Homilía
en la fiesta de San Carlos Borromeo.
Una vez que el fundamento es destruido, todo lo
que fue construido sobre él se derrumba y cae en ruinas.
En las
últimas semanas, los acontecimientos que afectan al cuerpo eclesial nos han
llenado de gran dolor, porque aquello que temíamos desde los primeros discursos
de León se ha materializado muy por encima de nuestras peores expectativas.
Hemos sido testigos de la “peregrinación jubilar” a la Basílica de San Pedro de
activistas LGBTQ, promovida por su capellán, el jesuita James Martin, y
celebrada por el vicepresidente de la Conferencia Episcopal Italiana, Francesco
Savino. Hemos visto a Prevost bendecir un bloque de hielo y predicar la
conversión ecológica para ratificar y hacer propaganda de la fantasmagórica
emergencia climática. Hemos visto al jefe de la Iglesia de Inglaterra recibido
en el Vaticano con todos los honores —y con su “esposa” concubinaria— para dar
nuevo impulso al compromiso con los objetivos sostenibles de la agenda
globalista. Durante esa visita, la Capilla Sixtina y la Basílica de San Pablo
Extramuros fueron profanadas mediante la communicatio in sacris con
pseudo-ministros de una secta cismática y herética, carente de Sucesión
Apostólica. Hemos sido testigos de la Misa Pontifical Tridentina de Summorum
Pontificum, con los cardenales Zuppi y Burke aclamados por conservadores y
pseudo-tradicionalistas, mientras que la Conferencia Episcopal Italiana
publicaba un documento promoviendo a las personas LGBTQ y normalizando la
sodomía. Hemos escuchado a León pronunciar una homilía para la peregrinación
jubilar de los “equipos sinodales y organismos de participación” (nótese la
terminología propia del Komintern) en la que afirmaba que “nadie posee la
verdad completa”, desautorizando de hecho al Papado Romano y a la Iglesia
Católica. Y aún hay más: nuevamente a la estela del ecumenismo conciliar —que
nunca ha sido suficientemente deplorado—, el 28 de octubre León participó en el
“Encuentro Internacional por la Paz” organizado por la Comunidad de Sant’Egidio
en el “espíritu de Asís”, ante el Arco de Constantino, precisamente en el día
en que, en el año 312 d. C., el Emperador obtuvo la victoria sobre los paganos
en el Puente Milvio, después de haber puesto la cruz de Cristo en sus
estandartes. Esa misma tarde, León asistió en el Aula Pablo VI a un evento
conmemorativo de la Declaración Conciliar Nostra Aetate que incluyó dos
horas más de abominables actuaciones paganas, esotéricas y cabalísticas.
Finalmente,
como si se quisiera sellar esta serie de ataques sistemáticos a la Santa
Iglesia con la marca inconfundible del Adversario, León y Tucho Fernández (el
pornógrafo) han promulgado hoy un documento que define el título de
Corredentora, atribuido a la Virgen Madre de Dios, como “inapropiado”. Tucho y
Prevost no hacen sino confirmar su coherencia con los subversores del Concilio
Vaticano II, quienes impidieron que el dogma de la Corredención fuera
proclamado durante la asamblea solemne, a pesar de la amplia petición del
episcopado mundial. Y aquí vemos cómo los herejes revelan su naturaleza
anti-mariana, no por casualidad vinculada a su naturaleza anti-católica, porque
María Santísima es Madre y Reina de la Iglesia precisamente en virtud de su
copasión y corredención. Y Satanás sabe muy bien que su derrota final será
sellada por Aquella que aplastará —con su talón virginal— su cabeza rebelde.
Todo esto ha atravesado el corazón de los católicos como la afilada hoja de un puñal; porque ver a nuestra Santa Madre Iglesia desfigurada y humillada por sus Pastores es un espectáculo desgarrador que nunca imaginamos ver, y que muchos se engañaron creyendo que había terminado al concluir el largo “interludio” bergogliano. Pero la evidencia de los hechos ahora nos vuelve a hacer tocar tierra y nos muestra que el Papado Romano ha sido transformado en la función de presidencia de un parlamento sinodal, modelado según las democracias posrevolucionarias, y el Papa en líder de la Religión Universal masónica. La sinodalización de la Iglesia —como he dicho en diversas ocasiones— pretende ser el instrumento de su destrucción, intentando fundir a la Iglesia Católica en el único recipiente de la Religión de la Humanidad, así como la parlamentarización de las naciones fue concebida como el instrumento de su desestabilización, cuyas desastrosas consecuencias estamos viendo con nuestros propios ojos. Por ello, y dada la continuidad de la línea de gobierno de Prevost con la de Bergoglio, no podemos hacernos ilusiones de que las decisiones que ha tomado y las declaraciones que ha publicado sean fruto de la inexperiencia o de la ingenuidad. Constituyen una declaración de intenciones subversivas que no puede ser ignorada.
