Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

domingo, 3 de noviembre de 2024

ENCÍCLICA DE FRANCISCO DILEXIT NOS : ¿EL SAGRADO CORAZÓN AL SERVICIO DE LA FRATERNIDAD UNIVERSAL MASÓNICA?

 

ENCÍCLICA DE FRANCISCO DILEXIT NOS:

¿El Sagrado Corazón al servicio de la fraternidad universal masónica?

  


 


P. FLAVIO MATEOS

 

 

“El tentador es el enemigo de nuestra alma y el amigo de nuestro corazón”.

Nicolás Gómez Dávila

 

 

El corazón que sigue dos caminos, no tendrá buen suceso”.

Eclesiástico 3, 28.

 

  

 In cauda venenum

 

Si uno lee por encima la nueva encíclica de Francisco, Dilexit nos, dedicada al Sagrado Corazón de Jesús[1], se encontrará sorprendido con una ristra de citaciones perfectamente católicas, muy bien escogidas, encomiables. Citas de grandes santos, y de los papas León XIII, Pío XI y Pío XII, que sin dudas son dignas de resaltar. Hay párrafos verdaderamente destacables. ¡Bravo! ¿Entonces, como afirman algunos católicos conservadores desde los medios de comunicación, Francisco ha vuelto al corazón? ¿Estamos pues ante una encíclica católica, que debemos elogiar, y que nos puede servir de guía para amar más y mejor al Sagrado Corazón de Nuestro Señor?[2] No, en absoluto. Hay que leerla entera, atentamente. Hasta el final. Porque, precisamente, aunque poco a poco se descubre para dónde rumbea el documento, en el final se descubre claramente el veneno. In cauda venenum.

Más bien hay que darse cuenta una vez más de la astucia de los modernistas, ya que “no dan puntada sin hilo”.

Recuérdese que ya San Pío X había alertado acerca de su modus operandi: “Muchos de sus escritos y de sus dichos parecen contradictorios, de modo que podría pensarse que vacilan inseguros. Pero se trata de una actitud deliberada, por el concepto que tienen de separación entre fe y ciencia. Por eso encontramos en sus escritos una página que un católico puede aprobar sin reservas, a la cual sigue otra que sólo cabe pensar que ha sido dictada por un racionalista. Cuando escriben sobre la historia, no hacen mención de la divinidad de Cristo, pero cuando predican la confiesan con toda claridad. En sus exposiciones históricas no tienen lugar ni los Concilios ni los Santos Padres, pero cuando explican el Catecismo los citan con todos los honores”.[3]

Desde entonces los modernistas (hoy denominados progresistas, conciliares y sinodales) han refinado mucho su sinuosidad para enredar sus pretensiones demoledoras en una argamasa de verbosidad interminable, de modo tal de cansar al lector sencillo, o enredar en una nube de palabras huecas, sonoras y retumbantes, al que bien intencionado espera lo mejor de quien debería hablar como “Vicario de Cristo”.

El pastel tiene buenos ingredientes, agradable aspecto, pero unas gotas de veneno lo hacen prohibitivo para nosotros. Pero, ¿podíamos esperar otra cosa de Francisco, el implacable demoledor de la Iglesia católica? ¿El impiadoso perseguidor de la Misa tradicional, ahora nos llama a amar según el Corazón de Jesús?

Desde luego, nuestro juicio intenta ser objetivo y en consonancia no sólo con lo que es todo el pontificado de Francisco, dentro del cual hay que inscribir esta encíclica, sino de la nueva teología y la nueva iglesia surgidas del Vaticano II. En esa nueva eclesiología, la encíclica bergogliana encuentra su justificación. Mientras que la causa final de la Iglesia católica es la gloria de Dios por la salvación de las almas, la causa final de la Iglesia conciliar es la unidad del género humano, obtenido por el diálogo interreligioso. A ello también apunta esta mirada sobre la devoción al Sagrado Corazón. Vamos a verlo.

 

La encíclica

 

Se percibe fácilmente que hay dos estilos en la encíclica. La primera parte y el final, descubren el estilo de redacción de Francisco, sentimental, berreta (si se nos permite el argentinismo) y con citas de autores nada ortodoxos ni católicos, como Martin Heidegger o el filósofo coreano-germano de moda. Una especie de lenguaje de “autoayuda” para abrirles las puertas a los lectores acostumbrados a la literatura de moda, condimentado con filosofía existencialista y algún guiño a doña Rosa.

El cuerpo central de la encíclica, en cambio, parece redactado por algún sacerdote conservador, que se tomó el trabajo de indagar a fondo en las diversas manifestaciones de almas privilegiadas, santas y santos que recibieron confidencias del Sagrado Corazón. Allí se encuentra lo más especioso y nutritivo de la encíclica. Pero a medida que uno lee, no puede menos que pensar que todos esos testimonios, que provienen de la historia y tradición de la Iglesia, son anteriores todos al concilio Vaticano II. Es decir, si por sus frutos se conoce el árbol, claramente aquellas almas santas se nutrieron de una Iglesia, de una misa y de unos sacramentos que ya no son los que proporciona hoy la neo Iglesia. Es algo que por lo menos da para pensar.

Pero entonces parece que se inmiscuye la pluma de Francisco nuevamente, para volvernos a la realidad de sus pretensiones “globalizantes”.

Así concluye la encíclica:

 “217. Lo expresado en este documento nos permite descubrir que lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común”.

Podemos, según creemos, circunscribir el problema de esta encíclica en tres puntos:

1- Una manipulación de la devoción al Sagrado Corazón para cumplir la agenda “universalista” –no católica- de las mencionadas encíclicas “sociales”, de sabor masónico.

2- Entronca eso con la pregonada “Civilización del amor” de Juan Pablo II.

3- Y se permite hacerlo mediante un recurso sutilísimo: darle un nuevo sentido a la “reparación”. Esto va en consonancia con la nueva teología del Vaticano II.

 

1-La devoción al Sagrado Corazón, nos lleva a cumplir mejor las encíclicas de la fraternidad bergoglianas.

 

Volvemos a la conclusión de la encíclica, donde habla claramente de su propósito:

“… lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común”.

Respecto de Laudato si, se ubica privilegiadamente en la agenda globalista que se opera desde los centros del poder mundial. Como decía el periódico The Remnant en unas líneas contundentes:

Es el último mamotreto verborreico del Papa, una encíclica que abraza el alarmismo en torno al «calentamiento global», hace un llamamiento a organismos internacionales para que vigilen el cambio climático y expresa líricamente la idea de que los humanos reconduzcan a los animales a Dios. En resumidas cuentas, es como si Al Gore, Carlos Marx y Teilhard de Chardin hubieran escrito una encíclica. Pero lo peor es que, como es obra de un papa, personas habitualmente cuerdas y racionales se la tomarán en serio. Por ejemplo, muchos neocatólicos que se habrían tomado a risa la Laudato Si si la hubiera escrito un Al Gore o un Joe Biden, hablan elogiosamente de ella. Pregonan a los cuatro vientos sus genialidades ocultas y citan frases de ella como si fueran valiosos dones de Dios. Hay momentos en que uno no puede menos que preguntarse si esas personas están en su sano juicio o tienen alguna convicción. No exagero si digo que está encíclica da vergüenza y que como católico me da bochorno que mi papa la haya promulgado”.

Vergonzante encíclica, sin dudas, que en la neo-iglesia se la toma como rectora de la nueva actitud “ecológica” que deben adoptar los católicos para ser buenos católicos, o sea, católicos-sustentables. Hasta se ha visto interpretar la encíclica mediante una danza, dentro de una iglesia de la vieja Europa (vieja, o más bien ga-gá).

En cuanto a Fratelli tutti, hasta la masonería perdió toda prevención y lanzó entusiasta su público reconocimiento:

« Hace ahora 300 años se produjo el nacimiento de la Masonería Moderna. El gran principio de esta escuela iniciática no ha cambiado en tres siglos: la construcción de una fraternidad universal donde los seres humanos se llamen hermanos unos a otros más allá de sus credos concretos, de sus ideologías, del color de su piel, su extracción social, su lengua, su cultura o su nacionalidad. Este sueño fraternal chocó con el integrismo religioso que, en el caso de la Iglesia Católica, propició durísimos textos de condena a la tolerancia de la Masonería en el siglo XIX. La última encíclica del Papa Francisco demuestra lo lejos que está la actual Iglesia Católica de sus antiguas posiciones. En Fratelli Tutti, el Papa abraza la Fraternidad Universal, el gran principio de la Masonería Moderna. ‘‘Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad’’, expresa abogando por una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite. Para la construcción de esa Fraternidad Universal, el Papa aboga por perseguir el horizonte de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ‘‘no suficientemente universales’’.

