Por ABELARDO PITHOD (1932-2019)
En Revista
«En Marcha», Año 1, n°4 – Abril 1972 – Mendoza, Argentina.
Sobre el “problema de la actitud profunda que debe asumir
el «patriota» frente al hecho cierto de la situación «desesperante» de la
sociedad actual, en la que se encuentra sumida, por supuesto, la propia patria”.
Una tensión desgarradora
caracteriza al militante: debe trabajar «como si» hubiera alguna esperanza.
Pero como trabajar así es casi imposible (psicológicamente), aquel que no tenga
motivos para «esperar contra toda esperanza», o sea heroicamente, es de
inmediato presa del conflicto. Por otra parte, «esperar contra toda esperanza»
sólo puede tener sentido en el ámbito sobrenatural, en el que la heroicidad de
la espera consiste en que, aunque todo tenga un final catastrófico (el aparente
abandono de Dios a sus elegidos, la persecución o la muerte), aunque todo
parezca perdido, sabemos ciertamente que todo está salvado. Al contrario, en el
terreno de la acción temporal no hay garantía absoluta de que realmente todo no
esté perdido. Es evidente que no existen motivos de optimismo. Más aún: no es
impensable un final apocalíptico para nuestro tiempo presente y con él para
todos nuestros esfuerzos temporales. En tal circunstancia, que es la de hoy ¿en
qué se fundará la acción del militante?
Porque toda acción no puede
fundarse sino en la esperanza.
A la inversa, es evidente la proliferación de esperanzas ilusorias o míticas a las que se entregan los que no resisten el desgarramiento del conflicto. Es imposible aceptar que todo esté perdido y seguir viviendo. La existencia sin sentido es impensable aún biológicamente. Médicos y psiquiatras lo atestiguan. Gente que se deja morir, gente que no quiere sanar porque su vida no tiene sentido. También entre los animales se lo comprueba. Frente a la pérdida de sentido, quedan tres opciones: la desesperación (y la muerte); la búsqueda de sucedáneos a la verdadera esperanza, que es la esperanza cierta, (sucedáneos, ersatz o evasivos como la fe en el progreso, la conversión del mal objetivo en bien probable, tal como cuando se dice «después de todo a lo mejor es para bien el derrumbe actual de los valores porque quién sabe qué surgirá de allí (!), o la confianza en «el cambio» –sin saber su rumbo–; y por último, la tercera opción, la única para el militante: Esperar contra toda esperanza, cuya validez, repitámoslo, sólo se da a nivel sobrenatural.
La conclusión es clara: si la
acción del patriota o militante no puede hoy fundarse de algún modo en esa
tercera opción y por lo tanto vincularse a la esperanza sobrenatural, no hay
modo de fundar su acción temporal. Este es el problema teológico del
patriotismo –de siempre, pero particularmente de hoy.
Pero lo más grave es que dicha
esperanza sobrenatural se está tornando heroica.
Los tiempos modernos fueron
haciéndose cada vez más difíciles para el cristiano, pero hoy el derrumbe
interior de la Iglesia (su autodemolición en palabras de Pablo VI) vuelven
apocalíptica la coyuntura –cuyo signo es la apostasía generalizada–. Esto no
significa necesariamente la proximidad temporal del fin de los tiempos, pero sí
su proximidad estructural. Dicho de otro modo, que la historia comienza a
estructurarse apocalípticamente. ¿Es el principio del fin o retrocederemos a
tiempo frente al abismo? Es el secreto de Dios. Basta percatarnos de que la
estructura es apocalíptica y de que en tal situación la salvación se hace
dificilísima. Hasta los elegidos –si fuera posible– se perderían, dice el
Señor.
En tal circunstancia la
tensión será máxima y la respuesta a ella exigirá una fortaleza suprema y una
esperanza heroica.
Es obvio. Es ley psicológica
que cuanto la esperanza (motivación) es segura, el esfuerzo (tensión) es
mínimo. Cuando aquélla es nula, el esfuerzo se aproxima al límite. Tal la
situación a la que nos introducimos. En esto son definitivos los análisis de
Pieper (El fin de los tiempos) y Guardini (El Ocaso de la Edad Moderna), y
nuestro Castellani (Cristo ¿vuelve o no vuelve?, El apocalipsis, etc.).
