“Se puede afirmar con certeza que In unitate fidei es el enésimo
desastre teológico y eclesial, animado por un propósito siniestro: la promoción
de un falso ecumenismo como trampolín hacia una religión mundial única”.
por ALDO
MARIA VALLI
La Carta
apostólica “In unitate fidei”, publicada en el 1700º aniversario del primer
Concilio de Nicea, es el enésimo intento de los usurpadores modernistas de
unirse a toda secta herética “cristiana” a expensas de la Verdad revelada por
Cristo a su única Iglesia.
Aunque
León pueda presentarla como una noble reafirmación del Credo
niceno-constantinopolitano y como una invitación a los cristianos a renovar su
propia fe, el texto revela diversos errores teológicos, eclesiales y
pastorales.
Como de
costumbre, el texto refleja una orientación teológica posconciliar ambigua que
se aparta de modo significativo de la claridad, de la precisión y del
sobrenaturalismo del magisterio de la Iglesia anterior al Concilio Vaticano II.
Uno de
los temas más recurrentes de “In unitate fidei” es la descripción de la fe
cristiana como “camino” y “encuentro” con Jesucristo. La carta afirma, por
ejemplo, que los cristianos están “llamados a caminar juntos, custodiando y
transmitiendo… el don recibido” (n. 1). Este lenguaje, aunque pastoralmente
atractivo, desplaza el enfoque de la fe del asentimiento intelectual y
doctrinal respecto a la revelación hacia una dinámica más subjetiva y
relacional. En otras palabras, el énfasis se pone en las sensaciones agradables
de la experiencia.
La fe es
ante todo un acto del intelecto: el acto de creer las verdades divinas
reveladas por Dios, sobre la base de la autoridad de Dios. Esta comprensión
está profundamente arraigada en la enseñanza magisterial de la Iglesia, como en
la Dei Filius (Concilio Vaticano I), que define la fe como “el
asentimiento de la voluntad a lo que es revelado por Dios a través de la
Iglesia”, recibido por el intelecto. Cuando la fe se presenta principalmente como
un “encuentro” relacional, subvierte el contenido objetivo de la revelación, la
autoridad del dogma y la necesidad de una formación doctrinal.
En el documento hay un fuerte énfasis antropocéntrico: sobre la dignidad humana, sobre el patrimonio compartido y sobre el deseo humano. La carta invoca frecuentemente el “camino” de la humanidad, su “búsqueda” y su “fragilidad” (por ejemplo, nn. 3, 6). El hombre es Dios y es el centro de la nueva religión.
La
teología católica tradicional atribuye gran importancia a la naturaleza caída
de la humanidad y a la necesidad de la gracia divina para la salvación. Los
catecismos clásicos y los documentos magisteriales anteriores al Vaticano II
subrayan no solo la dignidad de la persona humana, sino también la esclavitud del
pecado. En “In unitate fidei”, en cambio, las referencias al pecado, al
arrepentimiento y a las rigurosas exigencias de la justicia divina son
prácticamente inexistentes. Es la teología hippy que proclama la presencia
amorosa de Dios, oscureciendo la realidad de la necesidad de una profunda
conversión y redención por parte de la criatura.
Un
elemento sorprendente de la carta es el repetido llamamiento a la misericordia
de Dios. La misericordia es, con razón, central en la doctrina cristiana, pero
en el documento se presenta a menudo casi excluyendo la justicia divina. Este
desequilibrio es característico de la teología modernista, en la cual el amor y
el perdón de Dios son enfatizados, mientras que su santidad, su justicia y la
gravedad del pecado quedan en un segundo plano o completamente minimizados.
La
tradición católica ha enseñado constantemente que Dios es misericordioso y
justo en medida perfecta. El acto redentor de Cristo no es simplemente una
expresión de misericordia; es también un acto de justicia, que reconcilia a los
pecadores a través del sacrificio, la expiación y la aceptación de la ley
divina. Los creyentes, por tanto, no son sutilmente animados a presumir de la
misericordia de Dios sin un correspondiente sentido de responsabilidad, arrepentimiento
y necesidad de transformación.
En “In
unitate fidei” se hace repetidamente referencia al “caminar juntos”, al
“diálogo” y a un “camino” que la Iglesia debe recorrer unida. En la sección 4,
la carta subraya la “unidad” no solo en la fe sino en el “camino”, y subraya el
papel de la sinodalidad. Esta eclesiología –en la que la sinodalidad es casi
constitutiva– se opone completamente a la concepción católica clásica,
jerárquica y jurídica de la Iglesia. En la doctrina tradicional, la Iglesia es
ante todo el Cuerpo místico de Cristo, una sociedad jerárquica de institución
divina, gobernada por el papa y los obispos con una estructura clara.