(Comunicado de El Oriente, la gran logia española)[4]

Bien la definía Mons. Viganò de este modo:

“Esta encíclica constituye el manifiesto ideológico de Bergoglio, su profesión de fe masónica, así como su candidatura a la presidencia de la religión universal, sierva del Nuevo Orden Mundial. Aunque tanta afirmación de acatamiento al pensamiento dominante le valga el beneplácito de los enemigos de Dios, corrobora el inexorable abandono de la misión evangelizadora que se ha encomendado a la Iglesia. Ya le habíamos oído decir en otra ocasión que «el proselitismo es una solemne tontería».

 

Así pues, el amor de Jesús nos lleva, según esta nueva encíclica a

 

-tejer lazos fraternos,

-reconocer la dignidad de cada ser humano, y

-cuidar juntos nuestra casa común.

 

Acostumbrados a la ambigüedad modernista, eso puede –si se tienen ganas- interpretarse católicamente. Pero, ¿son católicas las encíclicas que menciona Francisco como referentes de ese amor del Corazón de Jesús, que nos lleva a ponerlas en práctica? Ya hemos visto que no.

Pero esa mentalidad utopista se descubre también en los párrafos siguientes, así el 219, despachándose de paso, indirectamente, contra la “rígida” tradición católica:

 “La Iglesia también lo necesita, para no reemplazar el amor de Cristo con estructuras caducas, obsesiones de otros tiempos, adoración de la propia mentalidad, fanatismos de todo tipo que terminan ocupando el lugar de ese amor gratuito de Dios que libera, vivifica, alegra el corazón y alimenta las comunidades. De la herida del costado de Cristo sigue brotando ese río que jamás se agota, que no pasa, que se ofrece una y otra vez para quien quiera amar. Sólo su amor hará posible una humanidad nueva”.

Nuevamente estamos en terreno ambiguo. ¿Cuáles serían esas estructuras caducas y obsesiones de otros tiempos, en relación al Sagrado Corazón?

Y en el párrafo siguiente insiste con el plan universalista de hacer “un mundo mejor” (siempre la mirada naturalista que se queda en este mundo, y no mira hacia el otro):

“220. Pido al Señor Jesucristo que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno”.

En cuanto a lo de “reconocer la dignidad de cada ser humano”, es cierto que Cristo trajo una novedad al mundo:

170. Identificándose con los más pequeños de la sociedad (cf. Mt 25,31-46), «Jesús aportó la gran novedad del reconocimiento de la dignidad de toda persona, y también, y sobre todo, de aquellas personas que eran calificadas de “indignas”. Este nuevo principio de la historia humana, por el que el ser humano es más “digno” de respeto y amor cuanto más débil, miserable y sufriente, hasta el punto de perder la propia “figura” humana, ha cambiado la faz del mundo, dando lugar a instituciones que se ocupan de personas en condiciones inhumanas: los neonatos abandonados, los huérfanos, los ancianos en soledad, los enfermos mentales, personas con enfermedades incurables o graves malformaciones y aquellos que viven en la calle». [Decl. Dignitas infinita]

Sí, Nuestro Señor trajo la bienaventuranza a los pobres de espíritu, a los afligidos, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los más desfavorecidos. Pero una vez más hay que hacer las distinciones que no se ocupa de hacer la declaración citada de “Tucho” Fernández, “Dignitas infinita” del 8 de abril de este año.

Es bueno recordar que esa Declaración da como base de la defensa de la dignidad humana la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”, redactada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948. Es una obra doblemente masónica, la organización y al declaración. “Dignitas infinita” afirma basarse en la dignidad ontológica del hombre para, entre otras cosas, por ej. oponerse a la pena de muerte. Pero omite dos distinciones muy importantes.

-La primera distinción es que hay una triple imagen y semejanza de Dios en el hombre: 1) la de creación, por la que el hombre posee un ser espiritual, similar al de Dios, capaz de conocer y de amar. Esta imagen de Dios se encuentra en todos los hombres, pero, siendo de orden natural, no es suficiente para que el hombre alcance el fin que Dios le ha asignado, es sólo la base para una imagen más perfecta, que lo eleve al orden sobrenatural. 2) La segunda es la imagen de restauración o gracia, por la que el hombre se ve dotado de la vida divina, es decir, de la misma vida que vive Dios. Así fue en la justicia original, cuando el hombre fue creado en estado de gracia, y así sigue siendo en el estado de redención, en que el hombre puede recuperar esa imagen de gracia a través de los Sacramentos que le da la Iglesia. De allí que esta dignidad sólo la tienen los católicos. 3) La tercera imagen, que perfecciona la anterior, es la de gloria o semejanza, por la que el hombre posee la visión beatífica, quedando configurado con Dios perfectamente y para siempre. Esta dignidad, punto final de todas las dignidades del hombre, sólo la tienen los bienaventurados en el Cielo.

Sólo la segunda y tercera imagen otorgan al hombre su verdadera dignidad.

Lo errado en esa Declaración “Dignitas infinita” es que fundamenta la dignidad humana en la sola imagen de creación, con lo que ignora el orden sobrenatural de la gracia, es como decir que por el solo hecho de ser hombre, ya se tiene la gracia, en palabras de Juan Pablo II, «porque a cada hombre llega el misterio de la Redención, y con cada uno se ha unido Cristo para siempre a través de este misterio» (Juan Pablo II, Redemptor hominis 13). Esto se entiende cuando se recuerda que –predominantemente puesto en obra por el Novus Ordo Missae- el Vaticano II es un humanismo cristiano que tiende a hacerlo todo no A.M.D.G. sino A.M.H.G., “para la mayor gloria del Hombre”.

-La segunda distinción es entre dignidad ontológica y dignidad operativa.

El hombre sólo se hace merecedor de un premio o de un castigo por sus actos, buenos o malos. Por lo tanto no es la dignidad ontológica, común a justos y a impíos, la que da derechos al hombre, sino su dignidad operativa, que ya sólo es propia del hombre justo, por cuanto sólo él produce los frutos que exige su dignidad ontológica. Negar esto sería negar que al fin de nuestra vida seremos juzgados por Dios, de acuerdo a nuestras obras.

Siendo esto así, ¿debemos tener una actitud condenatoria, desdeñosa, despreciativa hacia los que no tienen la dignidad operativa de la gracia? De ningún modo, al contrario. Los hombres que, en esta vida, son paganos o viven en pecado mortal, viven indignamente; su dignidad operativa no se corresponde con su dignidad ontológica. Pero son hombres que aún pueden recibir la imagen de Dios por la gracia; y así la Iglesia les da un trato digno, no porque los valore en cuanto hombres, sino porque los valora como los hijos de Dios que aún pueden y deben ser.[5] De allí los esfuerzos que debemos hacer por convertirlos a la verdadera fe. Esa es la manera correcta de “reconocer la dignidad de cada ser humano”, no la manera de las Naciones Unidas y la libertad religiosa del Vaticano II.

Recordemos, finalmente, que esa “dignidad infinita” Francisco la ubica dentro de –sin explicitarlo, aunque eso lo ha hecho la masonería, como lo hemos visto- un encuadre masónico. Por eso dice tal declaración del Dicasterio para la doctrina de la fe, en su parágrafo 6:

“En realidad, concluye el Papa Francisco, «el ser humano tiene la misma dignidad inviolable en cualquier época de la historia y nadie puede sentirse autorizado por las circunstancias a negar esta convicción o a no obrar en consecuencia». En este horizonte, su encíclica Fratelli tutti constituye ya una especie de Carta Magna de las tareas actuales para salvaguardar y promover la dignidad humana”.

 

2- El Sagrado Corazón nos lleva a la “Civilización del amor” que pregonaba Juan Pablo II.

 

Ya bien avanzada la encíclica, Francisco introduce este tema:

80. Elhombre del año 2000 tiene necesidad del Corazón de Cristopara conocer a Dios y para conocerse a sí mismo; tiene necesidad de él para construir la civilización del amor»

Y mucho más adelante lo desarrolla:

182. San Juan Pablo II explicó que, entregándonos junto al Corazón de Cristo, «sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo»; esto ciertamente implica que seamos capaces de «unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo»; pues bien, “esta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador.”

184. Precisamente porque la reparación evangélica posee este fuerte sentido social, nuestros actos de amor, de servicio, de reconciliación, para que sean eficazmente reparadores, requieren que Cristo los impulse, los motive, los haga posibles. Decía también san Juan Pablo II que «para construir la civilización del amor» la humanidad actual tiene necesidad del Corazón de Cristo.

