Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

miércoles, 5 de noviembre de 2025

HUMILITAS - POR MONS. CARLO MARIA VIGANÒ

 


Homilía en la fiesta de San Carlos Borromeo.

 

Una vez que el fundamento es destruido, todo lo que fue construido sobre él se derrumba y cae en ruinas.

En las últimas semanas, los acontecimientos que afectan al cuerpo eclesial nos han llenado de gran dolor, porque aquello que temíamos desde los primeros discursos de León se ha materializado muy por encima de nuestras peores expectativas. Hemos sido testigos de la “peregrinación jubilar” a la Basílica de San Pedro de activistas LGBTQ, promovida por su capellán, el jesuita James Martin, y celebrada por el vicepresidente de la Conferencia Episcopal Italiana, Francesco Savino. Hemos visto a Prevost bendecir un bloque de hielo y predicar la conversión ecológica para ratificar y hacer propaganda de la fantasmagórica emergencia climática. Hemos visto al jefe de la Iglesia de Inglaterra recibido en el Vaticano con todos los honores —y con su “esposa” concubinaria— para dar nuevo impulso al compromiso con los objetivos sostenibles de la agenda globalista. Durante esa visita, la Capilla Sixtina y la Basílica de San Pablo Extramuros fueron profanadas mediante la communicatio in sacris con pseudo-ministros de una secta cismática y herética, carente de Sucesión Apostólica. Hemos sido testigos de la Misa Pontifical Tridentina de Summorum Pontificum, con los cardenales Zuppi y Burke aclamados por conservadores y pseudo-tradicionalistas, mientras que la Conferencia Episcopal Italiana publicaba un documento promoviendo a las personas LGBTQ y normalizando la sodomía. Hemos escuchado a León pronunciar una homilía para la peregrinación jubilar de los “equipos sinodales y organismos de participación” (nótese la terminología propia del Komintern) en la que afirmaba que “nadie posee la verdad completa”, desautorizando de hecho al Papado Romano y a la Iglesia Católica. Y aún hay más: nuevamente a la estela del ecumenismo conciliar —que nunca ha sido suficientemente deplorado—, el 28 de octubre León participó en el “Encuentro Internacional por la Paz” organizado por la Comunidad de Sant’Egidio en el “espíritu de Asís”, ante el Arco de Constantino, precisamente en el día en que, en el año 312 d. C., el Emperador obtuvo la victoria sobre los paganos en el Puente Milvio, después de haber puesto la cruz de Cristo en sus estandartes. Esa misma tarde, León asistió en el Aula Pablo VI a un evento conmemorativo de la Declaración Conciliar Nostra Aetate que incluyó dos horas más de abominables actuaciones paganas, esotéricas y cabalísticas.

Finalmente, como si se quisiera sellar esta serie de ataques sistemáticos a la Santa Iglesia con la marca inconfundible del Adversario, León y Tucho Fernández (el pornógrafo) han promulgado hoy un documento que define el título de Corredentora, atribuido a la Virgen Madre de Dios, como “inapropiado”. Tucho y Prevost no hacen sino confirmar su coherencia con los subversores del Concilio Vaticano II, quienes impidieron que el dogma de la Corredención fuera proclamado durante la asamblea solemne, a pesar de la amplia petición del episcopado mundial. Y aquí vemos cómo los herejes revelan su naturaleza anti-mariana, no por casualidad vinculada a su naturaleza anti-católica, porque María Santísima es Madre y Reina de la Iglesia precisamente en virtud de su copasión y corredención. Y Satanás sabe muy bien que su derrota final será sellada por Aquella que aplastará —con su talón virginal— su cabeza rebelde.

Todo esto ha atravesado el corazón de los católicos como la afilada hoja de un puñal; porque ver a nuestra Santa Madre Iglesia desfigurada y humillada por sus Pastores es un espectáculo desgarrador que nunca imaginamos ver, y que muchos se engañaron creyendo que había terminado al concluir el largo “interludio” bergogliano. Pero la evidencia de los hechos ahora nos vuelve a hacer tocar tierra y nos muestra que el Papado Romano ha sido transformado en la función de presidencia de un parlamento sinodal, modelado según las democracias posrevolucionarias, y el Papa en líder de la Religión Universal masónica. La sinodalización de la Iglesia —como he dicho en diversas ocasiones— pretende ser el instrumento de su destrucción, intentando fundir a la Iglesia Católica en el único recipiente de la Religión de la Humanidad, así como la parlamentarización de las naciones fue concebida como el instrumento de su desestabilización, cuyas desastrosas consecuencias estamos viendo con nuestros propios ojos. Por ello, y dada la continuidad de la línea de gobierno de Prevost con la de Bergoglio, no podemos hacernos ilusiones de que las decisiones que ha tomado y las declaraciones que ha publicado sean fruto de la inexperiencia o de la ingenuidad. Constituyen una declaración de intenciones subversivas que no puede ser ignorada.

