenitud a la liturgia sacrificial, a los santos misterios que el Señor le mandó celebrar: “Haced esto en conmemoración mía”. Este desarrollo se imponía y se realizó como un desarrollo armonioso del dato originario que es definitivo. ¿Cómo celebrar en efecto los santos misterios sin incluirlos en esta inmensa y suntuosa acción de gracias que se abre con el Sursum corda, se cierra con el Per Ipsum, y que halla su razón de ser en la consagración, cuando el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecido por la remisión de nuestros pecados, se hacen objetivamente presentes bajo las sagradas especies? ¿Cómo no insertar antes de la consagración oraciones sobre las ofrendas suficientemente numerosas y precisas para expresar claramente la verdad del sacrificio real y objetivo que va a realizarse? ¿Cómo no indicar expresamente, en oraciones apropiadas, que el memorial realizado por la consagración, lejos de ser vacío y subjetivo, contiene aquí y ahora la víctima pura y santa de la Pasión pasada, el Cristo inmolado que reina ahora en la gloria? Unde et memores… tam beatae Passionis (praeteritae) offerimus… hostiam puram (hic et nunc praesentem). He aquí algunos aspectos del crecimiento litúrgico en la Iglesia del Señor, desde las primeras fracciones del pan después de Pentecostés, desde las eucaristías celebradas furtivamente en los amplios apartamentos de algún cristiano notable en tiempos de las persecuciones de Nerón o Marco Aurelio.
Si, como en un momento esperábamos, los
responsables de la revolución litúrgica actual hubieran buscado un verdadero
progreso, habrían sabido en primer lugar que la primera condición para poner en
valor el tesoro del dato revelado es insertarse piadosamente dentro de la
Tradición que nos ha transmitido ese tesoro explicando sus riquezas. Si
hubieran tenido esta visión cristiana de las cosas, tal vez habrían sido
capaces de purificar los verdaderos desarrollos litúrgicos de algunas
excrecencias parásitas; habrían despertado de su sopor a tantos fieles y
sacerdotes adormecidos en la tibieza monótona de una regularidad perezosa y de
un conformismo sin alma; habrían trabajado por un progreso digno de ese nombre.
Habiendo comenzado por mantener sin la menor ambigüedad el dogma irreformable
del sacrificio sacramental —sacrificio verdadero y propiciatorio—,
prohibiéndose tocar en lo más mínimo las oraciones oblativas de antes y después
de la consagración, y con mayor razón la fórmula consagratoria, habrían ayudado
a comprender mejor un aspecto algo olvidado de la celebración: aunque el Santo
Sacrificio se consuma por la consagración, por la transubstanciación
sacrificial, sólo conviene ofrecerlo dentro de una gran Prex Eucharistica,
una gran oración de acción de gracias. En lugar de favorecer este progreso, se
ha intentado imponernos una desviación hipócrita; en efecto, el Novus Ordo
exhibe en grandes letras el título de Prex Eucharistica antes del
prefacio, el Sanctus y el canon, pero como por otra parte las oraciones
del canon han sido deliberadamente mutiladas y debilitadas, muy poco oblativas
y expuestas a todo tipo de caprichos por carecer de la protección del latín, ya
no se sabe bien cuál es el significado de la consagración en sí misma ni si la Prex
Eucharistica halla su razón de ser en la eficacia objetiva del Memorial. Se
sabe tan poco que Taizé, que no cree en esa realidad objetiva en virtud de la
transubstanciación, se declara encantado con la nueva Prex Eucharistica.
Ha sido muy oportuno pedirnos cantar el Per
Ipsum dándole gran solemnidad con una gran elevación, porque es con la
doxología del canon que el Gratias agamus del prefacio manifiesta toda
su plenitud; el sacerdote que canta omnis honor et gloria, elevando
entre sus manos la hostia consagrada y el cáliz de la Preciosísima Sangre, hace
visible para todos el alcance único del Semper et ubique gratias agere
que había proclamado antes simplemente extendiendo los brazos al inicio del
prefacio. Fue excelente solemnizar el Per Ipsum, pero no era necesario trastornar
y debilitar el canon hasta el punto de hacer del Per Ipsum algo equívoco
y polivalente. Los pastores que no creen que Ipse Christus esté
contenido bajo las especies de pan y vino proclaman el Per Ipsum (pero
en lengua vernácula) tanto como los sacerdotes católicos que creen firmemente y
con toda la fuerza de la fe teologal en la presencia real y sustancial del
Cuerpo y la Sangre de Cristo.