Esa “civilización del amor” que soñaba Juan Pablo II no era otra cosa que un mesianismo fraternal en consonancia con el nuevo propósito de la Iglesia conciliar: ya no convertir las almas para salvarlas y que vayan al Cielo, sino la unidad del género humano en la tierra, con base de los “derechos del hombre” y su “dignidad infinita”, mediante el diálogo interreligioso. Se mentaba a Dios, por supuesto, a la trascendencia, pero sin hablar del Reinado de Cristo Rey. Porque en verdad la verdadera “civilización del amor” no es otro que el Reinado social de Cristo, que como dijo Pío XI, tiene por objetivo lograr la paz de Cristo en el reino de Cristo. Y el Reino de Cristo no es otro que la Iglesia católica, la cual evangelizando el mundo y haciendo que el programa de las Bienaventuranzas informe la sociedad, como ocurrió en la Cristiandad o mal llamada “Edad Media”, hacía posible la salvación de muchísimas almas. Pero atención, nunca existirá ese mundo utópico pacífico y fraternal, de sonrisas dentríficas y bienestar publicitario, puesto que el mundo es enemigo de Cristo, y el pecado nunca será erradicado totalmente de este mundo. La Iglesia aquí abajo es y será siempre militante, por lo tanto estará siempre en guerra contra la Contra-Iglesia.

Claramente había hablado de todo esto San Pío X, contra los innovadores:

No, la civilización no está por inventarse ni la ciudad nueva por construirse en las nubes. Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana, de la revolución y de la impiedad»[6].

Veamos más en detalle la propuesta de esa moderna “Civilización del amor”[7]:

El respeto del hombre y de su dignidad; era para Juan Pablo II el fundamento sobre el cual se apoyó el gran proyecto de su pontificado: promover una “civilización del amor” que respondería a “la imperiosa necesidad de los pueblos de soñar con un porvenir en paz y de prosperidad para todos” (mensaje del 5 de septiembre de 2003). Tal era el “sueño” del difunto papa, su esperanza más profunda, aquel en torno al cual centró su pontificado. Le gustaba citar primeramente a Pablo VI: «Se trata de construir un mundo donde todo hombre, sin excepción de raza, religión o nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana, emancipado de las servidumbres que le vienen de parte de los hombres y de una naturaleza insuficientemente dominada; un mundo donde la libertad no sea una palabra vana y donde el pobre Lázaro pueda sentarse en la misma mesa que el rico» (Populorum progressio, nº 47).

Como se ve, un utopismo irreal, en este mundo, puesto que Dios ha puesto enemistad inconciliable y hasta el fin entre la Mujer y la serpiente, y sus seguidores. Pero siempre esa clase de discursos bonitos acerca de la paz y la unión entre los seres humanos (peace and love, la consigna hippie sesentista), ha calado hondo, con el auspicio de los medios masivos de difusión. ¿Cómo no desear la paz y el entendimiento entre todos los hombres?

“Juan Pablo II entendía pues «edificar la civilización del amor, fundada sobre los valores universales de la paz, de la solidaridad, de la justicia y de la libertad» (mensaje del 12 de noviembre de 1986), que sea «un encuentro convergente de las inteligencias, de las voluntades, de los corazones, hacia el fin que el Creador les ha fijado: [no el cielo, sino] hacer la tierra habitable por todos y digna de todos» (mensaje del 8 de diciembre de 1982). Reuniría entonces a todos aquellos que él llamaba “creyentes”; sería incongruente entender por ello a quienes profesan la fe católica, puesto que se designa así a todos aquellos que reconocen la dimensión trascendente de la persona humana (discurso del 11 de octubre de 1988). Tal era el “sueño” de Juan Pablo II, su deseo más querido, que presentó de nuevo al mundo en vísperas del tercer milenio: «La humanidad está llamada por Dios a formar una única familia. Nos hace falta reconocer y favorecer este designio divino promoviendo la búsqueda de relaciones armoniosas entre las personas y entre los pueblos, en una cultura compartida de apertura a lo Trascendente, de promoción del hombre, de respeto de la naturaleza» (mensaje del 8 de diciembre de 1999)”

La consecuencia de ese empeño fue uno de los hechos más vituperables y dañosos en toda la historia de la Iglesia:

“La reunión interreligiosa de Asís fue, a sus ojos, el acto fundador de esta civilización:

«Tenía ante los ojos una gran visión: todos los pueblos del mundo en marcha, desde diferentes lugares de la Tierra, para reunirse cerca del Dios único como una sola familia. En esa tarde memorable, en la ciudad natal de san Francisco, ese sueño [de la unidad del género humano] se convertía en realidad: era la primera vez que representantes de diferentes religiones del mundo se reencontraban juntos» (mensaje del 28 de agosto de 2001). Juntos para rezar. Es que, en efecto, Juan Pablo II puso la oración en el primer rango de los medios para permitir el advenimiento de la civilización del amor. Ya no era el acto de religión que se ordena al verdadero Dios, sino simplemente la expresión del sentimiento religioso (discurso del 10 de enero de 1987). A semejante oración, le bastan dos cosas: la referencia a una trascendencia y a la sinceridad –que se supone siempre- del corazón humano. Es pues el patrimonio común de todas las religiones, todas las cuales, según Juan Pablo II, han sido suscitadas por el Espíritu Santo (audiencia del 9 de septiembre de 1998) y establecen una relación efectiva con “la Divinidad” (mensaje del 28 de agosto de 2001). De ahí los numerosos encuentros interreligiosos que suscitó, aunque hasta entonces habían sido siempre condenados. A los ojos de Juan Pablo II esas reuniones son importantes: «cada uno respeta aquí al otro como un hermano y una hermana en la misma humanidad y con sus convicciones personales» (discurso del 9 de enero de 1993), y «encontrarse los unos al lado de los otros en la diversidad de las expresiones religiosas, lealmente reconocidas como tales, manifiesta de una manera visible la aspiración a la unidad de la familia humana» (mensaje del 21 de septiembre de 2000). Es pues en su pluralidad como, según Juan Pablo II, las religiones favorecen la paz. Únicamente su pluralidad, vivida pacíficamente, permite a las religiones presentarse como modelos para el mundo. Por lo tanto, todo proselitismo se convierte en reprensible, ya que la identidad propia de cada creencia debe por el contrario “preservarse preciosamente” (discurso del 12 de diciembre de 1996). El deseo de convertir se desvanece pues ante la voluntad de vivir una plurirreligiosidad que se presenta como modelo de una pluriculturalidad pacífica: «Los hombres y las mujeres del mundo ven de qué manera habéis aprendido a estar juntos y a orar, cada uno según su propia tradición religiosa, sin confusión y en el respeto recíproco, conservando íntegra y firmemente vuestras propias creencias. En una sociedad en la cual coexisten personas de religiones diferentes, este encuentro representa un signo de paz. Todos pueden constatar cómo, en este espíritu, la paz entre los pueblos no es ya una lejana utopía» (mensaje del 28 de agosto de 2001). Tal es el alma del “espíritu de Asís”, en aras del cual tanto obró el difunto papa. Consiste en subordinar todas las religiones, la católica inclusive, para ponerlas al servicio del “sueño” de Juan Pablo II, el advenimiento de un nuevo humanismo: «El espíritu de Asís alienta a las religiones para que ofrezcan su aportación a este nuevo humanismo del cual tanta necesidad tiene el mundo contemporáneo […] [los encuentros interreligiosos] engendran un humanismo, es decir una forma nueva de mirarse unos a otros, de comprenderse, de obrar por la paz» (mensaje del 3 de septiembre de 2004).

La religión humanista inaugurada por el Vaticano II encontraba su reunión cumbre y su máximo apóstol en Juan Pablo II, de quien Francisco es un fiel seguidor en la materia.

“Y a Juan Pablo II toca concluir: «Entonces comenzará a realizarse la palabra de Dios dada por el profeta: “Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro con el león, y un niño pequeño los pastoreará» (mensaje del 25 de enero de 2002).

Francisco prosigue ese insensato proyecto que no es el de la Ciudad Católica, sino el de la Torre de Babel ecuménica, el del “poliedro” socialista, el del “Nuevo Orden Mundial”, donde no haya ya sacrificio de Cristo, sino un espacio común para todos los “credos”, fraternalmente dialogantes. Desde sus antecesores se han venido erigiendo horribles templos de simbología masónica en los principales santuarios marianos y en el santuario del Padre Pío de Pietrelcina. Ahora le ha tocado a la devoción al Sagrado Corazón, ser parte de esta desfiguración modernista.

El fraude está muy bien orquestado.

  

3- Un nuevo sentido de la reparación al Sagrado Corazón.

