Por JUAN VAZQUEZ DE MELLA
Señores:
no puede existir una sociedad sin un orden de principios morales y jurídicos
inmutable e inviolable que sirva de frontera a la libertad humana, individual o
colectiva. La inviolabilidad de los principios o de las instituciones que los
representan tiene que estar en alguna parte; porque si todo es variable y
violable, no existe más que el imperio de la fuerza, y el derecho es un
proscripto. Y una sociedad que no esté unida por el derecho será una
congregación de fieras, pero no será una sociedad de personas. Mas una
inviolabilidad cuyo fundamento sea variable es contradictoria, porque depende
del cambio; y lo que es hoy inviolable no lo será mañana, y entonces no habrá
nada que deba ser perpetuamente inviolable, porque habrá inviolabilidades
opuestas. Pero una doctrina inmutable e inviolable, para no ser una abstracción
debe estar bajo la custodia de una autoridad de su misma naturaleza; porque si
fuera contraria, la destruiría. Y como todas las autoridades humanas cambian y
pasan, es necesaria una autoridad divina que exista como directora suprema
entre los hombres. Esa autoridad, para ser divina y no confundirse con las
autoridades humanas, y para ser proporcionada a la naturaleza de la doctrina
encomendada a su guarda, tiene que ser perpetua y no contradecirse nunca. De
todas las autoridades religiosas que se han conocido en el mundo, sólo la de la
Iglesia católica subsiste hace cerca de dos mil años sin haber incurrido en una
contradicción, viviendo en una lucha doctrinal perpetua, y es, además, la única
que sube por el pueblo escogido, y mediante una estirpe de profetas y
patriarcas, hasta el umbral de la Historia. Luego, sólo ella es divina, y
tiene, por lo tanto, el derecho de dirigir en ese orden supremo a las
autoridades humanas.
El
Estado, que es lo primero en la esfera política, está subordinado a ese orden
religioso, moral y jurídico supremo, y su potestad está limitada por esa
soberanía, que es superior a la suya. De donde se deduce que no tiene por sí
mismo derechos, como no se le concedan circunstancialmente por la potestad
superior, más que como medios de cumplir los deberes religiosos que le obligan
lo mismo que a las demás personas. Y esta conclusión implica esta otra: que es
falso el cesarismo radical o atenuado que afirma lo contrario.
Lo que
supone a su vez que es anticristiano el absolutismo que, sea cualquiera la
forma de gobierno en que se manifieste, no reconoce en realidad más límites al
poder del Estado que los que él mismo se traza. Luego, es falsa toda soberanía
única y absoluta, ya radique en el César individual o en el César colectivo,
que no reconozca sobre ella y por encima de sus decretos y de sus votos la
soberanía del orden religioso, moral y jurídico supremo. Y como la relación de
dependencia respecto a ese orden abarca por tal aspecto a todas las personas
individuales o sociales, el Estado, que está ligado con igual vínculo, tiene
que reconocerlo y respetarlo en los demás con el derecho de conformarse con él,
so pena de romper el suyo, que es el mismo lazo repetido en las otras
entidades, según la naturaleza de cada una. Y como no se puede reconocer esa
relación de dependencia a un orden que impera de igual manera sobre el Estado
que sobre las otras personas sin reconocer los deberes y los derechos que
implica, y no se pueden reconocer esos deberes y derechos sin afirmar la
personalidad y la relativa independencia de los sujetos en que radica con
respecto al poder civil, resulta que sólo el orden religioso, moral y jurídico
que la Iglesia mantiene, y mirado por un solo aspecto, incluye la afirmación de
una jerarquía de personas —como el individuo, la familia, que se puede
prolongar en Escuela, Universidad, Gremio y congregarse en municipios,
comarcas, regiones y nación— que tienen, frente al Estado, una escala
ascendente de derechos, sólo teniendo en cuenta los religiosos y los que de
ellos suponen, que son otros tantos límites a los desbordamientos de su
soberanía.
