Por P. RENÉ MARIE
BERTHOD
·
¿Qué
es la misa?
·
La
doctrina católica definida
·
¿Qué
sucede con la nueva misa?
·
La
nueva misa y la presencia real
·
La
nueva misa y el sacrificio eucarístico
·
La
nueva misa y el papel del sacerdote
Este análisis de la nueva
misa del canónigo Berthod va directo al grano.
El canónigo René Berthod (+26/06/1996), sacerdote de la congregación
de los Canónigos del Gran San Bernardo, tras una larga y brillante carrera como
profesor, fue durante varios años director del seminario de Écône. Eminente y profundo
teólogo, gran conocedor de santo Tomás, aceptó en 1981 redactar una breve
crítica de la nueva misa para la revista del Movimiento de la Juventud Católica
de Francia, Savoir et Servir
(n.º 9).
La
Iglesia de Cristo fue instituida con una doble misión: una misión de fe y una
misión de santificación de los hombres redimidos por la sangre del Salvador.
Debe aportar a los hombres la fe y la gracia: la fe mediante su enseñanza, la
gracia mediante los sacramentos que Cristo Señor le confió.
Su
misión de fe consiste en transmitir a los hombres la Revelación hecha por Dios
al mundo sobre las realidades espirituales y sobrenaturales, y conservarla sin
alteración a través del tiempo y los siglos.
La
Iglesia católica es ante todo la fe que no cambia; es, como dice san Pablo, la
columna de la verdad que atraviesa los siglos, siempre fiel a sí misma y
testigo inflexible de Dios en un mundo en perpetuos cambios y contradicciones.
A lo largo de los siglos, la Iglesia católica enseña y defiende su fe en nombre
de un único criterio: “lo que siempre ha creído y siempre ha enseñado”. Todas
las herejías, con las que la Iglesia se ha visto constantemente confrontada,
han sido juzgadas y repudiadas en nombre de la no conformidad con ese
principio. El principio reflejo primero de la jerarquía de la Iglesia, y
especialmente de la Iglesia romana, ha sido mantener sin cambios la verdad
recibida de los apóstoles y del Señor.
La
doctrina del santo sacrificio de la misa pertenece a ese tesoro de verdad de la
Iglesia. Y si hoy, en ese dominio particular, aparece una especie de ruptura
con el pasado de la Iglesia, semejante novedad debería alertar a toda
conciencia católica, como en los tiempos de las grandes herejías de siglos
pasados, y provocar universalmente una confrontación con la fe de la Iglesia
que no cambia.
¿Qué es la misa?
Sabemos, por supuesto, que la misa antigua no nos fue dada ya completamente
hecha. Conserva lo esencial de las celebraciones hechas por los apóstoles por
orden de Cristo; y nuevas oraciones, alabanzas y precisiones le han sido
añadidas en una lenta elaboración, para explicitar mejor el misterio
eucarístico y preservarlo de las negaciones heréticas.
La
misa se ha elaborado progresivamente, conformándose en torno al núcleo
primitivo legado por los apóstoles, testigos de la institución de Cristo. Como
un estuche que encierra la piedra preciosa o el tesoro confiado a la Iglesia,
“ha sido pensada, ajustada, ornamentada como una música. Lo mejor ha sido
retenido, como en la construcción de una catedral. Ha explicitado con arte lo
que contenía implícito en su misterio. Como el grano de mostaza, ha
desarrollado sus ramas, si se quiere, pero todo estaba ya contenido en el
grano”.
Esta
elaboración o explicitación progresiva quedó esencialmente concluida en tiempos
del papa san Gregorio, en el siglo VI. Sólo algunos complementos secundarios se
le añadirán después. Esta obra de los primeros siglos del cristianismo ha sido
una obra de fe para poner al alcance de la inteligencia humana la institución
de Cristo en su verdad reconocida.
La misa es así la explicación del misterio eucarístico y su celebración.
La doctrina católica definida
Frente a las negaciones de Lutero, el Concilio de Trento recordó la doctrina inmutable de la Iglesia católica y la definió, en lo que concierne al santo sacrificio de la misa, esencialmente en los tres siguientes puntos doctrinales:
1.
En la Eucaristía,
la presencia de Cristo es real.
2.