 

La Iglesia siempre entendió por “reparar” el acto de “desagraviar, satisfacer al ofendido”. Más aún, la reparación se dirige a Dios, a quien desde el pecado original los hombres han pretendido arrebatar el honor y la gloria, injuriándolo con sus pecados, su desobediencia, sus ofensas, su indiferencia. Puesto que Dios tiene derecho a ser adorado, honrado y obedecido como tal, y como todo derecho es por su propia naturaleza inviolable y va siempre respaldado por la exigencia de reparación cuando se le conculca, hay obligación de reparar. Y la reparación consiste en la restitución del honor debido, mediante actos externos e internos que manifiesten esa intención del corazón. Es también lo que se llama satisfacción. Volver a poner las cosas en su debido lugar, Dios como Creador, el hombre como criatura, Dios como Padre, el hombre como hijo. Compensar al Amor herido y despreciado, con el propio amor ofrendado. Esto ha sido bien entendido por las almas santas y fieles desde el comienzo de la historia, almas que deseaban amar a Dios como es debido, en toda justicia, y por lo tanto la reparación era un aspecto esencial de sus vidas. Veámoslo resumidamente:

“En el Antiguo Testamento, todo era figura y preparación del Nuevo Testamento. Dios distribuía sus gracias con vistas a los méritos de Nuestro Señor Jesucristo. Dios era ofendido por grandes infractores y por poblaciones enteras. Suscitaba almas reparadoras, animándolas con este espíritu, con vistas a los méritos del Corazón de Jesús, principal órgano de reparación. En las páginas del Antiguo Testamento, podemos recoger un ramo de estas flores perfumadas de mirra.

-Abel es un reparador. Caín ofreció sacrificios irrisorios e impíos llevando al Señor sus frutos más pobres. Dios se ofendió y se enfadó. Abel ofreció víctimas escogidas. Dios se alegró. Abel reparó con sus sacrificios piadosos. También reparó con su muerte y su sangre, imagen y figura de la gran reparación del Calvario (cf. Gn 4).

-Enoc fue un reparador. Llevó una vida santa. Agradó a Dios y Dios se lo llevó al paraíso para hacer de él un apóstol de la reparación en el fin del mundo (cf. Gn, cap. 5 - Si, cap. 44).

-Noé fue un reparador. Su propio nombre significa «descanso o reparación». Lamec, su padre, le dio el nombre de Noé, diciendo: «Éste nos aliviará de nuestros trabajos y nos consolará en esta tierra que Dios ha maldecido» [Gén 5,29]. De este modo, Lamec profetizó el papel reparador de Noé. Cuando llegó el diluvio vengativo, Noé encontró el favor del Señor, porque su vida pura y piadosa era una vida de reparación. Noé se convirtió en el Salvador del mundo, y su arca en la Iglesia. Dios se alegró de Noé y le dijo: «Sólo tú eres justo a mis ojos en esta generación» [cf. Gén 7,1]. Tras abandonar el arca, Noé continuó su papel de reparador ofreciendo sacrificios que agradaron a Dios (cf. Gén, capítulos 6, 7 y 8).

-Abraham es un reparador. La raza humana se había pervertido, incluso en el muy civilizado valle del Éufrates. Dios eligió una familia de reparadores de la que nacería el Salvador. Abraham fue como el primer anillo de esta cadena. Dios lo sacó de Caldea y lo envió a Palestina para preparar la futura reparación. Abraham erigió altares de reparación en Siquem y Betel. El hambre obliga a Abraham a ir a Egipto, una prueba de reparación. Abraham tuvo que luchar contra los reyes corruptos del valle del Jordán. En una visión en la que las tinieblas representaban el pecado, Abraham previó las pruebas de su raza en Palestina y Egipto.

-Isaac es un reparador, que preservará la raza redentora frente a la brutal e impía familia de Ismael. En el Monte Moriah, Isaac será la hermosa figura del Cordero de la Reparación.

-También Jacob fue un reparador, enfrentándose a Esaú entre los idumeos, que a menudo luchaban contra el pueblo de Judá.

-¡Qué magnífico reparador fue José, hijo de Jacob, que sufrió como Cristo para salvar a su familia y a su pueblo! José fue en muchas circunstancias de su vida la figura muy característica del gran reparador.

-También Moisés fue un reparador. Sin él, el pueblo de Israel habría sido abandonado por Dios en varias ocasiones. Moisés salvó a su pueblo reparando, y en esto fue la figura del divino Redentor.

-Samuel es un reparador. Su inocencia y piedad llegaron al corazón de Dios. Predicó al pueblo de Israel y lo persuadió de que destruyera los ídolos. El pueblo ayunó y se purificó. Toda una nación hizo reparación bajo el liderazgo del profeta, y Dios perdonó a su pueblo (cf. 1 Sam 6:7).

-David parece ser el principal reparador de la Antigua Ley. ¡Está tan cerca del Salvador! A Nuestro Señor le gusta especialmente el título de Hijo de David. El corazón de David está tan cerca del corazón del Salvador que sus efusiones se funden. Una y otra vez, en los salmos, David habla en nombre del Salvador. Jesús recoge las reparaciones de David. Las eleva, las perfecciona y las diviniza. Es un esbozo del que nos da verdadera cuenta. David fue amigo y consolador de su Dios. “Fue un siervo amoroso”, dice el Eclesiástico. En todo confesaba su fe en Dios; con todo su corazón alababa a Dios y le amaba...» (cf. Si 47,9ss).

-Los Macabeos también deben contarse entre los reparadores de la Antigua Ley. Sufrieron la infidelidad y la corrupción de Israel. Lucharon y se esforzaron por reavivar el culto a Dios y a su reino. Murieron víctimas de su celo y de su espíritu reparador.

-Los Profetas también fueron reparadores. Como nos recuerda San Pablo, «fueron cruelmente atormentados, no queriendo redimir su vida presente con la apostasía; sufrieron burlas y azotes, cadenas y prisiones. Fueron apedreados o desgarrados por la sierra. Sufrieron el exilio y la persecución. El mundo no era digno de ellos» (cf. Heb 11, 33-38).

-Siempre hubo reparación entre los israelitas piadosos y especialmente entre los sacerdotes. Los profetas les exhortaban a ello. He buscado -dijo el Señor- un hombre que se interponga entre mí y la tierra, que detenga mi brazo» (Ez 22,30). “Los sacerdotes del Señor -dice Joel- llorarán entre el vestíbulo y el altar y dirán: Perdona, Señor, perdona a tu pueblo” (Jl 2,17).

-En el Evangelio, mencionemos sólo a los reparadores más notables, nuestros admirables modelos.

-María es eminentemente capaz de reparar la gloria de Dios y consolar el Corazón de Jesús. Adora a Jesús en su seno: «Ecce ancilla Domini» [Lc 1,38]. - Llora cuando lo pierde: «dolentes quærebamus te» [Lc 2,48]. - Está al pie de la cruz para consolarlo: «Stabat juxta crucem» [cf. Jn 19,25].

-San José consoló a Jesús con sus amorosos cuidados durante treinta años.

-San Juan y Santa Magdalena son amigos entrañables de Nuestro Señor. San Juan es asiduo a Jesús, se apoya en su Corazón, es fiel hasta el Calvario. Santa Magdalena permanece con tierno amor e inefable compasión a los pies de Jesús.

-Marta y Lázaro son consoladores. Acogen a Jesús, cansado y perseguido. Le aman y son amadas por él.

-Juan Bautista es esencialmente restaurador por la gran penitencia que practica y predica.

-La Verónica enjuga el rostro de Jesús.

-Todos los santos del Nuevo Testamento son reparadores, pero algunos en particular, como los mártires, los penitentes y los santos del Sagrado Corazón.[8]

El Padre Jean Croiset, en su estupendo libro sobre la devoción al Sagrado Corazón, escrito a instancias de Santa Margarita María, primera obra que vio la luz sobre la devoción y por tanto la más autorizada, señala claramente su finalidad. Si bien lo primero no es la reparación, sí es un elemento derivado del primer fin (las negritas son nuestras):

“El fin que proponemos consiste, en primer lugar, en honrar a Cristo presente en la Sagrada Eucaristía todo lo que nos sea posible acudiendo a adorarle con frecuencia, ofreciéndole nuestro amor, nuestro agradecimiento y todo lo que se nos ocurra. En segundo lugar, consiste en reparar en lo posible el trato indigno y los ultrajes que sufrió por amor durante su vida mortal, y los que sufre ahora todos los días por amor en el Santísimo Sacramento del Altar.

