Este
jueves próximo se cumplirá el quincuagésimo aniversario de la muerte del
Caudillo de España, vaya en su recuerdo y como homenaje a su memoria, este
discurso pronunciado al inaugurarse el espléndido y grandioso monumento erigido
en honor de los que dieron su vida en la gloriosa Cruzada, y cuya destrucción,
bajo el irónico eufemismo de «resignificación», pretenden hoy los enemigos de
España.
Españoles:
Cuando
los actos tienen la fuerza y la emotividad de estos momentos en que nuestras
preces ascienden a los cielos impetrando la protección divina para nuestros
Caídos, las palabras resultan siempre pobres. ¿Cómo podría expresar la honda
emoción que nos embarga ante la presencia de las madres y las esposas de
nuestros Caídos, representadas por esas mujeres ejemplares aquí presentes, que
conscientes de lo que la Patria les exigía, colgaron un día las medallas del
cuello de sus deudos animándoles para la batalla? ¿Qué inspiración sería
precisa para contar las heroicas gestas de nuestros Caídos; para poder reflejar
el entusiasmo, segado tantas veces en flor, de los que con los primeros rayos
del sol de la mañana caían con la sonrisa en los labios al asaltar las
posiciones enemigas; o para encomiar la firme tenacidad de los defensores de
los mil pequeños «Alcázares», en que se convirtieron en la Nación las
residencias de las pequeñas guarniciones o las casas cuarteles de la Guardia
Civil, defendidas hasta el límite de lo inverosímil contra fuerzas superiores,
sin esperanza de socorro; o para ensalzar el heroísmo y el entusiasmo
derrochados en las cruentas batallas libradas contra las Brigadas
Internacionales para hacerlas morder el polvo de la derrota; o para enumerar
los sacrificios y los heroísmos de los que en los 2.500 kilómetros de frente
mantuvieron la intangibilidad de nuestras líneas; o para narrar la tragedia, no
menos meritoria, de los que sucumbieron a los rigores de los durísimos
inviernos, o se vieron mutilados al helarse sus extremidades bajo los hielos de
Teruel o en las divisorias de las montañas; o para destacar la serenidad
estoica de los mártires que frente al fatídico paredón de ejecución morían
confesando a Dios y elevándole sus preces; o para exaltar la conducta de tantos
sacerdotes martirizados, que bendecían y perdonaban a sus verdugos, como Cristo
hizo en el Calvario; o para presentar las virtudes heroicas de tantísimas
mujeres piadosas que por sólo serlo, atrajeron las iras y la muerte de las
turbas desenfrenadas; o para reflejar la zozobra de los perseguidos, arrancados
del reposo de sus hogares en los amaneceres lívidos por cuadrillas de forajidos
para ser fusilados; o para poder describir la epopeya sublime de aquella
Comunidad de frailes de San Juan de Dios que sobre una playa solitaria de
nuestro Levante cayeron segados por las ametralladoras, mientras con
sus cantos litúrgicos elevaban a Dios un grandioso hosanna?
Nuestra guerra no fue, evidentemente, una contienda civil más, sino una verdadera Cruzada; como la calificó entonces nuestro Pontífice reinante; la gran epopeya de una nueva y para nosotros trascendente independencia. Jamás se dieron en nuestra Patria en menos tiempo más y mayores ejemplos de heroísmo y de santidad, sin una debilidad, sin una apostasía, sin un renunciamiento. Habría que descender a las persecuciones romanas contra los cristianos para encontrar algo parecido.
En todo
el desarrollo de nuestra Cruzada hay mucho de providencial y de milagroso. ¿De
qué otra forma podríamos calificar la ayuda decisiva que en tantas vicisitudes
recibimos de la protección divina? ¿Cómo explicar aquel primer legado,
providencial e inesperado, que en los momentos más graves de nuestra guerra
recibimos, cuando la inferioridad de nuestro armamento era patente y con el
arrojo teníamos que sustituir los medios y que nos llegó, como llovido del
cielo, en un barco con ocho mil toneladas de armamento, apresado en la
oscuridad de la noche por nuestra Marina de guerra a nuestros adversarios? Ocho
mil toneladas de material que comprendían varios miles de fusiles
ametralladores, de morteros, de ametralladoras y cañones con sus dotaciones,
que constituían el más codiciado botín de guerra que pudiéramos soñar y que
desde entonces formó la primera base de nuestro armamento.
En
aquellos momentos representaba esto mucho más que una gran batalla ganada, al
restarse al enemigo aquel potencial de guerra y venir a sumarse a nuestra
fortaleza. Y no es una, sino varias las veces que, al correr de nuestra
campaña, se repetían los hechos providenciales que nos favorecían. ¿Y qué
pensar de los desenlaces de las grandes batallas, cuyas crisis victoriosas, sin
que nadie se lo propusiese, se resolvieron siempre en los días de las mayores
solemnidades de nuestra Santa Iglesia?
Sólo el simple
enunciado de estos hechos justificaría esta obra de levantar en este valle
ubicado en el centro de nuestra Patria un gran templo al Señor, que expresase
nuestra gratitud y acogiese dignamente los restos de quienes nos legaron
aquellas gestas de santidad y heroísmo.
La
Naturaleza parecía habernos reservado este magnífico escenario de la Sierra,
con la belleza de sus duros e ingentes peñascos, con la reciedumbre de nuestro
carácter; con sus laderas ásperas, dulcificadas por la ascensión penosa del
arbolado, como ese trabajo que la Naturaleza nos impone; y con sus cielos
puros, que sólo parecían esperar los brazos de la Cruz y el sonar de las
campanas para componer el maravilloso conjunto.
