Por PADRE ÁLVARO CALDERÓN
Introducción
Estos años de Simposio han puesto de manifiesto que
las dificultades suscitadas por el Concilio Vaticano II son graves y muchas;
pero en su multiplicidad podemos señalar tres rasgos comunes: la confusión,
la proscripción y la conexión. Los problemas
planteados por el Vaticano II son confusos por dos
motivos; primero, porque el grupo innovador que dominó el Concilio
tuvo la prudencia de no ser explícito para evitar la confrontación abierta con
la mens tradicional de la mayoría; segundo, porque
el pensamiento moderno que lo anima es necesaria y deliberadamente ambiguo,
pues no cultiva los instrumentos que dan rigor al pensamiento con la intención
de permanecer en el pacífico ámbito del pluralismo doctrinal. Son también
errores proscriptos, pues cuando con heroico esfuerzo se logra
precisar el pensamiento conciliar tras la bruma de sus textos, se halla que en
la mayoría de los casos son errores ya condenados explícitamente por el
magisterio antimoderno de los cien años anteriores. Y son planteos, por
último, conectados; porque, a pesar de la confusión en que se
envuelven, hemos podido comprobar que las novedades prohijadas en los diversos
documentos conciliares están ligadas en estrecha trabazón.
Hasta ahora hemos ido destruyendo los diversos errores
conciliares por medio de su explicitación, pues una vez quitado el
velo de confusión que los protege, aparece su carácter de proscriptos. Pero
como están conectados en única construcción, hay una segunda manera de destruir
el edificio; la primera es con largo trabajo, demoliendo parte por parte desde
el techo hasta los cimientos; la segunda es con un único esfuerzo, golpeando en
el punto crucial donde concurren las fuerzas de todos los extremos. Llegados al
término de nuestro Simposio, convenía atacar entonces la piedra angular que
traba toda la construcción conciliar, impidiendo que el peso de las condenas
anteriores la derrumbe. Y esta pieza clave no es otra que la autoridad del
Concilio. El constante recurso a la
autoridad del Concilio es lo que otorgó a los Papas posteriores la enorme
energía necesaria para frenar el impulso antiliberal que traía la Iglesia y
lanzarla con fuerza en sentido contrario; y es también lo que anula nuestra
resistencia. Pero podemos precisar más, porque la autoridad se divide en doctrinal y disciplinar,
y ésta está subordinada a aquélla; por lo tanto, el problema fundamental que
debemos resolver es el que plantea la autoridad doctrinal del
Concilio Vaticano II, es decir, el valor de su magisterio.
Este problema se resuelve a la luz de dos premisas, cada una de las cuales presenta su dificultad. Como premisa mayor necesitamos decir cuáles son los criterios verdaderos que permiten juzgar el valor del magisterio de un concilio ecuménico, doctrina que tiene todavía muchas zonas de sombra entre los teólogos.
Y como premisa menor hay que explicar cómo se ejerció efectivamente el
magisterio conciliar, asunto hiperconfuso entre los confusos problemas del Vaticano
II. De la diversa posición que se toma en una y otra premisa resulta la
diversidad de soluciones que ha recibido esta cuestión.
Criterios para juzgar el valor del magisterio de un
concilio ecuménico
La necesidad y naturaleza de los criterios para juzgar el
valor del magisterio surge de considerar la finalidad misma del magisterio
eclesiástico. La virtud teologal de la fe es infalible en su acto interior, de
manera que sólo cree lo que Dios reveló y porque Dios lo reveló. Pero el
creyente no es capaz de discernir con certeza el carácter infuso de sus actos,
y por lo tanto tampoco sus objetos o proposiciones reveladas [1]. Para suplir este defecto y que sus fieles conocieran
con certeza la divina Revelación, Nuestro Señor dotó a la Iglesia del carisma
del magisterio; por el cual, gracias a una asistencia especial del
Espíritu Santo, pudiera definir y explicar el Depósito revelado, en Su nombre y
con Su autoridad, hasta que El vuelva. Este magisterio, entonces, está bajo la
Revelación y sobre la fe: está regulado por la Revelación divina, pues el
Espíritu Santo no lo asiste para otra cosa; y es a su vez regla
inmediata de la fe católica, pues acabado el tiempo de nuevas
revelaciones, al profetismo del Antiguo Testamento y a la autoridad de Cristo y
los Apóstoles les ha sucedido en el tiempo de la Iglesia la autoridad también
divina de aquellos que ejercen el carisma del magisterio. Si el creyente quiere saber con certeza qué nos
enseñó Dios y qué consecuencias pueden sacarse de ello, no tiene otro recurso
que atender al magisterio eclesiástico; de allí la importancia de conocer los
criterios que permiten discernir el valor de sus sentencias.