Así que, propiamente hablando, esta devoción consiste en amar ardientemente a Jesucristo, a quien tenemos siempre con nosotros en la adorable Eucaristía, y en manifestarle nuestro amor con nuestro pesar por verle tan poco amado y tan poco honrado por los hombres, intentando reparar esos menosprecios y esas faltas de amor.”[9]

Fíjese el lector que este autor, y no sólo él sino Santa Margarita María y todos los amantes del Sagrado Corazón, insisten mucho en la Eucaristía, y en reparar las ofensas que contra este sacramento se infieren. Francisco, como buen modernista y habitual despreciador de la Eucaristía (desde sus viejos tiempos en Buenos Aires), introduce correctamente el tema primero de la mano del Cardenal Newman, luego menciona ortodoxamente que “la Eucaristía es presencia real que se adora” (si realmente cree eso ¿por qué da la comunión en la mano irrespetuosamente, o no acostumbra arrodillarse ante el Santísimo?), y luego menciona la comunión de los primeros nueve viernes de mes:

84. La propuesta de la comunión eucarística los primeros viernes de cada mes, por ejemplo, era un fuerte mensaje en un momento en que mucha gente dejaba de comulgar porque no confiaba en el perdón divino, en su misericordia, y consideraba la comunión como una especie de premio para los perfectos. En ese contexto jansenista, la promoción de esta práctica hizo mucho bien, ayudando a reconocer en la Eucaristía el amor gratuito y cercano del Corazón de Cristo que nos llama a la unión con él. Podemos afirmar que hoy también haría mucho bien por otra razón: porque en medio de la vorágine del mundo actual y de nuestra obsesión por el tiempo libre, el consumo y la distracción, los teléfonos y las redes sociales, olvidamos alimentar nuestra vida con la fuerza de la Eucaristía.

Pero es de notar que disminuye la importancia de la promesa hecha por N.S. de la salvación eterna, ¡nada menos! a través de los nueve primeros viernes de mes (por otra parte tampoco habla en su encíclica de las doce extraordinarias promesas hechas por Nuestro Señor). Y no se trata acá de dar gloria a Dios y salvar nuestra alma (que le pertenece) e interceder por otras almas, sino de “alimentar nuestra vida” (¿?) en la “vorágine del mundo actual”. Apenas eso, que puede interpretarse de manera naturalista. Un consuelo y punto.

Santa Margarita María decía en cambio, con santo celo: “Yo quisiera poder vengar en mí misma todas las injurias que se han inferido a mi Salvador Jesucristo en el Santísimo sacramento” (p. 421) y sobre la comunión de los viernes: “…yo sucumbiría muchas veces, si El no me sostuviera con potente gracia; y este era uno de los motivos por los que me mandó comulgase todos los primeros viernes de cada mes, o más bien (el motivo era) reparar los ultrajes que El ha recibido durante el mes en el Santísimo Sacramento”” (p. 421)

Como este amor de Jesucristo es un fuego devorador, nada como la recepción de la Eucaristía para encenderlo vivamente y hacerlo difundir por toda la Iglesia y el mundo. Pero Francisco, lejos de recomendar la devoción a la Eucaristía, ha llegado a decir (sin dudas buscando complacer a los protestantes) que “el porvenir de la Iglesia está más alrededor de la palabra de Dios que alrededor de la eucaristía” (mayo 2017, en reunión con los obispos de Quebec, Canadá).

El mismo Jesucristo en sus apariciones a Sor Josefa Menéndez, cuyo escrito “Un llamamiento al amor[10], aprobado antes del Concilio, pasó luego al olvido por ser “políticamente incorrecto” para los nuevos aires ecumenistas, dice de la Eucaristía:

“La Eucaristía es invención del amor, es vida y fuerza de las almas, remedio para todas las enfermedades, viático para el paso del tiempo a la eternidad.

“Los pecadores encuentran en ella la vida del alma; las almas tibias, el verdadero calor; las almas puras, suave y dulcísimo néctar; las fervorosas, su descanso y el remedio para calmar todas sus ansias; las perfectas, alas para elevarse a mayor perfección

“En fin, las almas religiosas hallan en ella su nido, su amor, y por último, la imagen de los benditos y sagrados votos que las unen íntima e inseparablemente al Esposo Divino”.

Y si bien, como ya dijimos, la reparación es un elemento importante, no es sino consecuencia del primero que es el amor. Precisamente porque se ama, se repara. ¿A quién? A quien ha sido ofendido, blasfemado, despreciado, saturado de oprobios. También Nuestro Señor insistió y mucho en esto a sor Josefa:

“Toma la Cruz; vamos a reparar los dos, durante esta hora, los pecados que se están cometiendo. No sabes cuántas almas se precipitan en el mal…”

“Vamos a adorar a la Majestad Divina, ofendida y ultrajada…Vamos a reparar tantos pecados”.

“¡Cómo me ofenden las almas!, pero lo que más me destroza es que ellas mismas se precipitan ciegamente en su perdición. Ya puedes comprender cuánto sufro al ver cómo se pierden tantas almas que me han costado la vida. Este es mi dolor: que mi Sangre sea inútil para ellas. Vamos los dos a reparar y desagraviar a mi Padre celestial”.

“Ofrece todo tu ser para reparar tantas ofensas y satisfacer a la Divina Justicia”.

“Deja que tu alma se abrase en deseos de desagraviar a un Dios ultrajado y toma mis méritos para reparar tantos pecados”.

“Dime, ¿dónde hay un corazón que ame más que el mío y que sea menos correspondido? ¿Qué corazón hay que se consuma en mayores deseos de perdonar? Y en pago de tanto amor, recibo las mayores ofensas.

“¡Pobres almas! Vamos a pedir perdón y reparar por ellas: ¡Oh, Padre mío!, tened piedad de las almas, nos las castiguéis como merecen sino hacedles misericordia, como lo pide vuestro Hijo.

“Yo quisiera reparar sus pecados y daros la gloria que os es debida, ¡oh Dios infinitamente Santo! Mirad a vuestro Hijo como Víctima para expiar tantas ofensas.”

“¡Bendita sea la infinita bondad de Dios que quiere servirse de los sacrificios de otras almas, para reparar nuestras infidelidades! ¡Cuánta más gloria podía tener ahora en el cielo, si mi vida hubiera sido otra! (Un alma del Purgatorio)

Expiar, reparar, satisfacer, es una constante invitación del Corazón de Jesús. La Iglesia lo entiende así. La colecta de la Misa del Sagrado Corazón dice:

“Oh Dios, que te dignas prodigarnos misericordiosamente los infinitos tesoros de tu amor en el Corazón de tu Hijo herido por nuestros pecados: te pedimos nos concedas que, al ofrecerle el devoto obsequio de nuestra piedad, cumplamos con el deber de una digna reparación. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor.”

Se nos invita, pues, como miembros del Cuerpo Místico, a sufrir con quien es nuestra Cabeza en su Pasión:

“¡Compartir los sufrimientos de un Dios! Esta idea es para transportar un alma delicada y valiente. Un Dios ha compartido nuestros sufrimientos para que nosotros compartamos a nuestro turno los suyos. La devoción al Sagrado Corazón no nos invita a nada más evidentemente que a una comunión siempre más íntima y más profunda en los misterios de su Pasión”.[11]

La reparación, pues, es un acto de amor a Dios mismo, a Nuestro Señor Jesucristo, que redunda además en bien de toda la Iglesia, en la salvación de las almas.

“Si se consideran bien las cosas, se ve que la reparación tiene una razón muy profunda, muy consolador para las personas amantes del Corazón de Jesús, y que descubre un nuevo aspecto grandioso de esta devoción.

En rigor la reparación no es sino un nuevo elemento de la segunda parte de la consagración personal; de aquel tomar por nuestra cuenta los intereses del sagrado Corazón. En efecto: dos son los resultados que en orden a ellos produce el pecado: el primero es perder los hombres; el segundo injuriar y deshonrar a El; por el primero le quita las almas, por el segundo le quita el honor. Según eso ¿cuáles son sus divinos intereses en el mundo? Dos; que las almas que aún no son suyas, lo sean y cada vez más de lleno, y que las manchas, que obscurecen feamente su honor santo se borren. Lo primero se procura trabajando más y más por extender su reinado, lo segundo esforzándose por reparar sus ultrajes; apostolado y reparación, he ahí los dos medios capitales de interesarse por las cosas del Corazón de Jesús”.[12]

“Dice mucho en favor de la reparación –destaca el Padre Florentino Alcañiz- la aparición en que el Corazón divino pidió se estableciese su fiesta:

“Estando una vez delante del Santísimo Sacramento –escribe Santa Margarita- un día de su octava recibí de mi Dios gracias excesivas de su amor, y sintiéndome movida por el deseo de algún retorno y de volverle amor por amor, me dijo: no me lo puedes dar mayor que haciendo lo que te he pedido tantas veces”. Entonces me descubrió su divino Corazón: “He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres; que no ha perdonado nada hasta agotarse y consumirse por testificarles su amor, y por reconocimiento no recibo de la mayor parte sino ingratitudes con sus irreverencias y sacrilegios, y con las frialdades y desprecios que tienen para conmigo en este Sacramento de amor. Pero lo que es para mí más sensible, es que sean corazones que me están consagrados los que esto hacen. Por esto Yo te pido que el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento sea dedicado a una fiesta particular para honrar mi Corazón, comulgando ese día y haciéndole reparación de honor, mediante una pública y contrita confesión de la culpa para reparar las indignidades que ha recibido durante el tiempo que ha estado expuesto en los altares. Yo te prometo también que mi Corazón se dilatará para derramar con abundancia las influencias de su divino amor sobre aquellos que le tributaren este honor, y los que procuraren que le sea tributado”.[13]

Es cierto que en algún punto la encíclica de Francisco introduce el tema de consolar el Corazón de Jesús, basándose en el Papa Pío XI:

153. El Papa Pío XI intentó fundamentarlo invitándonos a reconocer que el misterio de la redención por la pasión de Cristo salta por la gracia de Dios todas las distancias del tiempo y del espacio, de modo que si él en la Cruz se entregaba también por los pecados futuros, los nuestros, de la misma manera nuestros actos ofrecidos hoy para su consuelo, traspasando los tiempos, llegaron a su Corazón herido: «Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo ( Lc 22,43) se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero». 

