ENCÍCLICA
DE FRANCISCO DILEXIT NOS:
¿El
Sagrado Corazón al servicio de la fraternidad universal masónica?
P. FLAVIO MATEOS
“El
tentador es el enemigo de nuestra alma y el amigo de nuestro corazón”.
Nicolás Gómez Dávila
“El corazón que
sigue dos caminos, no tendrá buen suceso”.
Eclesiástico 3, 28.
Si uno lee por encima la nueva encíclica de Francisco,
Dilexit nos, dedicada al Sagrado
Corazón de Jesús[1],
se encontrará sorprendido con una ristra de citaciones perfectamente católicas,
muy bien escogidas, encomiables. Citas de grandes santos, y de los papas León
XIII, Pío XI y Pío XII, que sin dudas son dignas de resaltar. Hay párrafos
verdaderamente destacables. ¡Bravo! ¿Entonces, como afirman algunos católicos
conservadores desde los medios de comunicación, Francisco ha vuelto al corazón? ¿Estamos pues ante una encíclica católica,
que debemos elogiar, y que nos puede servir de guía para amar más y mejor al
Sagrado Corazón de Nuestro Señor?[2] No, en absoluto. Hay que leerla entera, atentamente.
Hasta el final. Porque, precisamente, aunque poco a poco se descubre para dónde
rumbea el documento, en el final se descubre claramente el veneno. In cauda venenum.
Más bien hay que darse cuenta una vez más de la
astucia de los modernistas, ya que “no dan puntada sin hilo”.
Recuérdese que ya San Pío X había alertado acerca de
su modus operandi: “Muchos de sus escritos y de sus dichos parecen contradictorios,
de modo que podría pensarse que vacilan inseguros. Pero se trata de una actitud
deliberada, por el concepto que tienen de separación entre fe y ciencia. Por
eso encontramos en sus escritos una página que un católico puede aprobar sin
reservas, a la cual sigue otra que sólo cabe pensar que ha sido dictada por un
racionalista. Cuando escriben sobre la historia, no hacen mención de la
divinidad de Cristo, pero cuando predican la confiesan con toda claridad. En
sus exposiciones históricas no tienen lugar ni los Concilios ni los Santos
Padres, pero cuando explican el Catecismo los citan con todos los honores”.[3]
Desde entonces los modernistas (hoy denominados
progresistas, conciliares y sinodales) han refinado mucho su sinuosidad para
enredar sus pretensiones demoledoras en una argamasa de verbosidad interminable,
de modo tal de cansar al lector sencillo, o enredar en una nube de palabras
huecas, sonoras y retumbantes, al que bien intencionado espera lo mejor de
quien debería hablar como “Vicario de Cristo”.
El pastel tiene buenos ingredientes, agradable
aspecto, pero unas gotas de veneno lo hacen prohibitivo para nosotros. Pero,
¿podíamos esperar otra cosa de Francisco, el implacable demoledor de la Iglesia
católica? ¿El impiadoso perseguidor de la Misa tradicional, ahora nos llama a
amar según el Corazón de Jesús?
Desde luego, nuestro juicio intenta ser objetivo y en
consonancia no sólo con lo que es todo el pontificado de Francisco, dentro del
cual hay que inscribir esta encíclica, sino de la nueva teología y la nueva
iglesia surgidas del Vaticano II. En esa nueva eclesiología, la encíclica
bergogliana encuentra su justificación. Mientras que la causa final de la
Iglesia católica es la gloria de Dios por la salvación de las almas, la causa
final de la Iglesia conciliar es la unidad del género humano, obtenido por el
diálogo interreligioso. A ello también apunta esta mirada sobre la devoción al
Sagrado Corazón. Vamos a verlo.
La
encíclica
Se percibe fácilmente que hay dos estilos en la
encíclica. La primera parte y el final, descubren el estilo de redacción de
Francisco, sentimental, berreta (si
se nos permite el argentinismo) y con citas de autores nada ortodoxos ni
católicos, como Martin Heidegger o el filósofo coreano-germano de moda. Una
especie de lenguaje de “autoayuda” para abrirles las puertas a los lectores
acostumbrados a la literatura de moda, condimentado con filosofía
existencialista y algún guiño a doña Rosa.
El cuerpo central de la encíclica, en cambio, parece
redactado por algún sacerdote conservador, que se tomó el trabajo de indagar a
fondo en las diversas manifestaciones de almas privilegiadas, santas y santos
que recibieron confidencias del Sagrado Corazón. Allí se encuentra lo más
especioso y nutritivo de la encíclica. Pero a medida que uno lee, no puede
menos que pensar que todos esos testimonios, que provienen de la historia y tradición
de la Iglesia, son anteriores todos al concilio Vaticano II. Es decir, si por
sus frutos se conoce el árbol, claramente aquellas almas santas se nutrieron de
una Iglesia, de una misa y de unos sacramentos que ya no son los que
proporciona hoy la neo Iglesia. Es algo que por lo menos da para pensar.
Pero entonces parece que se inmiscuye la pluma de
Francisco nuevamente, para volvernos a la realidad de sus pretensiones
“globalizantes”.
Así concluye la encíclica:
“217. Lo expresado en este documento nos
permite descubrir que lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que
bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de
reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común”.
Podemos, según creemos, circunscribir el problema de
esta encíclica en tres puntos:
1- Una manipulación de la devoción al Sagrado Corazón para
cumplir la agenda “universalista” –no católica- de las mencionadas encíclicas
“sociales”, de sabor masónico.
2- Entronca eso con la pregonada “Civilización del amor”
de Juan Pablo II.
3- Y se permite hacerlo mediante un recurso sutilísimo:
darle un nuevo sentido a la “reparación”. Esto va en consonancia con la nueva
teología del Vaticano II.
1-La devoción al Sagrado Corazón, nos
lleva a cumplir mejor las encíclicas de la fraternidad bergoglianas.
Volvemos a la conclusión de la encíclica, donde habla
claramente de su propósito:
“… lo escrito en las encíclicas sociales
Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de
Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos
fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos
nuestra casa común”.
Respecto de Laudato
si, se ubica privilegiadamente en la agenda globalista que se opera desde
los centros del poder mundial. Como decía el periódico The Remnant en unas líneas contundentes:
“Es el último mamotreto verborreico del Papa,
una encíclica que abraza el alarmismo en torno al «calentamiento global», hace
un llamamiento a organismos internacionales para que vigilen el cambio
climático y expresa líricamente la idea de que los humanos reconduzcan a los
animales a Dios. En resumidas cuentas, es como si Al Gore, Carlos Marx y
Teilhard de Chardin hubieran escrito una encíclica. Pero lo peor es que, como
es obra de un papa, personas habitualmente cuerdas y racionales se la tomarán
en serio. Por ejemplo, muchos neocatólicos que se habrían tomado a risa
la Laudato Si si la hubiera escrito un Al Gore o un Joe Biden,
hablan elogiosamente de ella. Pregonan a los cuatro vientos sus genialidades
ocultas y citan frases de ella como si fueran valiosos dones de Dios. Hay
momentos en que uno no puede menos que preguntarse si esas personas están en su
sano juicio o tienen alguna convicción. No exagero si digo que está encíclica
da vergüenza y que como católico me da bochorno que mi papa la haya promulgado”.
Vergonzante
encíclica, sin dudas, que en la neo-iglesia se la toma como rectora de la nueva
actitud “ecológica” que deben adoptar los católicos para ser buenos católicos,
o sea, católicos-sustentables. Hasta se ha visto interpretar la encíclica
mediante una danza, dentro de una iglesia de la vieja Europa (vieja, o más bien
ga-gá).
