El debate por la confesionalidad del Estado despuntó a fines del año
pasado por dos iniciativas para reformar la Constitución Nacional y la de Santa
Fe. La doctrina de la Iglesia codificada por Pío XI es clara y su olvido trajo
consecuencias ruinosas.
Por AGUSTIN
DE BEITIA
En el mes de
diciembre de 1925, en el cuarto año de su pontificado, el papa Pío XI publicó
su sexta carta encíclica, Quas Primas, dedicada a instaurar la
fiesta de Cristo Rey. Achille Ratti (1857-1939), llamado el “papa de las
encíclicas” porque terminó escribiendo más de una treintena, quería con este
nuevo texto resaltar el carácter de esa realeza de Cristo y su doble
dominio, espiritual y temporal. La enseñanza de este pontífice pronto sería
dejada de lado, olvidada y luego hasta contestada por muchos católicos que han
llegado a convencerse de que la fe no debe salir de la esfera privada, tal como
exige ese laicismo que este documento se proponía frenar.
A cien años
de la redacción de aquella encíclica, sus advertencias conservan, por tanto,
una vigencia asombrosa.
Volver a ese
documento tiene aún más sentido desde nuestra atribulada Argentina, donde la
confesionalidad del Estado es puesta otra vez en entredicho por reformas que,
según se anticipa, buscarían remover algunos de los pocos vestigios formales
que aún quedan de la fe católica en nuestra Constitución Nacional, como así
también en la Carta Magna de la provincia de Santa Fe.
En el caso
nacional, trascendió que en una reunión entre oficialistas se planteó la
posible derogación del artículo 2 de la Constitución, donde se afirma que “el
gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”. La difusión de
los audios dio lugar a una fugaz polémica en las redes sociales.
En el caso
de Santa Fe el proyecto para reformar el artículo 3 de la Carta Magna está más
avanzado y recibió el aval -por increíble que esto sea- del propio Arzobispado.
En efecto, el arzobispo Sergio Fenoy y el obispo auxiliar Matías Vecino,
sostuvieron que “la provincia no es, ni puede ser, de ninguna manera católica”
y pidieron “reconocer a la Iglesia dentro de la pluralidad, sin privilegios”.
UN ERROR
COMUN
¿Hay razones
para oponerse a estas iniciativas? ¿O acaso Iglesia y Estado deben ser asuntos
separados, como se reclama con insistencia? ¿Debe la fe replegarse a la
esfera interior? Y en ese caso, ¿es lógico que así sea? Debajo de
estas dudas que abrigan no pocos católicos asoma una cierta idea de que aquello
que debe primar es la convivencia y el respeto por los no católicos,
expresiones de un “buenismo” que ha hecho suyo por desgracia nuestra ruinosa
jerarquía eclesiástica.
La lectura
de Quas Primas deja al descubierto la inmensidad de este
error. Pío XI, a quien le tocó conducir la Iglesia católica en el turbulento
período de entre guerras, empieza remitiendo a su primera carta pastoral, Ubi
arcano Dei consiglio, donde ya dedicaba unos puntos al reinado de
Jesucristo y a desarrollar el principio que se convertiría en lema de su
pontificado Pax Christi in regno Christi (la paz de Cristo en
el reino de Cristo).
El punto de
partida del documento es, precisamente, la constatación de la falta de paz; es
decir, se trata de una observación del estado en que se encontraba el mundo en
aquel momento de principios del siglo pasado.
Retomando lo ya expresado en su primer texto, Pío XI señala que “las calamidades que abruman y afligen al género humano” -o el “diluvio de males” que sufre el mundo, como también lo llama-, se debe al alejamiento personal, familiar y de los gobernantes de Cristo y de su ley santísima. Es este alejamiento el que hace a los hombres “correr hacia la ruina y la muerte por entre incendios de odio y luchas fratricidas”, dice de modo elocuente.
Por tanto,
puede ya empezar a entreverse una primera razón por la cual llama a buscar
la “restauración” (reparemos en la palabra) del reinado de
Jesucristo: para hallar la ansiada paz. O, dicho de otro modo: no puede
esperarse la paz sin restaurar ese reinado. Una aseveración que está en línea
con su predecesor san Pío X y su lema Instaurare omnia in Christo que
era un programa de restauración.
En Quas
Primas -una encíclica que hoy sorprendería por lo breve,
compacta y densa- Pío XI explora el concepto de la realeza de Cristo,
empezando por su doble sentido: el figurado o metafórico y el propio o
estricto. Según el primero es que se dice que Cristo reina en las
inteligencias, en la voluntad y en los corazones. Pero en sentido propio,
Jesucristo tiene -por su consustancialidad con el Padre- el mismo
imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.