Pero deja las cosas más claras en su propuesta, cuando ya hacia el final nos da a entender cómo nosotros debemos entender la reparación. Lo anticipó cuando en el parágrafo 183 dice:

“Es cierto que todo pecado daña a la Iglesia y a la sociedad, por lo que «se puede atribuir a cada pecado el carácter de pecado social», aunque esto vale sobre todo para algunos pecados que «constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo». San Juan Pablo II explicaba que la repetición de estos pecados contra los demás muchas veces termina consolidando una “estructura de pecado” que llega a afectar el desarrollo de los pueblos. Muchas veces esto se inserta en una mentalidad dominante que considera normal o racional lo que no es más que egoísmo e indiferencia. Este fenómeno se puede definir “alienación social”…

Vimos al comienzo de este ítem que desde el inicio de la historia “Dios era ofendido por grandes infractores y por poblaciones enteras. Suscitaba almas reparadoras, animándolas con este espíritu, con vistas a los méritos del Corazón de Jesús, principal órgano de reparación”. Mas para Francisco el pecado no afecta a Dios, sino a la Iglesia y la sociedad, es algo social:

 183. Es cierto que todo pecado daña a la Iglesia y a la sociedad, por lo que «se puede atribuir a cada pecado el carácter de pecado social», aunque esto vale sobre todo para algunos pecados que “constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo”.

Nuevamente, estamos ante las enseñanzas surgidas de la Iglesia conciliar. Para la teología tradicional, el pecado, si bien no quita nada a la naturaleza de Dios, obra contra la justicia al lesionar su derecho a ser adorado y obedecido. Para la nueva teología, en cambio, el pecado no perjudica sino al hombre y a la sociedad. No supone deuda de justicia, pues sólo perjudica al amor. Pero así y todo el amor de Dios no disminuye nunca, incluso si le damos la espalda y nos negamos a amarlo. Todo eso se traduce en el “Misterio pascual”, fundamento del Novus Ordo: la Pasión de Cristo no es satisfacción por la justicia divina ofendida por el pecado. Por eso si en algún momento los modernistas conciliares hablan de sacrificio, no es un sacrificio propiciatorio o expiatorio, sino sólo de alabanza y acción de gracias.

La reparación de Francisco va en el mismo sentido. Bajo el título: “La reparación: construir sobre las ruinas”, afirma, en los parágrafos 181 y 182:

“Todo lo dicho nos permite comprender, a la luz de la Palabra de Dios, cuál es el sentido que debemos dar a la “reparación” que se ofrece al Corazón de Cristo, qué es lo que realmente el Señor espera que reparemos con la ayuda de su gracia. Se ha discutido mucho al respecto, pero san Juan Pablo II ha ofrecido una respuesta clara para orientarnos a los cristianos de hoy hacia un espíritu de reparación en mayor sintonía con el Evangelio.

Sentido social de la reparación al Corazón de Cristo

 San Juan Pablo II explicó que, entregándonos junto al Corazón de Cristo, «sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo»; esto ciertamente implica que seamos capaces de «unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo»; pues bien, «esta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador».  Junto con Cristo, sobre las ruinas que nosotros dejamos en este mundo con nuestro pecado, se nos llama a construir una nueva civilización del amor. Eso es reparar como lo espera de nosotros el Corazón de Cristo. En medio del desastre que ha dejado el mal, el Corazón de Cristo ha querido necesitar nuestra colaboración para reconstruir el bien y la belleza”.

Convengamos que hay allí una generalización, que no especifica nada. “Amar a Dios y al prójimo”, es cierto que puede ofrecerse como reparación, ¡sin dudas todo acto de caridad puede ofrecerse como reparación!, pero eso no es exactamente lo que se entiende por reparación, que tiene por finalidad específica honrar a quien es deshonrado, Dios mismo. Con la definición dada en esta encíclica, es claro que queda justificado el gravísimo pecado de omisión de Francisco por no haber dicho una sola palabra cuando ocurrió la blasfema inauguración de los Juegos Olímpicos de París. Si había una ocasión en que se hacía necesario desagraviar públicamente a Nuestro Señor, haciendo actos de reparación de su honor, era esa. Pero Francisco podría decir que “criticar” no sirve para construir la “nueva civilización del amor”, pues es preferible “reconstruir el bien y la belleza”.

Más adelante dirá el pontífice tan amado del mundo:

200. Hermanas y hermanos, propongo que desarrollemos esta forma de reparación, que es, en definitiva, ofrendar al Corazón de Cristo una nueva posibilidad de difundir en este mundo las llamas de su ardiente ternura. Si es verdad que la reparación implica el deseo de «compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa», el camino más adecuado es que nuestro amor regale al Señor una posibilidad de expandirse por aquellas veces en que esto le fue rechazado o negado. Esto ocurre si se va más allá del mero “consuelo” a Cristo del cual hablamos en el capítulo anterior, y se convierte en actos de amor fraterno con los cuales curamos las heridas de la Iglesia y del mundo. De ese modo ofrecemos nuevas expresiones al poder restaurador del Corazón de Cristo”.

Así pues, “el camino más adecuado es que nuestro amor regale al Señor una posibilidad de expandirse por aquellas veces en que esto le fue rechazado o negado” mediante “actos de amor fraterno con los cuales curamos las heridas de la Iglesia y del mundo”. Curar “las heridas del mundo” no es en modo alguno reparar, o, mejor dicho, no se repara para “curar las heridas del mundo” sino para dejar sentado el honor que debemos a Dios, nuestros deberes de religión para con Él, y el deber de la sociedad y del mundo de tributarle honores y cumplir sus leyes.

En definitiva, según Francisco hay que “reparar la sociedad sobre sus ruinas”, y por lo tanto “salvar la casa común” (no las almas). No hay que reparar y salvar el honor de Dios ante las blasfemias, sacrilegios y atentados de los impíos. Hacer eso no ayudaría a construir la “civilización del amor”, sino que más bien sería un obstáculo al diálogo con el mundo y las otras “religiones”.

Un poco más adelante, se enfocará más aún en el hecho de la reparación más en relación al hombre, que a Dios:

“187. No basta la buena intención, es indispensable un dinamismo interior de deseo que provoque consecuencias externas. En definitiva «la reparación, para ser cristiana, para tocar el corazón de la persona ofendida y no ser un simple acto de justicia conmutativa, presupone dos actitudes exigentes: reconocerse culpable y pedir perdón [...]. Es de este reconocimiento honesto del daño causado al hermano, y del sentimiento profundo y sincero de que el amor ha sido herido, que nace el deseo de reparar».

Francisco jamás se refiere a las ofensas, blasfemias, sacrilegios, que hoy son moneda corriente particularmente por parte del clero modernista y sodomita, y de la feligresía que siguiendo su ejemplo trata sin respeto la Eucaristía y las cosas santas (incluso los agravios contra los fieles que quieren comulgar de rodillas y en la boca). Eso le tiene sin cuidado. En cambio no trepida en mencionar a Santa Margarita María:

194. De hecho, santa Margarita María narró que, en una de las manifestaciones de Cristo, él le habló de su Corazón apasionado de amor por nosotros, que «no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas».  Puesto que el Señor, que todo lo puede, en su divina libertad ha querido necesitar de nosotros, la reparación se entiende como liberar los obstáculos que ponemos a la expansión del amor de Cristo en el mundo, con nuestras faltas de confianza, gratitud y entrega.

Y con eso puede muy bien justificar una reparación que puede ser muy mal entendida, porque, ¿quién no puede pensar –en el actual contexto, que no se nos tilde de mal pensados- que bendecir las parejas de sodomitas o adúlteros, como ahora estipula el Vaticano, o permitir que los propaladores del vicio contranatura se manifiesten dentro de las iglesias, esté siendo una forma de “liberar los obstáculos para que pueda expandirse el amor de Cristo”, ya que la dignidad del hombre es “infinita”? Al fin y al cabo: “¿Quién soy yo para juzgar?”.

