Por MONS.
CARLO-MARIA VIGANÒ
Dios ha
otorgado esa soberanía a su Hijo Unigénito, como atestiguan con frecuencia las
Sagradas Escrituras.
En
sentido general, San Pablo afirma que Dios ha constituido a su Hijo «heredero
de todo» (Heb. 1,2). Por su parte, San Juan corrobora en muchos pasajes de su
Evangelio lo que dice el Apóstol de los Gentiles; por ejemplo, cuando recuerda
que «el Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo el poder de
juzgar» (Jn.5,22). De hecho, la prerrogativa de administrar justicia
corresponde al Rey, y quien la tiene la tiene porque está investido de poder
soberano.
La
realeza universal que el Hijo ha heredado del Padre no se debe entender
meramente como la herencia eterna mediante la cual, en su naturaleza divina, ha
recibido todos los atributos que lo hacen igual y consustancial a la Primera
Persona de la Santísima Trinidad en la unidad de la esencia divina.
La
realeza también se le atribuye a Jesucristo de un modo especial en tanto que es
verdadero hombre, el Mediador entre los Cielos y la Tierra. Es más, la misión
del Verbo Encarnado consiste precisamente en establecer el Reino de Dios en la
Tierra. Observamos que cuando la Sagrada Escritura habla de la realeza de Jesús
se refiere sin asomo de duda a su condición humana.
Él se
presenta ante el mundo como el hijo del rey David, en nombre del cual viene a
heredar el trono de su Padre, que se extiende hasta los confines de la Tierra y
se hace eterno, por los siglos de los siglos. Así fue cuando el arcángel San
Gabriel anunció a María la dignidad del Hijo: «Darás a luz a un Hijo, a quien
pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará
el Señor Dios el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob por los
siglos de los siglos, y su reino no tendrá fin» (Lc.1,31-33). No sólo eso; los
Magos que vienen de Oriente para adorarlo lo buscan como a Rey: «¿Dónde está el
Rey de los judíos que acaba de nacer?» (Mt.2,2) La misión que el Padre Eterno
confía al Hijo en el misterio de la Encarnación consiste en fundar el Reino de
Dios en la Tierra, el Reino de los Cielos. Al fundar este Reino se concreta la
inefable caridad con que Dios ama a todos los hombres desde la eternidad
atrayéndolos misericordiosamente a Él: «Dilexi te, ideo attraxite,
miserans». «Con amor eterno te amé; por eso te he mantenido
favor» (Jer. 31:3).
Jesús
consagra su vida pública a proclamar y establecer su Reino, al que unas veces
se llama Reino de Dios y otras Reino de los Cielos. Con arreglo a la costumbre
oriental, Nuestro Señor expone unas fascinantes parábolas para inculcar el
concepto y la naturaleza del Reino que ha venido a instaurar. Sus milagros
tienen por objeto convencer de que su Reino ya ha venido; se encuentra en medio
de las personas. «Si in digito Dei eiicio daemonia, profecto pérvenit in
vos regnum Dei»: «Si expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que
el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc.11,20).
Hasta tal
punto ha absorbido la misión de Jesús instaurar este Reino que sus enemigos
aprovecharon la idea para justificar las acusaciones que le hicieron ante el
tribunal de Pilatos: «Si sueltas a Ése, no eres amigo del César; todo el que se
hace rey va contra el César» (Jn.19,12). Corroborando la opinión de sus
enemigos, Jesucristo confirma al gobernador romano que es verdaderamente Rey:
«Tú dices que soy Rey» (Jn.18,37).
REY EN EL
VERDADERO SENTIDO DE LA PALABRA
Es
imposible poner en duda el carácter real de la obra de Jesucristo. Es Rey.
Ahora bien, nuestra fe exige que entendamos bien el alcance y sentido de la realeza del Divino Redentor. Pío XI rechaza desde el primer momento el sentido metafórico por el que calificamos de Rey y de real todo lo que hay de excelente en una manera humana de ser o de comportarse. No; Jesucristo no es Rey en sentido metafórico. Es Rey en el sentido propio de la palabra. En las Sagradas Escrituras Jesús aparece ejerciendo las prerrogativas reales de una autoridad soberana, dicta leyes y manda castigos para los transgresores. Se puede decir que en el famoso Sermón de la Montaña promulgó la Ley de su Reino. Como verdadero soberano, exige obediencia a sus leyes so pena de nada menos que la condenación eterna. Y también en la escena del Juicio que anuncia para el fin del mundo cuando el Hijo de Dios venga a juzgar a vivos y muertos: «Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria (…) separará a unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos (…) Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre” (…) Y dirá a los de la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno (…) E irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt.25,31 ss.)