El Papa
demuestra luego cómo fue esbozándose esta doctrina desde muy antiguo y para
ello ofrece un condensado repaso que va desde el Antiguo al Nuevo Testamento,
desde los salmos y profetas, hasta el Concilio de Nicea y la liturgia.
Tras ese
repaso, Pío XI recuerda que la Iglesia es “el reino de Cristo en la
tierra, destinado a extenderse a todos los hombres y todas las naciones”.
FUNDAMENTO
El pontífice
sigue a San Cirilo de Alejandría para explicar que el fundamento de esa
realeza se encuentra en la unión hipostática y en la redención: lo
primero demuestra que Cristo tiene potestad sobre la creación universal y, en
consecuencia, debe ser adorado como Dios por los ángeles y por los hombres, y
asimismo unos y otros están sujetos a su imperio y lo deben obedecer
también en cuanto hombre. Y lo segundo viene a señalar que Cristo también
impera sobre todos nosotros por derecho de conquista, un derecho adquirido a
costa de Su preciosa sangre para nuestra redención.
A
continuación, el pontífice explica que esta realeza tiene una triple
potestad: legislativa (como reflejan los santos
Evangelios), judicial (porque el Padre no juzga a nadie, sino
que todo el poder de juzgar se le dio al Hijo) y ejecutiva (porque
todos deben obedecer sus mandatos y la rebeldía trae consigo castigos a los que
nadie puede sustraerse).
Una vez
expuesto ese fundamento, queda por ver si esa realeza es sólo espiritual, que
es el meollo de la actual confusión.
Pío XI
confirma en su encíclica que ese reinado de Cristo es principalmente
espiritual y se refiere a cosas espirituales, cosa que por otra parte
el mismo Cristo proclamó. “En efecto -dice el pontífice sin ambages-, cuando
los judíos, y aún los mismos apóstoles, imaginaron erróneamente que el Mesías
devolvería la libertad al pueblo y restablecería el reino de Israel, Cristo les
quitó y arrancó esta vana imaginación y esperanza”.
Por lo
tanto, es cierto que no puede confundirse el Reino de Cristo con ningún reinado
temporal ni identificarse tampoco con ningún ordenamiento humano.
Sin embargo,
aclara Pío XI en un tramo de su texto que resulta central para lo que estamos
analizando, “incurriría en un grave error el que negase a la
humanidad de Cristo el poder real sobre todas y cada una de las
realidades sociales y políticas del hombre, ya que Cristo como hombre ha
recibido de su Padre un derecho absoluto sobre toda la creación, de tal manera
que toda ella está sometida a su voluntad”.
Podrá
objetarse válidamente que fue el propio Cristo el que le respondió al
gobernador romano: “Mi reino no es de este mundo”.
Pero, frente
a esta objeción, el pontífice también ofrece una respuesta: así como Cristo se
abstuvo de ejercer ese poder mientras vivió en la tierra, y despreció durante
ese tiempo la posesión y el cuidado de las cosas humanas, “así también
permitió, y sigue permitiendo, que los poseedores de ellas las utilicen”.
Y para mayor
abundancia, el Santo Padre recuerda que “no quita los reinos mortales
el que da los celestiales”, como dice el Himno de Epifanía Crudelis
Herodes.
Más aún:
citando a León XIII, explica que el imperio de Cristo se extiende “no
sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que, por haber
recibido el bautismo, pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los
tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende
también a cuantos no participan de la fe cristiana, de tal manera que bajo
la potestad de Jesús se halla todo el género humano”.
Y,
finalmente, recuerda algo que resulta insoslayable: que Cristo es la
fuente del bien público y privado.
EXIGENCIA
A partir de
esta exposición argumental se comprende mejor el consejo que ofrece a
continuación: “No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones a dar
por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia
al imperio de Cristo”.
La razón de
tal consejo queda más clara, y revela toda su gravedad, hacia el final del
texto: “Porque la dignidad de la realeza de Cristo exige que toda
república se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos en
la labor legislativa, en la administración de la justicia y, finalmente, en la
formación de las almas juveniles en la sana doctrina y en la rectitud de
costumbres”.