 

El Corazón Inmaculado de María, también pide reparación.

 

Es indudable que el Inmaculado Corazón de María ha venido a traer de nuevo el mensaje del Corazón de Jesús, siendo el último don de Dios para la salvación de las almas y la paz del mundo: lo dice la Virgen en la tercera aparición. Oración, sacrificio y devoción les pidió María a los tres niños. Y todo esto con espíritu de reparación. En la oración del Ángel enseñada a los niños en su primera aparición ya se manifiesta:

“Dios mío, yo creo, os adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman”.

En la segunda aparición, el Ángel pide a los niños sacrificios para salvar las almas de los pecadores:

“De todo lo que podáis, ofreced a Dios un sacrificio en acto de reparación por los pecados por los que Él es ofendido, y de súplica por la conversión de os pecadores”.

En la tercera aparición, otra oración reparadora:

«Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que El mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.»

Y en su primera aparición la Virgen continúa este mensaje:

“¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que querrá enviaros, en acto de reparación por los pecados por los que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?”

En la tercera aparición, María les pide el amor a Dios y al prójimo, enseñándoles a dedicar sus pequeños sacrificios, por amor y en reparación:

“Decid a menudo a Jesús, especialmente cuando hagáis un sacrificio: Oh, Jesús, es por vuestro amor, por la conversión de los pecadores, y en reparación por los pecados cometidos contra el Corazón Inmaculado de María”.

Como vemos, la reparación va referida siempre a las ofensas que se cometen contra Dios, contra Nuestro Señor, y contra el Corazón Inmaculado. Y cuando Nuestra Señora promete la paz, no la refiere a una utópica “civilización del amor”, pues afirma que cuando se realice la consagración de Rusia “habrá un tiempo de paz”, sólo un tiempo.

Así pues, si sobre algo se insiste en el mensaje de Fátima es en la urgencia de la salvación de las almas, en dejar de pecar y ofender a Dios:

Que no se ofenda más a Dios, Nuestro Señor, que ya está muy ofendido” (Sexta aparición)

Preocupaciones estas, que no aparecen jamás en la encíclica bergogliana. Por el contrario, si en algún momento se toma inadecuadamente de los magníficos pensamientos de Santa Teresita del Niño Jesús, es para llamarnos “a evitar concentrar esta devoción en un aspecto dolorista, ya que algunos entendían la reparación como una suerte de primacía de los sacrificios o de los cumplimientos moralistas” (n. 138), que no sabemos hoy dónde se encuentran: más bien el moralismo brilla por su ausencia, en la Iglesia conciliar/sinodal.

Ahora bien, muy pocas veces es mencionada Nuestra Señora en la encíclica, y exclusivamente en el parágrafo 176:

“En el seno de la Iglesia, la mediación de María, intercesora y madre, sólo se entiende «como una participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo», el único Redentor, y «la Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María».  La devoción al corazón de María no pretende debilitar la única adoración debida al Corazón de Cristo, sino estimularla: «La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder».  Gracias al inmenso manantial que mana del costado abierto de Cristo, la Iglesia, María y todos los creyentes, de diferentes maneras, se convierten en canales de agua viva. Así Cristo mismo despliega su gloria en nuestra pequeñez”.

No deja de llamar poderosamente la atención que en cuanto ocasión se le presenta, Francisco –que ya disimula con mucha dificultad su aversión a la Santísima Virgen- busca disminuir la dignidad, los privilegios y el papel insigne de la Madre de Dios en la Iglesia y en estos tiempos modernos. En apenas un párrafo que le dedica, no hace sino mostrarse preocupado por moderar el papel de su mediación –recordemos que públicamente se manifestó contra la corredención-, y en cuanto a la devoción al Inmaculado Corazón (que Francisco no llama Inmaculado), habla de ésta como si alguien hubiese pretendido usarla para disminuir la mediación de Nuestro Señor. La Santísima Virgen es apenas un canal más de agua viva.

Si había un momento en la historia donde se hacía necesario no sólo promover la devoción al Corazón Inmaculado, sino aún más, escribir una encíclica sobre ello, o al menos vincular esta devoción del Cielo con la del Sagrado Corazón, éste era el momento. Pero Francisco, una vez más, así como no se tomó en serio la consagración de Rusia, tampoco toma en serio esta devoción. O, quizás, porque sí la toma en serio, prefiere ningunearla

 

Fines admirables de la Providencia en la revelación del sagrado Corazón para los últimos tiempos.

 

Dejemos de lado por un momento el lenguaje seboso de la encíclica y vayamos al lenguaje católico, militante, cristalino, que allá lejos y hace tiempo era normal en la Iglesia. Palabras de Monseñor de Segur, en 1888:

“Dios todo lo hace oportunamente. Su sabiduría ha brillado al par de su misericordia, dando a la Iglesia el divino tesoro del Corazón de Jesús en tiempos en que ésta más había de necesitarlo. El mismo Salvador lo dijo primero a Santa Gertrudis, y después a la beata Margarita María: «Mi divino Corazón está destinado para los últimos tiempos.»

No hay que dudarlo: todas las señales indicadas por el Hijo de Dios en el Evangelio de San Mateo, (cap. XXIV) se reúnen, se acumulan, por decirlo así, con espantosa evidencia: la fe disminuye y se apaga en muchos; el. Evangelio ha sido ya predicado casi en todas partes; las sociedades cristianas han apostatado todas; guerras horribles, luchas de pueblo contra pueblo, de nación contra nación, hacen temblar al mundo; brotan milagros de todas partes; un conjunto extraordinario de profecías, muchas de ellas indudablemente auténticas, se une a un secreto instinto de las almas santas; finalmente, los tres misterios que parece deben servir de refugio a la Iglesia de Dios en las supremas tribulaciones, el misterio de la infalibilidad del Papa, el de la inmaculada Concepción de María, el del sagrado Corazón de Jesús, domina la tempestad universal levantada contra todo lo que es católico, dando a los verdaderos fieles fijeza en la fe y en la obediencia, la gracia de la inocencia necesaria para el triunfo, y el don de una caridad, de una misericordia y de una reparación absolutamente divinas. Todo nos indica la proximidad más o menos inmediata de esos «últimos tiempos» predichos por el Dios del sagrado Corazón.

En los tiempos precedentes, para cada nuevo mal el Salvador sacaba al punto un remedio saludable «del tesoro de su Corazón;» pero en nuestro tiempo, en que todas las negaciones y todos los males antiguos vienen concentrándose, uniéndose estrechamente bajo la bandera de la Revolución y del anticristianismo, Jesús se digna abrirnos y darnos todo entero ese mismo Corazón, ese precioso tesoro, con todo lo que contiene. Es el último esfuerzo de su amor; el remedio supremo y universal.

Sí, el sagrado Corazón es lo que necesita la Iglesia en estos tiempos extraordinarios. A grandes males, grandes remedios; a un mal extremo hay que aplicarle el remedio más eficaz. La Europa cristiana está gangrenada hasta el corazón; para evitar, pues, la muerte, es preciso que los fieles vayan a buscar la vida en su fuente, penetrando en el Corazón del Rey de los cielos. Cuanto más penetremos, con más verdad podrá decirse: «No hay salvación fuera del Corazón de Jesús.»

Vislúmbranse los fines admirables de la Providencia al retardar la manifestación del sagrado Corazón hasta fines del siglo XVII, hasta aquella época en que Satanás iba a suscitar á Voltaire, a Rousseau, la francmasonería, el ateísmo filosófico, la Revolución propiamente dicha, es decir, la gran rebelión de la sociedad contra la Iglesia, del hombre contra el Hijo del hombre, de la tierra contra el cielo.

A l terminar el siglo XVII la herejía quiso destruir en la teoría y en la práctica el Sacramento del amor, y por consiguiente el amor mismo, el amor santo y confiado que nace de la Comunión. A los fariseos de los últimos tiempos Jesús opone la revelación de su Corazón adorable, rebosando dulzura y humildad, fuente inagotable de ternura, de caridad, de misericordia, de verdadera santidad y de verdadero amor.

La impiedad en el siglo XVIII levanta un grito satánico, grito de guerra contra Jesucristo: ¡Aplastemos al infame! y con sus sofismas, con su propaganda infernal y universal, perturban las inteligencias. ¿Qué hará Jesucristo? El, que ha hecho al hombre y que le conoce, va derecho a su corazón y se le manifiesta bajo su forma más poderosa, más íntima, más seductora: como soberano Amor. Le entrega su Corazón divino; y por el corazón le arranca a las mortales seducciones del entendimiento. En efecto, nada más fuerte que el amor; y por la revelación de su sagrado Corazón Jesús se hará amar. ¡Admirable ardid de guerra!