En cuanto a Fratelli tutti, hasta la masonería perdió toda prevención y lanzó entusiasta su público reconocimiento:
« Hace
ahora 300 años se produjo el nacimiento de la Masonería Moderna. El gran
principio de esta escuela iniciática no ha cambiado en tres siglos: la construcción
de una fraternidad universal donde los seres humanos se llamen hermanos unos a
otros más allá de sus credos concretos, de sus ideologías, del color de su
piel, su extracción social, su lengua, su cultura o su nacionalidad. Este sueño
fraternal chocó con el integrismo religioso que, en el caso de la Iglesia
Católica, propició durísimos textos de condena a la tolerancia de la Masonería
en el siglo XIX. La última
encíclica del Papa Francisco demuestra lo lejos que está la actual Iglesia
Católica de sus antiguas posiciones. En Fratelli Tutti, el
Papa abraza la Fraternidad Universal, el gran principio de la Masonería
Moderna. ‘‘Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la
dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo
mundial de hermandad’’, expresa abogando por una fraternidad
abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la
cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde
habite. Para la construcción de esa Fraternidad Universal, el Papa aboga
por perseguir el horizonte de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, ‘‘no suficientemente universales’’.
(Comunicado
de El Oriente, la gran logia española)[4]
Bien la
definía Mons. Viganò de este modo:
“Esta encíclica
constituye el manifiesto ideológico de Bergoglio, su profesión de fe masónica,
así como su candidatura a la presidencia de la religión universal, sierva del
Nuevo Orden Mundial. Aunque tanta afirmación de acatamiento al pensamiento
dominante le valga el beneplácito de los enemigos de Dios, corrobora el
inexorable abandono de la misión evangelizadora que se ha encomendado a la
Iglesia. Ya le habíamos oído decir en otra ocasión que «el proselitismo es una
solemne tontería».
Así pues, el amor de Jesús nos lleva, según esta nueva
encíclica a
-tejer lazos fraternos,
-reconocer la dignidad de cada ser humano, y
-cuidar juntos nuestra casa común.
Acostumbrados a la ambigüedad modernista, eso puede
–si se tienen ganas- interpretarse católicamente. Pero, ¿son católicas las encíclicas
que menciona Francisco como referentes de ese amor del Corazón de Jesús, que
nos lleva a ponerlas en práctica? Ya hemos visto que no.
Pero esa mentalidad utopista se descubre también en
los párrafos siguientes, así el 219, despachándose de paso, indirectamente,
contra la “rígida” tradición católica:
“La
Iglesia también lo necesita, para no reemplazar el amor de Cristo con
estructuras caducas, obsesiones de otros tiempos, adoración de la propia
mentalidad, fanatismos de todo tipo que terminan ocupando el lugar de ese amor
gratuito de Dios que libera, vivifica, alegra el corazón y alimenta las
comunidades. De la herida del costado de Cristo sigue brotando ese río que
jamás se agota, que no pasa, que se ofrece una y otra vez para quien quiera
amar. Sólo su amor hará posible una
humanidad nueva”.
Nuevamente estamos en
terreno ambiguo. ¿Cuáles serían esas estructuras caducas y obsesiones de otros
tiempos, en relación al Sagrado Corazón?
Y en el
párrafo siguiente insiste con el plan universalista de hacer “un mundo mejor”
(siempre la mirada naturalista que se queda en este mundo, y no mira hacia el
otro):
“220. Pido al Señor Jesucristo que de su
Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las
heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que
nos impulsen para que aprendamos a caminar
juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno”.
En cuanto a lo de
“reconocer la dignidad de cada ser humano”, es cierto que Cristo trajo una
novedad al mundo:
170. Identificándose
con los más pequeños de la sociedad (cf. Mt 25,31-46), «Jesús aportó la gran novedad del
reconocimiento de la dignidad de toda persona, y también, y sobre todo, de aquellas
personas que eran calificadas de “indignas”. Este nuevo principio de la
historia humana, por el que el ser humano es más “digno” de respeto y amor
cuanto más débil, miserable y sufriente, hasta el punto de perder la propia
“figura” humana, ha cambiado la faz del mundo, dando lugar a instituciones que
se ocupan de personas en condiciones inhumanas: los neonatos abandonados, los
huérfanos, los ancianos en soledad, los enfermos mentales, personas con
enfermedades incurables o graves malformaciones y aquellos que viven en la
calle». [Decl. Dignitas infinita]
Sí, Nuestro Señor trajo la
bienaventuranza a los pobres de espíritu, a los afligidos, a los que tienen
hambre y sed de justicia, a los más desfavorecidos. Pero una vez más hay que
hacer las distinciones que no se ocupa de hacer la declaración citada de
“Tucho” Fernández, “Dignitas infinita”
del 8 de abril de este año.
Es bueno recordar que esa
Declaración da como base de la defensa de la dignidad humana la “Declaración
Universal de los Derechos Humanos”, redactada por la Asamblea General de las
Naciones Unidas en 1948. Es una obra doblemente masónica, la organización y al
declaración. “Dignitas infinita” afirma basarse en la dignidad ontológica del
hombre para, entre otras cosas, por ej. oponerse a la pena de muerte. Pero omite
dos distinciones muy importantes.
-La primera distinción es que hay una triple imagen y semejanza de Dios
en el hombre: 1) la de creación, por
la que el hombre posee un ser espiritual, similar al de Dios, capaz de conocer
y de amar. Esta imagen de Dios se encuentra en todos los hombres, pero, siendo
de orden natural, no es suficiente para que el hombre alcance el fin que Dios
le ha asignado, es sólo la base para una imagen más perfecta, que lo eleve al
orden sobrenatural. 2) La segunda es la imagen
de restauración o gracia, por la que el hombre se ve dotado de la vida
divina, es decir, de la misma vida que vive Dios. Así fue en la justicia
original, cuando el hombre fue creado en estado de gracia, y así sigue siendo
en el estado de redención, en que el hombre puede recuperar esa imagen de
gracia a través de los Sacramentos que le da la Iglesia. De allí que esta
dignidad sólo la tienen los católicos. 3) La tercera imagen, que perfecciona la
anterior, es la de gloria o semejanza,
por la que el hombre posee la visión beatífica, quedando configurado con Dios
perfectamente y para siempre. Esta dignidad, punto final de todas las
dignidades del hombre, sólo la tienen los bienaventurados en el Cielo.
Sólo la segunda y tercera imagen
otorgan al hombre su verdadera dignidad.
Lo errado en esa Declaración “Dignitas
infinita” es que fundamenta la dignidad humana en la sola imagen de creación, con
lo que ignora el orden sobrenatural de la gracia, es como decir que por el solo
hecho de ser hombre, ya se tiene la gracia, en palabras de Juan Pablo II, «porque
a cada hombre llega el misterio de la Redención, y con cada uno se ha unido
Cristo para siempre a través de este misterio» (Juan Pablo II, Redemptor hominis 13). Esto se entiende
cuando se recuerda que –predominantemente puesto en obra por el Novus Ordo
Missae- el Vaticano II es un humanismo cristiano que tiende a hacerlo todo no
A.M.D.G. sino A.M.H.G., “para la mayor gloria del Hombre”.
-La segunda distinción es entre dignidad
ontológica y dignidad operativa.
El hombre sólo se hace merecedor
de un premio o de un castigo por sus actos, buenos o malos. Por lo tanto no es
la dignidad ontológica, común a justos y a impíos, la que da derechos al
hombre, sino su dignidad operativa, que ya sólo es propia del hombre justo, por
cuanto sólo él produce los frutos que exige su dignidad ontológica. Negar esto
sería negar que al fin de nuestra vida seremos juzgados por Dios, de acuerdo a
nuestras obras.
Siendo esto así, ¿debemos tener
una actitud condenatoria, desdeñosa, despreciativa hacia los que no tienen la
dignidad operativa de la gracia? De ningún modo, al contrario. Los hombres que,
en esta vida, son paganos o viven en pecado mortal, viven indignamente; su
dignidad operativa no se corresponde con su dignidad ontológica. Pero son
hombres que aún pueden recibir la imagen de Dios por la gracia; y así la
Iglesia les da un trato digno, no porque los valore en cuanto hombres, sino
porque los valora como los hijos de Dios que aún pueden y deben ser.[5] De allí los
esfuerzos que debemos hacer por convertirlos a la verdadera fe. Esa es la
manera correcta de “reconocer la
dignidad de cada ser humano”, no la manera de las Naciones Unidas y la
libertad religiosa del Vaticano II.
