Por P.
ALVARO CALDERON
Dos ritos
diferentes coexistiendo para la celebración de la misa. Realmente ¿debemos
considerarlos a ambos como dos expresiones de una misma cosa? Ciertamente no es
una cuestión de gustos: es la fe católica la que está en juego. Recordemos cómo
debemos juzgar la misa reformada de 1969.
Muchos problemas se nos resolverían si
fuéramos al menos indiferentes a la Nueva Misa. De Roma no nos piden otra cosa.
De tantos católicos perplejos por la reforma litúrgica del Concilio Vaticano
II, muchos han creído que lo malo del nuevo rito venía sólo de la manera de
celebrarlo y peregrinan por las parroquias buscando Padres, siempre escasos,
que celebren con piedad y no den la comunión en la mano. Otros, mejor informados,
saben que la diferencia no está en los modos del sacerdote sino en el mismo
rito y reclaman la Misa tradicional argumentando, con algo de hipocresía, el
enriquecimiento que implica la pluralidad de ritos: el nuevo es bueno pero el
viejo también ¡mejor entonces los dos!
Aunque en
Roma no hay tontos, han dejado correr esta excusa para los grupos tradicionales
que se ampararon en la Comisión Ecclesia Dei. Es más, a los
Padres tradicionalistas de la diócesis de Campos, Brasil, les han permitido
quedarse con su rito tradicional aún diciendo que la Misa Nueva es menos buena.
Pero en Roma molesta nuestra Fraternidad porque no sólo no dice que es buena,
sino que la combate como perversa, inquietando la perplejidad que después de
cuarenta años de Concilio tantos católicos no dejan de padecer. Si al menos
guardáramos indiferencia —¡que recen los otros como quieran!— de Roma nos
ofrecerían dejarnos en paz. ¿Podemos ser indiferentes a la Misa Nueva?
La
víspera de su Pasión, habiendo llegado la hora de ofrecer a su Padre el
sacrificio redentor, Nuestro Señor hizo un pacto con su Iglesia: Hæc
quotiescumque feceritis, in mei memoriam facietis (Acordaos de que he
muerto por vuestros pecados, que Yo me acordaré de vosotros en la presencia del
Padre). Y como Dios que es, nos dejó el inmenso misterio de la Misa, por la que
su Sacrificio permanece siempre vivo, siempre nuevo, permitiéndonos asistir
como ladrones arrepentidos: Memento Domine, famulorum famularumque
tuarum (Acuérdate de nosotros ahora que estás en tu Reino).
La memoria viva de la Pasión que se renueva
por la doble consagración gracias a los poderes del Sacerdocio, la unión
misteriosa con la Víctima divina que se realiza por la comunión, es la única
vía que tiene el duro corazón del hombre para volver al amor de Dios, porque
nada llama tanto al amor como el saberse muy amado, y la Pasión de Nuestro
Señor fue la máxima demostración de amor: nadie ama más que aquel que da la
vida por su amigo. Por eso la obra de la Redención que Cristo llevó a cabo en
la Cruz, no se hace efectiva para nosotros sino gracias al Sacrificio de la
Misa.
Ahora bien, así como no cabe indiferencia
ante la Cruz de Cristo, tampoco ante el rito que renueva su Sacrificio. Quien
no está conmigo está contra Mí, dijo Nuestro Señor, y esta ley se impuso por la
Pasión. Puedo pasar al lado de un vendedor si pienso que lo que
ofrece no lo necesito; pero no puedo pasar al lado de un hombre herido porque
él me necesita a mí. No es patente pecado la indiferencia ante el Jesús de los
Milagros, pues puedo decir con San Pedro: aléjate de mí, que soy un pecador;
pero es horrible traición decir: no conozco a ese hombre, ante el Jesús
Crucificado. Es la Cruz de Nuestro Señor la que nos urge a tomar partido, ¡no
me es lícito dejar de lado a Aquél que muere por mis pecados!
El nuevo rito creado bajo Pablo VI para
sustituir el bimilenario rito romano de la Santa Misa, ha suprimido el
escándalo de la Cruz: evacuatum est scandalum crucis! La
intención inmediata que guió la reforma de la Misa fue el ecumenismo: crear un
rito suficientemente ambiguo como para ser aceptado por los protestantes más
“cercanos” al catolicismo; pero la intención última ha sido suprimir la
espiritualidad dolorista de la Cruz, porque su negatividad supuestamente
repugna al hombre moderno.
