Por DOMINICUS
Religioso dominico del convento de La
Haye-aux-Bonshommes (Avrillé).
Entrevista publicada el 21 de febrero de 2018 en el
sitio medias-catholique.info (sitio editado por medias-presse.info),
con estas palabras de introducción:
Dominicus es el autor de un “Pequeño catecismo del
sedevacantismo [1]”, que ha provocado vivos debates al subrayar las debilidades
de esta teoría. Atacado en el último número de un boletín sedevacantista,
responde aquí a nuestras preguntas.
• Primero, Padre —no creo traicionar un secreto al
revelar que usted es uno de los Padres dominicos de Avrillé—, ¿qué es el
“sedevacantismo”?
— Es la teoría, o más bien las diversas teorías (entre sí contradictorias), que
sostienen que hoy la Iglesia está sin papa. La sede del obispo de Roma estaría
vacante desde hace unos cincuenta años, debido a los errores enseñados o
favorecidos por Pablo VI y sus sucesores.
• ¿Y eso le parece insostenible?
— El Concilio Vaticano II abrió una crisis terrible, en la que nuestro primer
objetivo debe ser conservar la fe. Pues bien, el gran medio para conservar la
fe en tiempo de crisis fue enunciado por san Vicente de Lérins ya en el siglo
IV: aferrarse a la Tradición. La doctrina, la moral y los sacramentos
tradicionales no pueden engañarnos. En cambio, desde que se abandona ese
terreno para construir teorías que intentan explicar la crisis, ya no se tiene
la misma seguridad, pues se entra en el ámbito de las opiniones privadas. Este
es el caso del sedevacantismo.
• ¿Pero uno tiene derecho a reflexionar?
— ¡Sobre todo tiene el deber de ser prudente! La crisis actual no tiene
precedentes, y por lo tanto no puede resolverse con dos o tres “copiar y
pegar”. Uno no se convierte en teólogo ni en canonista por arte de magia.
Debemos conservar la fe —aferrándonos a la Tradición y alejándonos de los
innovadores—, pero nadie nos ha encargado instruir el proceso de las
autoridades deficientes. La legítima defensa nos da derecho a protegernos de
prelados peligrosos, pero no nos confiere autoridad para declararlos excluidos
de la Iglesia y depuestos de su poder. Es como en la parábola del farmacéutico,
contada por Mons. Lefebvre: si me doy cuenta de que mi farmacéutico me da
veneno, evidentemente debo rechazarlo. Es una certeza absoluta, porque no tengo
derecho a envenenarme. En cuanto a la responsabilidad exacta del farmacéutico,
no es asunto mío. ¿Es muy distraído? ¿Miope? ¿Incompetente? ¿Fue engañado por
un tercero? ¿Es un estafador sin título real? ¿Un asesino voluntario? ¿Se
volvió loco de repente? Puedo tener mi opinión, pero eso es secundario, porque
no soy su juez. A mi nivel, debo rechazar el veneno y advertir contra el
envenenador, pero no puedo declarar, por mi propia autoridad, que ya no
pertenece al Colegio de Farmacéuticos. Eso no me corresponde. Por desgracia,
muchos sedevacantistas invierten el problema. Quieren a toda costa zanjar una
cuestión que no les incumbe y convertirla en el primer deber de todo católico.
Declaran por su propia autoridad que Pablo VI y Juan Pablo II no eran papas, y
hacen de eso un dogma, lanzando injurias y anatemas contra todos los que dudan
en seguirlos. Es una imprudencia que no resuelve nada y que, sin embargo, causa
mucho desorden.
• Sin embargo, ¿los sedevacantistas no presentan
pruebas?
— No tienen pruebas, sino algunos argumentos, ninguno de los cuales es decisivo. Eso es lo que muestra el Pequeño catecismo del sedevacantismo.
• Justamente: el último número del boletín La
Voix des Francs acusa su Pequeño catecismo de “sofismas” y
“divagaciones”. ¿Qué responde usted?
— ¿Hace falta realmente responder? Este boletín pretende demoler
“magistralmente” (es su término) nuestras “divagaciones” (ese es su título).
Pero cualquiera puede constatar que no enfrenta realmente nuestras objeciones.
¡Pasa de largo sin siquiera parecer verlas! En lugar de exponerlas tal como son
y tratar de responder, las ignora. Disimula llenando páginas enteras de citas
(generalmente fuera de tema), agregando algunos insultos y una serie de gritos
victoriosos, pero nunca aborda francamente nuestra refutación (salvo en
detalles secundarios). Quien sólo lea La Voix des Francs tendrá una idea
muy deformada de nuestras posiciones. ¡Eso no es un verdadero debate!
• Veamos más de cerca. ¿Su contradictor pretende
probar el sedevacantismo con el argumento del “Magisterio ordinario universal”?