Recordemos, finalmente, que esa “dignidad infinita” Francisco la ubica
dentro de –sin explicitarlo, aunque eso lo ha hecho la masonería, como lo hemos
visto- un encuadre masónico. Por eso dice tal declaración del Dicasterio para
la doctrina de la fe, en su parágrafo 6:
“En realidad, concluye el Papa Francisco, «el ser humano tiene la misma
dignidad inviolable en cualquier época de la historia y nadie puede sentirse
autorizado por las circunstancias a negar esta convicción o a no obrar en
consecuencia». En este horizonte, su encíclica Fratelli tutti constituye ya una
especie de Carta Magna de las tareas actuales para salvaguardar y promover la
dignidad humana”.
2- El Sagrado Corazón nos lleva a la
“Civilización del amor” que pregonaba Juan Pablo II.
Ya bien avanzada la encíclica,
Francisco introduce este tema:
80. El hombre del año 2000
tiene necesidad del Corazón de Cristo para conocer a Dios y para conocerse a
sí mismo;
tiene necesidad de él para
construir la civilización del amor»
Y mucho más adelante lo
desarrolla:
182. San Juan
Pablo II explicó que, entregándonos junto al Corazón de Cristo, «sobre las
ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino
del Corazón de Cristo»; esto ciertamente implica que seamos capaces de «unir el
amor filial hacia Dios con el amor al prójimo»; pues bien, “esta es la
verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador.”
184.
Precisamente porque la reparación evangélica posee este fuerte sentido social,
nuestros actos de amor, de servicio, de reconciliación, para que sean
eficazmente reparadores, requieren que Cristo los impulse, los motive, los haga
posibles. Decía también san Juan Pablo II que «para construir la civilización del amor» la humanidad actual tiene
necesidad del Corazón de Cristo.
Esa “civilización del amor” que soñaba Juan Pablo
II no era otra cosa que un mesianismo fraternal en consonancia con el nuevo
propósito de la Iglesia conciliar: ya no convertir las almas para salvarlas y
que vayan al Cielo, sino la unidad del género humano en la tierra, con base de
los “derechos del hombre” y su “dignidad infinita”, mediante el diálogo
interreligioso. Se mentaba a Dios, por supuesto, a la trascendencia, pero sin
hablar del Reinado de Cristo Rey. Porque en verdad la verdadera “civilización
del amor” no es otro que el Reinado social de
Cristo, que como dijo Pío XI, tiene por objetivo lograr la paz de
Cristo en el reino de Cristo. Y el
Reino de Cristo no es otro que la Iglesia católica, la cual evangelizando el mundo y haciendo que el
programa de las Bienaventuranzas informe la sociedad, como ocurrió en la
Cristiandad o mal llamada “Edad Media”, hacía posible la salvación de
muchísimas almas. Pero atención, nunca existirá ese mundo utópico pacífico y
fraternal, de sonrisas dentríficas y bienestar publicitario, puesto que el
mundo es enemigo de Cristo, y el pecado nunca será erradicado totalmente de
este mundo. La Iglesia aquí abajo es y será siempre militante, por lo tanto estará siempre en guerra contra la Contra-Iglesia.
Claramente había hablado de todo esto San Pío X,
contra los innovadores:
“No, la
civilización no está por inventarse ni la ciudad nueva por construirse en las
nubes. Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad
católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus
fundamentos naturales y divinos contra los ataques siempre nuevos de la utopía
malsana, de la revolución y de la impiedad»[6].
Veamos más en detalle la propuesta de esa moderna
“Civilización del amor”[7]:
“El respeto del hombre y de su dignidad; era
para Juan Pablo II el fundamento sobre el cual se apoyó el gran proyecto de su
pontificado: promover una “civilización del amor” que respondería a “la imperiosa necesidad de los pueblos de
soñar con un porvenir en paz y de prosperidad para todos” (mensaje del 5 de
septiembre de 2003). Tal era el “sueño” del difunto papa, su esperanza más
profunda, aquel en torno al cual centró su pontificado. Le gustaba citar
primeramente a Pablo VI: «Se trata de
construir un mundo donde todo hombre, sin excepción de raza, religión o
nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana, emancipado de las
servidumbres que le vienen de parte de los hombres y de una naturaleza
insuficientemente dominada; un mundo donde la libertad no sea una palabra vana
y donde el pobre Lázaro pueda sentarse en la misma mesa que el rico» (Populorum progressio, nº 47).
Como se
ve, un utopismo irreal, en este mundo, puesto que Dios ha puesto enemistad
inconciliable y hasta el fin entre la Mujer y la serpiente, y sus seguidores.
Pero siempre esa clase de discursos bonitos acerca de la paz y la unión entre
los seres humanos (peace and love, la
consigna hippie sesentista), ha calado hondo, con el auspicio de los medios
masivos de difusión. ¿Cómo no desear la paz y el entendimiento entre todos los
hombres?
“Juan
Pablo II entendía pues «edificar la
civilización del amor, fundada sobre los valores universales de la paz, de la
solidaridad, de la justicia y de la libertad» (mensaje del 12 de noviembre
de 1986), que sea «un encuentro
convergente de las inteligencias, de las voluntades, de los corazones, hacia el
fin que el Creador les ha fijado: [no el cielo, sino] hacer la tierra habitable
por todos y digna de todos» (mensaje del 8 de diciembre de 1982). Reuniría entonces a todos aquellos que él
llamaba “creyentes”; sería incongruente entender por ello a quienes profesan la
fe católica, puesto que se designa así a todos aquellos que reconocen la
dimensión trascendente de la persona humana (discurso del 11 de octubre de
1988). Tal era el “sueño” de Juan Pablo II, su deseo más querido, que presentó
de nuevo al mundo en vísperas del tercer milenio: «La humanidad está llamada por Dios a formar una única familia. Nos hace
falta reconocer y favorecer este designio divino promoviendo la búsqueda de
relaciones armoniosas entre las personas y entre los pueblos, en una cultura
compartida de apertura a lo Trascendente, de promoción del hombre, de respeto
de la naturaleza» (mensaje del 8 de diciembre de 1999)”
La consecuencia
de ese empeño fue uno de los hechos más vituperables y dañosos en toda la
historia de la Iglesia:
“La reunión interreligiosa de Asís fue, a sus
ojos, el acto fundador de esta civilización:
«Tenía
ante los ojos una gran visión: todos los pueblos del mundo en marcha, desde
diferentes lugares de la Tierra, para reunirse cerca del Dios único como una
sola familia. En esa tarde memorable, en la ciudad natal de san Francisco, ese
sueño [de la unidad del género humano] se convertía en realidad: era la primera
vez que representantes de diferentes religiones del mundo se reencontraban
juntos» (mensaje del 28 de agosto de 2001). Juntos para rezar. Es que, en
efecto, Juan Pablo II puso la oración en el primer rango de los medios para
permitir el advenimiento de la civilización del amor. Ya no era el acto de
religión que se ordena al verdadero Dios, sino simplemente la expresión del
sentimiento religioso (discurso del 10 de enero de 1987). A semejante oración,
le bastan dos cosas: la referencia a una trascendencia y a la sinceridad –que
se supone siempre- del corazón humano. Es pues el patrimonio común de todas las
religiones, todas las cuales, según Juan Pablo II, han sido suscitadas por el
Espíritu Santo (audiencia del 9 de septiembre de 1998) y establecen una
relación efectiva con “la Divinidad” (mensaje del 28 de agosto de 2001). De ahí los numerosos encuentros
interreligiosos que suscitó, aunque hasta entonces habían sido siempre
condenados. A los ojos de Juan Pablo II esas reuniones son importantes:
«cada uno respeta aquí al otro como un hermano y una hermana en la misma
humanidad y con sus convicciones personales» (discurso del 9 de enero de 1993),
y «encontrarse los unos al lado de los otros en la diversidad de las
expresiones religiosas, lealmente reconocidas como tales, manifiesta de una
manera visible la aspiración a la unidad de la familia humana» (mensaje del 21
de septiembre de 2000). Es pues en su pluralidad como, según Juan Pablo II, las
religiones favorecen la paz. Únicamente su pluralidad, vivida pacíficamente,
permite a las religiones presentarse como modelos para el mundo. Por lo tanto, todo proselitismo se
convierte en reprensible, ya que la identidad propia de cada creencia debe por
el contrario “preservarse preciosamente” (discurso del 12 de diciembre de
1996). El deseo de convertir se desvanece pues ante la voluntad de vivir una
plurirreligiosidad que se presenta como modelo de una pluriculturalidad
pacífica: «Los hombres y las mujeres del
mundo ven de qué manera habéis aprendido a estar juntos y a orar, cada uno
según su propia tradición religiosa, sin confusión y en el respeto recíproco,
conservando íntegra y firmemente vuestras propias creencias. En una sociedad en
la cual coexisten personas de religiones diferentes, este encuentro representa
un signo de paz. Todos pueden constatar cómo, en este espíritu, la paz entre
los pueblos no es ya una lejana utopía» (mensaje del 28 de agosto de 2001).