Es asombroso, pero si a nuestra religión le
quitamos el escándalo de la Cruz, cesa la persecución y los judíos son los
primeros en aceptarnos el diálogo ecuménico. Ya San Pablo señalaba
este misterio a los Gálatas, tentados de judaizar creyendo necesario circuncidarse:
Si aún predico la circuncisión, ¿por qué soy
todavía perseguido? ¡se acabó ya el escándalo de la cruz!
Como lo
muestra el librito sobre El problema de
la reforma litúrgica, de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, la teología
que subyace tras la misa de Pablo VI escamotea la Pasión de Nuestro Señor para
quedarse solamente con las alegrías de la Resurrección: supera el Misterio de
la Cruz con la nueva estrategia del Misterio Pascual. Se ha vuelto a repetir lo
que pasó cuando Jesús anunció por primera vez su Pasión:
Pedro, tomándole aparte, se puso a
amonestarle diciendo: No quiera Dios, Señor, que esto suceda (San
Mateo, 16, 22).
Visto con ojos muy humanos, con Cristo resucitado la Iglesia puede entrar en el mercado de este mundo, que se muere por todos lados, con un producto de lujo: la esperanza de resurrección; pero con el Crucificado todos los sermones tienen que empezar como el primero de San Pedro, reprochándole peligrosamente a los poderosos de este mundo: Vosotros le disteis muerte (Hechos 2, 23). Pero, ¿cuál fue la reacción de Nuestro Señor ante el cambio de estrategia publicitaria que le proponía su Vicario?
Retírate de mí, Satanás, que tú me sirves de
escándalo, porque no sientes las cosas de Dios sino la de los hombres.
En todos
estos años de resistencia a las transformaciones litúrgicas, de entre las filas
de los perplejos han salido muchos paladines —bien o mal intencionados, sólo
Dios lo sabe— que, echando mano a la buena teología, han defendido que la
reforma no es tan mala como la pintamos. Hasta hemos visto publicada una
piadosa explicación de la Nueva Misa en la que se hace la historia de los ritos
como si nada hubiera pasado entre Pablo VI y San Gregorio Magno.
¡Por qué
entonces pataleamos tanto! Pero lo que ha ocurrido es que quedaron perplejos
justamente los católicos que no estaban muy al tanto de las corrientes
subterráneas de la teología modernista que, aunque condenada y perseguida por
los Papas anteriores al Concilio, fue ganando terreno hasta instalarse en el
Vaticano gracias al apoyo de Juan XXIII y Pablo VI.
El
pensamiento que ha guiado las reformas, en su raíz y en su coherencia interna,
es verdaderamente satánico, ¡ay, no exageramos! Es cierto que los materiales
con los que se construyó el nuevo rito provienen, en su mayor parte, de la
demolición del antiguo; y por eso, ante una mirada superficial ‒¡muy superficial!‒ parecen
semejantes: acto penitencial, lecturas, repetición de las
palabras de Cristo, comunión,
bendición final, todo en castellano y con más lío, pero,
en fin, ¿acaso es tan distinto?
Sí, es
totalmente distinto. Si tantos católicos que bautizamos con el insultante pero
merecido título de línea media, vieran claramente cómo es y
por qué el rito de la Misa Nueva, dejarían ciertamente la indiferencia bajo la
que se han escudado, para sumarse al clamor porque los altares de nuestras
iglesias vuelvan a ser Calvarios.
El
librito sobre la Reforma que mencionamos, muestra compendiosamente cuál es la
teología que anima la Nueva Misa. El primer (satánico) principio es que Dios,
siendo inmutable, no recibe daño por nuestros pecados, de manera que por más
que pequemos no dejamos de ser hijos queridos, y basta que nos arrepintamos
para que todo quede olvidado, sin exigirnos reparación ni satisfacción alguna
por daños y perjuicios.
