Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

miércoles, 5 de noviembre de 2025

“LA LINEA DE MONSEÑOR LEFEBVRE”

 



Le Sel de la terre n° 132, Junio 2025.

 

La sentencia figura en lugar destacado en cada número de Le Sel de la terre desde su fundación: la revista se sitúa en la línea del combate por la Tradición en la Iglesia emprendido por Su Excelencia Mons. Marcel Lefebvre.

Subrayemos que esta línea se refiere ante todo al combate por la Tradición. No se trata tanto de seguir a una persona cuanto de seguir la consigna sagrada: guardar el depósito de la fe [1]. Pero, en la práctica, Mons. Lefebvre dio el ejemplo decisivo. Al enfrentarse con la Roma conciliar, recordó que el Magisterio es un órgano de transmisión —tradición— esencialmente definido y finalizado por esta operación. Si se emancipa abiertamente de ella y manifiesta su voluntad de adaptar la doctrina cristiana a la mentalidad moderna, pierde todo derecho a ser seguido [2].

En una situación hasta entonces inaudita —un concilio y una serie de papas desviando el magisterio de su finalidad y utilizándolo en sentido contrario—, Mons. Lefebvre supo actualizar la advertencia de san Pablo: “Si nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un Evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema” (Ga 1,8).

Esta gravísima crisis tiene explicaciones humanas. Para defender la fe, fue necesario afirmar cada vez más la importancia del magisterio eclesiástico. Esta insistencia pudo hacer olvidar que dicho magisterio está él mismo al servicio de una Revelación que ya está completa. El efecto de una definición dogmática no es añadir una verdad al depósito de la fe, sino certificar con autoridad que ella pertenece a dicho depósito. Mons. Williamson gustaba compararlo con la nieve, que hace más visible la cima de una montaña. Explicaba:

“No es la definición la que hace la verdad. Solo hace nuestra certeza de la verdad. El orden real es el siguiente:
1º) El objeto real, la realidad.
2º) La verdad de la proposición que enuncia esa realidad.
3º) La definición que viene a reforzar nuestro conocimiento de esa verdad.
4º) La certeza en el espíritu del católico piadoso desde el momento en que sabe que tal verdad es objeto de una definición.
Repito: 1º) Objeto. 2º) Verdad. 3º) Definición. 4º) Certeza.”
(En Le Sel de la terre, n.º 23, p. 21).

Y desarrollaba así su comparación:

(1) La montaña produce (2) la cima, a la cual (3) la nieve solo añade (4) la visibilidad.
¿Quién pensaría decir que es la nieve la que hace la cima, o que es la cima la que hace la montaña?
La Tradición, en el momento de la muerte del último de los Apóstoles, ya constituía todo el cuerpo de la doctrina revelada de la Iglesia; las definiciones de diversas verdades no han añadido nada más a esas verdades que su certeza para los creyentes.
Solo que, a medida que la caridad se enfría, la línea de nieve en la cima desciende.
Pero de ahí a decir que, cuando no hay nieve, no hay montaña, o que donde no hay definición en cuatro condiciones no hay verdad cierta, es perder todo sentido de la montaña, todo sentido de la verdad: es la enfermedad del subjetivismo. [Ibid.]

La definición de la infalibilidad, en 1870, tuvo, a este respecto, su peligro:

“El efecto accidental de la definición de 1870 fue invertir este orden en el espíritu de los católicos y poner la definición antes que la verdad, como si fuese la definición la que hace la verdad. [...] Fue buena per se, porque permitió anclar los espíritus católicos [...].
Pero tan pronto como la definición fue cosa hecha, los liberales cambiaron de táctica: ‘Sí, de acuerdo, [...] hay un magisterio infalible [...], pero por debajo de esta cima, ¿quién ve ahora que algo sea absolutamente seguro?’
Y los liberales empezaron a poner en duda toda verdad por debajo de esa cima constituida por el conjunto de verdades definidas infaliblemente [...].
Los católicos, por más que dijeran que no, que la definición no hace la verdad, que la cima no hace la montaña, que en la enseñanza de la Iglesia hay toda una masa —una montaña— de verdades ciertas por debajo de las del vértice, nada sirvió.
En el espíritu de la gente, poco a poco, fue la cima la que hacía la montaña y no ya la montaña la que hacía la cima.” [3]

Esta desvalorización de la Tradición abría el camino a una noción revolucionaria del magisterio, inaugurada en el Vaticano II. Mons. Lefebvre supo desenmascararla. Denunciando el golpe maestro de Satanás, afirmaba la necesidad de desmitificar una enseñanza conciliar constantemente en la ambigüedad, la incoherencia y la contradicción, que reclama el respeto debido al magisterio sin querer él mismo satisfacer las condiciones de un verdadero magisterio [4].

Frente a la Roma conciliar de Pablo VI, el espíritu de Asís de Juan Pablo II, la Iglesia sinodal de Francisco, la línea de conducta quedó fijada. Y sigue siendo actual.

Entre los hijos de Mons. Lefebvre, honramos en este número a Mons. Richard Williamson. A su persona debemos mucho. Pero más allá de su personalidad —con sus grandes cualidades y sus inevitables defectos— saludemos sobre todo su fidelidad a la línea doctrinal de Mons. Lefebvre.

Su palabra ha permanecido la misma, sin atenuación ni compromiso, hasta su último aliento.

Fidelis inveniatur (1 Co 4,2): ése fue su lema episcopal.

 

[1] — ¡Guarda el depósito! 1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14.
[2] — Véase a Mons. Tissier de Mallerais, citado y resumido en Le Sel de la terre n.º 131, pp. 47-59.
[3] — Íbid. — Frente a este error, Pío XII recordó en Humani generis (§ 20) que el cristiano no puede limitar mezquinamente su adhesión de fe a los únicos dogmas definidos de modo infalible.
[4] — Véanse especialmente Mons. Lefebvre, El golpe maestro de Satanás (1974; reproducido en Le Sel de la terre n.º 110, pp. 145-148) y Yo acuso al concilio, 1976.

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