Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

martes, 29 de julio de 2025

REFUTACIÓN SINTÉTICA DEL LIBERALISMO

 


Por JUAN VAZQUEZ DE MELLA

 

Señores: no puede existir una sociedad sin un orden de principios morales y jurídicos inmutable e inviolable que sirva de frontera a la libertad humana, individual o colectiva. La inviolabilidad de los principios o de las instituciones que los representan tiene que estar en alguna parte; porque si todo es variable y violable, no existe más que el imperio de la fuerza, y el derecho es un proscripto. Y una sociedad que no esté unida por el derecho será una congregación de fieras, pero no será una sociedad de personas. Mas una inviolabilidad cuyo fundamento sea variable es contradictoria, porque depende del cambio; y lo que es hoy inviolable no lo será mañana, y entonces no habrá nada que deba ser perpetuamente inviolable, porque habrá inviolabilidades opuestas. Pero una doctrina inmutable e inviolable, para no ser una abstracción debe estar bajo la custodia de una autoridad de su misma naturaleza; porque si fuera contraria, la destruiría. Y como todas las autoridades humanas cambian y pasan, es necesaria una autoridad divina que exista como directora suprema entre los hombres. Esa autoridad, para ser divina y no confundirse con las autoridades humanas, y para ser proporcionada a la naturaleza de la doctrina encomendada a su guarda, tiene que ser perpetua y no contradecirse nunca. De todas las autoridades religiosas que se han conocido en el mundo, sólo la de la Iglesia católica subsiste hace cerca de dos mil años sin haber incurrido en una contradicción, viviendo en una lucha doctrinal perpetua, y es, además, la única que sube por el pueblo escogido, y mediante una estirpe de profetas y patriarcas, hasta el umbral de la Historia. Luego, sólo ella es divina, y tiene, por lo tanto, el derecho de dirigir en ese orden supremo a las autoridades humanas.

El Estado, que es lo primero en la esfera política, está subordinado a ese orden religioso, moral y jurídico supremo, y su potestad está limitada por esa soberanía, que es superior a la suya. De donde se deduce que no tiene por sí mismo derechos, como no se le concedan circunstancialmente por la potestad superior, más que como medios de cumplir los deberes religiosos que le obligan lo mismo que a las demás personas. Y esta conclusión implica esta otra: que es falso el cesarismo radical o atenuado que afirma lo contrario.

Lo que supone a su vez que es anticristiano el absolutismo que, sea cualquiera la forma de gobierno en que se manifieste, no reconoce en realidad más límites al poder del Estado que los que él mismo se traza. Luego, es falsa toda soberanía única y absoluta, ya radique en el César individual o en el César colectivo, que no reconozca sobre ella y por encima de sus decretos y de sus votos la soberanía del orden religioso, moral y jurídico supremo. Y como la relación de dependencia respecto a ese orden abarca por tal aspecto a todas las personas individuales o sociales, el Estado, que está ligado con igual vínculo, tiene que reconocerlo y respetarlo en los demás con el derecho de conformarse con él, so pena de romper el suyo, que es el mismo lazo repetido en las otras entidades, según la naturaleza de cada una. Y como no se puede reconocer esa relación de dependencia a un orden que impera de igual manera sobre el Estado que sobre las otras personas sin reconocer los deberes y los derechos que implica, y no se pueden reconocer esos deberes y derechos sin afirmar la personalidad y la relativa independencia de los sujetos en que radica con respecto al poder civil, resulta que sólo el orden religioso, moral y jurídico que la Iglesia mantiene, y mirado por un solo aspecto, incluye la afirmación de una jerarquía de personas —como el individuo, la familia, que se puede prolongar en Escuela, Universidad, Gremio y congregarse en municipios, comarcas, regiones y nación— que tienen, frente al Estado, una escala ascendente de derechos, sólo teniendo en cuenta los religiosos y los que de ellos suponen, que son otros tantos límites a los desbordamientos de su soberanía.