De manera
que la Iglesia, con su existencia como sociedad organizada e independiente, es
ya en este concepto un límite frente al poder del Estado; y por el orden
doctrinal que mantiene y aplica, es otro límite jurídico, superior a su
soberanía; y por la relación de las personas individuales y colectivas con ese
orden y los derechos y deberes que él establece, fija otro límite, el de la
jerarquía social, como nuevo baluarte para sitiar la tiranía. No se puede negar
uno solo de esos límites sin concluir por negar los tres, porque no son más que
la aplicación de un mismo principio. Y no se puede afirmar uno con lógica sin
afirmar los tres.
Pues
bien, señores, el liberalismo los ha negado todos, porque niega el principio de
que son consecuencias. El liberalismo
radical y lógico —del cual son derivaciones hábilmente atenuadas, según las
fuerzas sociales contrarias, todos los demás— consiste esencialmente en la
negación de un orden religioso, moral y jurídico superior y obligatorio como
límite de la libertad humana, empezando por la del individuo y acabando por la
del Estado.
Y como
niega, o prescinde de ese orden, no reconoce su soberanía sobre el orden civil,
y por eso el poder civil no quiere reconocer los deberes y derechos que
engendra en las demás personas sociales. Y de aquí que las leyes en que penetra
no sean más que un estado de sublevación permanente contra la Iglesia que
empiece por emanciparse de su potestad y, después, de su doctrina, y siga
negando en toda la jerarquía de las personas sociales los deberes y derechos
religiosos que él quebrantó, y que acabe negando los derechos naturales
también, para que no sean medios de recuperar los demás derechos perdidos. Así,
señores, un absolutismo esencial sistemático, una verdadera Estadolatría,
consecuencia inmediata de la Ateocracia, es la nota fundamental del Estado
moderno. ¿Y vamos a transigir, en nombre de los intereses de la Iglesia, con el
que vive de la tiranía que ejerce sobre sus derechos, que son los de nuestras
conciencias cristianas? Jamás. Toda transacción en esta materia
es una resta moral que hacemos de nuestro derecho y una suma con que aumentamos
su despotismo para que lo merme más.
Por eso hay que combatir el liberalismo como
una doctrina que en cualquiera de sus escuelas, radical o doctrinaria,
individualista u orgánica, socialista o anarquista, implica, en la medida en
que sostenga la negación del orden religioso obligatorio y la proporción en que
ceda a los hechos opuestos a su principio, el Ateísmo jurídico, que es, en último análisis y extremadas
lógicamente las conclusiones, lo que, mirado por el aspecto religioso,
constituye su esencia. Pero no basta anatematizar el principio y rechazarlo
como un error abstracto si después se le acepta cobarde e hipócritamente en la
práctica como un hecho; porque semejante procedimiento, trasladado del orden
político, que es parte del orden moral, a todos los actos humanos que éste
comprende, ya que no hay razón alguna para que estén regidos por leyes
opuestas, equivaldría a expulsar el deber de la vida en beneficio de toda
violación radical y constante.
Se parte
del hecho como de una realidad con la que hay que contar, pero no para darle
fuerza, aceptándola aunque sea con las cómodas y sabidas reservas mentales,
sino como de una tiranía que sólo es lícito soportar mientras se trabaja por
exterminarla, como de un error que hay que desarraigar, como de una pérdida del
territorio que es preciso reconquistar a viva fuerza; y para eso, señores, la primera condición es no transigir, no suspender ni por un instante el litigio, ni darlo
por resuelto ni provisionalmente siquiera, porque eso sería el error de la
táctica novísima del retroceso perpetuo y del fraude piadoso, empezar una
campaña auxiliando al enemigo y partiendo de una derrota voluntaria; pues, como
se ha dicho elocuentemente, la resignación
de los vencidos es el complemento de la victoria, lo que quiere decir que
no existe verdadero triunfo en los vencedores mientras no se lo otorga la
resignación de los vencidos.
Juan Vázquez de Mella
Discurso pronunciado en el Teatro de Santiago,
el 29 de julio de 1902. Obras Completas, t. V, p. 162.