Tal es el alma del “espíritu de Asís”, en aras del cual tanto obró el difunto
papa. Consiste en subordinar todas las
religiones, la católica inclusive, para ponerlas al servicio del “sueño” de
Juan Pablo II, el advenimiento de un nuevo humanismo: «El espíritu de Asís
alienta a las religiones para que ofrezcan su aportación a este nuevo humanismo
del cual tanta necesidad tiene el mundo contemporáneo […] [los encuentros
interreligiosos] engendran un humanismo, es decir una forma nueva de mirarse
unos a otros, de comprenderse, de obrar por la paz» (mensaje del 3 de
septiembre de 2004).
La
religión humanista inaugurada por el Vaticano II encontraba su reunión cumbre y
su máximo apóstol en Juan Pablo II, de quien Francisco es un fiel seguidor en
la materia.
“Y a Juan
Pablo II toca concluir: «Entonces
comenzará a realizarse la palabra de Dios dada por el profeta: “Habitará el
lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos
el becerro con el león, y un niño pequeño los pastoreará» (mensaje del 25
de enero de 2002).
Francisco
prosigue ese insensato proyecto que no es el de la Ciudad Católica, sino el de
la Torre de Babel ecuménica, el del “poliedro” socialista, el del “Nuevo Orden
Mundial”, donde no haya ya sacrificio de Cristo, sino un espacio común para
todos los “credos”, fraternalmente dialogantes. Desde sus antecesores se han
venido erigiendo horribles templos de simbología masónica en los principales
santuarios marianos y en el santuario del Padre Pío de Pietrelcina. Ahora le ha
tocado a la devoción al Sagrado Corazón, ser parte de esta desfiguración modernista.
El fraude
está muy bien orquestado.
3- Un nuevo sentido de la reparación al Sagrado
Corazón.
La Iglesia siempre entendió por “reparar” el acto
de “desagraviar, satisfacer al ofendido”. Más aún, la reparación se dirige a
Dios, a quien desde el pecado original los hombres han pretendido arrebatar el
honor y la gloria, injuriándolo con sus pecados, su desobediencia, sus ofensas,
su indiferencia. Puesto que Dios tiene derecho a ser adorado, honrado y
obedecido como tal, y como todo derecho es por su propia naturaleza inviolable
y va siempre respaldado por la exigencia de reparación cuando se le conculca,
hay obligación de reparar. Y la reparación consiste en la restitución del honor
debido, mediante actos externos e internos que manifiesten esa intención del
corazón. Es también lo que se llama satisfacción. Volver a poner las cosas en
su debido lugar, Dios como Creador, el hombre como criatura, Dios como Padre,
el hombre como hijo. Compensar al Amor herido y despreciado, con el propio amor
ofrendado. Esto ha sido bien entendido por las almas santas y fieles desde el
comienzo de la historia, almas que deseaban amar a Dios como es debido, en toda
justicia, y por lo tanto la reparación era un aspecto esencial de sus vidas.
Veámoslo resumidamente:
“En el Antiguo Testamento, todo era figura y
preparación del Nuevo Testamento. Dios distribuía sus gracias con vistas a los
méritos de Nuestro Señor Jesucristo. Dios era ofendido por grandes infractores
y por poblaciones enteras. Suscitaba
almas reparadoras, animándolas con este espíritu, con vistas a los méritos del
Corazón de Jesús, principal órgano de reparación. En las páginas del
Antiguo Testamento, podemos recoger un ramo de estas flores perfumadas de
mirra.
-Abel es un
reparador. Caín ofreció sacrificios irrisorios e impíos llevando al Señor sus
frutos más pobres. Dios se ofendió y se enfadó. Abel ofreció víctimas
escogidas. Dios se alegró. Abel reparó con sus sacrificios piadosos. También
reparó con su muerte y su sangre, imagen y figura de la gran reparación del
Calvario (cf. Gn 4).
-Enoc fue
un reparador. Llevó una vida santa. Agradó a Dios y Dios se lo llevó al paraíso
para hacer de él un apóstol de la reparación en el fin del mundo (cf. Gn, cap.
5 - Si, cap. 44).
-Noé fue un
reparador. Su propio nombre significa «descanso o reparación». Lamec, su padre,
le dio el nombre de Noé, diciendo: «Éste nos aliviará de nuestros trabajos y
nos consolará en esta tierra que Dios ha maldecido» [Gén 5,29]. De este modo,
Lamec profetizó el papel reparador de Noé. Cuando llegó el diluvio vengativo,
Noé encontró el favor del Señor, porque su vida pura y piadosa era una vida de
reparación. Noé se convirtió en el Salvador del mundo, y su arca en la Iglesia.
Dios se alegró de Noé y le dijo: «Sólo tú eres justo a mis ojos en esta
generación» [cf. Gén 7,1]. Tras abandonar el arca, Noé continuó su papel de
reparador ofreciendo sacrificios que agradaron a Dios (cf. Gén, capítulos 6, 7
y 8).
-Abraham es
un reparador. La raza humana se había pervertido, incluso en el muy civilizado
valle del Éufrates. Dios eligió una familia de reparadores de la que nacería el
Salvador. Abraham fue como el primer anillo de esta cadena. Dios lo sacó de
Caldea y lo envió a Palestina para preparar la futura reparación. Abraham
erigió altares de reparación en Siquem y Betel. El hambre obliga a Abraham a ir
a Egipto, una prueba de reparación. Abraham tuvo que luchar contra los reyes
corruptos del valle del Jordán. En una visión en la que las tinieblas
representaban el pecado, Abraham previó las pruebas de su raza en Palestina y
Egipto.
-Isaac es
un reparador, que preservará la raza redentora frente a la brutal e impía
familia de Ismael. En el Monte Moriah, Isaac será la hermosa figura del Cordero
de la Reparación.
-También Jacob fue
un reparador, enfrentándose a Esaú entre los idumeos, que a menudo luchaban
contra el pueblo de Judá.
-¡Qué magnífico reparador fue José, hijo de Jacob, que sufrió como Cristo para salvar a su
familia y a su pueblo! José fue en muchas circunstancias de su vida la figura
muy característica del gran reparador.
-También Moisés
fue un reparador. Sin él, el pueblo de Israel habría sido abandonado por Dios
en varias ocasiones. Moisés salvó a su pueblo reparando, y en esto fue la
figura del divino Redentor.