De manera que la Iglesia, con su existencia como sociedad organizada e independiente, es ya en este concepto un límite frente al poder del Estado; y por el orden doctrinal que mantiene y aplica, es otro límite jurídico, superior a su soberanía; y por la relación de las personas individuales y colectivas con ese orden y los derechos y deberes que él establece, fija otro límite, el de la jerarquía social, como nuevo baluarte para sitiar la tiranía. No se puede negar uno solo de esos límites sin concluir por negar los tres, porque no son más que la aplicación de un mismo principio. Y no se puede afirmar uno con lógica sin afirmar los tres.

Pues bien, señores, el liberalismo los ha negado todos, porque niega el principio de que son consecuencias. El liberalismo radical y lógico —del cual son derivaciones hábilmente atenuadas, según las fuerzas sociales contrarias, todos los demás— consiste esencialmente en la negación de un orden religioso, moral y jurídico superior y obligatorio como límite de la libertad humana, empezando por la del individuo y acabando por la del Estado.

Y como niega, o prescinde de ese orden, no reconoce su soberanía sobre el orden civil, y por eso el poder civil no quiere reconocer los deberes y derechos que engendra en las demás personas sociales. Y de aquí que las leyes en que penetra no sean más que un estado de sublevación permanente contra la Iglesia que empiece por emanciparse de su potestad y, después, de su doctrina, y siga negando en toda la jerarquía de las personas sociales los deberes y derechos religiosos que él quebrantó, y que acabe negando los derechos naturales también, para que no sean medios de recuperar los demás derechos perdidos. Así, señores, un absolutismo esencial sistemático, una verdadera Estadolatría, consecuencia inmediata de la Ateocracia, es la nota fundamental del Estado moderno. ¿Y vamos a transigir, en nombre de los intereses de la Iglesia, con el que vive de la tiranía que ejerce sobre sus derechos, que son los de nuestras conciencias cristianas?  Jamás. Toda transacción en esta materia es una resta moral que hacemos de nuestro derecho y una suma con que aumentamos su despotismo para que lo merme más.

Por eso hay que combatir el liberalismo como una doctrina que en cualquiera de sus escuelas, radical o doctrinaria, individualista u orgánica, socialista o anarquista, implica, en la medida en que sostenga la negación del orden religioso obligatorio y la proporción en que ceda a los hechos opuestos a su principio, el Ateísmo jurídico, que es, en último análisis y extremadas lógicamente las conclusiones, lo que, mirado por el aspecto religioso, constituye su esencia. Pero no basta anatematizar el principio y rechazarlo como un error abstracto si después se le acepta cobarde e hipócritamente en la práctica como un hecho; porque semejante procedimiento, trasladado del orden político, que es parte del orden moral, a todos los actos humanos que éste comprende, ya que no hay razón alguna para que estén regidos por leyes opuestas, equivaldría a expulsar el deber de la vida en beneficio de toda violación radical y constante.

Se parte del hecho como de una realidad con la que hay que contar, pero no para darle fuerza, aceptándola aunque sea con las cómodas y sabidas reservas mentales, sino como de una tiranía que sólo es lícito soportar mientras se trabaja por exterminarla, como de un error que hay que desarraigar, como de una pérdida del territorio que es preciso reconquistar a viva fuerza; y para eso, señores, la primera condición es no transigir, no suspender ni por un instante el litigio, ni darlo por resuelto ni provisionalmente siquiera, porque eso sería el error de la táctica novísima del retroceso perpetuo y del fraude piadoso, empezar una campaña auxiliando al enemigo y partiendo de una derrota voluntaria; pues, como se ha dicho elocuentemente, la resignación de los vencidos es el complemento de la victoria, lo que quiere decir que no existe verdadero triunfo en los vencedores mientras no se lo otorga la resignación de los vencidos.

 

Juan Vázquez de Mella
Discurso pronunciado en el Teatro de Santiago,
el 29 de julio de 1902. Obras Completas, t. V, p. 162.

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