La
misa es un verdadero sacrificio, es en sustancia el sacrificio de la cruz
renovado, verdadero sacrificio propiciatorio o expiatorio para la remisión de
los pecados, y no sólo sacrificio de alabanzas o de acción de gracias.
3.
El
papel del sacerdote en la ofrenda del santo sacrificio es esencial y exclusivo:
el sacerdote, y sólo él, ha recibido por el sacramento del Orden el poder de
consagrar el cuerpo y la sangre de Cristo.
La
misa antigua milenaria, latina y romana, expresa con toda claridad toda la
densidad de esta doctrina, sin omitir nada del misterio.
¿Qué sucede con la nueva misa?
Se
sabe que la nueva misa fue impuesta al mundo católico por necesidades del
ecumenismo: la misa antigua, en efecto, seguía siendo el obstáculo mayor para
reconstruir la unidad con los reformados del siglo XVI. Precisamente afirmaba,
sin escapatoria posible, la fe católica que los protestantes niegan, y lo hacía
sobre los tres puntos doctrinales esenciales, a saber:
1.
la
realidad de la presencia real,
2.
la
realidad del sacrificio,
3.
la
realidad del poder sacerdotal.
La
nueva misa simplemente va a silenciar esta fe católica. Y el nuevo rito introducido,
que se ha vuelto indiferente al dogma, podrá adaptarse a una fe puramente
protestante, e incluso servir de punto de encuentro para el mundo de la unidad
ecuménica, en una misma celebración donde los dogmas cuestionados habrán sido
prudentemente velados y donde sólo se han conservado los gestos, expresiones y
actitudes susceptibles de ser interpretadas según la fe de cada uno.
¿Podrán
negarse los hechos evidentes?
Las transformaciones aportadas por la nueva
misa inciden precisamente en los puntos doctrinales que Lutero puso en cuestión.
La nueva misa y la presencia real
En
la nueva misa, la presencia real ya no desempeña el papel central que subrayaba
la antigua liturgia eucarística.
Toda
referencia, incluso indirecta, a la presencia real ha sido eliminada.
Se constata con estupor que los gestos y signos mediante los cuales se
expresaba espontáneamente la fe en la presencia real han sido o bien abolidos o
gravemente alterados.
Así,
las genuflexiones —signos sumamente expresivos de la fe católica— han sido
suprimidas como tales. Y si la genuflexión después de la elevación ha sido, por
excepción, conservada, lamentablemente se constata que ha perdido su sentido
preciso de adoración a la presencia real.
En
la misa antigua, después de las palabras de la consagración, el sacerdote hace
inmediatamente una primera genuflexión, que significa —sin equívoco posible—
que Cristo está allí, realmente presente sobre el altar, y esto por las mismas
palabras consagratorias del sacerdote. Luego hace una segunda genuflexión
después de la elevación: esta genuflexión tiene el mismo sentido que la primera
y añade énfasis.
En
la nueva misa, la primera genuflexión ha sido suprimida. Se ha conservado, en
cambio, la segunda genuflexión. Y aquí está el engaño para los espíritus poco
advertidos de las sutilezas del modernismo: esta segunda genuflexión, en
efecto, aislada de la primera, puede ahora recibir una interpretación
protestante. Si la fe protestante no admite la presencia real física de Cristo
en la Eucaristía, reconoce sin embargo una cierta presencia espiritual del
Señor debida a la fe de los creyentes. Así, en la nueva misa, el celebrante no
adora en primer lugar la hostia que acaba de consagrar, sino que la eleva y la
presenta a la asamblea de los fieles; la asamblea ejerce su fe en Cristo y esta
fe hace espiritualmente presente a Cristo, y se arrodillan y adoran, pudiéndose
hacerlo incluso en el sentido meramente protestante de una presencia puramente
espiritual.
El rito exterior puede entonces acomodarse
a una fe exclusivamente subjetiva, e incluso con la negación del dogma católico
de la presencia real.
La genuflexión conservada después de la
elevación de la hostia y del cáliz se ha vuelto efectivamente susceptible de
una interpretación protestante. Ha adquirido un sentido adaptable a la fe de
cada uno y, por tanto, un sentido equívoco. Pero tal rito ya no es expresión
clara de la fe católica.