— Para “responder” a las pocas líneas que dedicamos a ese tema, redacta más de
veinte páginas y, sin embargo, ¡todavía logra omitir lo esencial de nuestra
objeción! Recordemos que el “magisterio ordinario universal” es la enseñanza
dada por todos los obispos del mundo. Cuando están unánimes sobre un punto de
dogma o de moral, están cubiertos por la infalibilidad, porque el Espíritu Santo
no puede permitir que toda la Iglesia docente se equivoque sobre una verdad de
fe (de lo contrario, las puertas del infierno habrían prevalecido). Siempre
quedará al menos un obispo que defienda la fe. Esta infalibilidad del
magisterio ordinario universal es necesaria para la supervivencia de la
Iglesia. Curiosamente, los sedevacantistas pretenden utilizarla para probar que
ya no hay papa. En realidad, históricamente, su primer argumento era distinto.
Al principio no se interesaron por el magisterio ordinario, sino por el
magisterio extraordinario. Querían clasificar la enseñanza del Vaticano II
dentro del magisterio extraordinario infalible (como las definiciones solemnes
de un concilio dogmático). En consecuencia, decían, no se puede negar la infalibilidad
del Vaticano II sin negar la autoridad del papa que lo aprobó. Pero el
argumento no pudo sostenerse mucho tiempo, porque el mismo Pablo VI declaró que
el Vaticano II —concilio pastoral— no pertenece al magisterio extraordinario
infalible. Para poder declarar que ya no hay papa, había entonces que buscar
otra cosa. Los sedevacantistas se volcaron entonces hacia el magisterio
ordinario universal. Los documentos del Vaticano II —dicen— quizás no tengan la
autoridad de un concilio infalible, pero deberían volverse infalibles por ser
enseñados por todos los obispos del mundo. Para negar esa infalibilidad, sería
entonces necesario, nuevamente, negar que haya un papa.
• ¿Y qué responde usted?
— Si el argumento fuera válido, habría que concluir no solo que ya no hay papa,
¡sino que ya no hay Iglesia docente! Esto es lo que decía el Pequeño
catecismo:
“En realidad, si se aceptara ese argumento, habría
que decir que toda la Iglesia católica desapareció en ese momento, y que las
puertas del infierno prevalecieron contra ella. Porque la enseñanza del
magisterio ordinario universal es la de todos los obispos, de toda la Iglesia
docente. [p. 11]
El argumento del “magisterio ordinario universal”
no puede servir para probar el sedevacantismo, pues solo vale si todos los
obispos del mundo enseñan lo mismo. Pero si todos los obispos del mundo enseñan
un error, no basta con suprimir al papa para eliminar el problema. Hay que
concluir que toda la Iglesia docente está en el error, lo cual es imposible; o
que ya no existe en absoluto una Iglesia docente, lo cual también es imposible.
El argumento del “magisterio ordinario universal” es, por tanto, en cualquier
caso, un callejón sin salida.
• ¿Y qué responde su contradictor?
— Nada. No dice una sola palabra sobre esta objeción y habla de otra cosa
durante veinte páginas. Nos reprocha no haber detallado suficientemente los
distintos aspectos del magisterio ordinario universal en las pocas líneas que
le dedicamos. Así que él los detalla (a su manera) y repite sin cesar que nos
falta honestidad intelectual, que tomamos a nuestros lectores “por ignorantes e
imbéciles”, que nos burlamos de ellos, que ocultamos la naturaleza de las
cosas, etc. Habría mucho que objetar en esas veinte páginas, pero ¿para qué?,
si el autor ni siquiera rozó nuestra objeción.
• De todos modos, presenta un segundo argumento: el
del “papa hereje”…
— En efecto, propone un segundo argumento. Según él, es muy simple: el papa que
cae en la herejía queda inmediatamente destituido de su autoridad, sin
advertencia alguna, sin juicio, sin sentencia declaratoria. El problema es que
esta cuestión se ha debatido durante varios siglos en la Iglesia, y ¡muy
grandes teólogos enseñan todo lo contrario! Todos los representantes de la
escuela tomista —Cayetano, Juan de Santo Tomás, Báñez, Billuart,
Garrigou-Lagrange, etc.— explican que no se puede abandonar la autoridad papal
al libre examen individual de cada uno. Si un papa cayera en la herejía, no
perdería realmente su autoridad sino en el momento en que esa herejía fuera
públicamente denunciada por otros miembros de la Iglesia docente. Sobre este
tema, aportamos 24 páginas de citas de eminentes teólogos (pp. 54-78). ¡Era
difícil no verlas! Pero, una vez más, nuestro contradictor no las tiene en
cuenta en absoluto. Después de haber anunciado con bombos y platillos que
refutaría nuestras “divagaciones”, desarrolla su tesis como si fuera la única
existente y concluye denunciando nuestra “obstinación” y nuestro “cisma
lefebvrista”. Entre tanto, ni siquiera se dignó exponer nuestro parecer a sus
lectores, ¡ni siquiera citar el nombre de uno solo de los teólogos cuyas
explicaciones retomamos! ¿Puede llamarse eso una “respuesta”?