Es muy
interesante; imagínense un banquero con capital infinito: basta que le pidamos
perdón y nos quedamos con lo robado, porque en sus cuentas nunca aparece la
sustracción. Este pequeño sofisma hace desaparecer de inmediato la necesidad de
la Cruz —y también de la misma Encarnación—, porque el Verbo se hizo hombre y
murió por nosotros para reparar por nuestros pecados. El rito tradicional está profundamente marcado por la deuda de justicia
que tenemos con Dios, es una liturgia de publicanos siempre necesitados de
redención:
¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un
pecador! (San Lucas, 18, 13).
El nuevo rito, en cambio, ha quitado todas
las expresiones con finalidad propiciatoria, considerando que los fieles,
después de pedir el perdón inicial, ya quedan santificados, pudiendo hacer suya
la oración del fariseo: “¡Oh Dios, te doy gracias porque no soy como
los demás hombres!” El
que mira el nuevo rito con temor de verlo malo, puede fácilmente negar esta
intención, porque la liturgia no predica su doctrina en lenguaje científico
sino encarnada en gestos e imágenes; pero váyase a los libros de los teólogos
que la hicieron y podrá comprobarse con cuánta advertencia han dirigido estos
cambios.
Como la
pasión y muerte de Cristo pierden sentido si el pecado no exige reparación, se
las ha ocultado bajo el concepto de Pascua o “paso”, esto es, la muerte no
sería más que el paso a la Resurrección. La
consecuencia litúrgica es que la Misa ya no es más un rito sacrificial que
renueva el Calvario, sino un doble banquete que anticipa el gozo de los
resucitados.
A veces
nos cuesta aceptar que haya hasta sacerdotes que no reconozcan la enorme
diferencia que hay entre el antiguo rito sacrificial y el nuevo banquete. El
rito tradicional tiene una parte preparatoria o ante-misa, que se termina en el
Credo, y hay tres partes integrales: el ofrecimiento u ofertorio, la inmolación
por la doble consagración y la comunión con la divina Víctima.
El nuevo
rito, en cambio, desarrolla algo absolutamente distinto: consta de dos partes
paralelas, la liturgia o “mesa” de la Palabra y la mesa de la Eucaristía, de
las cuales la primera no es la menos importante. Ya esto es una novedad
absoluta, ¿cómo puede ocurrir que una simple preparación reemplace en
importancia a lo que era propiamente la Misa?
Y las tres partes de la liturgia de la
Eucaristía ya no son las de un sacrificio, sino las de una comida:
presentación de los alimentos, acción de gracias y comida propiamente dicha.
¿Qué tiene de semejante al Santo Sacrificio de la Misa? Sólo los materiales de
demolición. Las “palabras de la consagración” ya no son consideradas tales,
sino que ahora son sólo el recordatorio de los gestos y palabras de Cristo, por
cuya “memoria” se haría objetivamente presente el Kyrios, el
Señor de la gloria con sus misterios. A los que han sido formados en la
doctrina clásica les resulta muy difícil entender este nuevo lenguaje —lo
sabemos por experiencia— y les cuesta creer que se piense el rito de manera tan
diversa. Es así que entre nosotros hemos discutido si quitar el Mysterium
Fidei de la fórmula de consagración o el tono narrativo invalida o no
la transubstanciación, pero para el nuevo rito esta discusión no tiene sentido,
pues para él la presencia de Cristo se hace efectiva por otro mecanismo: el
poder evocativo del memorial. ¿Cuesta creerlo? Pues para muestra con un botón: en Roma se ha podido considerar válida una
anáfora, la de Addai y Mari, sin las palabras de la consagración. Evidentemente,
bajo el nombre de Misa nueva o vieja se están entendiendo cosas muy pero muy
diversas.
La nueva
teología, que no es sino un nuevo disfraz del camaleónico modernismo condenado
por San Pío X, toma como instrumento el pensamiento moderno, anti realista y
anti metafísico, para reinterpretar la Revelación al gusto del “hombre de hoy”,
criatura mitológica inventada por los medios de comunicación. Es así que han
pretendido reemplazar la profunda teología sacramental, llevada tan alto por
Santo Tomás y canonizada en muchos de sus puntos por el magisterio de la
Iglesia, con el confuso simbolismo de los pensadores modernos, que vacía de
realidad todos los misterios y los deja flotando en una esfera imaginaria de
puros conceptos. Para ella no sólo hay siete signos sacramentales, sino que
todo es “símbolo”: Cristo es sacramento, la Iglesia es sacramento, la
Escritura, la realidad, todo lo que percibimos se transforma en puro signo de
un misterio indefinible.