Los órganos auténticos del magisterio de
la Iglesia son el Papa y los obispos. Hablamos de «órganos», es decir,
instrumentos, señalando que el poder o autoridad que ejercen pertenece primera
y absolutamente sólo a Cristo, Maestro principal, mientras que el Papa y los
obispos lo poseen de manera secundaria y dependiente, a modo de instrumentos.
Decimos «auténticos», porque participan de la autoridad divina de manera
habitual y propia, mientras que hay otros órganos subsidiarios, como los
miembros de las congregaciones romanas, que lo hacen de manera transeúnte y
delegada. Los órganos auténticos pueden obrar de cuatro maneras: el Papa solo;
el Papa y los obispos reunidos en concilio ecuménico; el Papa en comunión con
los obispos dispersos, los obispos solos. De estos cuatro modos, sólo en los
tres primeros puede ejercerse el magisterio en su grado supremo,
porque la plenitud de la autoridad magisterial sólo reside en el Papa.
En cuanto al ejercicio del magisterio hay que distinguir,
en primer lugar, el magisterio auténtico,
ejercido por los órganos auténticos formalmente en cuanto tales, del magisterio privado o simplemente teológico,
ejercido por los mismos no en nombre y persona de Cristo, sino en nombre propio
y según la personal autoridad que pudieran tener como teólogos en la Iglesia.
El ejercicio del magisterio auténtico se divide, a su vez, en infalible y
simplemente auténtico. El magisterio es infalible en aquellos actos en que se pone en juego la
autoridad de Cristo en modo pleno; y se dice simplemente auténtico cuando esto no se cumple, como
luego diremos. El magisterio infalible,
por fin, se divide en extraordinario y ordinario. Como nuestros oyentes no
son legos, sólo agreguemos algo sobre la última distinción – a quien quisiera
mayor explicación en los diversos puntos que tocamos, podemos remitirlo a otros
trabajos –.
● Decimos magisterio
infalible extraordinario a aquel que puede reconocerse como tal en
un único acto, considerado absolutamente y por sí mismo, donde se
cumplen de modo estrictísimo las palabras de Cristo : “Qui vos audit me
audit et qui vos spernit me spernit” (Lc 10, 16). Se lo llama
«extraordinario» porque se alcanza en las definiciones ex cathedra del
Papa solo, que revisten siempre cierta solemnidad mayor que la de sus actos
ordinarios, y en las definiciones y anatemas de un Concilio ecuménico, modo
extraordinario por excelencia, pues tal asamblea sólo se reúne para las muy
grandes cuestiones en la vida de la Iglesia.
● Decimos, en cambio, que hay magisterio infalible ordinario cuando la nota de
infalibilidad es alcanzada no por uno sino por una serie de actos diversos
de magisterio que se complementan para enseñar una misma verdad, aunque
expresada con palabras o en contextos diferentes. Este es el modo de magisterio
supremo ejercido sobre todo – aunque no únicamente – por el Papa y los obispos
dispersos en sus respectivas diócesis, llamado «ordinario» tanto porque surge
en general de la predicación cotidiana de los Pastores, como porque ha sido el
modo de transmisión de la mayoría de las verdades fundamentales de la fe
católica. Aunque lo dicho señala su importancia, tiene como defecto que las
verdades enseñadas no están expresadas de un único modo y con única sentencia, por
lo que siempre siguen siendo necesarias las definiciones extraordinarias para
precisar los sentidos, afianzar la certeza en los fieles y evitar las sutilezas
de la herejía.