Por ello hoy el militante va
entrando en el anonadamiento de la soledad y la incomprensión total, porque son
pocos lo que no adoptan las otras opciones (desesperación o ilusión), círculo
vicioso que se estrecha, pues mientras menos son los que resisten más
irresistible se hace el mal. La situación del militante fiel es peor que la del
revolucionario (también inicialmente incomprendido por la mayoría), pues éste
tiene la compensación de sentirse dueño del futuro. La Revolución consiste
precisamente en eso: en la ilusión de poseer el futuro.
El fenómeno típico del
apocalipsis es la apostasía general, lo que, justamente, torna la situación
«desesperante», como calificamos arriba al tiempo actual. Este carácter
desesperante reside tanto en que «objetivamente» las cosas
estén muy mal cuanto en que la defección general hace casi
imposible una adecuada reacción y así se estrecha el círculo. Esta soledad es
tan terrible como el propio mal que se sufre.
La característica de la
apostasía general como propia del apocalipsis podría, pues, haberse profetizado
«naturalmente».
Sin embargo, como todo este
análisis reposa sobre el supuesto del diagnóstico pesimista de la situación
actual, calificada como desesperante, y como es imposible convencer a nadie que
no lo vea así, de que realmente lo es, debemos partir de la aceptación de ese
supuesto. No se puede convencer a quien no lo vea, sencillamente porque se
trata de una «visión». La visión hace presente al espíritu un conjunto
simultáneo y estructurado, que cobra sentido inserto en un marco de referencia.
La argumentación no puede lograr este carácter, sino que construye penosamente
paso a paso, ninguno de los cuales es decisivo por sí. Como cuando se discute
sobre el progreso o decadencia del mundo actual. Los datos son tan complejos y
fluidos que se estructuran de modo diverso, guiados más bien por factores
subjetivos que objetivos. Incluso por factores afectivos como la inclinación
pesimista y optimista. Los marcos de referencia –por otra parte– son decisivos
para que la percepción cobre sentido. Pues bien, nuestro tiempo nos impone
tales marcos que es muy difícil escapar a una configuración que no sea
optimista. En efecto, el mito del progreso que está en el trasfondo de nuestras
conciencias, hace que hasta los mayores males del siglo resulte muy difícil
percibirlos como tales y que conmuevan nuestra irrebatible confianza «en el
futuro». Esta fe irracional es esquizofrénica y esquizofrénica es nuestra
época. Absurdo sería pretender convencer a un loco argumentando. Partimos,
pues, de que se admita, al menos en principio, como posible la configuración
apocalíptica de estos tiempos y como posible el que todo termine
catastróficamente.
Aunque todo, por cierto, en
otro sentido –el sobrenatural– esté garantido: «las puertas del infierno no
prevalecerán...» «¡Yo estaré con vosotros hasta el final...!».
Así pues, convenido este punto
de radicalidad de nuestro marco referencial, podemos pasar, en concreto, a ver
qué sucede con nuestro pobre militante.
Sí; el lema de “esperar contra
toda esperanza” es el que cuadra a nuestro militante. El cristiano confía de
ese modo a nivel sobrenatural, pero necesita como militante otra esperanza,
necesita confiar en su obra temporal; nosotros que como racionalistas hemos
asumido en primer lugar el «compromiso temporal» como compromiso con la Patria,
debemos poder confiar en ella.
Los militantes nacionalistas
cristianos confiamos en la Patria porque nos la ha dado Dios. Él la quiso y la
amó primero. Su Providencia la hizo posible para nosotros. Él la predestinó.
Quiso su existencia. Y Dios quiere sólo por Amor. La quiso y la amó. Por eso
los militantes nacionalistas cristianos confiamos en la Patria porque esperamos
en la Providencia.
Es verdad que la virtud de la
esperanza es virtud teologal, es decir que su objeto es Dios. Es verdad que en
sentido propio no hay «esperanza terrenal» (ella es el constitutivo formal
propio de la herejía progresista). Pero hay una parte de la virtud de
la esperanza que es la confianza en Dios. A ella se remite alegremente el
militante, aún en el desastre. Por ella estamos ciertos que nada sucede sino
para nuestro bien –que si Dios permite el mal es capaz de sacar de él mayor
bien– y sobre todo que Dios nos oye y que nuestra oración es infalible. Dios no
falta a sus hijos, y si nosotros los hombres, que somos malos, no damos piedras
a nuestros hijos cuando nos piden pan, ni culebras cuando quieren un pez, ¿qué
no hará Él por los suyos –nosotros– siendo como es Bueno?