La
realidad de la transubstanciación, de la unión hipostática, del carácter
sacerdotal, de la gracia santificante, todo se desvanece ante esta manera de
pensar. Y este es el pensamiento que anima la Misa Nueva. Cristo está presente
en la asamblea de los fieles, en la Sagrada Escritura, en el ministro que
preside, en el Pan Eucarístico, pero todas estas presencias se confunden en una
misma, que resulta tan confusa e indefinible que se desvanece: Si Cristo está
tanto en el medio, en el libro, en el Padre, en la Hostia, si está en todas
partes ¡no está en ninguna! Y ya los fieles no lo encuentran más en las
iglesias que en la calle.
El alma de la Nueva Misa es un alma perversa.
Los católicos que se esfuerzan en mirar en ella sólo los materiales de
demolición, tratando de recomponer en su cabeza la figura del rito tradicional,
pueden no percibirla y atenuar los daños que produce su presencia. No se trata,
ciertamente, de una sustancia viviente, y hace falta darle vida por cierta
comprensión de lo que sus ritos significan. Pero las formas sensibles tienen su
fuerza y el hombre no puede resistirse mucho tiempo a ellas. Así como no se puede
frecuentar las discotecas sin erosión de la honestidad, tampoco se puede
frecuentar un ritual modernista sin desgaste de la fe.
Esto es
así al menos para el común de los mortales. Y estamos mirando una sola cara de
la moneda, porque hay que tener todavía más en cuenta que los ritos
tradicionales son “sacramentales”, es decir, son formas sensibles con un alma
santa, que transmiten gracias actuales cuando se los recibe con fe. Cualquier
fiel católico puede unirse a la Misa aún a distancia, pero si la Iglesia mandó
bajo pecado que cada domingo se asista, es justamente por la eficacia
santificadora de sus ritos, que predisponen al alma para unirse más eficazmente
al santo Sacrificio. Por haber suprimido
el rito tradicional, la fe de los católicos languidece; por haber instalado un
ritual modernista se propaga eficazmente —educa más un gesto que un silogismo—
un espíritu carismático profundamente contrario al auténtico catolicismo.
No
podemos ser indiferentes a la Nueva Misa, no podemos permitir que se suprima la
Cruz de Cristo como si nunca nadie hubiera dado muerte a Nuestro Señor. Dice Ratzinger que el “hombre de hoy” no es
capaz de entender el sacrificio y hay que hablarle en otro lenguaje. Es
completamente falso. Una simple película sobre la Pasión atrajo la gente que ya
no va a la iglesia, porque lo único que puede conmovernos es la Sangre de
Nuestro Señor.
Cuando
pensamos en tantos cristianos que están de banquete ante el Calvario, nos
parece sentir la queja de Nuestro Señor:
He llegado a ser un extraño para mis
hermanos, un desconocido para los hijos de mi Madre; se burlan de mí los que se
sientan a la puerta y me cantan coplas los que beben vino (Salmo
68).
Sí, no
saben lo que están haciendo, tampoco lo sabía demasiado el populacho manejado
por los judíos el Viernes Santo, pero no es muy distinto el manoseo que sufrió
Jesucristo en su Vía crucis que el que ahora sufre con la comunión en la mano.
Católicos, asistir al drama de la Pasión sin reacción ¡es pecado!
No se puede asistir callado a una Misa que pretende
ignorar al Crucificado, que canta alegre ante su dolor, que pone las manos sin
consagrar en todo lo que hay de más sagrado: sacerdote, altar, misal, sagrario
y hasta el divino Cuerpo, todo y por todos es manoseado. ¡Cuántas maldades ha
cometido el enemigo en nuestros altares! Pero no cesaremos de luchar hasta que
cese la abominación desoladora en los lugares santos.
R. P. Álvaro Calderón
Tomado de
la revista "Iesus Christus" Nº 97, correpondiente al bimestre
enero/febrero de 2005.
AQUÍ un resumen del documento mencionado en el artículo:
https://agendafatima.blogspot.com/2024/12/tema-de-capital-importancia-para-el.html