No podemos renunciar a estas denominaciones porque son
usuales entre los teólogos, pero advirtamos que se prestan a confusión,
especialmente en nuestro caso; porque el concilio ecuménico es órgano extraordinario del
magisterio supremo y en este sentido podría decirse «extraordinario» de manera
global a todo su magisterio; pero no todos sus actos son infalibles por modo
extraordinario y algunos pueden ser infalibles por el modo que hemos llamado
ordinario, como explicamos más adelante. Guardamos entonces estos nombres en su
sentido más estricto como calificativos de la infalibilidad y no de otra cosa.
En cuanto a la naturaleza de los criterios que buscamos,
señalemos primero su característica general: guardan un modo humano.
El magisterio eclesiástico obra como órgano o instrumento de Jesucristo; de
allí que, si bien tiene esencialmente un modo divino, pues conduce
infaliblemente a la verdad; adquiere, sin embargo, accidentalmente un modo
humano al ser ejercido por medio de hombres y para hombres que peregrinan
todavía en la fe. Por eso los criterios para juzgar el magisterio eclesiástico son análogos a
los criterios para juzgar los maestros puramente humanos. Demos, entonces, los
criterios que deben guiar al teólogo para juzgar el valor de las sentencias de
un concilio ecuménico, yendo – como conviene – de más a menos: primero, los
criterios para juzgar qué pertenece al magisterio infalible extraordinario,
luego al infalible ordinario y por último al simplemente auténtico.
El Concilio Vaticano I definió los criterios para juzgar
cuándo se da el magisterio infalible extraordinario del Papa solo,
criterios establecidos considerando la naturaleza misma del ejercicio
magisterial; pues bien, como el magisterio del concilio ecuménico “goza de la
misma infalibilidad que las definiciones ex cathedra del
Romano Pontífice” [2], los criterios para juzgarlo son análogos, con la única
diferencia que no se trata de una persona física sino de una persona
moral : la asamblea conciliar. Los criterios, entonces, miran cuatro
aspectos:
● En cuanto al sujeto, el Concilio debe ser legítimo,
efectivamente convocado, presidido y confirmado por el Papa para poseer en
potencia la autoridad magisterial suprema; y para ejercerla en
acto debe expedirse en cuanto tal.
● En cuanto a la materia, debe tratarse de una doctrina “de
fide vel moribus”; aunque el magisterio, como dijimos, sólo se ejerce en
materia que guarda conexión necesaria con la Revelación, de modo directo
(objeto primario) o indirecto (objeto secundario), la Constitución Pastor
aeternus no incluye a la conexión misma como criterio porque no
siempre es manifiesta.
● En cuanto a los oyentes, debe dirigirse la enseñanza a
la universalidad de los fieles: no a alguna diócesis o persona en
particular, ni tampoco a los que no hacen profesión de fe católica.
● En cuanto a la intención, la sentencia debe ser
propuesta para que los fieles la reciban como infaliblemente cierta: con fe
divina, si el objeto es Revelado; excluyendo la posibilidad de error si sólo es
materia conexa con el Depósito de la fe. Esta intención debe ser manifiesta, ya
por el texto, ya por el contexto; y debe juzgarse more humano,
según los modos y costumbres de un recto magisterio.
Un Concilio ejerce el magisterio infalible por
modo ordinario en aquellas sentencias que, aunque consideradas en
sí mismas no alcanzan manifiestamente las características señaladas
para el magisterio infalible extraordinario; consideradas, sin embargo, en
relación con las enseñanzas anteriores de los Concilios y de los
Papas, o con la enseñanza de la universalidad de los obispos en sus diócesis, o
con la creencia universal de los fieles, sí alcanzan características análogas a
las cuatro señaladas.
Todo el resto del magisterio de un Concilio ecuménico
legítimo que se ejerce en cuanto tal y que no alcanza el grado manifiesto de
infalible por modo extraordinario, es magisterio simplemente auténtico.
Que no sea infalible no quiere decir que no esté asistido por el Espíritu
Santo; pero esta asistencia no es plena y se da según diversos grados – este es
un punto de gran importancia pero difícil y poco estudiado por los teólogos –.
En cuanto a los criterios para determinar el grado de asistencia, y por lo tanto
de autoridad, que debe reconocerse en este magisterio, hay que
considerarlos more humano según los mismos cuatro aspectos:
● Por parte del sujeto. La autoridad de un concilio
depende primera y principalmente de la manera como el Papa compromete en él su
autoridad, la que en la realidad de los hechos puede ser muy diversa y difícil
de precisar: puede confirmar unos actos y no otros; puede aprobarlos en un
grado mayor o menor.
