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sábado, 12 de julio de 2025

EL SEDEVACANTISMO: ¿SOLUCIÓN O DISTRACCIÓN?

 


Por DOMINICUS

Religioso dominico del convento de La Haye-aux-Bonshommes (Avrillé).



Entrevista publicada el 21 de febrero de 2018 en el sitio medias-catholique.info (sitio editado por medias-presse.info), con estas palabras de introducción:

Dominicus es el autor de un “Pequeño catecismo del sedevacantismo [1]”, que ha provocado vivos debates al subrayar las debilidades de esta teoría. Atacado en el último número de un boletín sedevacantista, responde aquí a nuestras preguntas.

 

• Primero, Padre —no creo traicionar un secreto al revelar que usted es uno de los Padres dominicos de Avrillé—, ¿qué es el “sedevacantismo”?


— Es la teoría, o más bien las diversas teorías (entre sí contradictorias), que sostienen que hoy la Iglesia está sin papa. La sede del obispo de Roma estaría vacante desde hace unos cincuenta años, debido a los errores enseñados o favorecidos por Pablo VI y sus sucesores.

 

• ¿Y eso le parece insostenible?


— El Concilio Vaticano II abrió una crisis terrible, en la que nuestro primer objetivo debe ser conservar la fe. Pues bien, el gran medio para conservar la fe en tiempo de crisis fue enunciado por san Vicente de Lérins ya en el siglo IV: aferrarse a la Tradición. La doctrina, la moral y los sacramentos tradicionales no pueden engañarnos. En cambio, desde que se abandona ese terreno para construir teorías que intentan explicar la crisis, ya no se tiene la misma seguridad, pues se entra en el ámbito de las opiniones privadas. Este es el caso del sedevacantismo.

 

• ¿Pero uno tiene derecho a reflexionar?


— ¡Sobre todo tiene el deber de ser prudente! La crisis actual no tiene precedentes, y por lo tanto no puede resolverse con dos o tres “copiar y pegar”. Uno no se convierte en teólogo ni en canonista por arte de magia. Debemos conservar la fe —aferrándonos a la Tradición y alejándonos de los innovadores—, pero nadie nos ha encargado instruir el proceso de las autoridades deficientes. La legítima defensa nos da derecho a protegernos de prelados peligrosos, pero no nos confiere autoridad para declararlos excluidos de la Iglesia y depuestos de su poder. Es como en la parábola del farmacéutico, contada por Mons. Lefebvre: si me doy cuenta de que mi farmacéutico me da veneno, evidentemente debo rechazarlo. Es una certeza absoluta, porque no tengo derecho a envenenarme. En cuanto a la responsabilidad exacta del farmacéutico, no es asunto mío. ¿Es muy distraído? ¿Miope? ¿Incompetente? ¿Fue engañado por un tercero? ¿Es un estafador sin título real? ¿Un asesino voluntario? ¿Se volvió loco de repente? Puedo tener mi opinión, pero eso es secundario, porque no soy su juez. A mi nivel, debo rechazar el veneno y advertir contra el envenenador, pero no puedo declarar, por mi propia autoridad, que ya no pertenece al Colegio de Farmacéuticos. Eso no me corresponde. Por desgracia, muchos sedevacantistas invierten el problema. Quieren a toda costa zanjar una cuestión que no les incumbe y convertirla en el primer deber de todo católico. Declaran por su propia autoridad que Pablo VI y Juan Pablo II no eran papas, y hacen de eso un dogma, lanzando injurias y anatemas contra todos los que dudan en seguirlos. Es una imprudencia que no resuelve nada y que, sin embargo, causa mucho desorden.

 

• Sin embargo, ¿los sedevacantistas no presentan pruebas?


— No tienen pruebas, sino algunos argumentos, ninguno de los cuales es decisivo. Eso es lo que muestra el Pequeño catecismo del sedevacantismo.

 

• Justamente: el último número del boletín La Voix des Francs acusa su Pequeño catecismo de “sofismas” y “divagaciones”. ¿Qué responde usted?


— ¿Hace falta realmente responder? Este boletín pretende demoler “magistralmente” (es su término) nuestras “divagaciones” (ese es su título). Pero cualquiera puede constatar que no enfrenta realmente nuestras objeciones. ¡Pasa de largo sin siquiera parecer verlas! En lugar de exponerlas tal como son y tratar de responder, las ignora. Disimula llenando páginas enteras de citas (generalmente fuera de tema), agregando algunos insultos y una serie de gritos victoriosos, pero nunca aborda francamente nuestra refutación (salvo en detalles secundarios). Quien sólo lea La Voix des Francs tendrá una idea muy deformada de nuestras posiciones. ¡Eso no es un verdadero debate!