Dios no nos faltará; Él es
nuestra confianza absoluta y la alegría de nuestra milicia. Él está de nuestra
parte en la lucha por el bien auténtico de la Patria –la Patria que es el
cuerpo de la Ciudad de Dios– seguros de que nuestro mismo fracaso es prenda de
mayores bienes.
–¡Vosotros, los que tenéis
miedo de la bravura de nuestros enemigos, sabed que ellos pelean por mucho
menos!
Por cierto, nadie se llame a
engaño. Nuestra esperanza es oscura, como oscura es la luz de la fe en que se
funda. Por eso es virtud. Hay que alimentarla, sostenerla, dejarse guiar por
ella aún en la noche oscura, cuando sólo quede esperar contra toda esperanza.
«...sin otra luz ni
guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía»
San Juan de la Cruz.
Condiciones
de nuestra Esperanza
Y humanamente confiamos también en
la Patria. Confiamos, en primer lugar, porque la amamos. Podríamos detenernos a
explicar esta misteriosa asociación entre el amor y la esperanza, pero no hace
falta ninguna explicación a quien haya amado. A la vez, amamos la Patria, en
primer lugar, con un amor de misericordia. Tenemos «piedad» de ella. Por este
amor, comienza por dolernos la Patria. Nos duelen nuestros padres y nuestros
hijos. Los muertos traicionados y los hijos que esperamos y que no llegarán a
ser lo que soñamos. Los jóvenes viejos. Los viejos inmaduros. El hogar familiar
mancillado y dispersas sus cenizas por el viento... de la Historia, el nuevo Moloch
al que los hombres de este tiempo sacrificamos todo: fidelidades e ideas,
honores y amores. La nueva fe, el mito increíble lo traga todo. Al militante le
resulta muy difícil oponer entonces la razón que cuesta a la sinrazón que
arrastra y deberá luchar al mismo tiempo contra sus propias inclinaciones de
dejarse llevar y contra las presiones exteriores. Verá cerca de sí el fantasma
de la soledad que es la más temible compañía.
Para resistir deberá armarse con la coraza de la
fortaleza. Es fuerte el que tiene el fuego interior que lo alimenta y el que
vigoriza sus fuerzas con la lucha. Por eso el militante es un místico y un
asceta. Esta es la gran lección espiritual que nos dan hoy los materialistas,
mal que les pese. Un guerrillero viet-cong que da su vida por algo que no
entiende y que le han dicho que se llama el materialismo dialéctico, es un
atleta del espíritu. Es un místico y un asceta (con lo que demuestra de paso
que, desviadas de la verdad, hasta la fe, la mística y la ascética pueden ser
perversas, y no a la inversa como se cree a veces, que el que haya una mística
y una ascética prueba la bondad de la que las sostiene).
Si nosotros no tenemos otra cosa que ofrecer contra
tal embate que balas o dólares, los resultados están a la vista. No se da la
vida –en la paz día por día o en la guerra con la muerte– por el confort o el
nivel de vida, ni siquiera por miedo. La vida se da por amor o por odio (que es
el amor pervertido); en fin, no se da la vida por el cuerpo sino por el
espíritu que es capaz de someter el cuerpo hasta hacerlo instrumento contra sí
mismo. Los hombres carnales quieren salvar su vida; por eso mismo la pierden.
Pero el que da su vida, la salva. Nosotros la estamos perdiendo porque no la
damos. Otros la están ganando porque la pierden...
«Hay que arriesgar la
vida,
que no hay quien mejor la gane
que el que la da por perdida»
Santa Teresa.
Esperanza virtud heroica. Repitámoslo. Dos son hoy
las virtudes por las que nos salvaremos: la esperanza y la fortaleza. Esta se
funda en aquélla; aquélla necesita de ésta. Son las virtudes «apocalípticas»,
para cuando ya no se pueda esperar y cuando hasta los elegidos parezcan
perderse.
El militante que ignora estas cosas está perdido.
Será sólo un desesperado o un traidor. A la Patria no la rescataremos sino a
fuerza de esperar y de ser fieles. Evidentemente es un programa superior a
nuestras fuerzas. Pero para eso está Dios.
Fuente:
https://blogdeciamosayer.blogspot.com/2023/05/la-esperanza-virtud-heroica-abelardo.html