-Samuel es
un reparador. Su inocencia y piedad llegaron al corazón de Dios. Predicó al
pueblo de Israel y lo persuadió de que destruyera los ídolos. El pueblo ayunó y
se purificó. Toda una nación hizo reparación bajo el liderazgo del profeta, y
Dios perdonó a su pueblo (cf. 1 Sam 6:7).
-David
parece ser el principal reparador de la Antigua Ley. ¡Está tan cerca del
Salvador! A Nuestro Señor le gusta especialmente el título de Hijo de David. El
corazón de David está tan cerca del corazón del Salvador que sus efusiones se
funden. Una y otra vez, en los salmos, David habla en nombre del Salvador.
Jesús recoge las reparaciones de David. Las eleva, las perfecciona y las
diviniza. Es un esbozo del que nos da verdadera cuenta. David fue amigo y
consolador de su Dios. “Fue un siervo amoroso”, dice el Eclesiástico. En todo
confesaba su fe en Dios; con todo su corazón alababa a Dios y le amaba...» (cf.
Si 47,9ss).
-Los Macabeos
también deben contarse entre los reparadores de la Antigua Ley. Sufrieron la
infidelidad y la corrupción de Israel. Lucharon y se esforzaron por reavivar el
culto a Dios y a su reino. Murieron víctimas de su celo y de su espíritu
reparador.
-Los Profetas
también fueron reparadores. Como nos recuerda San Pablo, «fueron cruelmente
atormentados, no queriendo redimir su vida presente con la apostasía; sufrieron
burlas y azotes, cadenas y prisiones. Fueron apedreados o desgarrados por la
sierra. Sufrieron el exilio y la persecución. El mundo no era digno de ellos»
(cf. Heb 11, 33-38).
-Siempre hubo reparación entre los israelitas piadosos y especialmente
entre los sacerdotes. Los profetas
les exhortaban a ello. He buscado -dijo el Señor- un hombre que se interponga
entre mí y la tierra, que detenga mi brazo» (Ez 22,30). “Los sacerdotes del
Señor -dice Joel- llorarán entre el vestíbulo y el altar y dirán: Perdona,
Señor, perdona a tu pueblo” (Jl 2,17).
-En el Evangelio, mencionemos sólo a los reparadores
más notables, nuestros admirables modelos.
-María es
eminentemente capaz de reparar la gloria de Dios y consolar el Corazón de
Jesús. Adora a Jesús en su seno: «Ecce ancilla
Domini» [Lc 1,38]. - Llora cuando lo pierde: «dolentes quærebamus te» [Lc 2,48]. - Está al pie de la cruz para
consolarlo: «Stabat juxta crucem»
[cf. Jn 19,25].
-San José
consoló a Jesús con sus amorosos cuidados durante treinta años.
-San Juan y
Santa Magdalena son amigos entrañables de Nuestro Señor. San Juan es asiduo
a Jesús, se apoya en su Corazón, es fiel hasta el Calvario. Santa Magdalena
permanece con tierno amor e inefable compasión a los pies de Jesús.
-Marta y Lázaro
son consoladores. Acogen a Jesús, cansado y perseguido. Le aman y son amadas
por él.
-Juan Bautista
es esencialmente restaurador por la gran penitencia que practica y predica.
-La Verónica
enjuga el rostro de Jesús.
-Todos los santos del Nuevo Testamento son
reparadores, pero algunos en particular, como los mártires, los penitentes
y los santos del Sagrado Corazón.[8]
El Padre Jean Croiset, en su estupendo libro sobre la devoción
al Sagrado Corazón, escrito a instancias de Santa Margarita María, primera obra
que vio la luz sobre la devoción y por tanto la más autorizada, señala
claramente su finalidad. Si bien lo primero no es la reparación, sí es un
elemento derivado del primer fin (las negritas son nuestras):
“El fin
que proponemos consiste, en primer lugar, en honrar a Cristo presente en la
Sagrada Eucaristía todo lo que nos sea posible acudiendo a adorarle con
frecuencia, ofreciéndole nuestro amor, nuestro agradecimiento y todo lo que se
nos ocurra. En segundo lugar, consiste en reparar
en lo posible el trato indigno y los ultrajes que sufrió por amor durante su
vida mortal, y los que sufre ahora todos los días por amor en el Santísimo
Sacramento del Altar.
Así que,
propiamente hablando, esta devoción consiste en amar ardientemente a
Jesucristo, a quien tenemos siempre con nosotros en la adorable Eucaristía, y
en manifestarle nuestro amor con nuestro
pesar por verle tan poco amado y tan poco honrado por los hombres, intentando
reparar esos menosprecios y esas faltas de amor.”[9]
Fíjese el lector que este autor, y no sólo él
sino Santa Margarita María y todos los amantes del Sagrado Corazón, insisten
mucho en la Eucaristía, y en reparar las ofensas que contra este sacramento se
infieren. Francisco, como buen modernista y habitual despreciador de la
Eucaristía (desde sus viejos tiempos en Buenos Aires), introduce correctamente el
tema primero de la mano del Cardenal Newman, luego menciona ortodoxamente que “la
Eucaristía es presencia real que se adora” (si realmente cree eso ¿por qué da
la comunión en la mano irrespetuosamente, o no acostumbra arrodillarse ante el Santísimo?),
y luego menciona la comunión de los primeros nueve viernes de mes:
84. La propuesta
de la comunión eucarística los primeros viernes de cada mes, por ejemplo, era
un fuerte mensaje en un momento en que mucha gente dejaba de comulgar porque no
confiaba en el perdón divino, en su misericordia, y consideraba la comunión
como una especie de premio para los perfectos. En ese contexto jansenista, la
promoción de esta práctica hizo mucho bien, ayudando a reconocer en la
Eucaristía el amor gratuito y cercano del Corazón de Cristo que nos llama a la
unión con él. Podemos afirmar que hoy también haría mucho bien por otra razón:
porque en medio de la vorágine del mundo actual y de nuestra obsesión por el
tiempo libre, el consumo y la distracción, los teléfonos y las redes sociales,
olvidamos alimentar nuestra vida con la fuerza de la Eucaristía.
Pero es de notar que disminuye la importancia de
la promesa hecha por N.S. de la salvación eterna, ¡nada menos! a través de los
nueve primeros viernes de mes (por otra parte tampoco habla en su encíclica de
las doce extraordinarias promesas hechas por Nuestro Señor). Y no se trata acá de
dar gloria a Dios y salvar nuestra alma (que le pertenece) e interceder por
otras almas, sino de “alimentar nuestra vida” (¿?) en la “vorágine del mundo
actual”. Apenas eso, que puede interpretarse de manera naturalista. Un consuelo
y punto.
Santa Margarita María decía en cambio, con santo
celo: “Yo quisiera poder vengar en mí
misma todas las injurias que se han inferido a mi Salvador Jesucristo en el
Santísimo sacramento” (p. 421) y sobre la comunión de los viernes: “…yo
sucumbiría muchas veces, si El no me sostuviera con potente gracia; y este era
uno de los motivos por los que me mandó comulgase todos los primeros viernes de
cada mes, o más bien (el motivo era) reparar
los ultrajes que El ha recibido durante el mes en el Santísimo Sacramento””
(p. 421)
Como este amor de Jesucristo es un fuego devorador,
nada como la recepción de la Eucaristía para encenderlo vivamente y hacerlo
difundir por toda la Iglesia y el mundo. Pero Francisco, lejos de recomendar la
devoción a la Eucaristía, ha llegado a decir (sin dudas buscando complacer a
los protestantes) que “el porvenir de la
Iglesia está más alrededor de la palabra de Dios que alrededor de la eucaristía”
(mayo 2017, en reunión con los obispos de Quebec, Canadá).
El mismo Jesucristo en sus apariciones a Sor
Josefa Menéndez, cuyo escrito “Un
llamamiento al amor”[10], aprobado antes del Concilio, pasó luego al
olvido por ser “políticamente incorrecto” para los nuevos aires ecumenistas,
dice de la Eucaristía:
“La Eucaristía es invención del amor, es vida y
fuerza de las almas, remedio para todas las enfermedades, viático para el paso
del tiempo a la eternidad.