Otras
alteraciones del antiguo rito —aunque sean menos graves que las que afectan al
corazón mismo de la misa— van sin embargo todas en el sentido de una
disminución del respeto debido a la santa Presencia. En este orden, deben
mencionarse las siguientes supresiones que, tomadas aisladamente pueden parecer
menores, pero que, consideradas en conjunto, no dejan de revelar el espíritu
que prevaleció en las reformas. Han sido suprimidas:
· la purificación de los dedos del sacerdote
sobre el cáliz y dentro del cáliz,
· la obligación para el sacerdote de mantener
unidos los dedos que han tocado la hostia después de la consagración, para evitar
todo contacto profano,
· el uso de la palia para proteger el cáliz,
· el dorado obligatorio de la parte interna
de los vasos sagrados,
· la consagración del altar, si este es fijo,
· la piedra sagrada y las reliquias
dispuestas en el altar, si este es móvil,
· los manteles del altar, cuyo número ha sido
reducido de tres a uno,
· las prescripciones relativas al caso de una
hostia consagrada que ha caído al suelo.
A
estas supresiones, que todas representan una disminución en la expresión del
respeto debido a la Presencia real, hay que añadir actitudes que van en el
mismo sentido y que prácticamente se imponen a los fieles:
· comunión de pie y frecuentemente en la
mano,
· acción de gracias que —por muy breve
tiempo— se invita a hacer sentado,
· permanencia de pie después de la
consagración.
Todas
estas alteraciones, agravadas aún por el alejamiento del sagrario, muchas veces
relegado a un rincón del presbiterio, convergen en la misma dirección: un
retroceso del dogma de la Presencia real.
Estas
observaciones son válidas para el conjunto del Novus Ordo Missæ,
cualquiera que sea el canon elegido, e incluso si la nueva misa se celebra con
el canon romano.
La nueva misa y el sacrificio
eucarístico
Además
del dogma de la Presencia real, el Concilio de Trento definió la realidad del
sacrificio de la misa, que es la renovación del sacrificio del Calvario y nos
aplica sus frutos de salvación para la remisión de los pecados y nuestra
reconciliación con Dios.
La
misa es, por tanto, un sacrificio. También es una comunión, pero una comunión
al sacrificio previamente celebrado: un banquete donde se come la víctima
inmolada del sacrificio. La misa es, entonces, en primer lugar un sacrificio, y
en segundo lugar una comunión o banquete.
Ahora
bien, toda la estructura de la nueva
misa acentúa el aspecto de banquete de la celebración en detrimento del
sacrificio. Esto también, y de forma más grave aún, va en el sentido de la
herejía protestante.
Ya
la sustitución del altar del sacrificio por una mesa orientada hacia el pueblo
manifiesta toda una orientación. Porque si la misa es un banquete, es conforme
a los usos reunirse en torno a una mesa, y no hace falta un altar dispuesto
ante la cruz del Calvario.
Además,
la liturgia de la Palabra (que también se ha convenido en llamar “mesa de la
Palabra”) ha sido desarrollada hasta tal punto que ocupa la mayor parte del
espacio temporal de la nueva celebración, disminuyendo con ello la atención
debida al misterio eucarístico y a su sacrificio.
Esencialmente, debe señalarse la supresión
del ofertorio de la víctima del sacrificio y su sustitución por la “ofrenda de
los dones”. Esta sustitución se vuelve propiamente grotesca y cae en la
caricatura, porque ¿qué significa esta ofrenda de migajas de pan y gotas de
vino, fruto de la tierra y del trabajo de los hombres, que se osa presentar al
Dios soberano?
Los paganos, ciertamente, hacían algo
mejor: ofrecían a la divinidad no migajas, sino algo más sustancial, un toro o
algún otro animal cuya inmolación constituía un verdadero sacrificio. Lutero se
había rebelado de manera muy violenta contra la presencia del ofertorio del
sacrificio en la misa católica. No se había equivocado en su perspectiva
negadora: la sola presencia de la ofrenda de la víctima es la afirmación
innegable de que se trata verdaderamente de un sacrificio, y de un sacrificio
expiatorio para la remisión de los pecados.
El
ofertorio de la misa católica, por tanto, era un obstáculo para el ecumenismo.
