Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

sábado, 5 de julio de 2025

DEL CARDENAL BURKE, LOS CONSERVADORES Y UNA LECCIÓN DE CHESTERTON

  



“No es suficiente decir la verdad, si los errores

no son detectados y refutados”.

 

Concilio de Trento, Introducción a los cánones

sobre la santa Eucaristía.

 

Por P. FLAVIO MATEOS


Ciertamente, el lector católico que nos lee no pensará que es banal, de poca monta, el plantearse una definición acerca de un tema que concierne al centro mismo de nuestra religión: hablamos de la santa Misa. Ni por eso mismo puede pasar indiferente ante el problema de la reforma litúrgica, si es que alguna noción tiene a su respecto. Sin embargo, este asunto pareciera baladí para una gran parte del clero, y la preocupación mayor en su horizonte estaría dada por el deseo ferviente de que haya una “paz litúrgica”. Nada de complicarse la vida con un combate por la verdad, ¿acaso el Vaticano II no hizo del diálogo el nuevo método para resolverlo todo? ¿No son el diálogo y el consenso los elementos democráticos por excelencia? ¿No fueron envainadas las espadas, a fin de favorecer la diplomacia y la “cultura del encuentro” con los “hermanos separados”? “No vine a traer la espada sino la paz”, le han hecho decir a Nuestro Señor, una y otra vez.

Nuestro aviso, nuestro llamado de atención, no tiene nada que ver con el consejo de san Pablo a Tito: “Evita las cuestiones necias, las genealogías y las contiendas y debates sobre la Ley, porque son inútiles y vanas” (Tito III, 9), sino más bien con una dilucidación que atañe a nuestra propia fe y el modo de adorar a Dios, a si ha de continuar renovándose el Santo sacrificio de Nuestro Señor en los altares, o si pretendemos rendir culto a Dios mediante la ofrenda espuria de Caín. Es decir, es el tema de la mayor importancia, puesto que, como decía Mons. Lefebvre, “como el sacrificio de Nuestro Señor está en el corazón de la Iglesia, en el corazón de nuestra salvación y en el corazón de nuestras almas, todo lo que se relaciona con el santo sacrificio de la misa nos toca profundamente a cada uno de nosotros personalmente. Tenemos que participar en este sacrificio para la salvación de nuestras almas”. Así pues, ¿podemos permanecer indiferentes a la Misa?

Hay sacerdotes que, a pesar de su pretendido antiliberalismo, han caído en un “pluralismo” pacifista propio de los liberales, optando por buscar un consenso legalista en un grado de obediencia tal que deja de ser virtuoso para volverse más bien vicioso, evitando de ese modo complicarse la vida con asuntos que podrían poner en entredicho su propia situación dentro del marco estructural de la Iglesia. Tendrán que perdonarnos, pero no podemos aceptar eso. Aunque nos cueste la marginalización, el desprecio, la indiferencia por lo que decimos. No podemos ser tolerantes con el error y no podemos dejar de resistirlo, en la medida que Dios nos asista con su gracia, a fin de evitarle a quien nos escucha, navegar por las aguas cenagosas de la confusión que ponen en riesgo la propia fe. Se nos pide ser “luz del mundo y sal de la tierra”. Aunque eso no nos conceda miles de “likes” en las redes sociales. La verdad no suele ser popular, y por eso termina crucificada. Lo que confirma el aserto de Louis Veuillot: “Las causas que mueren son aquellas por las que no se muere”.

Cuando un sacerdote reputado, popular, mediático, “contrarrevolucionario”, dice que celebra la misa en idioma vernáculo y el rito tridentino, que celebra diariamente ambas, y que jamás ha tenido problema con eso, uno comprende que hay un problema grave en la Iglesia, puesto que si los más rescatables de los curas, los de buenas intenciones, los conservadores que aún conservan cierto sentido de la tradición, tienen una venda sobre los ojos, que les impide ver la contradicción entre la verdad y el error, ¿qué queda para la gran masa arrebañada en el progresismo, el ecumenismo y el sinodalismo papólatra? Evidentemente, se trata de lo que la hermana Lucía llamó una “desorientación diabólica”. Pero, como dice Nuestro Señor, “el que no recoge conmigo, desparrama."(Mat. 12,30). Así algunos primero recogen, y luego desparraman, y lo que escriben con la mano, lo borran con el codo. Emiten declaraciones contrarrevolucionarias, pero terminan realizando acciones revolucionarias. En tanto, el mal avanza. Y muchos confundidos se quedan en paz, y nunca se hacen problema con eso. Porque, aparentemente, no hay problema alguno. ¿Es así?