Mucho fue
lo que a España costó aquella gloriosa epopeya de nuestra liberación para que
pueda ser olvidado; pero la lucha del bien con el mal no termina por
grande que sea su victoria. Sería pueril creer que el diablo se someta;
inventará nuevas tretas y disfraces, ya que su espíritu seguirá maquinando y
tomará formas nuevas, de acuerdo con los tiempos.
La anti España
fue vencida y derrotada, pero no está muerta. Periódicamente la vemos levantar
la cabeza en el exterior y en su soberbia y ceguera pretender envenenar y
avivar de nuevo la innata curiosidad y el afán de novedades de la juventud. Por
ello es necesario cerrar el cuadro contra el desvío de los malos educadores de
las nuevas generaciones.
La
principal virtualidad de nuestra Cruzada de Liberación fue el habernos devuelto
a nuestro ser, que España se haya encontrado de nuevo a sí misma, que nuestras
generaciones se sintieran capaces de emular lo que otras generaciones pudieran
haber hecho. El genio español surgió en mil manifestaciones: desde aquellas
Milicias en que cristalizó el entusiasmo popular en los primeros
momentos, y que formaron el primer núcleo de nuestras fuerzas de choque, a
los alféreces provisionales que nuestra capacidad de improvisación creó para el
encuadramiento de nuestras tropas, y que habrían de asombrar a todos por su
espíritu y aptitud para el mando. Así iban surgiendo las legiones de héroes y
la innumerable floración de mártires. No importaba dónde, si en la tierra,
en el mar o en el aire; si entre infantes o jinetes, artilleros o ingenieros,
falangistas, requetés o legionarios. Era el soldado español en todas sus
versiones. Sus sangres se confundían en la Cruzada heroica, en el común ideal
de nuestro Movimiento.
Conforme
los días pasaban, el Movimiento calaba en las entrañas de nuestra Patria. Todo
en nuestra Nación se hacía Movimiento. No sólo marchaba con nuestras banderas
victoriosas, sino que nos salía al encuentro en las poblaciones que
liberábamos. Nuestros himnos se musitaban en las cárceles, se extendían por los
campos, se susurraban en los hogares y salían al exterior como una explosión de
cantos de esperanza al ser liberados.
Nuestra
Victoria no fue una Victoria parcial, sino una Victoria total y para todos. No
se administró en favor de un grupo ni de una clase, sino en el de toda la
Nación. Fue una Victoria de la unidad del pueblo español, confirmada al correr
de estos veinte años. Los bienes espirituales que sobre España se derramaron;
la coincidencia de pensamiento y el ambiente que hace fructífero el trabajo; la
plenitud de seguridad, sin zozobras, temores ni intranquilidad para el futuro;
la firmeza y seguridad con que viene desarrollándose nuestro progreso
económico-social; el afianzamiento de un clima de entendimiento y unidad y los
ingentes esfuerzos de engrandecimiento y transformación de la vida
española; han creado un estado de conciencia en toda la vida nacional, que ya
no admite el viejo espíritu de las banderías y domina a todos un afán
común de participar en la gran tarea de resurgimiento y de transformación de
nuestra Patria.
Con la
Victoria, como sabéis, no acabó nuestra lucha. A las batallas de la guerra
siguieron las no menos importantes de la paz, en las que desde el exterior se
intentó la reversión de nuestra Victoria y que dio lugar a que se exteriorizase
la fortaleza de nuestro Movimiento político, al unirnos como un solo hombre en
defensa de nuestra razón, y en el que cada uno, desde el puesto que le
correspondía en la vida, habéis venido asistiéndome con vuestra recia
fidelidad.
Hoy, que
hemos visto la suerte que corrieron en Europa tantas naciones, algunas
católicas como nosotros, de nuestra misma civilización, y que contra su
voluntad cayeron bajo la esclavitud comunista, podemos comprender mejor la
trascendencia de nuestro Movimiento político y el valor que tiene la
permanencia de nuestros ideales y de nuestra paz interna.
Un
defecto de nuestro carácter es el de realizar grandes esfuerzos para dejarnos
caer más tarde en la laxitud y en la confianza. En el tiempo que corremos
no cabe el descanso. No es época en que se puedan desmovilizar los espíritus
después de la batalla, ya que el enemigo no descansa y gasta sumas ingentes
para minar y destruir nuestros objetivos. Se hace necesaria la tensión de un
Movimiento político que levantado sobre los principios proclamados que nos son
comunes mantenga el fuego sagrado de su defensa.
Hoy sois
vosotros, nuestros combatientes, los que por haber llegado a la mitad de
vuestra vida cubrís puestos en las actividades más diversas e importantes de la
Patria, imprimiéndole una doble seguridad. Interesa el que mantengáis con
ejemplaridad y pureza de intenciones la hermandad forjada en las filas de la
Cruzada, que evitéis que el enemigo, siempre al acecho, pueda infiltrarse en
vuestras filas; que inculquéis en vuestros hijos y proyectéis sobre las
generaciones que os sucedan la razón permanente de nuestro Movimiento, y habréis
cumplido el mandato sagrado de nuestros muertos. No sacrificaron ellos sus
preciosas vidas para que nosotros podamos descansar. Nos exigen montar la
guardia fiel de aquello por lo que murieron; que mantengamos vivas de
generación en generación las lecciones de la Historia para hacer fecunda la
sangre que ellos generosamente derramaron, y que, como decía José Antonio,
fuese la suya la última sangre derramada en contiendas entre españoles.
¡Arriba
España!
* En el diario «ABC», Madrid – 2 de abril de 1959.
https://blogdeciamosayer.blogspot.com/2025/11/discurso-en-la-inauguracion-del-valle.html