Utilizando
el lenguaje típicamente sinodal e insertándolo en el corazón teológico y
eclesial de su reflexión, la carta, como todo otro documento emanado hoy del
Vaticano, redefine la naturaleza de la Iglesia. Una vez más, la carta rebaja la
estructura sobrenatural y jerárquica en favor de una visión más horizontal y
procesual.
La carta
apostólica subraya con fuerza también las preocupaciones sociales, como la
injusticia, la guerra, la pobreza y los “desequilibrios” en el mundo, que para
la iglesia sinodal son obviamente mucho más importantes que las preocupaciones
referentes al destino eterno del alma. Mientras la Iglesia ha enseñado siempre
una doctrina social arraigada en la dignidad de la persona humana, la nueva
carta enmarca su llamamiento principalmente en términos humanos: solidaridad,
cuidado de los pobres, responsabilidad ecológica.
Esta
visión social es legítima pero incompleta si no se arraiga en la realeza de
Cristo, en la ley moral objetiva y en el destino sobrenatural del hombre. El
documento privilegia la doctrina social y el puro humanitarismo respecto del
fin sobrenatural de la vida cristiana, que es la unión eterna con Dios.
Aunque In
unitate fidei está dedicada al Credo, su lenguaje permanece
extraordinariamente pastoral y narrativo. En lugar de reafirmar definiciones
dogmáticas precisas, habla de la fe en general, de la experiencia humana, del
camino común y de la importancia de la oración.
Una
profesión de fe —sobre todo si está vinculada al 1700.º aniversario de Nicea—
debería repetir la claridad doctrinal del Credo niceno-constantinopolitano, de
las definiciones conciliares y de la tradición catequética preconciliar. La
ausencia de una nítida corrección o reafirmación doctrinal deja abiertas
ambigüedades interpretativas que podrían ser explotadas en ambientes teológicos
ya permeados de confusión.
Entre los
pasajes teológicamente más problemáticos de In unitate fidei, el
verdadero escollo se encuentra en la sección final, n.º 12. Este segmento está
centrado en la unidad respecto a la doctrina. Aquí se afirma que para “ejercer
este ministerio de modo creíble” [“…para ser testigos y constructores de paz en
el mundo…”, he aquí de nuevo la utopía materialista], la Iglesia debe “caminar
juntos hacia la unidad y la reconciliación entre todos los cristianos”. Esta
formulación señala un cambio radical en la eclesiología. La doctrina
tradicional enseña que la unidad no es un objetivo a perseguir, sino una
realidad divina ya presente en la sola Iglesia católica, el Cuerpo místico de
Cristo. La Iglesia no camina hacia la unidad con otros grupos cristianos; más
bien, aquellos que están separados de ella deben volver a la unidad que han
abandonado. Representar a todos los cristianos como coperegrinos en camino
hacia una futura unidad compartida refleja una teología posconciliar de la
convergencia, no la enseñanza perenne católica según la cual la única Iglesia
fundada por Cristo posee ya plena unidad de fe, culto y gobierno.
Este
cambio se hace aún más pronunciado cuando la carta afirma que el Credo niceno puede
servir como “fundamento y principio guía” de este camino ecuménico. Aunque el
Credo es esencial, no puede constituir una base suficiente para la unidad
eclesial, ya que la unidad católica se funda en la plenitud de la verdad
revelada, no solo en los principios fundamentales articulados en el siglo IV.
La Iglesia, con el tiempo, ha definido doctrinas concernientes al papado, los
sacramentos, los dogmas marianos, la moral y la naturaleza misma de la Iglesia.
Estas verdades no son añadidos opcionales, son dogmas vinculantes. Proponer el
Credo niceno como fundamento práctico de la unidad reduce sutilmente la
doctrina católica a un mínimo común denominador compartido con protestantes y
ortodoxos, marginando así las definiciones dogmáticas posteriores y minando la
solemne autoridad magisterial de la propia Iglesia.
El texto
prosigue afirmando que el Credo ofrece un “modelo de verdadera unidad en la
legítima diversidad”, expresión ambigua y teológicamente peligrosa. La teología
tradicional reconoce la legítima diversidad en los ritos, en las lenguas, en
las costumbres devocionales y en algunas escuelas teológicas, pero nunca en el
dogma o en el culto público. Dejando el término indefinido, el documento
implica que la diversidad doctrinal es aceptable siempre que se compartan
algunas creencias fundamentales. Esta reinterpretación de la “diversidad”
concuerda con el espíritu del ecumenismo moderno, pero diverge de la enseñanza
constante de la Iglesia según la cual la unidad en la doctrina es esencial y no
negociable.