“Los pecadores encuentran en ella la vida del
alma; las almas tibias, el verdadero calor; las almas puras, suave y dulcísimo néctar;
las fervorosas, su descanso y el remedio para calmar todas sus ansias; las
perfectas, alas para elevarse a mayor perfección
“En fin, las almas religiosas hallan en ella su
nido, su amor, y por último, la imagen de los benditos y sagrados votos que las
unen íntima e inseparablemente al Esposo Divino”.
Y si bien, como ya dijimos, la reparación es un
elemento importante, no es sino consecuencia del primero que es el amor. Precisamente
porque se ama, se repara. ¿A quién? A quien ha sido ofendido, blasfemado,
despreciado, saturado de oprobios. También Nuestro Señor insistió y mucho en
esto a sor Josefa:
“Toma la Cruz; vamos a reparar los dos, durante
esta hora, los pecados que se están cometiendo. No sabes cuántas almas se precipitan
en el mal…”
“Vamos a adorar a la Majestad Divina, ofendida y
ultrajada…Vamos a reparar tantos pecados”.
“¡Cómo me ofenden las almas!, pero lo que más me
destroza es que ellas mismas se precipitan ciegamente en su perdición. Ya
puedes comprender cuánto sufro al ver cómo se pierden tantas almas que me han
costado la vida. Este es mi dolor: que mi Sangre sea inútil para ellas. Vamos
los dos a reparar y desagraviar a mi Padre celestial”.
“Ofrece todo tu ser para reparar tantas ofensas y
satisfacer a la Divina Justicia”.
“Deja que tu alma se abrase en deseos de
desagraviar a un Dios ultrajado y toma mis méritos para reparar tantos
pecados”.
“Dime, ¿dónde hay un corazón que ame más que el
mío y que sea menos correspondido? ¿Qué corazón hay que se consuma en mayores
deseos de perdonar? Y en pago de tanto amor, recibo las mayores ofensas.
“¡Pobres almas! Vamos a pedir perdón y reparar
por ellas: ¡Oh, Padre mío!, tened piedad de las almas, nos las castiguéis como
merecen sino hacedles misericordia, como lo pide vuestro Hijo.
“Yo quisiera reparar sus pecados y daros la
gloria que os es debida, ¡oh Dios infinitamente Santo! Mirad a vuestro Hijo
como Víctima para expiar tantas ofensas.”
“¡Bendita sea la infinita bondad de Dios que
quiere servirse de los sacrificios de otras almas, para reparar nuestras
infidelidades! ¡Cuánta más gloria podía tener ahora en el cielo, si mi vida
hubiera sido otra! (Un alma del Purgatorio)
Expiar, reparar, satisfacer, es una constante
invitación del Corazón de Jesús. La Iglesia lo entiende así. La colecta de la
Misa del Sagrado Corazón dice:
“Oh Dios, que te dignas prodigarnos
misericordiosamente los infinitos tesoros de tu amor en el Corazón de tu Hijo
herido por nuestros pecados: te pedimos nos concedas que, al ofrecerle el
devoto obsequio de nuestra piedad, cumplamos
con el deber de una digna reparación. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor.”
Se nos invita, pues, como miembros del Cuerpo
Místico, a sufrir con quien es nuestra Cabeza en su Pasión:
“¡Compartir los sufrimientos de un Dios! Esta
idea es para transportar un alma delicada y valiente. Un Dios ha compartido
nuestros sufrimientos para que nosotros compartamos a nuestro turno los suyos.
La devoción al Sagrado Corazón no nos invita a nada más evidentemente que a una
comunión siempre más íntima y más profunda en los misterios de su Pasión”.[11]
La reparación, pues, es un acto de amor a Dios
mismo, a Nuestro Señor Jesucristo, que redunda además en bien de toda la
Iglesia, en la salvación de las almas.
“Si se consideran bien las cosas, se ve que la reparación
tiene una razón muy profunda, muy consolador para las personas amantes del
Corazón de Jesús, y que descubre un nuevo aspecto grandioso de esta devoción.
En rigor la reparación no es sino un nuevo
elemento de la segunda parte de la consagración personal; de aquel tomar por
nuestra cuenta los intereses del sagrado Corazón. En efecto: dos son los
resultados que en orden a ellos produce el pecado: el primero es perder los
hombres; el segundo injuriar y deshonrar a El; por el primero le quita las almas,
por el segundo le quita el honor. Según eso ¿cuáles son sus divinos intereses
en el mundo? Dos; que las almas que aún no son suyas, lo sean y cada vez más de
lleno, y que las manchas, que obscurecen feamente su honor santo se borren. Lo
primero se procura trabajando más y más por extender su reinado, lo segundo
esforzándose por reparar sus ultrajes; apostolado y reparación, he ahí los dos
medios capitales de interesarse por las cosas del Corazón de Jesús”.[12]
“Dice mucho en favor de la reparación –destaca el
Padre Florentino Alcañiz- la aparición en que el Corazón divino pidió se estableciese
su fiesta:
“Estando una vez delante del Santísimo Sacramento
–escribe Santa Margarita- un día de su octava recibí de mi Dios gracias
excesivas de su amor, y sintiéndome movida por el deseo de algún retorno y de volverle
amor por amor, me dijo: no me lo puedes dar mayor que haciendo lo que te he
pedido tantas veces”. Entonces me descubrió su divino Corazón: “He aquí este
Corazón que tanto ha amado a los hombres; que no ha perdonado nada hasta
agotarse y consumirse por testificarles su amor, y por reconocimiento no recibo
de la mayor parte sino ingratitudes con sus irreverencias y sacrilegios, y con
las frialdades y desprecios que tienen para conmigo en este Sacramento de amor.
Pero lo que es para mí más sensible, es que sean corazones que me están
consagrados los que esto hacen. Por esto Yo te pido que el primer viernes
después de la octava del Santísimo Sacramento sea dedicado a una fiesta
particular para honrar mi Corazón, comulgando
ese día y haciéndole reparación de honor,
mediante una pública y contrita confesión de la culpa para reparar las indignidades que ha recibido durante el tiempo que ha
estado expuesto en los altares. Yo te prometo también que mi Corazón se
dilatará para derramar con abundancia las influencias de su divino amor sobre
aquellos que le tributaren este honor, y los que procuraren que le sea
tributado”.[13]
Es cierto que en algún punto la encíclica de
Francisco introduce el tema de consolar el Corazón de Jesús, basándose en el
Papa Pío XI:
153. El Papa Pío
XI intentó fundamentarlo invitándonos a reconocer que el misterio de la
redención por la pasión de Cristo salta por la gracia de Dios todas las
distancias del tiempo y del espacio, de modo que si él en la Cruz se entregaba
también por los pecados futuros, los nuestros, de la misma manera nuestros
actos ofrecidos hoy para su consuelo, traspasando los tiempos, llegaron a su
Corazón herido: «Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero
previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda
algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista,
cuando el ángel del cielo ( Lc 22,43)
se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así,
aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente
ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo
admirable, pero verdadero».
Pero deja las cosas más claras en su propuesta,
cuando ya hacia el final nos da a entender cómo nosotros debemos entender la
reparación. Lo anticipó cuando en el parágrafo 183 dice:
“Es cierto que
todo pecado daña a la Iglesia y a la sociedad, por lo que «se puede atribuir a
cada pecado el carácter de pecado social», aunque esto vale sobre todo para
algunos pecados que «constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa
contra el prójimo». San Juan Pablo II explicaba que la repetición de estos
pecados contra los demás muchas veces termina consolidando una “estructura de
pecado” que llega a afectar el desarrollo de los pueblos. Muchas veces
esto se inserta en una mentalidad dominante que considera normal o racional lo
que no es más que egoísmo e indiferencia. Este fenómeno se puede definir
“alienación social”…
Vimos al comienzo de este ítem que desde el inicio de
la historia “Dios era ofendido por grandes infractores y por poblaciones
enteras. Suscitaba almas reparadoras, animándolas con este espíritu, con vistas
a los méritos del Corazón de Jesús, principal órgano de reparación”. Mas para
Francisco el pecado no afecta a Dios, sino a la Iglesia y la sociedad, es algo
social:
183. Es cierto que todo pecado daña a la Iglesia
y a la sociedad, por lo que «se puede atribuir a cada pecado el carácter de
pecado social», aunque esto vale sobre todo para algunos pecados que “constituyen,
por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo”.