 

• Veamos más de cerca. ¿Su contradictor pretende probar el sedevacantismo con el argumento del “Magisterio ordinario universal”?


— Para “responder” a las pocas líneas que dedicamos a ese tema, redacta más de veinte páginas y, sin embargo, ¡todavía logra omitir lo esencial de nuestra objeción! Recordemos que el “magisterio ordinario universal” es la enseñanza dada por todos los obispos del mundo. Cuando están unánimes sobre un punto de dogma o de moral, están cubiertos por la infalibilidad, porque el Espíritu Santo no puede permitir que toda la Iglesia docente se equivoque sobre una verdad de fe (de lo contrario, las puertas del infierno habrían prevalecido). Siempre quedará al menos un obispo que defienda la fe. Esta infalibilidad del magisterio ordinario universal es necesaria para la supervivencia de la Iglesia. Curiosamente, los sedevacantistas pretenden utilizarla para probar que ya no hay papa. En realidad, históricamente, su primer argumento era distinto. Al principio no se interesaron por el magisterio ordinario, sino por el magisterio extraordinario. Querían clasificar la enseñanza del Vaticano II dentro del magisterio extraordinario infalible (como las definiciones solemnes de un concilio dogmático). En consecuencia, decían, no se puede negar la infalibilidad del Vaticano II sin negar la autoridad del papa que lo aprobó. Pero el argumento no pudo sostenerse mucho tiempo, porque el mismo Pablo VI declaró que el Vaticano II —concilio pastoral— no pertenece al magisterio extraordinario infalible. Para poder declarar que ya no hay papa, había entonces que buscar otra cosa. Los sedevacantistas se volcaron entonces hacia el magisterio ordinario universal. Los documentos del Vaticano II —dicen— quizás no tengan la autoridad de un concilio infalible, pero deberían volverse infalibles por ser enseñados por todos los obispos del mundo. Para negar esa infalibilidad, sería entonces necesario, nuevamente, negar que haya un papa.

 

• ¿Y qué responde usted?


— Si el argumento fuera válido, habría que concluir no solo que ya no hay papa, ¡sino que ya no hay Iglesia docente! Esto es lo que decía el Pequeño catecismo:

“En realidad, si se aceptara ese argumento, habría que decir que toda la Iglesia católica desapareció en ese momento, y que las puertas del infierno prevalecieron contra ella. Porque la enseñanza del magisterio ordinario universal es la de todos los obispos, de toda la Iglesia docente. [p. 11]

El argumento del “magisterio ordinario universal” no puede servir para probar el sedevacantismo, pues solo vale si todos los obispos del mundo enseñan lo mismo. Pero si todos los obispos del mundo enseñan un error, no basta con suprimir al papa para eliminar el problema. Hay que concluir que toda la Iglesia docente está en el error, lo cual es imposible; o que ya no existe en absoluto una Iglesia docente, lo cual también es imposible. El argumento del “magisterio ordinario universal” es, por tanto, en cualquier caso, un callejón sin salida.

 

• ¿Y qué responde su contradictor?


— Nada. No dice una sola palabra sobre esta objeción y habla de otra cosa durante veinte páginas. Nos reprocha no haber detallado suficientemente los distintos aspectos del magisterio ordinario universal en las pocas líneas que le dedicamos. Así que él los detalla (a su manera) y repite sin cesar que nos falta honestidad intelectual, que tomamos a nuestros lectores “por ignorantes e imbéciles”, que nos burlamos de ellos, que ocultamos la naturaleza de las cosas, etc. Habría mucho que objetar en esas veinte páginas, pero ¿para qué?, si el autor ni siquiera rozó nuestra objeción.

 

• De todos modos, presenta un segundo argumento: el del “papa hereje”…


— En efecto, propone un segundo argumento. Según él, es muy simple: el papa que cae en la herejía queda inmediatamente destituido de su autoridad, sin advertencia alguna, sin juicio, sin sentencia declaratoria. El problema es que esta cuestión se ha debatido durante varios siglos en la Iglesia, y ¡muy grandes teólogos enseñan todo lo contrario! Todos los representantes de la escuela tomista —Cayetano, Juan de Santo Tomás, Báñez, Billuart, Garrigou-Lagrange, etc.— explican que no se puede abandonar la autoridad papal al libre examen individual de cada uno. Si un papa cayera en la herejía, no perdería realmente su autoridad sino en el momento en que esa herejía fuera públicamente denunciada por otros miembros de la Iglesia docente. Sobre este tema, aportamos 24 páginas de citas de eminentes teólogos (pp. 54-78). ¡Era difícil no verlas! Pero, una vez más, nuestro contradictor no las tiene en cuenta en absoluto. Después de haber anunciado con bombos y platillos que refutaría nuestras “divagaciones”, desarrolla su tesis como si fuera la única existente y concluye denunciando nuestra “obstinación” y nuestro “cisma lefebvrista”. Entre tanto, ni siquiera se dignó exponer nuestro parecer a sus lectores, ¡ni siquiera citar el nombre de uno solo de los teólogos cuyas explicaciones retomamos! ¿Puede llamarse eso una “respuesta”?