Viene a cuento todo esto, porque estos mismos sacerdotes birritualistas y anti-belicistas han destacado con honores la propuesta que el cardenal Burke hizo recientemente a León XIV: “Burke ha pedido a León XIV que se ponga fin a la persecución de la Misa en Latín”. El informe que se ofrece nos dice que “en la Conferencia sobre Fe y Cultura organizada en Londres por la Latin Mass Society, el cardenal Raymond Burke ha transmitido su esperanza al Papa León XIV de que el Santo Padre ponga fin a la «persecución desde dentro de la Iglesia» de «aquellos que desean adorar a Dios según el uso más antiguo del rito romano». Y agregó el cardenal: «Ciertamente ya he tenido ocasión de hablarlo con el Santo Padre... tengo la esperanza de que, en cuanto sea posible, retome el estudio de esta cuestión y trate de restablecer la situación tal como quedó después de Summorum Pontificum, e incluso de continuar desarrollando lo que el Papa Benedicto XVI había legislado tan sabia y amorosamente para la Iglesia».

No hay dudas de que en varias ocasiones el cardenal Burke ha pronunciado valientes declaraciones y es uno de los conservadores más destacados del plantel de la Iglesia, no cuestionamos sus intenciones, pero también es cierto que siempre ha moderado mucho sus pasos y sus palabras, de modo de no causar mas que un leve escozor en los modernistas enquistados en lo más alto del Vaticano. Burke se encuentra muy limitado en su tímida postura y jamás pondría en riesgo su status, más allá de alguna que otra actitud que lo colocó en situación incómoda ante la inquina bergogliana, pero que nunca llegó al extremo que pudo sostener un Mons. Vigano. Ninguna de sus críticas lo llevaron, sin embargo, a salirse de su posición birritualista y de sostener –aún ahora- la fracasada “hermenéutica de la continuidad”, cosa a todas luces impracticable y, tal vez en algunos, naif.

Lo cierto es que, ante la pluralidad imposible de Benedicto XVI, Francisco puso las cosas blanco sobre negro: los dos ritos no se alimentan ni enriquecen mutuamente, no son complementarios, ni expresan la misma fe: son simplemente contradictorios. Y, coherentemente, Francisco dejó en claro que la nueva Iglesia, surgida del Vaticano II, debe tener un solo rito: el Novus Ordo ecumenista de Bugnini. De allí que recrudeció la guerra contra los que celebran la misa tradicional. Ahora, cambiado el pontífice, se pide volver a la antigua situación de confusión birritualista. Es decir, a una pluralidad liberal.

“El gran peligro que amenaza hoy a los católicos y a una amplia parte de la jerarquía, es el deseo de conciliar cosas que son inconciliables”, dijo Dietrich von Hildebrand. En esa situación están los conservadores y tradiliberales de la Iglesia oficial. No pueden salir de ese círculo vicioso de contradicción. Por eso el mal, más rápido o más lento, nunca deja de avanzar. Y ellos sólo pugnan por conservar su posición, no en hacer retroceder la posición enemiga resistiendo de frente a sus embates.

Ciertamente, Summorum pontificum -que recuérdese, vino a partir de las negociaciones de Benedicto con la FSSPX- planteó claramente un error, pero, como efecto secundario, colateral, positivo, permitió que muchos fieles y sacerdotes conocieran la verdadera misa católica. Dios sabe sacar bien del mal. Muchos se acercaron entonces a la doctrina tradicional de la Iglesia, y acabaron dejando de celebrar el Novus Ordo. Ahí empezó el problema. ¿Cómo hacer compatible el ecumenismo con los protestantes y demás sectarios, si se mantiene el santo sacrificio de la misa, tan odiado por ellos? Ese obstáculo lo salvó Bergoglio, entre tantas cosas, con el gesto de llevar la estatua de Lutero al Vaticano, y luego con Traditiones custodes. Pero, no olvidemos que ese ecumenismo es política oficial vaticana desde el Concilio y Benedicto fue muy activo en ello. Por lo tanto, lo de la permisión de la Misa tridentina no era un intento de volver atrás, sino una forma muy arriesgada de intentar resolver el hasta hoy insoluble problema que causan los tradicionalistas, debido al gran crecimiento que ha tenido la obra de Monseñor Lefebvre.