Celebrar a San Carlos Borromeo en este contexto puede parecer casi contradictorio. Las virtudes del gran cardenal y arzobispo de Milán son, de hecho, exactamente lo opuesto a las desviaciones de la jerarquía conciliar y sinodal, tanto en la vida privada de numerosos obispos como en el ejercicio de su ministerio episcopal. Pero es precisamente por este marcado contraste entre un obispo católico elevado a la gloria de los altares y los funcionarios sinodales de hoy, que podemos sacar una importante lección de su vida al servicio de la Iglesia. Si los obispos posconciliares son un ejemplo de cómo no debe ser un buen pastor, San Carlos es, por el contrario, ejemplo de todo lo que un obispo debe ser, y en él ponemos nuestra mirada en esta hora de grave apostasía dentro de la jerarquía.

Humilitas: este era el lema de San Carlos Borromeo. No la humildad fingida de quien se deja seguir por fotógrafos andando en bicicleta vestido de civil (como se ve a menudo en Bolonia), sino la verdadera humildad de quien, elevado en dignidad por el Orden Sagrado, se hace invisible para que aparezca Cristo, de quien es Ministro. La humildad —la santa humildad— de quien se reconoce parte de un orden divino esencialmente jerárquico, en el que todos están sometidos al señorío de Jesucristo, Rey y Sumo Sacerdote; en el que los superiores obedecen todos a Dios y sólo por esta razón son obedecidos a su vez por sus súbditos. La humildad de quien abraza la Verdad —que es un atributo consustancial de Dios— con la sencillez de quien se deja iluminar y calentar por la luz de Cristo, sin cambiarla, sin oscurecerla, sin transformar las tinieblas en luz y la luz en tinieblas (Is 5,20).

La humildad es el sello de la santidad y está indisolublemente unida a la obediencia a la autoridad, puesto que para obedecer al superior y para ser obedecido por quienes están bajo uno, todos debemos reconocernos sometidos al señorío de Cristo: sumisos no sólo de palabra —no todo el que dice “Señor, Señor” (cf. Mt 7,21)— sino también de obra —el que hace la voluntad de mi Padre. Sumisos no sólo obedeciendo a los superiores, sino también siendo obedecidos por quienes están bajo nuestro cargo. Humildad significa hacer la voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”; es decir, conformar nuestra vida cotidiana, nuestra sociedad y sus leyes, y nuestras familias a los mandamientos de Dios. En la tierra como en el cielo: porque es, en efecto, la perfección del Cielo el modelo para nosotros, pobres mortales; nuestra miseria y nuestra incoherencia no son el parámetro de las verdades eternas.

En los últimos días, hemos oído decir que en la Iglesia sinodal: “nadie está llamado a mandar”, “nadie debe imponer sus ideas”, “nadie es excluido”, “nadie posee la verdad completa”. Supuestamente tenemos, pues, una “iglesia” no jerárquica, no magisterial, inclusiva y en escucha: lo contrario exacto de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, que Nuestro Señor Jesucristo quiso dotar de un Papado monárquico y de una Jerarquía; una Iglesia en la que no hay “ideas”, sino Revelación divina, que se impone por la autoridad de Dios que revela; una Iglesia, Mater et Magistra, que siguiendo el ejemplo del Evangelio y según la práctica apostólica, debe necesariamente establecer límites doctrinales y morales insalvables, más allá de los cuales se queda necesariamente fuera del cuerpo eclesial; una Iglesia que posee —y ciertamente posee— la Verdad entera (Jn. 16,13), por estar fundada por el Verbo eterno del Padre, que es la Palabra de la Verdad; y una Iglesia que ha recibido el mandato de predicar esta Verdad a todas las criaturas hasta los confines de la tierra. La Verdad exige ser escuchada y reconocida: no necesita “ponerse en actitud de escucha” ante el error.

La Iglesia de San Carlos Borromeo fue la Iglesia de la Reforma Católica, respuesta a la herejía luterana y al flagelo del protestantismo. Los decretos del Concilio de Trento dieron nuevo impulso a la vida cristiana, reafirmando las verdades católicas, combatiendo los errores de los herejes, reformando las costumbres del clero y de los fieles, proporcionando formación sólida a sacerdotes y religiosos, promoviendo misiones de predicación al pueblo y favoreciendo el nacimiento de nuevas órdenes religiosas y nuevas obras caritativas. La Iglesia de Roncalli, Montini, Luciani, Wojtyła, Ratzinger, Bergoglio y Prevost es la Iglesia del diálogo con el mundo. Los decretos del Concilio Vaticano II implementaron el programa de esta Iglesia en salida realizando “reformas” de naturaleza contradictoria, silenciando las verdades católicas y alentando los errores de los herejes, favoreciendo la corrupción de las costumbres del clero y de los fieles, destruyendo la formación en seminarios y universidades católicas, sustituyendo la predicación por la propaganda de las ideologías modernas, eliminando las misiones entre el pueblo, dispersando las órdenes religiosas y utilizando las instituciones caritativas —casi todas reconvertidas ahora a la gestión del negocio de la “acogida”— como fuente de lucro.