• De todos modos, se apoya en un eminente canonista
(Naz), que afirma que un papa hereje queda inmediatamente depuesto de su
autoridad —sin juicio ni declaración—, y que eso es la doctrina común de los
teólogos…
— Algunos autores, entre ellos Naz, defienden esa tesis, pero eso no la
convierte en “doctrina común”. Naz utiliza esa expresión solo para precisar que
“según la doctrina más común”, es “teóricamente posible” que un papa caiga en
la herejía. En eso, en efecto, la mayoría de los teólogos están de acuerdo. Las
dificultades y los debates vienen después: ¿cómo estar seguros de que el papa
es formalmente (es decir, culpablemente) hereje? ¿Y cuándo, exactamente, pierde
su autoridad? En otras palabras: ¿puede dejarse a cualquiera el juicio, según
su criterio personal, de que el pontífice es hereje y que ha perdido
automáticamente su autoridad, sin la menor formalidad jurídica? La mayoría de
los teólogos dicen que no, porque ¡eso sería la ruina de toda autoridad! Si una
cuestión tan grave como la vacancia de la sede apostólica queda al juicio privado
de cada individuo, las consecuencias serán desastrosas: ningún conflicto
doctrinal podrá ya resolverse por vía de autoridad, pues los condenados siempre
podrán alegar que el papa era hereje y por tanto estaba destituido en el
momento en que pronunció su sentencia. La infalibilidad del papa, que Jesús
quiso dar como garantía absoluta a su Iglesia, ya no servirá de nada, ya que
siempre podrá eludirse con ese argumento de que el papa ya había sido depuesto
automáticamente de su cargo por herejía. No quedará autoridad incuestionable y
se llegará al libre examen. Esto es lo que, por supuesto, rechazan Cayetano,
Juan de Santo Tomás, Báñez, etc.
• Todos esos teólogos son dominicos. ¿No estará
usted tratando de imponer una tesis propia de su Orden?
— Cuando los Carmelitas de Salamanca y san Alfonso María de Ligorio se unen a
los teólogos dominicos en la cuestión del papa hereje, es evidente que no lo
hacen porque esa tesis sea dominica, sino porque es razonable y está fundada en
la tradición. Es sobre esa base que debe examinarse. La tesis de Cayetano, Juan
de Santo Tomás (etc.) fue enseñada públicamente en las más grandes
universidades católicas durante siglos, por los más grandes teólogos y bajo la
mirada del papa. Entonces se la presentaba como la sentencia “común” o “más
común”. Puede, por tanto, aún hoy, mantenerse con toda seguridad de conciencia.
Ciertamente puede también discutirse. No se trata de hacer de ella un dogma.
Pero nadie puede negar su licitud ni anatematizar a quienes la defienden. Sin
embargo, eso es precisamente lo que hacen los sedevacantistas que quieren
imponer a toda costa su opinión como un dogma.
• Pero en ese caso, ¿la tesis sedevacantista
también podría ser lícita?
— El sedevacantismo es, con frecuencia, ante todo un sentimiento. Los papas
conciliares hacen sufrir, la crisis en la Iglesia es angustiosa, y la emoción
puede perturbar el juicio. Algunos reaccionan como ese niño que de repente
descubre que su padre ha cometido un crimen y que solo puede soportar ese
choque exclamando bruscamente: “¡Pues no, es demasiado horrible, ese hombre no
es mi padre!”. Es una manera de atenuar el dolor, pero en el fondo no soluciona
nada. Mientras el sedevacantismo se mantenga en el plano del sentimiento
personal o de la opinión privada, no tiene nada de ilícito, dadas las
circunstancias presentes. Pero no está demostrado. No es más que una hipótesis
entre otras, y no la más probable. Es indebido hacer de ella un dogma y
peligroso hacer de ella una bandera. Esperemos pacíficamente que la Iglesia
resuelva, algún día, estas cuestiones que nos superan. Y movilicemos mejor
nuestras fuerzas para conservar la fe, la esperanza y la caridad.
[1] — Dominicus, Le
Sédévacantisme (folleto que reagrupa diversos estudios sobre
el tema, especialmente el le Petit catéchisme du sédévacantisme y
la traducción del importante estudio de Juan de Santo Tomás sobre la cuestión
del papa herético), Avrillé, Éditions du Sel, 2015, 80 p.