● Por parte de la materia. Según el modo humano de
conocer, sólo se puede tener total certeza en materia universal,
mientras que la certeza es menor o sólo hay probabilidad cuando la materia es
más concreta; por lo tanto, salvo que se advierta lo contrario, la
autoridad del magisterio simplemente auténtico se compromete más o menos en la
medida en que la materia es más o menos universal. Además, como normalmente la
certeza se alcanza después de diligente investigación, el magisterio
eclesiástico suele comprometer más o menos su autoridad según el grado de madurez que
va alcanzando una doctrina en la Iglesia.
● Por parte de los oyentes. Hay auditorios más exigentes
para los que el maestro debe hablar con mayor precisión y otros que lo son
menos; así entonces compromete más su autoridad una declaración del Papa ante
los obispos y doctores que un sermón a los fieles.
● Por parte de la intención. Una misma proposición
materialmente idéntica puede ser propuesta por el maestro con diversas especies
de intención magisterial: como pregunta o problema, como sentencia cierta o
como opinión más o menos probable. Esta intención puede quedar manifiesta por
el contexto, como ocurre en los aspectos hasta ahora considerados; pero puede
también ser explícitamente significada por palabras: quizás, seguramente,
ciertamente; o por gestos: permitiendo o condenando la sentencia contraria.
En materia
de criterios se puede cometer error acentuando de manera excesiva ya el
carácter divino del magisterio eclesiástico, ya el carácter humano. La
exageración del aspecto divino lleva a maximizar la infalibilidad,
dejando poco margen al magisterio simplemente auténtico; éste es el error que
hoy cometen, por una parte, el «sedevacantismo» y por otra – si se nos permite
el término –, el «ecclesiadeismo». La exageración del aspecto humano lleva
a minimizar la infalibilidad; error cometido, de un lado, por el
«neomodernismo» actual y de otro, por lo que podríamos llamar el
«tradicionalismo crítico». Todos estos errores tienen, en nuestra opinión, una
raíz común: la homogeneización del magisterio simplemente
auténtico. Dado que este modo del
magisterio es, por definición, no infalible, se lo pone todo en bloque en el
género de la opinión, sin tener suficientemente en cuenta la gran diversidad
que pueden tener sus grados. Las sentencias en materia universal propuestas
por el magisterio sin alcanzar claramente las notas de la infalibilidad pero
enseñadas, sin embargo, con gran solemnidad – como ocurre con muchas encíclicas
–, gozan de tanta seguridad que no tiene importancia teológica decidir si son o
no infalibles. Y por el contrario, los discursos ocasionales de un Papa, que no
dejan de clasificarse como magisterio auténtico, tienen sin embargo una
autoridad prácticamente igual a la de su magisterio como doctor privado, al
modo de los sermones de San León o San Gregorio Magno [3].
Puestos los principios universales para
juzgar un acto de magisterio conciliar, pasemos ahora a la premisa menor: cómo
se ejerció de hecho la autoridad en el Concilio Vaticano II.
Cómo se ejerció el magisterio en el Concilio Vaticano II
El ejercicio del magisterio en un concilio depende formal
y últimamente del modo como el Romano Pontífice compromete en él su propia
autoridad. Ahora bien, en el Concilio Vaticano II, Juan XXIII y Pablo VI
adoptaron una actitud liberal, atando las fuerzas tradicionales y
desatando las modernistas. En consecuencia, el magisterio conciliar respondió
substancialmente, tanto en el modo como en el contenido, a las influencias del
neomodernismo liberal, algo hasta entonces nunca visto en la Iglesia. Este
hecho, que comenzó de manera abrupta y, a la vez, solapada y estridente desde
el inicio mismo del Concilio, fue sincerándose luego gradualmente en
declaraciones e instituciones. Por eso cuarenta años después se hace fácil
explicar lo que en la confusión del momento sólo entendieron los más
clarividentes.