Considerarlo
así basta para comprender lo vital que es identificar claramente dónde está el
Reino de Jesucristo en la Tierra, ya que nuestro destino eterno depende de
pertenecer o no a su Reino. Decimos aquí en la Tierra porque el hombre se hace
en este mundo merecedor de premio o de castigo en la vida eterna. Por tanto, en
la Tierra los hombres tienen que entrar en el inefable Reino de Dios e
integrarse a él; Reino que es a la vez temporal y eterno, porque se forma en
este mundo y alcanza su plenitud en el Cielo.
LA
SITUACIÓN ACTUAL
El furor
del Enemigo, que detesta el género humano, se desata en primer lugar contra la
doctrina de la realeza de Cristo, porque la realeza está unida a la persona de
Nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero Hombre. El secularismo del siglo XIX,
fomentado por la Masonería, ha conseguido reorganizarse con una ideología aún
más perversa, pues no sólo ha extendido la negación de los derechos del
Redentor a la sociedad civil, sino también al Cuerpo de la Iglesia.
Esta
ofensiva se consumó con la renuncia por parte del Papado al concepto mismo de
la realeza vicaria del Romano Pontífice, introduciendo con ello en la propia
Iglesia las exigencias de la democracia y el parlamentarismo que ya se habían
utilizado para socavar las naciones y la autoridad de los gobernantes. El
Concilio Vaticano II debilitó en gran medida la monarquía pontificia como
consecuencia de haber negado implícitamente la divina realeza del Eterno Sumo
Sacerdote. Al hacerlo asestó un golpe maestro a la institución que hasta
entonces se había mantenido como muralla defensiva contra la secularización de
la sociedad cristiana. La soberanía del Vicario quedó menoscabada, y a ello
siguió la paulatina negación de los derechos soberanos de Cristo sobre su
Cuerpo Místico. Cuando Pablo VI depositó
la tiara, haciendo alarde de ello, como si abdicara de su sagrada monarquía
vicaria, despojó también a Nuestro Señor de su corona, reduciendo la realeza de
Jesús a un sentido meramente esjatológico. Prueba de ello son los
significativos cambios introducidos en la liturgia de la festividad de Cristo
Rey y el traspaso de ésta al final del año litúrgico.
El objeto
de dicha fiesta, la celebración del Reinado Social de Cristo, ilumina también
su puesto en el calendario. En la
liturgia tradicional tenía señalado el último domingo de octubre, con la que la
festividad de Todos los Santos, que reinan por participación, estaba precedida
por la fiesta de Cristo, que reina de pleno derecho. Con la reforma litúrgica
aprobada por Pablo VI en 1969, la festividad de Cristo Rey se trasladó al
último domingo del año litúrgico, borrando con ello la dimensión social del
Reinado de Cristo y relegándola a una dimensión puramente espiritual y
esjatológica.
¿Se
dieron cuenta todos los padres conciliares que aprobaron con su voto Dignitatis
humanae y proclamaron la libertad de culto de Pablo VI de que en la
práctica lo que hicieron fue derrocar a Nuestro Señor Jesucristo despojándolo
de su corona y de su reinado en la sociedad? ¿Entendieron que claramente habían
destronado a Nuestro Señor Jesucristo de su dominio divino sobre nosotros y
sobre el mundo entero? ¿Comprendieron que al hacerse portavoces de naciones
apóstatas hicieron subir a su trono estas execrables blasfemias: «No queremos que reine sobre nosotros»
(Lc. 19,14) y «no tenemos más rey que al
César» (Jn.19, 15)? Pero Él, en vista de la confusa algarabía de aquellos
insensatos, apartó su espíritu de ellos.
Quien no esté cegado por prejuicios no puede
menos que ver la perversa intención de minimizar la festividad instituida
por Pío XI y la doctrina que ésta expresa. Destronar a Cristo, no sólo en la
sociedad sino también en la Iglesia, es el mayor crimen con el que se ha podido
manchar la jerarquía, incumpliendo su misión de custodia de la enseñanzas del
Salvador. Consecuencia inevitable de semejante traición ha sido que la
autoridad otorgada por Nuestro Señor al Príncipe de los Apóstoles haya
desaparecido sustancialmente. Lo hemos visto confirmado desde la proclamación
del Concilio, cuando la autoridad infalible del Romano Pontífice fue
deliberadamente excluida en favor de una pastoralidad que ha
creado las condiciones para se hagan formulaciones equívocas gravemente
sospechosas de herejía, cuando no descaradamente heréticas. Con lo que no sólo
nos vemos acosados en el plano de lo civil, en el que durante siglos las
fuerzas de las tinieblas han rechazado el dulce yugo de Cristo e impuesto la
odiosa tiranía de la apostasía y el pecado a las naciones, sino también en el
ámbito religioso, en el que la Autoridad se derriba a sí misma y niega que el
Dios Rey deba reinar también sobre la Iglesia, sus pastores y sus fieles.