No se debía tocar el canon romano en latín, y se
habría evitado hacerlo si se hubiera querido que cantar el Per Ipsum
fuera un verdadero progreso. Igualmente se habría evitado modificar el rito de
la comunión en la boca y de rodillas, y se habría considerado abominable la
tentativa de dispensar prácticamente de comulgar en estado de gracia si se
hubiera buscado una mejor participación de la asamblea por el aumento del
número de comulgantes.
En realidad, es una desviación sacrílega forzar en
cierto modo a todos los fieles presentes a comulgar, mientras se les impide
manifestar su adoración y se hace burla del estado de su alma, ya que cada vez
más se omite la confesión. So pretexto de un progreso en la participación de la
asamblea, se incita a los cristianos a profanar el Cuerpo y la Sangre de
Cristo.
Nuestra resistencia a la desviación litúrgica
posconciliar, digamos nuestro rechazo a toda complicidad con la inmunda
traición modernista que opera sobre todo desde hace trece años, nuestra
resistencia cristiana se sitúa en la línea directa del progreso litúrgico cuya
impulsión remonta al santo Papa Pío X, cuando el gran Papa de los tiempos
modernos reencontraba en su impulso la tradición patrística, sin desdeñar el
patrimonio medieval y postridentino.
Hacemos cuanto está en nosotros para que nuestra
resistencia prolongue ese impulso lleno de vida y cargado de promesas. Lejos de
que nuestro apego indefectible a la anáfora romana en latín anterior a Pablo VI
se convierta en rigidez o mecanismo tedioso, hemos tomado mayor conciencia de
que el prefacio, el Sanctus y el canon forman juntos una Prex
Eucharistica continua, cuyo significado se funda en la validez de la
consagración sacramental; meditamos más de cerca las cinco oraciones que
preparan el Qui pridie… y las cinco que acompañan el haec
quotiescumque feceritis…; por último, estudiamos las Explicaciones de la
Misa no sólo de santo Tomás, sino también del inmortal oratoriano del siglo
XVII, el Padre Le Brun. — Siempre respecto a la Misa, lejos de descuidar al
pueblo fiel, lo asumimos para hacerlo participar de los santos misterios del
modo más digno y verdadero; primero, mostrándole la necesidad primordial de una
actitud recogida y adorante (especialmente en la elevación y en la comunión);
luego, iniciándolo en el canto gregoriano, insistiendo especialmente —por
supuesto— en los Kyriale simples y no ornamentados, que son más
adecuados al común de los fieles para favorecer una participación piadosa. —
Finalmente, si predicamos a tiempo y a destiempo sobre la urgencia del estado
de gracia para comulgar y sobre el mantenimiento del rito milenario: de
rodillas y de la mano del sacerdote, no insistimos con menos fuerza en la
palabra del Señor: mi carne es verdaderamente comida… si no coméis mi carne
y no bebéis mi sangre, no tendréis vida en vosotros.
Como puede verse en estos tres ejemplos —y
podríamos dar muchos más—, lejos de ser un fijismo ciego, aburrido, opresivo,
nuestra resistencia es la participación viva en ese gran movimiento de progreso
que conocía la liturgia desde san Pío X y que los innovadores contemporáneos
del Concilio, usando los recursos demoníacos de la perfidia modernista, se
obstinan en desviar, confiscar, pervertir. No lograrán su objetivo ni con
todos, ni por mucho tiempo.
Si tenemos la certeza de que la permutatio
modernista no prevalecerá, sino que se continuará el profectus en
conformidad con el dato revelado, explicitado por la Tradición, es porque hemos
puesto nuestra confianza en la Virgen María, Madre de Dios, que en virtud de
los méritos de su Compasión durante el Sacrificio del Calvario —Stabat Mater
Jesu— no soportará por mucho tiempo que el Santo Sacrificio de la Misa siga
siendo profanado o ultrajado por los sacerdotes de su Hijo.