De lo
anterior se deduce que procurar la conformidad del orden social a la ley de
Dios, favorecer que las enseñanzas evangélicas impregnen la
conducta de los Estados, es un principio de justicia hacia el Creador, pero
también hacia el propio hombre. Y esto último porque, si la fuente del bien
público y privado es Dios, y sólo de El procede la prosperidad y felicidad de
individuos y naciones, luego tal obediencia redundará en el bien común.
OTRO REINADO
Sostener lo
contrario, es decir, aceptar que el Estado y la fe sean asuntos separados, o
propiciar la libertad religiosa, como acaban de hacer penosamente los obispos
santafecinos, lo único que consigue es abrir más y más espacio a lo
opuesto de este reinado de Cristo, que es una “ateocracia”, como bien
recuerda el monje benedictino español fray Santiago Cantera, teólogo e
historiador medievalista, siguiendo en este punto al autor francés
Charles-Humbert La Tour du Pin.
De esa ateocracia,
que rechaza la soberanía de Dios y lo excluye del ordenamiento legislativo y
jurídico, para reivindicar la soberanía del hombre, no puede esperarse otra
cosa que la destrucción de la armonía en la sociedad, el imperio de la fuerza,
la deformación de las almas de los jóvenes y la infiltración de la mentalidad
disolvente que hoy campea en las naciones dentro de los hogares cristianos.
La
reivindicación de la soberanía del hombre lleva a otro equívoco sobre el
ejercicio del poder. Pío XI recuerda lo que hoy ya no se quiere admitir: que,
si bien se permite a las autoridades civiles que ejerzan el poder, es
como poder delegado por Cristo.
“Si los
gobernantes reconocen que ejercen el poder no por derecho propio, sino como
mandato y representación del Rey divino, harán un uso recto y santo de su
autoridad y respetarán el bien común y la dignidad humana de los gobernados,
mientras que éstos les obedecerán por ser imagen de la autoridad de Cristo: de
ahí que se aseguren una justa libertad y un orden tranquilo, con una concordia
pacífica que supere los conflictos sociales y una fraternalmente a los
hombres”, expone el pontífice.
ORIGEN DE LA
DERIVA
La confusión
actual de tantos católicos, convencidos de que ese reinado es sólo espiritual,
se explica porque entre los tiempos de Pío XI y el presente ha corrido mucha
agua bajo el puente. La doctrina del reinado social de Jesucristo dejó
de predicarse desde hace tiempo y los teólogos, para conservar la paz,
fueron cediendo a la tentación de justificar una cierta separación entre el
poder eclesiástico y el político.
Un siglo atrás,
la Iglesia podía todavía confiar en que, aun bajo un régimen democrático, los
católicos podrían gravitar en las decisiones de una república por ser mayoría.
Hoy, con la descristianización tan avanzada, ni el sistema está dispuesto a
permitir tal gravitación ni, a decir verdad, los católicos la buscan más,
porque -por ignorancia, debilidad, compromisos o cálculo- han perdido de vista
el sentido que tenía tal cosa.
Quas Primas, un gran
documento a la vez teológico, social y político que expresa la doctrina
del Magisterio de la Iglesia sustentada sobre la Sagrada Escritura, ayuda a
recobrar aquel sentido.
Con él, Pío
XI quiso introducir en la divina liturgia la fiesta de Cristo Rey para que no
sólo el clero sino también el pueblo rindiera testimonio de obediencia
y devoción y para que, una vez instruido, “emprendiera un género de
vida que fuera verdaderamente digno de los que anhelan servir amorosa y
fielmente a su Rey, Jesucristo”. Por desgracia, la disminución vertical de la
asistencia a misa conspira hoy, también, contra ese fruto deseado por el
pontífice.
Pero haber
ignorado hasta hoy las lecciones de esta encíclica, considerada la más
importante de aquel pontificado, haberlas dejado de lado por conveniencia
diplomática, sólo favoreció que el laicismo al que este Papa ya describía
como “una peste” se esparciera con más rapidez, ayudando a
erigir ese reinado impío que se va adueñando del mundo.
De continuar
soslayando estas valiosas enseñanzas sólo puede esperarse un agravamiento de
los males ya entrevistos por Pío XI. Pero varias preguntas seguirán en pie para
todos los católicos, y sobre todo para aquellos que actúan en política. ¿La
dignidad de la realeza de Cristo exige o no exige que las repúblicas se ajusten
a los principios cristianos? Y los políticos, ¿deben o no deben dar por sí
mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al
imperio de Cristo? ¿Tiene esto o no tiene consecuencias? La pregunta, en
definitiva, es si para ellos Cristo ¿reina o no reina?
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