Así pues, haga lo que haga el nuevo papa, en el sentido de “dejar de perseguir”, la cuestión no es esa, sino la actitud blanda y apocada de quienes luego de emitir alguna que otra queja ante los estropicios bergoglianos, ahora vuelven a sonreír y respirar tranquilos en sus madrigueras. Lo que ha hecho Burke ante el nuevo Sumo Pontífice no es otra cosa que pedir ser tolerado. O que los birritualistas sean tolerados, a diferencia de lo que viene ocurriendo desde que el último papa les tiró por la cabeza Traditiones custodes. De acuerdo, es muy buena cosa que no se persiga a quienes quieren rezar la Misa tradicional, obviamente. Pero, un obispo católico serio iría más allá, porque su deber es predicar y defender la verdad, y no la verdad a medias. Lo que le pediría al nuevo papa es que empiece a perseguir el Novus Ordo, porque ese es el verdadero problema: no profesa la “lex credendi” de la Iglesia, sino una doctrina heterodoxa, que protestantiza a la Iglesia, a pedir del Nuevo Orden Mundial anticristiano. Porque si hay una cosa muy clara, es que, como Esaú a Jacob, el Novus Ordo nació para perseguir a la Misa tradicional, y no puede dejar de hacerlo. Es decir, sus progenitores y abanderados persiguen la Misa tradicional del mismo modo que el error persigue a la verdad. Y entonces no puede pedirse paz al enemigo, ya que, como decía el cardenal Pie, la paz no es posible más que en la verdad. Y Santo Tomás enseña que es bueno destruir la paz fundada en la mala concordia: Promover la discordia que rompe la concordia causada por la caridad es pecado… Pero provocar la discordia que destruya la mala concordia, es decir, la que se apoya en mala voluntad, es loable. En ese sentido fue laudable la disensión introducida por San Pablo entre quienes estaban concordes en el mal (Hc 23 6-7), ya que el Señor dice de Sí en Mt 10, 34: No he venido a traer paz, sino la espada (II-II c37 a1). Así pues, esa falsa paz entre dos ritos contrarios, que se oponen, es una actitud que termina favoreciendo a la injusticia, porque la verdad es siempre intolerante con el error. 

Sobre la cuestión propia de la nocividad del Novus Ordo ha de verificarse una larga serie de estudios serios, algunos de los cuales se publicarán en este blog. Nadie puede argüir que no hay pruebas al respecto, sino más bien al contrario. Los estudios sobre el Novus Ordo son irrefutables y los frutos de ese árbol están a la vista por todas partes. Solamente el sentimentalismo o un falso argumento de autoridad, también desmentido, pueden esgrimir quienes prefieren eludir esta consideración de suprema importancia, diciendo que “no hay problema” con el Novus Ordo y que el problema son sólo los abusos. (1)

Nosotros no queremos ser “tolerados” o “permitidos”, como cultores excéntricos de un culto antiguo y bello, en un rincón dócil de la Iglesia. No queremos una Iglesia donde se permita el Santo Sacrificio de la Misa, mientras se destruye la fe de los fieles con una Cena o asamblea aprobada por los protestantes. Queremos una Iglesia que no permita el Novus Ordo Missae porque este es nocivo para las almas. Al igual que Monseñor Lefebvre, nos encontramos en estado de cruzada permanente, y optamos por decir junto con Chesterton, lo siguiente:


“Yo no quiero que el crucifijo sea un compromiso ni una concesión a los hermanos más débiles, ni un contrapeso ni un subproducto; quiero que sea un blasón y un orgullo. No quiero que haya dudas de que nos regocijamos en ello como lo haría un ejército de viejos cruzados que defendieran la Cruz contra la Media Luna. Por si alguien quiere saber lo que siento respecto a algo que comento pocas veces y con renuencia, es decir, la relación entre la Iglesia que abandoné [anglicana] y la Iglesia que abracé [católica], la respuesta es tan compacta y concreta como una imagen de piedra: no quiero pertenecer a una religión en la que me permitan tener un crucifijo”. (G. K. Chesterton, Autobiografía).

 

(1)   En efecto, la cuestión no es que los dos ritos sean buenos pero uno sea mejor o más bello que el otro. En absoluto. Frente a innumerables y acreditados exámenes y estudios realizados acerca del Novus Ordo, es decir, contrarios al mismo, los defensores del mismo jamás han aportado ni uno solo que pruebe su bondad –esto es, su catolicidad- intrínseca. A lo sumo suelen presentar para su aplicación y celebración el argumento de autoridad: es el rito que la Iglesia ha aprobado. Pero, como se verá en diversos estudios que hemos de publicar, en el Concilio Vaticano II no se dio magisterio infalible extraordinario, no comprometió su autoridad divina más que en grado ínfimo, y la nueva misa no está impuesta ni enseñada por el magisterio ordinario universal de la Iglesia, sino solamente por el magisterio conciliar (cfr. el artículo sobre el tema en nuestro blog de la fecha más los que hemos de publicar al respecto).

En resumen:

--La nueva misa no fue declarada infalible ni obligatoria. El Novus Ordo Missæ nunca fue realmente impuesto legalmente.

--Contiene elementos ambiguos que favorecen el error.

-- Se aleja de forma impresionante, en conjunto y en detalle, de la teología católica de la santa misa.”

--Es “una misa equívoca, orientada a la destrucción de la misa.”

--Es “la expresión de la revolución litúrgica universal y permanente.”

--Está “construida sobre una definición que ha dejado de ser católica.”

--Está “en profunda ruptura con la Tradición y el magisterio de la Iglesia.”

--Está “impregnada de espíritu protestante.”

--“Lleva en sí un veneno perjudicial para la fe.”

--“Pervierte la fe al disminuirla.”

--No asistir a ella por fidelidad a la Tradición no es cisma ni desobediencia.

--La misa tradicional sigue siendo el tesoro litúrgico de la Iglesia. El único rito romano que profesa la “lex credendi”.


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