Le Sel de la terre n° 132, Junio 2025.
La sentencia
figura en lugar destacado en cada número de Le Sel de la terre desde su
fundación: la revista se sitúa en la línea del combate por la Tradición en la
Iglesia emprendido por Su Excelencia Mons. Marcel Lefebvre.
Subrayemos que esta línea se refiere ante todo al
combate por la Tradición. No se trata tanto de seguir a una persona cuanto de
seguir la consigna sagrada: guardar el depósito de la fe [1]. Pero, en
la práctica, Mons. Lefebvre dio el
ejemplo decisivo. Al enfrentarse con la Roma conciliar, recordó que el
Magisterio es un órgano de transmisión —tradición— esencialmente
definido y finalizado por esta operación. Si se emancipa abiertamente de ella y
manifiesta su voluntad de adaptar la doctrina cristiana a la mentalidad
moderna, pierde todo derecho a ser seguido [2].
En una situación hasta entonces inaudita —un
concilio y una serie de papas desviando el magisterio de su finalidad y
utilizándolo en sentido contrario—, Mons. Lefebvre supo actualizar la
advertencia de san Pablo: “Si nosotros mismos o un ángel del cielo os
anunciara un Evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema”
(Ga 1,8).
Esta gravísima crisis tiene explicaciones humanas.
Para defender la fe, fue necesario afirmar cada vez más la importancia del
magisterio eclesiástico. Esta insistencia pudo hacer olvidar que dicho
magisterio está él mismo al servicio de una Revelación que ya está completa. El
efecto de una definición dogmática no es añadir una verdad al depósito de la
fe, sino certificar con autoridad que ella pertenece a dicho depósito. Mons.
Williamson gustaba compararlo con la nieve, que hace más visible la cima de una
montaña. Explicaba:
“No es la definición la que hace la verdad. Solo
hace nuestra certeza de la verdad. El orden real es el siguiente:
1º) El objeto real, la realidad.
2º) La verdad de la proposición que enuncia esa realidad.
3º) La definición que viene a reforzar nuestro conocimiento de esa verdad.
4º) La certeza en el espíritu del católico piadoso desde el momento en que sabe
que tal verdad es objeto de una definición.
Repito: 1º) Objeto. 2º) Verdad. 3º) Definición. 4º) Certeza.”
(En Le Sel de la terre, n.º 23, p. 21).
Y
desarrollaba así su comparación:
(1) La montaña produce (2) la cima, a la cual (3)
la nieve solo añade (4) la visibilidad.
¿Quién pensaría decir que es la nieve la que hace la cima, o que es la cima la
que hace la montaña?
La Tradición, en el momento de la muerte del último de los Apóstoles, ya
constituía todo el cuerpo de la doctrina revelada de la Iglesia; las definiciones
de diversas verdades no han añadido nada más a esas verdades que su certeza
para los creyentes.
Solo que, a medida que la caridad se enfría, la línea de nieve en la cima
desciende.
Pero de ahí a decir que, cuando no hay nieve, no hay montaña, o que donde no
hay definición en cuatro condiciones no hay verdad cierta, es perder todo
sentido de la montaña, todo sentido de la verdad: es la enfermedad del
subjetivismo. [Ibid.]
La
definición de la infalibilidad, en 1870, tuvo, a este respecto, su peligro:
“El efecto accidental de la definición de 1870 fue
invertir este orden en el espíritu de los católicos y poner la definición antes
que la verdad, como si fuese la definición la que hace la verdad. [...] Fue
buena per se, porque permitió anclar los espíritus católicos [...].
Pero tan pronto como la definición fue cosa hecha, los liberales cambiaron de
táctica: ‘Sí, de acuerdo, [...] hay un magisterio infalible [...], pero por
debajo de esta cima, ¿quién ve ahora que algo sea absolutamente seguro?’
Y los liberales empezaron a poner en duda toda verdad por debajo de esa cima
constituida por el conjunto de verdades definidas infaliblemente [...].
Los católicos, por más que dijeran que no, que la definición no hace la verdad,
que la cima no hace la montaña, que en la enseñanza de la Iglesia hay toda una
masa —una montaña— de verdades ciertas por debajo de las del vértice, nada
sirvió.
En el espíritu de la gente, poco a poco, fue la cima la que hacía la montaña y
no ya la montaña la que hacía la cima.” [3]
Esta
desvalorización de la Tradición abría el camino a una noción revolucionaria del
magisterio, inaugurada en el Vaticano II. Mons. Lefebvre supo desenmascararla. Denunciando el golpe maestro de Satanás, afirmaba
la necesidad de desmitificar una enseñanza conciliar constantemente en la
ambigüedad, la incoherencia y la contradicción, que reclama el respeto debido
al magisterio sin querer él mismo satisfacer las condiciones de un verdadero
magisterio [4].
Frente a la Roma conciliar de Pablo VI, el espíritu
de Asís de Juan Pablo II, la Iglesia sinodal de Francisco, la línea de conducta
quedó fijada. Y sigue siendo actual.
Entre los hijos de Mons. Lefebvre, honramos en este
número a Mons. Richard Williamson. A su persona debemos mucho. Pero más allá de
su personalidad —con sus grandes cualidades y sus inevitables defectos—
saludemos sobre todo su fidelidad a la línea doctrinal de Mons. Lefebvre.
Su palabra ha permanecido la misma, sin atenuación
ni compromiso, hasta su último aliento.
Fidelis inveniatur (1 Co 4,2): ése fue su lema episcopal.
[1]
— ¡Guarda el depósito! 1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14.
[2] — Véase a Mons. Tissier de Mallerais, citado y resumido en Le Sel de la
terre n.º 131, pp. 47-59.
[3] — Íbid. — Frente a este error, Pío XII recordó en Humani generis (§
20) que el cristiano no puede limitar mezquinamente su adhesión de fe a los
únicos dogmas definidos de modo infalible.
[4] — Véanse especialmente Mons. Lefebvre, El golpe maestro de Satanás
(1974; reproducido en Le Sel de la terre n.º 110, pp. 145-148) y Yo
acuso al concilio, 1976.