No se ha temido caricaturizarlo y, aquí nuevamente, violentar la fe católica.
El antiguo ofertorio precisaba la oblación del mismo sacrificio de Cristo:
· «Recibe, Padre santo, esta hostia
inmaculada…» (hanc immaculatam
hostiam).
· «Te ofrecemos, Señor, el cáliz de la
salvación…» (calicem salutaris).
No
eran el pan ni el vino los que se ofrecían a Dios, sino ya la hostia
inmaculada, el cáliz de la salvación, en la perspectiva de la próxima
consagración.
Algunos
liturgistas, demasiado preocupados por la letra del rito, pretendieron que allí
había una anticipación. Y estaban muy equivocados. La intención de la Iglesia,
expresada por el sacerdote, es efectivamente la de ofrecer la misma víctima del
sacrificio (y no en absoluto el pan y el vino). En el sacrificio de la misa,
todo se realiza en el momento preciso de la consagración, cuando el sacerdote
actúa in persona Christi
y cuando el pan y el vino son transustanciados en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo. Pero como no se puede decir todo al mismo tiempo sobre las riquezas
espirituales del misterio eucarístico, la liturgia de la misa comienza su
exposición ya desde el ofertorio. Se trata, pues, no de una anticipación, sino
de una perspectiva.
En
la nueva misa, el ofertorio de la víctima del sacrificio ha sido suprimido, así
como los signos de la cruz sobre las ofrendas, que eran una referencia
constante a la cruz del Calvario.
Así,
de manera convergente, la realidad primera de la misa, renovación del
sacrificio del Calvario, queda desdibujada en sus expresiones concretas.
Incluso hasta el centro mismo de la celebración. Las propias palabras de la
consagración, en el rito innovador, son pronunciadas por el sacerdote con un
tono narrativo, como si se tratase del relato de un acontecimiento pasado, y ya
no con el tono imperativo de una consagración realizada en el presente y
pronunciada en nombre de aquel en cuya persona actúa el sacerdote.
Y
esto es muy grave.
¿Cuál podrá ser, en esta nueva perspectiva,
la intención del sacerdote celebrante? — intención que, según recuerda el
Concilio de Trento, es una de las condiciones de validez de la celebración.
Esta intención ya no está significada por el ceremonial del rito. El
sacerdote celebrante puede, sin duda, suplirla con su voluntad personal y la
misa podrá entonces ser válida. Pero ¿qué decir de los sacerdotes innovadores,
ante todo preocupados por romper con la Tradición antigua? Entonces la duda se
vuelve legítima. Y ya nada distinguirá aparentemente a la nueva misa, en su
estructura general, de la cena protestante.
Se
dice que se ha conservado el Canon romano. En la forma inicial del nuevo rito,
se ofrece a elección del celebrante, junto a otras tres plegarias eucarísticas.
¿Qué
significa esa elección?
El Canon romano conservado ya no
es el antiguo canon.
De hecho, ha sido mutilado de diversas formas:
Ha
sido mutilado en el acto mismo de la consagración, como acabamos de ver; ha
sido mutilado por la supresión de los signos de la cruz repetidos; ha sido
mutilado por la supresión de las genuflexiones, expresión de la fe en la
Presencia real; ya no está prefigurado por el ofertorio del sacrificio.
En
las versiones vernáculas oficiales, que son prácticamente las únicas
utilizadas, ha sido traducido de forma tendenciosa, eludiendo la precisión en
la expresión de la fe católica.
Además,
ha perdido su carácter propio de “canon”, es decir, de oración fija, inmutable,
como la misma roca de la fe. Se ha vuelto intercambiable. Puede ser sustituido,
según cada preocupación o creencia, por otra plegaria eucarística. Y esta es,
evidentemente, la astucia suprema del ecumenismo innovador.
Oficialmente,
se ofrecen tres nuevas fórmulas sustitutivas a elección del celebrante. Pero,
de hecho, la puerta está abierta a todas las innovaciones, y ha llegado a ser
imposible hacer un inventario de todas las plegarias eucarísticas introducidas
y practicadas en las distintas diócesis.
No
nos detendremos en esas liturgias “salvajes”, en absoluto oficiales, pero que
no obstante han florecido al mismo viento de las reformas o, más bien, de la
revolución total. Nos limitaremos, para un breve análisis, a las nuevas
plegarias eucarísticas introducidas en número de tres con la nueva misa.