Aún más
preocupante es el lenguaje trinitario usado para justificar esta visión
ecuménica: “Unidad sin multiplicidad es tiranía, y multiplicidad sin unidad es
desintegración. La dinámica trinitaria no es dualista, como una dicotomía o/o, sino más bien un vínculo que
implica un y: el Espíritu Santo es el
vínculo de unidad que adoramos junto con el Padre y el Hijo…”. Esta es una
aplicación profundamente errónea del misterio de la Trinidad. La vida interior
de Dios no es un modelo sociológico del pluralismo. La unidad de Dios no es
“tiránica”, ni las Personas divinas sirven como metáfora teológica para
equilibrar la diversidad con la autoridad centralizada. La teología clásica
limita rigurosamente las analogías que involucran a la Trinidad para evitar precisamente
este tipo de reinterpretación simbólica o política. Invocando “dinámicas”
trinitarias para justificar una eclesiología horizontal de la diversidad, el
texto mina de nuevo la claridad metafísica y proyecta preocupaciones modernas
sobre el misterio divino.
El
lenguaje relacional de la carta, según el cual la Trinidad rechaza las
“dicotomías o/o” y representa en cambio un “y” que vincula, es característico
de los estilos teológicos contemporáneos que enfatizan la relacionalidad y el
proceso por encima de definiciones dogmáticas precisas. Los Padres de Nicea no
construían la doctrina utilizando categorías como “dicotomía” y “dinámica”.
Definían sustancia, persona, generación y procesión, términos de precisión
metafísica. El paso a una vaga terminología relacional representa un
alejamiento de la claridad y la estabilidad de la teología clásica,
sustituyéndola por un imaginario fluido más apto para el sentimiento ecuménico
que para la exposición doctrinal.
Incluso
cuando el texto hace una afirmación teológicamente correcta —que el Espíritu
Santo es el vínculo de unidad en la Trinidad— aplica esta verdad en un sentido
modernista. En la eclesiología tradicional, el Espíritu une a la Iglesia por
medio de los elementos visibles y jerárquicos establecidos por Cristo: el
papado, el episcopado, los sacramentos y el magisterio. Pero aquí la unidad
parece ser presentada como algo que el Espíritu realiza directamente entre
grupos cristianos dispares, pasando por encima del acuerdo doctrinal y de la
estructura jerárquica. Esta perspectiva eleva un sentido místico de unidad por
encima de la unidad visible y doctrinal que para la Iglesia siempre ha sido
esencial.
La
afirmación más inquietante de todo el pasaje, sin embargo, es la exhortación a
“dejar atrás las controversias teológicas que han perdido su propósito”. Esto
plantea un interrogante inquietante: ¿cuáles controversias? ¿El Filioque?
¿El primado papal? ¿La sucesión apostólica? ¿La transubstanciación? ¿La
justificación? ¿Los dogmas marianos? Cada una de estas llamadas controversias
ha dado origen a enseñanzas infalibles definidas por la Iglesia bajo la guía
del Espíritu Santo. La verdad dogmática nunca pierde su propósito. Hablar como
si los conflictos doctrinales —muchos de los cuales separan a los católicos de
los protestantes y de los ortodoxos— hubieran de algún modo quedado atrás
significa proponer una especie de relativismo doctrinal. Aquí el papa
modernista sinodal, o su ghostwriter, deja entrever que la verdad
evoluciona o se vuelve irrelevante con el tiempo, una noción explícitamente
condenada por el magisterio preconciliar.
La última
sugerencia, según la cual los cristianos deberían perseguir “una comprensión
común” y “una oración común al Espíritu Santo”, invierte aún más el orden
tradicional. Según la enseñanza católica perenne, la unidad de fe es el
presupuesto para la unidad de culto, no al contrario. El papa Pío XI condenó
los servicios de oración interreligiosos e interconfesionales precisamente
porque la unidad no puede alcanzarse mediante la oración compartida; tal
oración presupone la unidad doctrinal. El pasaje trata la oración como un
método para alcanzar la unidad, mientras que la tradición católica insiste en
que la oración expresa y profundiza la unidad ya existente.
En
conjunto, esta sección presenta una teología ecuménica que se aparta de la
tradición católica en varios puntos: redefine la unidad como un objetivo futuro
en lugar de una realidad presente de la Iglesia católica; minimiza las
diferencias dogmáticas reduciendo la unidad al Credo niceno; confunde la
legítima diversidad con la pluralidad doctrinal; abusa de la teología
trinitaria para sostener una eclesiología pluralista moderna; propone abandonar
las controversias dogmáticas pasadas y sugiere que la oración puede crear
unidad sin conversión. El efecto acumulativo es el de sustituir la invitación
tradicional de la Iglesia a los hermanos separados a volver a la única
verdadera Iglesia por una visión de convergencia mutua dentro de un
cristianismo compartido y en evolución.
En conclusión, se puede afirmar con certeza
que In unitate fidei es el enésimo desastre teológico y eclesial,
animado por un propósito siniestro: la promoción de un falso ecumenismo como
trampolín hacia una religión mundial única.