La
«transfiguración liberal» de la autoridad se dio de manera abrupta con el
Concilio porque la naturaleza misma de estas asambleas ofreció la ocasión,
tanto por el modo colegiado de ejercer la autoridad suprema como por el
propósito reformador que justifica su convocación. Pudo ocurrir de manera solapada
y estridente, cualidades aparentemente contrarias, porque, como los sucesores
de San Pío X no continuaron con el penoso trabajo de arrancar las malas
hierbas, hace tiempo que el trigo tradicional y la cizaña liberal crecían en la
Iglesia en ambientes diferentes evitando el contacto, llegando a conformar dos
lenguajes tan diversos que pocos llegaban a conocer el del adversario; de esta
manera los Papas conciliares, de extracción liberal pero «bilingües», pudieron
hablar y obrar de manera claramente entendida y estridentemente aplaudida por
la facción modernista, dejando sin embargo en la confusión y perplejidad a la
mayoría tradicional.
La
preparación del Concilio fue tradicional, porque no podía ser de otro modo en
una Curia hecha al antiguo régimen. Pero cuando Juan XXIII abre a sus hermanos
en el episcopado las puertas de San Pedro, ha comenzado a ser efectivamente
liberal. En su discurso inaugural lo anuncia claramente, aunque en lenguaje
codificado: Los liberales acusaban a los concilios de ser condenatorios,
pesimistas, escolásticos y causantes de división; el Papa anuncia un concilio
de inspiración carismática, con una visión optimista de la modernidad, a la que
no va a condenar sino, por el contrario, de la que tomará su lenguaje, y con
una finalidad de unificación ecuménica. Anuncia, en fin, el primer concilio
liberal en la historia de la Iglesia. Y no sólo queda en palabras: permite
graciosamente que todos los esquemas preparatorios vayan a la basura; impone
silencio a la Curia, cuya vieja voz ya no responde a la mente nueva de los
Papas conciliares; abre puertas y ventanas a los peritos de la nueva teología,
a los observadores de las falsas religiones, a los embajadores de la masonería
y del comunismo, al periodismo vocero del mundo – es el primer concilio que no
se aísla para deliberar –. Pablo VI sellará esta transfiguración con el solemne
gesto de la deposición de la tiara papal. Cuidado, no se trata de una simple
dimisión de la autoridad, ni siquiera de una debilitación; es un giro hacia el
modo democrático exigido por el liberalismo y, como se sabe, no hay peor tirano
que el liberal.
El
pensamiento del modernismo, como el del gnosticismo de todos los tiempos, es
simple y pobre, pero presume de profundo gracias a la bruma de confusión que lo
envuelve. Nos parece que para comprender suficientemente la manera como
entiende y ha ejercido su autoridad el Concilio, basta considerar tres puntos:
el «sensus fidei», el «diálogo» y el «pluralismo».
● La
doctrina tradicional del sensus fidei le ha servido a la nueva
teología para justificar el inmanentismo moderno en conceptos que escaparan a
la letra de la Pascendi. Lumen gentium realiza el
giro democrático afirmando que el Espíritu Santo no inspira primero a la
jerarquía y por medio de ella a los fieles, sino que inspira inmediatamente a
la universalidad de los creyentes – aún a los no católicos –. Esta doctrina se
engarza en la del sacerdocio común, más general pero menos digerible para la
doctrina tradicional.
● Si sólo
la jerarquía es inspirada – como quiere la doctrina tradicional –, el método
para guardar la Iglesia en la verdad es el magisterio propiamente dicho; pero
si lo son un poco todos, el método que se impone es el diálogo.
Esta nueva metodología, canonizada por Pablo VI en Ecclesiam suam,
concede un lugar de privilegio al neoteólogo, quien aparece como
inspirado mediador entre el mudo Pueblo de Dios – que siente pero
no se sabe expresar – y una jerarquía cuya función es unificar el sentir común.
● Pero para no caer en fundamentalismos y volver a la
guerra de religiones, no hay que pretender una excesiva unificación doctrinal –
gran pecado de los demás concilios –; por eso hay que promover el pluralismo cultural.
Este principio halla su justificación última en la doctrina de la inadecuación del
lenguaje para expresar la realidad, que desde Kant inhabita en el pensamiento
moderno [4]. En el idioma conciliar se traduce en el axioma de «la
inadecuación de las fórmulas dogmáticas».