La
segunda plegaria, presentada como el canon de san Hipólito, supuestamente más
antiguo que el canon romano, es en realidad el canon del antipapa Hipólito en
tiempos de su rebelión, antes de su martirio, que le valió el retorno a la
unidad de la Iglesia. Este canon probablemente nunca fue usado en la Iglesia
pontificia de Roma y nos ha llegado sólo en algunas reminiscencias verbales
referidas en la recopilación de Hipólito. No fue en absoluto asumido por la
Tradición de la Iglesia.
En
este canon extremadamente breve, que no contiene —más allá del relato de la
Última Cena— sino unas pocas oraciones de santificación de las ofrendas, de
acción de gracias y de salvación eterna, no se hace ninguna mención del
sacrificio.
En
la tercera plegaria eucarística se menciona el sacrificio, pero explícitamente
en el sentido de un sacrificio de acción de gracias y de alabanza. No se hace
ninguna referencia al sacrificio expiatorio renovado en la realidad sacramental
presente, que nos obtiene la remisión de los pecados.
La
cuarta plegaria hace un repaso histórico de los beneficios de la redención
obrada por Cristo. Pero, también aquí, el sacrificio propiciatorio —actualmente
renovado— no está en modo alguno explicitado.
Así,
en los tres nuevos textos propuestos, la doctrina católica sobre el santo
sacrificio de la misa, doctrina definida por el Concilio de Trento, queda de
hecho en la sombra; y, al no ser afirmada en el mismo acto de la celebración de
la misa, resulta de hecho abandonada y, por omisión, negada.
La nueva misa y el papel del
sacerdote
El
papel exclusivo del sacerdote como instrumento de Cristo en la ofrenda del
sacrificio es un tercer punto de doctrina católica definido por el Concilio de
Trento. Este papel del sacerdote en la ofrenda del sacrificio desaparece en las
nuevas celebraciones, junto con el mismo sacrificio. El sacerdote aparece como
el presidente de la asamblea.
Los
laicos invaden el santuario y se atribuyen funciones clericales: lecturas,
distribución de la comunión, e incluso a veces la predicación.
Que
nadie se deje engañar por ciertas denominaciones antiguas que aún se mantienen,
pero que ahora pueden cubrir un sentido distinto. Así, como ya se ha señalado, la palabra ofertorio se mantiene, pero ya no tiene el sentido
de la oblación de la víctima del sacrificio; de la misma manera, la palabra sacrificio se conserva aquí y
allá, pero ya no necesariamente en el sentido del sacrificio renovado del
Salvador. Puede significar simplemente acción de gracias o alabanza, según la
fe del creyente.
En
conclusión de este breve análisis de los nuevos ritos, no podemos sino constatar
—a la luz de los hechos— que la nueva misa ha sido concebida y elaborada
enteramente en sentido ecuménico, adaptable a las diferentes creencias de las
distintas iglesias.
Esto
es lo que los protestantes de Taizé reconocieron de inmediato, declarando
teológicamente posible que comunidades protestantes pudieran celebrar la Santa
Cena con las mismas oraciones que la Iglesia católica. En la Iglesia
protestante de Alsacia se pronunció en el mismo sentido: «Ya nada en la misa
ahora renovada puede incomodar verdaderamente al cristiano evangélico». Y en
una gran revista protestante se pudo leer: «Las nuevas plegarias eucarísticas
católicas han abandonado la falsa perspectiva (?) de un sacrificio ofrecido a
Dios».
Ya
la presencia de seis teólogos protestantes, debidamente habilitados para
participar en la elaboración de los nuevos textos, fue una presencia
significativa.
Esa
misa ecuménica ya no es, por tanto, expresión de la fe católica.
En su súplica al papa Pablo VI, los cardenales Ottaviani y Bacci no temieron
hacer la siguiente observación, cuya contundencia nadie ha podido rebatir hasta
hoy:
«El
nuevo Ordo
Missæ se
aleja de manera impresionante, en su conjunto como en sus detalles, de la
teología católica de la santa misa».
Revista
Le Sel de la terre,
n.º 21, verano de 1997.