 

• De todos modos, se apoya en un eminente canonista (Naz), que afirma que un papa hereje queda inmediatamente depuesto de su autoridad —sin juicio ni declaración—, y que eso es la doctrina común de los teólogos…


— Algunos autores, entre ellos Naz, defienden esa tesis, pero eso no la convierte en “doctrina común”. Naz utiliza esa expresión solo para precisar que “según la doctrina más común”, es “teóricamente posible” que un papa caiga en la herejía. En eso, en efecto, la mayoría de los teólogos están de acuerdo. Las dificultades y los debates vienen después: ¿cómo estar seguros de que el papa es formalmente (es decir, culpablemente) hereje? ¿Y cuándo, exactamente, pierde su autoridad? En otras palabras: ¿puede dejarse a cualquiera el juicio, según su criterio personal, de que el pontífice es hereje y que ha perdido automáticamente su autoridad, sin la menor formalidad jurídica? La mayoría de los teólogos dicen que no, porque ¡eso sería la ruina de toda autoridad! Si una cuestión tan grave como la vacancia de la sede apostólica queda al juicio privado de cada individuo, las consecuencias serán desastrosas: ningún conflicto doctrinal podrá ya resolverse por vía de autoridad, pues los condenados siempre podrán alegar que el papa era hereje y por tanto estaba destituido en el momento en que pronunció su sentencia. La infalibilidad del papa, que Jesús quiso dar como garantía absoluta a su Iglesia, ya no servirá de nada, ya que siempre podrá eludirse con ese argumento de que el papa ya había sido depuesto automáticamente de su cargo por herejía. No quedará autoridad incuestionable y se llegará al libre examen. Esto es lo que, por supuesto, rechazan Cayetano, Juan de Santo Tomás, Báñez, etc.

 

• Todos esos teólogos son dominicos. ¿No estará usted tratando de imponer una tesis propia de su Orden?


— Cuando los Carmelitas de Salamanca y san Alfonso María de Ligorio se unen a los teólogos dominicos en la cuestión del papa hereje, es evidente que no lo hacen porque esa tesis sea dominica, sino porque es razonable y está fundada en la tradición. Es sobre esa base que debe examinarse. La tesis de Cayetano, Juan de Santo Tomás (etc.) fue enseñada públicamente en las más grandes universidades católicas durante siglos, por los más grandes teólogos y bajo la mirada del papa. Entonces se la presentaba como la sentencia “común” o “más común”. Puede, por tanto, aún hoy, mantenerse con toda seguridad de conciencia. Ciertamente puede también discutirse. No se trata de hacer de ella un dogma. Pero nadie puede negar su licitud ni anatematizar a quienes la defienden. Sin embargo, eso es precisamente lo que hacen los sedevacantistas que quieren imponer a toda costa su opinión como un dogma.

 

• Pero en ese caso, ¿la tesis sedevacantista también podría ser lícita?


— El sedevacantismo es, con frecuencia, ante todo un sentimiento. Los papas conciliares hacen sufrir, la crisis en la Iglesia es angustiosa, y la emoción puede perturbar el juicio. Algunos reaccionan como ese niño que de repente descubre que su padre ha cometido un crimen y que solo puede soportar ese choque exclamando bruscamente: “¡Pues no, es demasiado horrible, ese hombre no es mi padre!”. Es una manera de atenuar el dolor, pero en el fondo no soluciona nada. Mientras el sedevacantismo se mantenga en el plano del sentimiento personal o de la opinión privada, no tiene nada de ilícito, dadas las circunstancias presentes. Pero no está demostrado. No es más que una hipótesis entre otras, y no la más probable. Es indebido hacer de ella un dogma y peligroso hacer de ella una bandera. Esperemos pacíficamente que la Iglesia resuelva, algún día, estas cuestiones que nos superan. Y movilicemos mejor nuestras fuerzas para conservar la fe, la esperanza y la caridad.

 


[1]
  — Dominicus, Le Sédévacantisme (folleto que reagrupa diversos estudios sobre el tema, especialmente el le Petit catéchisme du sédévacantisme y la traducción del importante estudio de Juan de Santo Tomás sobre la cuestión del papa herético), Avrillé, Éditions du Sel, 2015, 80 p.

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