Como
dijimos, estas ideas sostenidas en los documentos conciliares, no fueron letra
muerta sino que explican el efectivo ejercicio de la autoridad en las
tumultuosas sesiones del Concilio. La nueva concepción del sensus fidei exigió
que en el Concilio participara toda la humanidad. La dinámica del diálogo pedía
una actitud de respeto en la jerarquía al pensamiento moderno y los documentos
conciliares terminaron redactados por los peritos de la nueva teología, quienes
llegaron a ser – según el entonces Cardenal Ratzinger – “verdaderos maestros de
la Iglesia e incluso maestros de los obispos” (en la presentación de la
instrucción Donum veritatis). El respeto del pluralismo inauguró la
ambigüedad que quedará como sello característico del nuevo magisterio.
Terminado
el Concilio, la nueva mentalidad se hará institución en la transformación de la
Curia, especialmente con la nueva Congregación para la Doctrina de la fe y en
la plaga de las comisiones “oficiales pero no jerárquicas”, como la Comisión
Teológica Internacional y las diversas comisiones de diálogo ecuménico, que
institucionalizan la función de los teólogos como mediadores del diálogo entre
la cumbre y la base.
Conclusión
La conclusión nace de considerar la premisa menor: el
ejercicio concreto de la autoridad conciliar, a la luz de la mayor: los
criterios universales para valorar el magisterio. Concluimos, en primer lugar,
que en el Concilio Vaticano II
no se dio magisterio infalible extraordinario; porque falta, por lo
menos, la intención de proponerlo como tal. Este punto no parece ofrecer mayor
discusión porque no sólo faltó la intención explícita de imponer ninguna
sentencia doctrinal, sino que – respondiendo a la mentalidad liberal –
explícitamente se manifestó la intención de no imponer ninguna doctrina con
infalibilidad. Queda entonces valorar el Concilio como magisterio simplemente
auténtico, respecto a lo cual llegamos a una doble conclusión.
El
magisterio conciliar no pudo comprometer su autoridad divina más que
en grado ínfimo. Señalamos más arriba
que la autoridad divina o, lo que es lo mismo, la asistencia del Espíritu Santo, no se compromete de igual manera en
los diversos actos de magisterio auténtico, pudiendo ir de casi plena a casi
nula; y estos grados deben ser juzgados a la manera de los demás magisterios
humanos. Pues bien, considerando la modalidad liberal que los Papas quisieron
darle al ejercicio de la autoridad en el Concilio, debemos concluir que la
asistencia no puede ser mayor que lo mínimo, por las siguientes razones:
● Quien busca alcanzar la verdad por el diálogo, no
pretende enseñar como maestro, porque el diálogo propiamente dicho se opone al
magisterio como a su contrario [5]. Ahora bien, el liberalismo de los Papas conciliares los
llevó a ponerse ante los obispos en actitud de diálogo y a poner el Concilio en
diálogo con la Iglesia, las religiones y el mundo. No hubo, por lo tanto,
ejercicio del magisterio formal y explícito.
● Es más, como la versión neomodernista del sensus
fidei enseña que la voz del Pueblo es la voz de Dios y que esta voz
habla por boca de los neoteólogos, la dinámica liberal impresa en el Concilio
puso a los «peritos» como “maestros de los obispos” – esto no es una sospecha
sino un hecho patente que en su momento fue denunciado y que en estos años de
Simposio hemos comprobado hasta la saciedad, viendo cómo los documentos
conciliares están animados por una doctrina que, a la víspera del Concilio,
sólo era conocida en los círculos más bien cerrados de la nueva teología –.
Ahora bien, el Espíritu Santo no asiste a los teólogos sino a la jerarquía. Por
lo tanto, si ésta no se apoya en la autoridad de su propio carisma sino que,
invirtiendo el orden, se hace discípula de la nueva ciencia, el magisterio que
resulta de tal asamblea poco tiene de divino.
Este vicio que afectó el Concilio – y sigue afectando el
magisterio posterior – implica, entonces, un defecto esencial que destruye las
cuatro notas de discernimiento, por efecto dominó, de la última a la primera:
● En cuanto a la intención, porque el Concilio no quiso imponer
un magisterio sino proponer un diálogo.