Si hubiésemos preguntado a San Carlos cómo definía a la Iglesia a la que pertenecía, no lo habríamos oído hablar de una “Iglesia conciliar”, sino de la Iglesia católica, sin más. El gran arzobispo de Milán nunca habría hablado de una “Iglesia preconciliar”, ni habría humillado a sus predecesores acusándolos de mantener a los fieles en la ignorancia, de discriminar a las mujeres, de disminuir el papel de los laicos, de perseguir a los disidentes o de construir muros en lugar de puentes. La Iglesia de San Carlos Borromeo no era, de hecho, una creación humana nacida de los planes subversivos de una camarilla de herejes corruptos, sino la continuación de la Iglesia de todos los tiempos, inmutable en su doctrina, coherente con el mandato de Cristo y fiel al testimonio de los Apóstoles.

¿Qué diría San Carlos ante el naufragio de la Jerarquía Conciliar y Sinodal y la traición de sus más altos dirigentes? ¿Y cómo reaccionaría al ver que quienes en su tiempo habrían sido condenados ascienden a los puestos más elevados? ¿Cómo juzgaría la conducta de un papa que afirma que todas las religiones conducen a Dios, que nadie posee la verdad, que el fraude sanitario y la conversión ecológica deben promoverse mediante las políticas genocidas del Gran Reinicio? ¿Cuál sería la reacción de San Carlos al ver a un grupo de sodomitas entrar en la Basílica de San Pedro para celebrar la peregrinación jubilar con los aplausos del Vaticano, o al leer las resoluciones de la Conferencia Episcopal Italiana para combatir la llamada discriminación LGBTQ y, de hecho, normalizar toda clase de perversión sexual? ¿O al ver la estatua de Lutero y el ídolo de la Pachamama llevados triunfalmente bajo la cúpula de San Pedro? Te dejo que des la respuesta, que creo fácil de formular.

Pero si la actitud de San Carlos Borromeo ante la traición de la actual Jerarquía sería ciertamente coherente con la Fe que profesó, los “funcionarios sinodales” demostrarían ser los primeros en no practicar los principios que propagan, y se contradecirían de la manera más flagrante. Así, a pesar de la constante reiteración de la Iglesia pos-bergogliana de que “nadie está llamado a mandar”, ordenaría a San Carlos conformarse al nuevo camino, celebrar el Novus Ordo, promover la sinodalidad y su agenda woke. A pesar de decir que “nadie debe imponer sus propias ideas”, impondría las suyas propias a San Carlos. A pesar de decir que “nadie es excluido”, lo excomulgaría. Y pese a su blasfema afirmación de que “nadie posee la verdad completa”, exigiría a Borromeo que aceptara sus imposturas, fraudes y mentiras.

Pero la Verdad, queridos fieles, nos ha sido revelada en su totalidad por Nuestro Señor Jesucristo. No es algo que debamos “buscar juntos”. La Verdad fue confiada por Nuestro Señor a la Santa Iglesia para ser custodiada, predicada y transmitida intacta a la posteridad. La Verdad no “escucha” al error, sino que debe ser escuchada, puesto que la Verdad es Cristo mismo, el Verbo eterno del Padre, la Palabra de Dios. Quienes nos dicen que la Iglesia no posee la Verdad nos están engañando, sabiendo muy bien que la Verdad frustra sus planes, y por ello la tuercen como mentira.

Hoy, San Carlos no sería santo. Sería en cambio excomulgado y tachado de cismático. Viviría como nosotros, vestiría in nigris (con sotana), y sería expulsado de las iglesias por rígido y retrógrado. Y quizá vendría a llamar a la puerta de nuestro ermitorio para ayudar a quienes se niegan a someterse a la apostasía impuesta desde arriba. Continuaría creyendo lo que siempre creyó, practicando las virtudes en las que sobresalió en vida y cumpliendo su ministerio con fidelidad y humildad. Humilitas. Así también nosotros, queridos fieles, a quienes la Providencia ha colocado en este lugar y en este tiempo con un propósito muy concreto: nuestra propia santificación y la de los demás por medio de la Cruz que el Señor nos ha asignado. En humildad, verdadera obediencia, en la santificación cotidiana. Y así sea.

 

Carlo Maria Viganò, Arzobispo
4 de noviembre de 2025
San Carlos Borromeo, Obispo de Milán

 

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