También en este caso el dulce yugo de Cristo es sustituido por la odiosa
tiranía de los novadores, que con su autoritarismo no diferente de sus
equivalentes seculares imponen una nueva doctrina, una nueva moral y una nueva
liturgia en las que la sola mención de la realeza de Nuestro Señor se considera
una molesta herencia de otra religión, de otra Iglesia. Como dijo San Pablo, «Dios les envía un poder engañoso para que
crean la mentira» (2 Tes.2,11).
No es
sorprendente, pues, que así como en el plano secular los jueces subvierten la
justicia condenando a inocentes y absolviendo a culpables, los gobernantes
abusan de su poder oprimiendo a los ciudadanos, los médicos incumplen el
juramento de Hipócrates haciéndose cómplices de quienes fomentan la propagación
de las enfermedades y transforman a los enfermos en pacientes crónicos, y los
maestros no enseñan a amar el conocimiento sino a cultivar la ignorancia y
manipulan ideológicamente a sus alumnos, también en el corazón de la Esposa de
Cristo hay cardenales, obispos y sacerdotes que escandalizan a los fieles con
su reprensible conducta moral, difunden herejías desde los púlpitos, promueven
la idolatría celebrando a la Pachamama y el culto a la Madre Tierra en nombre
de un ecologismo de clara matriz masónica y en total consonancia con el plan
disolvente ideado por el mundialismo. «Ésta
es vuestra hora, el poder de las tinieblas» (Lc.22, 53). Se diría que ha
desaparecido el katejón, si no contáramos con las promesas de
nuestro Salvador, Señor del mundo, de la historia y de la propia Iglesia.
CONCLUSIÓN
Y sin
embargo, mientras ellos destruyen, nosotros tenemos la dicha y el honor de
reconstruir. Y hay una dicha todavía mayor: una nueva generación de laicos y
sacerdotes participan ardorosamente en esta labor de reconstrucción de la
Iglesia para la salvación de las almas. Lo hacen bien conscientes de sus
debilidades y miserias, pero también dejando que Dios se sirva de ellos como
dóciles instrumentos en sus manos: manos útiles, manos fuertes, las manos del
Todopoderoso. Nuestra fragilidad pone de relieve más todavía que se trata de
una obra del Señor, y más cuando esa fragilidad humana va acompañada de
humildad.
Esa humildad debería llevarnos a instaurare
omnia in Christo, empezando por el corazón de la Fe, que es la oración
oficial de la Iglesia. Volvamos a la liturgia que reconoce a Nuestro Señor el
primado absoluto, al culto que los novatores adulteraron ni más ni menos que
por odio a la Divina Majestad a fin de exaltar con soberbia a la criatura
humillando al Creador, afirmando su derecho a rebelarse contra el Rey en un
delirio de omnipotencia y proclamando su non serviam contra la
adoración debida a Nuestro Señor.
Nuestra vida es una guerra: la Sagrada
Escritura nos lo recuerda. Pero es una guerra en la que sub Christi
Regis vexillis militare gloriamur (Postcomunión de la Misa de Cristo
Rey), y en la que tenemos a nuestra disposición armas espirituales muy potentes
y contamos con un despliegue de fuerzas angélicas con las que no puede ninguna
fortaleza de la Tierra o del Infierno.
Si
Nuestro Señor es Rey por derecho de herencia (por ser de linaje real), por
derecho divino (en virtud de la unión hipostática) y por derechos de conquista
(al habernos redimido con el Sacrificio de la Cruz), no debemos olvidar que en
el plan de la Divina Providencia este Divino Soberano tiene a su lado a Nuestra
Señora y Reina, su augusta Madre María Santísima. No puede haber realeza de Cristo sin la dulce y maternal realeza de
María, la cual nos recuerda San Luis María Griñón de Montfort que es nuestra
Mediadora ante el Trono de la Majestad de su Hijo, ante el que se encuentra
como Reina que intercede ante el Rey.
El
triunfo del Rey Divino en la sociedad y en las naciones parte de que ya reina
en nuestros corazones, almas y familias. Que reine también Cristo en nosotros,
y junto con Él su Santísima Madre. Adveniat regnum tuum: adveniat per Mariam.
Marana
Tha, Veni Domine Iesu ! ¡Ven, Señor Jesús!
+ Carlo
Maria Viganò, arzobispo
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