Celebrar
a San Carlos Borromeo en este contexto puede parecer casi contradictorio. Las
virtudes del gran cardenal y arzobispo de Milán son, de hecho, exactamente lo
opuesto a las desviaciones de la jerarquía conciliar y sinodal, tanto en la
vida privada de numerosos obispos como en el ejercicio de su ministerio
episcopal. Pero es precisamente por este marcado contraste entre un obispo
católico elevado a la gloria de los altares y los funcionarios sinodales de
hoy, que podemos sacar una importante lección de su vida al servicio de la
Iglesia. Si los obispos posconciliares son un ejemplo de cómo no debe ser un
buen pastor, San Carlos es, por el contrario, ejemplo de todo lo que un obispo
debe ser, y en él ponemos nuestra mirada en esta hora de grave apostasía dentro
de la jerarquía.
Humilitas: este
era el lema de San Carlos Borromeo. No la humildad fingida de quien se deja
seguir por fotógrafos andando en bicicleta vestido de civil (como se ve a
menudo en Bolonia), sino la verdadera humildad de quien, elevado en dignidad
por el Orden Sagrado, se hace invisible para que aparezca Cristo, de quien es
Ministro. La humildad —la santa humildad— de quien se reconoce parte de un
orden divino esencialmente jerárquico, en el que todos están sometidos al
señorío de Jesucristo, Rey y Sumo Sacerdote; en el que los superiores obedecen
todos a Dios y sólo por esta razón son obedecidos a su vez por sus súbditos. La
humildad de quien abraza la Verdad —que es un atributo consustancial de Dios—
con la sencillez de quien se deja iluminar y calentar por la luz de Cristo, sin
cambiarla, sin oscurecerla, sin transformar las tinieblas en luz y la luz en
tinieblas (Is 5,20).
La
humildad es el sello de la santidad y está indisolublemente unida a la
obediencia a la autoridad, puesto que para obedecer al superior y para ser
obedecido por quienes están bajo uno, todos debemos reconocernos sometidos al
señorío de Cristo: sumisos no sólo de palabra —no todo el que dice “Señor,
Señor” (cf. Mt 7,21)— sino también de obra —el que hace la voluntad de mi
Padre. Sumisos no sólo obedeciendo a los superiores, sino también siendo
obedecidos por quienes están bajo nuestro cargo. Humildad significa hacer la
voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”; es decir,
conformar nuestra vida cotidiana, nuestra sociedad y sus leyes, y nuestras
familias a los mandamientos de Dios. En la tierra como en el cielo: porque es,
en efecto, la perfección del Cielo el modelo para nosotros, pobres mortales;
nuestra miseria y nuestra incoherencia no son el parámetro de las verdades
eternas.
En los
últimos días, hemos oído decir que en la Iglesia sinodal: “nadie está llamado a
mandar”, “nadie debe imponer sus ideas”, “nadie es excluido”, “nadie posee la
verdad completa”. Supuestamente tenemos, pues, una “iglesia” no jerárquica, no
magisterial, inclusiva y en escucha: lo contrario exacto de la Santa Iglesia
Católica Apostólica Romana, que Nuestro Señor Jesucristo quiso dotar de un
Papado monárquico y de una Jerarquía; una Iglesia en la que no hay “ideas”, sino
Revelación divina, que se impone por la autoridad de Dios que revela; una
Iglesia, Mater et Magistra, que siguiendo el ejemplo del Evangelio y
según la práctica apostólica, debe necesariamente establecer límites
doctrinales y morales insalvables, más allá de los cuales se queda
necesariamente fuera del cuerpo eclesial; una Iglesia que posee —y ciertamente
posee— la Verdad entera (Jn. 16,13), por estar fundada por el Verbo eterno del
Padre, que es la Palabra de la Verdad; y una Iglesia que ha recibido el mandato
de predicar esta Verdad a todas las criaturas hasta los confines de la tierra.
La Verdad exige ser escuchada y reconocida: no necesita “ponerse en actitud de
escucha” ante el error.
La
Iglesia de San Carlos Borromeo fue la Iglesia de la Reforma Católica, respuesta
a la herejía luterana y al flagelo del protestantismo. Los decretos del
Concilio de Trento dieron nuevo impulso a la vida cristiana, reafirmando las
verdades católicas, combatiendo los errores de los herejes, reformando las
costumbres del clero y de los fieles, proporcionando formación sólida a
sacerdotes y religiosos, promoviendo misiones de predicación al pueblo y
favoreciendo el nacimiento de nuevas órdenes religiosas y nuevas obras
caritativas. La Iglesia de Roncalli, Montini, Luciani, Wojtyła, Ratzinger,
Bergoglio y Prevost es la Iglesia del diálogo con el mundo. Los decretos del
Concilio Vaticano II implementaron el programa de esta Iglesia en salida
realizando “reformas” de naturaleza contradictoria, silenciando las verdades
católicas y alentando los errores de los herejes, favoreciendo la corrupción de
las costumbres del clero y de los fieles, destruyendo la formación en
seminarios y universidades católicas, sustituyendo la predicación por la
propaganda de las ideologías modernas, eliminando las misiones entre el pueblo,
dispersando las órdenes religiosas y utilizando las instituciones caritativas
—casi todas reconvertidas ahora a la gestión del negocio de la “acogida”— como
fuente de lucro.