● En
cuanto a los oyentes, porque en el diálogo debía intervenir toda la humanidad y
entonces dirigió su voz no sólo a los fieles católicos “sino a todos los
hombres” (Gaudium et spes n.2).
● En cuanto a la materia, porque en su voluntad de
diálogo, el Concilio aceptó opiniones modernas que no proceden de la Revelación
sino de la Revolución.
● En cuanto al sujeto, porque sumisos al diálogo, los
Papas no confirmaron el Concilio subordinándolo a su carisma personal, in
persona Christi, sino subordinándose ellos al sensus fidei,
obrando entonces in persona Populi Dei y, en cierta
manera, in persona Humanitatis.
El
magisterio conciliar no sólo carece de autoridad, sino que es reprobable. En la medida en que el magisterio simplemente auténtico
no está asistido por el Espíritu Santo, en esa misma medida debe ser juzgado
según los criterios con que se juzgan los doctores privados. Pío XII, por
ejemplo, mereció gran autoridad científica como teólogo privado, y sus
discursos ocasionales valen más por su autoridad personal que por la autoridad
asistida, que es ínfima. Dado, entonces, que el vicio liberal quita al Concilio
la seguridad de la asistencia divina, hay que juzgarlo como se juzgan las
conclusiones de cualquier congreso de teólogos. Pero, como dijimos, es claro
que la doctrina que anima los documentos conciliares responde a la de la nueva
teología, condenada repetidas veces por los Papas anteriores de manera general
por su intrínseco relativismo. Por lo tanto, la doctrina conciliar no sólo carece de valor como magisterio
simplemente auténtico, no solamente está exenta de autoridad simplemente
teológica, sino que es en su conjunto reprobable, al menos por estar impregnada
del relativismo del pensamiento moderno, puesto de manifiesto en la deliberada
ambigüedad de su lenguaje.
Como corolario inmediato, hay que decir que las
declaraciones conciliares no pueden contribuir en nada al modo
ordinario del magisterio, pues el vicio que las afecta impide vincularlas a
las declaraciones del magisterio auténtico anterior. Si hay una página, por dar
un ejemplo, que parece reafirmar y hacer progresar la enseñanza tradicional es,
justamente, la que trata de la autoridad del magisterio jerárquico, en el n.25
de Lumen gentium. ¿Podemos al menos rescatar este texto? No, por
cierto, porque en el capítulo anterior este mismo documento ha subordinado el
oficio jerárquico al sensus fidei, lo que obliga a entender la
doctrina del n.25 de manera muy distinta a lo enseñado por el Vaticano I.
Además, la misma noción de infalibilidad se desdibuja al sostener que las
fórmulas dogmáticas son siempre inadecuadas para expresar el misterio revelado,
permitiendo siempre un cierto pluralismo.
Terminamos nuestra exposición expresando el vehemente
deseo que este Simposio por los cuarenta años del Concilio Vaticano II declare
solemnemente la nulidad del magisterio conciliar. Porque la ingente
multitud de nuestros trabajos ha probado que su doctrina está pervertida por el
ángulo que se la mire, y es incoherente y hasta escandaloso que tratemos así
sus textos sin dejar bien claro que no podemos considerarlos de ninguna manera
magisterio auténtico.
[1] Cf. nuestro
artículo L’infaillibilité du «sensus fidei» selon le concile Vatican II,
en las actas del Segundo Simposio de París, pág. 141.
[2] Esquema De
Ecclesia, preparatorio al Vaticano II.
[3] Un vicio
frecuente entre los teólogos es el de utilizar indistintamente como argumentos
de igual autoridad, por ejemplo, una encíclica doctrinal de Pío XII y uno de
sus discursos de ocasión.
[4] Pablo VI,
exhortación Paterna cum benevolentia, 8-12-1974 : “Admitimos
el hecho de que un equilibrado pluralismo teológico encuentra
fundamento en el mismo misterio de Cristo, cuyas inescrutables riquezas superan
la capacidad de expresión de todas las épocas y de todas las
culturas”.
https://nonpossumus-vcr.blogspot.com/2017/01/p-calderon-la-autoridad-doctrinal-del.html#more