Nuevamente,
estamos ante las enseñanzas surgidas de la Iglesia conciliar. Para la teología
tradicional, el pecado, si bien no quita nada a la naturaleza de Dios, obra
contra la justicia al lesionar su derecho a ser adorado y obedecido. Para la
nueva teología, en cambio, el pecado no perjudica sino al hombre y a la
sociedad. No supone deuda de justicia, pues sólo perjudica al amor. Pero así y todo
el amor de Dios no disminuye nunca, incluso si le damos la espalda y nos
negamos a amarlo. Todo eso se traduce en el “Misterio pascual”, fundamento del
Novus Ordo: la Pasión de Cristo no es satisfacción por la justicia divina
ofendida por el pecado. Por eso si en algún momento los modernistas conciliares
hablan de sacrificio, no es un sacrificio propiciatorio o expiatorio, sino sólo
de alabanza y acción de gracias.
La
reparación de Francisco va en el mismo sentido. Bajo el título: “La reparación: construir sobre las ruinas”,
afirma, en los parágrafos 181 y 182:
“Todo lo dicho
nos permite comprender, a la luz de la Palabra de Dios, cuál es el sentido que debemos dar a la “reparación” que se ofrece al
Corazón de Cristo, qué es lo que realmente el Señor espera que reparemos con la
ayuda de su gracia. Se ha discutido mucho al respecto, pero san Juan Pablo
II ha ofrecido una respuesta clara para orientarnos a los cristianos de hoy
hacia un espíritu de reparación en mayor sintonía con el Evangelio.
Sentido social de la
reparación al Corazón de Cristo
San Juan Pablo II explicó que, entregándonos
junto al Corazón de Cristo, «sobre las ruinas acumuladas por el odio y la
violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino
del Corazón de Cristo»; esto ciertamente implica que seamos capaces de «unir el
amor filial hacia Dios con el amor al prójimo»; pues bien, «esta es la verdadera reparación pedida por
el Corazón del Salvador». Junto con Cristo, sobre las ruinas que
nosotros dejamos en este mundo con nuestro pecado, se nos llama a construir una
nueva civilización del amor. Eso es
reparar como lo espera de nosotros el Corazón de Cristo. En medio del desastre
que ha dejado el mal, el Corazón de Cristo ha querido necesitar nuestra
colaboración para reconstruir el bien y la belleza”.
Convengamos que hay allí una generalización, que
no especifica nada. “Amar a Dios y al prójimo”, es cierto que puede ofrecerse
como reparación, ¡sin dudas todo acto de caridad puede ofrecerse como
reparación!, pero eso no es exactamente lo que se entiende por reparación, que
tiene por finalidad específica honrar a quien es deshonrado, Dios mismo. Con la definición dada en esta encíclica,
es claro que queda justificado el gravísimo pecado de omisión de Francisco por
no haber dicho una sola palabra cuando ocurrió la blasfema inauguración de los
Juegos Olímpicos de París. Si había una ocasión en que se hacía necesario
desagraviar públicamente a Nuestro
Señor, haciendo actos de reparación de su honor, era esa. Pero Francisco podría
decir que “criticar” no sirve para construir la “nueva civilización del amor”, pues
es preferible “reconstruir el bien y la belleza”.
Más adelante dirá el pontífice tan amado del
mundo:
200. Hermanas y
hermanos, propongo que desarrollemos esta forma de reparación, que es, en
definitiva, ofrendar al Corazón de Cristo una nueva posibilidad de difundir en
este mundo las llamas de su ardiente ternura. Si es verdad que la reparación
implica el deseo de «compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor
increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa», el camino
más adecuado es que nuestro amor regale al Señor una posibilidad de expandirse
por aquellas veces en que esto le fue rechazado o negado. Esto ocurre si se va
más allá del mero “consuelo” a Cristo del cual hablamos en el capítulo
anterior, y se convierte en actos de amor fraterno con los cuales curamos las
heridas de la Iglesia y del mundo. De ese modo ofrecemos nuevas expresiones al
poder restaurador del Corazón de Cristo”.
Así pues, “el
camino más adecuado es que nuestro amor regale al Señor una posibilidad de
expandirse por aquellas veces en que esto le fue rechazado o negado” mediante “actos de amor fraterno con los cuales
curamos las heridas de la Iglesia y del mundo”. Curar “las heridas del
mundo” no es en modo alguno reparar, o, mejor dicho, no se repara para “curar
las heridas del mundo” sino para dejar sentado el honor que debemos a Dios,
nuestros deberes de religión para con Él, y el deber de la sociedad y del mundo
de tributarle honores y cumplir sus leyes.
En definitiva, según Francisco hay que “reparar
la sociedad sobre sus ruinas”, y por lo tanto “salvar la casa común” (no las
almas). No hay que reparar y salvar el honor de Dios ante las blasfemias,
sacrilegios y atentados de los impíos. Hacer eso no ayudaría a construir la
“civilización del amor”, sino que más bien sería un obstáculo al diálogo con el
mundo y las otras “religiones”.
Un poco más adelante, se enfocará más aún en el
hecho de la reparación más en relación al hombre, que a Dios:
“187. No basta
la buena intención, es indispensable un dinamismo interior de deseo que
provoque consecuencias externas. En definitiva «la reparación, para ser cristiana, para tocar el corazón de la persona
ofendida y no ser un simple acto de justicia conmutativa, presupone dos
actitudes exigentes: reconocerse culpable y pedir perdón [...]. Es de este
reconocimiento honesto del daño causado al hermano, y del sentimiento profundo
y sincero de que el amor ha sido herido, que nace el deseo de reparar».
Francisco jamás se refiere a las ofensas,
blasfemias, sacrilegios, que hoy son moneda corriente particularmente por parte
del clero modernista y sodomita, y de la feligresía que siguiendo su ejemplo
trata sin respeto la Eucaristía y las cosas santas (incluso los agravios contra
los fieles que quieren comulgar de rodillas y en la boca). Eso le tiene sin
cuidado. En cambio no trepida en mencionar a Santa Margarita María:
194. De hecho,
santa Margarita María narró que, en una de las manifestaciones de Cristo, él le
habló de su Corazón apasionado de amor por nosotros, que «no pudiendo ya
contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso
comunicarlas». Puesto que el Señor, que todo lo puede, en su divina
libertad ha querido necesitar de nosotros, la reparación se entiende como
liberar los obstáculos que ponemos a la expansión del amor de Cristo en el
mundo, con nuestras faltas de confianza, gratitud y entrega.
Y con eso puede muy bien justificar una
reparación que puede ser muy mal entendida, porque, ¿quién no puede pensar –en
el actual contexto, que no se nos tilde de mal pensados- que bendecir las
parejas de sodomitas o adúlteros, como ahora estipula el Vaticano, o permitir
que los propaladores del vicio contranatura se manifiesten dentro de las
iglesias, esté siendo una forma de “liberar los obstáculos para que pueda
expandirse el amor de Cristo”, ya que la dignidad del hombre es “infinita”? Al
fin y al cabo: “¿Quién soy yo para juzgar?”.
El
Corazón Inmaculado de María, también pide reparación.