Si
hubiésemos preguntado a San Carlos cómo definía a la Iglesia a la que
pertenecía, no lo habríamos oído hablar de una “Iglesia conciliar”, sino de la
Iglesia católica, sin más. El gran arzobispo de Milán nunca habría hablado de
una “Iglesia preconciliar”, ni habría humillado a sus predecesores acusándolos
de mantener a los fieles en la ignorancia, de discriminar a las mujeres, de
disminuir el papel de los laicos, de perseguir a los disidentes o de construir
muros en lugar de puentes. La Iglesia de San Carlos Borromeo no era, de hecho,
una creación humana nacida de los planes subversivos de una camarilla de
herejes corruptos, sino la continuación de la Iglesia de todos los tiempos,
inmutable en su doctrina, coherente con el mandato de Cristo y fiel al
testimonio de los Apóstoles.
¿Qué
diría San Carlos ante el naufragio de la Jerarquía Conciliar y Sinodal y la
traición de sus más altos dirigentes? ¿Y cómo reaccionaría al ver que quienes
en su tiempo habrían sido condenados ascienden a los puestos más elevados?
¿Cómo juzgaría la conducta de un papa que afirma que todas las religiones
conducen a Dios, que nadie posee la verdad, que el fraude sanitario y la
conversión ecológica deben promoverse mediante las políticas genocidas del Gran
Reinicio? ¿Cuál sería la reacción de San Carlos al ver a un grupo de sodomitas
entrar en la Basílica de San Pedro para celebrar la peregrinación jubilar con
los aplausos del Vaticano, o al leer las resoluciones de la Conferencia
Episcopal Italiana para combatir la llamada discriminación LGBTQ y, de hecho,
normalizar toda clase de perversión sexual? ¿O al ver la estatua de Lutero y el
ídolo de la Pachamama llevados triunfalmente bajo la cúpula de San Pedro? Te
dejo que des la respuesta, que creo fácil de formular.
Pero si
la actitud de San Carlos Borromeo ante la traición de la actual Jerarquía sería
ciertamente coherente con la Fe que profesó, los “funcionarios sinodales”
demostrarían ser los primeros en no practicar los principios que propagan, y se
contradecirían de la manera más flagrante. Así, a pesar de la constante reiteración
de la Iglesia pos-bergogliana de que “nadie está llamado a mandar”, ordenaría a
San Carlos conformarse al nuevo camino, celebrar el Novus Ordo, promover
la sinodalidad y su agenda woke. A pesar de decir que “nadie debe
imponer sus propias ideas”, impondría las suyas propias a San Carlos. A pesar
de decir que “nadie es excluido”, lo excomulgaría. Y pese a su blasfema
afirmación de que “nadie posee la verdad completa”, exigiría a Borromeo que
aceptara sus imposturas, fraudes y mentiras.
Pero la
Verdad, queridos fieles, nos ha sido revelada en su totalidad por Nuestro Señor
Jesucristo. No es algo que debamos “buscar juntos”. La Verdad fue confiada por
Nuestro Señor a la Santa Iglesia para ser custodiada, predicada y transmitida
intacta a la posteridad. La Verdad no “escucha” al error, sino que debe ser
escuchada, puesto que la Verdad es Cristo mismo, el Verbo eterno del Padre, la
Palabra de Dios. Quienes nos dicen que la Iglesia no posee la Verdad nos están
engañando, sabiendo muy bien que la Verdad frustra sus planes, y por ello la
tuercen como mentira.
Hoy, San
Carlos no sería santo. Sería en cambio excomulgado y tachado de cismático.
Viviría como nosotros, vestiría in nigris (con sotana), y sería
expulsado de las iglesias por rígido y retrógrado. Y quizá vendría a llamar a
la puerta de nuestro ermitorio para ayudar a quienes se niegan a someterse a la
apostasía impuesta desde arriba. Continuaría creyendo lo que siempre creyó, practicando
las virtudes en las que sobresalió en vida y cumpliendo su ministerio con
fidelidad y humildad. Humilitas. Así también nosotros, queridos fieles,
a quienes la Providencia ha colocado en este lugar y en este tiempo con un
propósito muy concreto: nuestra propia santificación y la de los demás por
medio de la Cruz que el Señor nos ha asignado. En humildad, verdadera
obediencia, en la santificación cotidiana. Y así sea.
✠ Carlo
Maria Viganò, Arzobispo
4 de noviembre de 2025
San Carlos Borromeo, Obispo de Milán