Hay más: aquellas grandes blasfemias van a dar por fruto grandes crímenes; la secta anticristiana va a conmover la Iglesia hasta sus cimientos; una persecución salvaje va a destruir las antiguas instituciones católicas de Europa; hace rodar por el cadalso la cabeza de Luis XVI, cierra los templos, degüella sacerdotes y obispos, destruye las Órdenes religiosas, hace subir una prostituta en los altares, conduce al Papa al destierro (Pío VI) y le hace morir en él; inaugura una sociedad nueva sin fe, sin Dios, sin Jesucristo; propaga por todo el mundo esa gran blasfemia que se llama la separación de la Iglesia y el Estado; extingue en millones y millones de almas la vida de la gracia.

A esos crímenes que provocan necesariamente las represalias de la Justicia divina, a esos sacrilegios públicos y hasta entonces inauditos, Nuestro Señor Jesucristo opone una expiación cuya santidad sobrepuja y sobrepujará siempre a la perversidad humana; revela, inaugura el culto público de su sagrado Corazón, y este culto mil veces bendito, esencialmente expiatorio y reparador, va a propagarse de tal suerte, que «allí donde abundó el delito, sobreabundará la gracia» siempre. Inspire Satanás cuanto quiera a los demonios en carne humana que desde hace más de cien años hacen resonar el mundo con sus blasfemias, insultan y pisotean la santísima y adorabilísima Eucaristía; incíteles a blasfemar de la Santísima Virgen, a asesinar sacerdotes, a cometer toda clase de crímenes: todo en vano: la Iglesia tiene de hoy en adelante un medio de reparación más poderoso que todas las maquinaciones del infierno: tiene el sacratísimo Corazón de Jesús, el Corazón del mismo Dios.

Por estas y otras muchas razones que sería demasiado largo exponer aquí, la misericordiosísima Providencia se manifestó de un modo admirable revelando el culto del sagrado Corazón al fin del siglo XVII.

Añádase a esto que cuando la santísima Virgen se apareció el 19 de Septiembre de 1846 en la montaña de la Salette, a fin de salvar, si era posible, la sociedad, declaró, entre otras cosas, que la propagación del culto del sagrado Corazón sería uno de los medios de que Dios se serviría para combatir el anticristianismo y santificar a los fieles, a sus escogidos de los últimos tiempos. Esta revelación ha contribuido mucho a propagar por todas partes el amor y el culto del sagrado Corazón.

Entremos en esta corriente de fe, que es el camino de salvación. Escuchemos la voz de la Iglesia; escuchemos las advertencias de la santísima Virgen; creamos, aceptemos con amor la palabra de Nuestro Señor. Sí, el sagrado Corazón es el misterio de estos últimos tiempos. Pero a fin de penetrarnos más de las inefables excelencias del sagrado Corazón, y por consiguiente de la excelencia del culto y de la devoción que se le tributan en la Iglesia, contemplemos de más cerca con los ojos de la fe, y con la felicidad y alegría del divino amor, ese Corazón amantísimo y mil veces adorable de Nuestro Señor Jesucristo.

Corazón santo,

Tú reinarás,

Tú nuestro encanto

Siempre serás.”[14]

La devoción al Corazón Inmaculado de María, pedida expresamente por Dios en las apariciones de Fátima, ha venido a retomar para los tiempos más graves de la Iglesia en toda su historia, el mismo mensaje que acabamos de leer, para rescate de su Iglesia, salvación de las almas, confusión de los impíos y la manifestación incuestionable de la Providencia divina, que aún ha de mostrarse en toda su magnificencia, en todo su poder y esplendor. Los enemigos que han ocupado la Iglesia saben bien el peligro que les representa a sus planes de demolición tanto la devoción al Sagrado Corazón como al Corazón Inmaculado. De allí un último esfuerzo de volver inofensiva la cruzada de amor, sacrificio y reparación lanzada desde Paray-le-Monial, que comprendía, no se olvide, su carácter social al demandar la consagración del Rey de Francia y, en Fátima, la de Rusia por parte del Papa.

Nuestro Sagrado Corazón no es el mismo de Francisco ni de los modernistas conciliares: no es el de Laudato Si, no nos pide que vigilemos nuestra huella de carbono, no es el hijo de la viuda de Fratelli tutti, no es el que rechaza el Sacrificio en Traditiones custodes ni el de moral laxa de Fiducia suplicans, no es el de Lutero aposentado en el Vaticano, ni el de la confusa Sinodalidad democrática. No queremos un Sagrado Corazón falsificado, aguado, adaptado a la comunión en la mano. Ni aceptamos que se invoquen a los santos para un travestismo religioso que nos termine involucrando en el abrazo con los ídolos amazónicos a fin de “sanar las heridas del mundo” para llegar a una “civilización del amor” erigida por el Foro de Davos.

No podemos esperar convencer a aquellos de quienes dice la Escritura que “El corazón de ellos está craso como sebo[15] , más sí podemos pedir a Nuestro Señor “Quita de nuestra carne el corazón de piedra y danos un corazón de carne que te temerá, te amará, se deleitará en ti, te seguirá, te gozará[16], para poder reparar a su Sagrado Corazón, y al Corazón Inmaculado de María, por los que no los aman, los que los ofenden, los que persiguen a sus hijos y los que destruyen la Santa Religión católica, especialmente desde la cúpula de la Iglesia romana.

 

Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío

Corazón Inmaculado de María, sed la salvación del alma mía.

 

 

1 de noviembre 2024

Fiesta de todos los Santos

1er. Viernes de mes.

 

NOTAS:



[1] Dilexit nos. Sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo, 24 de octubre del año 2024.

[2] El obispo Joseph Strickland, tenido por uno de los más valiosos conservadores, en un programa de televisión, se muestra agradecido al papa Francisco por la encíclica (aquí), sin hacer más comentarios. Su entrevistador bromea diciendo que es refrescante ver al Santo Padre publicar una encíclica sobre un tema importante en lugar del calentamiento global. Ciertamente se lo puede ver así, y si se lo ve así, de acuerdo, pero si se lo ve bien, y en el contexto de la imparable obra de destrucción que desde sus inicios realiza Bergoglio, entonces es terrible, y es peor aún que utilice una santa devoción –la gran devoción de los tiempos modernos- para desviarla de sus verdaderos fines, o al menos para debilitarla, porque, como vemos hasta ahora, pocos le han prestado atención. Es como cuando Juan Pablo II sacó su documento sobre el Rosario, pero añadiéndole los “misterios luminosos”, con lo cual destruyó el “salterio de Nuestra Señora” y todo su simbolismo que le daba su composición tripartita, además de hacer del rosario un instrumento para el ecumenismo conciliar. Al respecto puede leerse este excelente estudio: Le nouveau rosaire. Est-il de Notre-Dame?, por Ab. Peter Scott, Ab. Christophe Beaublat, Ab. Fabrice Delestre y John Vennari. Éditions du Sel, 2008.

[3] Pascendi dominici gregis, 1907.

[5] “Dios ha amado al impío a fin de hacerle justo; ha amado al enfermo a fin de curarle; ha amado al perverso para volverlo a traer al buen camino; ha amado al que había muerto para devolverle la vida” (San Agustín).

Venerable Madre de Bourg:

“Señor, Tú pareces poner en mí tus Complacencias, mientras que yo no puedo soportarme a mí misma”.

“Hija mía, tú miras en tu alma lo que viene de ti, y tú te desprecias; Yo miro lo que he puesto ahí por mi Gracia, y Yo me complazco en ello. No puede haber nada bueno en un alma sino aquello que Yo pongo por mi Gracia”.

[6] Notre charge apostolique, 1910.

[7] Citamos textos del artículo “Juan Pablo II, el Papa del hombre”, de P. Patrick de La Rocque, FSSPX. Cfr. también: Johannes Dörmann El itinerario teológico de Juan Pablo II hacia la Jornada mundial de oración de las religiones en Asís.

[8] J. L. Dehon, Études sur le Sacré-Coeur de Jésus, Cap. XVII, Tome II, Desclée de Brouwer, 1923.

[9] Padre Jean Croiset, S. J. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, Cap. I.

[10] Sor Josefa Menéndez, Un llamamiento al amor, Fundación Jesús de la Misericordia, Quito, Ecuador, s/f.

[11] Charles Sauvé, s-s., Le Sacré-Coeur Intime. Tome III. Litanies.

[12] F. Alcañiz, S.J., La devoción al Corazón de Jesús, Ganada, 1942.

[13]F. Alcañiz, S.J. Ob. Cit.

[14] Mons. De Segur, El Sagrado Corazón de Jesús, México, Casa editorial de Manuel Galindo y Bezares, 1888.

[15] Salmo 118, 70.

[16] Oración sacerdotal antes de la Misa, para la feria V, indulgenciada por Pío XI el 3 de octubre de 1936.


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