Es indudable que el Inmaculado Corazón de María
ha venido a traer de nuevo el mensaje del Corazón de Jesús, siendo el último
don de Dios para la salvación de las almas y la paz del mundo: lo dice la Virgen
en la tercera aparición. Oración, sacrificio y devoción les pidió María a los
tres niños. Y todo esto con espíritu de reparación. En la oración del Ángel
enseñada a los niños en su primera aparición ya se manifiesta:
“Dios mío, yo
creo, os adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no
adoran, no esperan y no os aman”.
En la segunda aparición, el Ángel pide a los
niños sacrificios para salvar las almas de los pecadores:
“De todo lo que
podáis, ofreced a Dios un sacrificio en acto de reparación por los pecados por
los que Él es ofendido, y de súplica por la conversión de os pecadores”.
En la tercera aparición, otra oración reparadora:
«Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco el
preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos
los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e
indiferencias con que El mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su
Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, os pido la conversión de
los pobres pecadores.»
Y en su primera aparición la Virgen continúa este
mensaje:
“¿Queréis
ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que querrá enviaros, en
acto de reparación por los pecados por los que Él es ofendido y de súplica por
la conversión de los pecadores?”
En la tercera aparición, María les pide el amor a
Dios y al prójimo, enseñándoles a dedicar sus pequeños sacrificios, por amor y
en reparación:
“Decid a menudo
a Jesús, especialmente cuando hagáis un sacrificio: Oh, Jesús, es por vuestro
amor, por la conversión de los pecadores, y en reparación por los pecados cometidos
contra el Corazón Inmaculado de María”.
Como vemos, la reparación va referida siempre a
las ofensas que se cometen contra Dios, contra Nuestro Señor, y contra el
Corazón Inmaculado. Y cuando Nuestra Señora promete la paz, no la refiere a una
utópica “civilización del amor”, pues afirma que cuando se realice la
consagración de Rusia “habrá un tiempo de paz”, sólo un tiempo.
Así pues, si sobre algo se insiste en el mensaje
de Fátima es en la urgencia de la salvación de las almas, en dejar de pecar y
ofender a Dios:
“Que no se
ofenda más a Dios, Nuestro Señor, que ya está muy ofendido” (Sexta
aparición)
Preocupaciones estas, que no aparecen jamás en la
encíclica bergogliana. Por el contrario, si en algún momento se toma inadecuadamente
de los magníficos pensamientos de Santa Teresita del Niño Jesús, es para llamarnos
“a evitar concentrar esta devoción en un
aspecto dolorista, ya que algunos entendían la reparación como una suerte de
primacía de los sacrificios o de los cumplimientos moralistas” (n. 138),
que no sabemos hoy dónde se encuentran: más bien el moralismo brilla por su
ausencia, en la Iglesia conciliar/sinodal.
Ahora bien, muy pocas veces es mencionada Nuestra
Señora en la encíclica, y exclusivamente en el parágrafo 176:
“En el seno de la Iglesia, la mediación de
María, intercesora y madre, sólo se entiende «como una participación de esta
única fuente que es la mediación de Cristo mismo», el único Redentor,
y «la Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de
María». La devoción al corazón de María no pretende debilitar la
única adoración debida al Corazón de Cristo, sino estimularla: «La misión
maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno
esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su
poder». Gracias al inmenso manantial que mana del costado abierto de
Cristo, la Iglesia, María y todos los creyentes, de diferentes maneras, se
convierten en canales de agua viva. Así Cristo mismo despliega su gloria en
nuestra pequeñez”.
No deja
de llamar poderosamente la atención que en cuanto ocasión se le presenta,
Francisco –que ya disimula con mucha dificultad su aversión a la Santísima
Virgen- busca disminuir la dignidad, los privilegios y el papel insigne de la Madre
de Dios en la Iglesia y en estos tiempos modernos. En apenas un párrafo que le
dedica, no hace sino mostrarse preocupado por moderar el papel de su mediación
–recordemos que públicamente se manifestó contra la corredención-, y en cuanto
a la devoción al Inmaculado Corazón (que Francisco no llama Inmaculado), habla
de ésta como si alguien hubiese pretendido usarla para disminuir la mediación
de Nuestro Señor. La Santísima Virgen es apenas un canal más de agua viva.
Si había
un momento en la historia donde se hacía necesario no sólo promover la devoción
al Corazón Inmaculado, sino aún más, escribir una encíclica sobre ello, o al
menos vincular esta devoción del Cielo con la del Sagrado Corazón, éste era el
momento. Pero Francisco, una vez más, así como no se tomó en serio la
consagración de Rusia, tampoco toma en serio esta devoción. O, quizás, porque sí
la toma en serio, prefiere ningunearla…
Fines admirables de la Providencia en la
revelación del sagrado Corazón para los últimos tiempos.
Dejemos de
lado por un momento el lenguaje seboso de la encíclica y vayamos al lenguaje católico,
militante, cristalino, que allá lejos y hace tiempo era normal en la Iglesia.
Palabras de Monseñor de Segur, en 1888:
“Dios
todo lo hace oportunamente. Su sabiduría ha brillado al par de su misericordia,
dando a la Iglesia el divino tesoro del Corazón de Jesús en tiempos en que ésta
más había de necesitarlo. El mismo Salvador lo dijo primero a Santa Gertrudis,
y después a la beata Margarita María: «Mi
divino Corazón está destinado para los últimos tiempos.»
No hay
que dudarlo: todas las señales indicadas por el Hijo de Dios en el Evangelio de
San Mateo, (cap. XXIV) se reúnen, se acumulan, por decirlo así, con espantosa
evidencia: la fe disminuye y se apaga en muchos; el. Evangelio ha sido ya
predicado casi en todas partes; las sociedades cristianas han apostatado todas;
guerras horribles, luchas de pueblo contra pueblo, de nación contra nación,
hacen temblar al mundo; brotan milagros de todas partes; un conjunto extraordinario
de profecías, muchas de ellas indudablemente auténticas, se une a un secreto
instinto de las almas santas; finalmente, los tres misterios que parece deben
servir de refugio a la Iglesia de Dios en las supremas tribulaciones, el
misterio de la infalibilidad del Papa, el de la inmaculada Concepción de María,
el del sagrado Corazón de Jesús, domina la tempestad universal levantada contra
todo lo que es católico, dando a los verdaderos fieles fijeza en la fe y en la
obediencia, la gracia de la inocencia necesaria para el triunfo, y el don de
una caridad, de una misericordia y de una reparación absolutamente divinas.
Todo nos indica la proximidad más o menos inmediata de esos «últimos tiempos»
predichos por el Dios del sagrado Corazón.
En los tiempos precedentes, para cada nuevo
mal el Salvador sacaba al punto un remedio saludable «del tesoro de su
Corazón;» pero en nuestro tiempo, en que todas las negaciones y todos los males
antiguos vienen concentrándose, uniéndose estrechamente bajo la bandera de la
Revolución y del anticristianismo, Jesús se digna abrirnos y darnos todo entero
ese mismo Corazón, ese precioso tesoro, con todo lo que contiene. Es el último
esfuerzo de su amor; el remedio supremo y universal.
Sí, el
sagrado Corazón es lo que necesita la Iglesia en estos tiempos extraordinarios.
A grandes males, grandes remedios; a un mal extremo hay que aplicarle el
remedio más eficaz. La Europa cristiana está gangrenada hasta el corazón; para
evitar, pues, la muerte, es preciso que los fieles vayan a buscar la vida en su
fuente, penetrando en el Corazón del Rey de los cielos. Cuanto más penetremos,
con más verdad podrá decirse: «No hay salvación fuera del Corazón de Jesús.»
Vislúmbranse
los fines admirables de la Providencia al retardar la manifestación del sagrado
Corazón hasta fines del siglo XVII, hasta aquella época en que Satanás iba a
suscitar á Voltaire, a Rousseau, la francmasonería, el ateísmo filosófico, la
Revolución propiamente dicha, es decir, la gran rebelión de la sociedad contra
la Iglesia, del hombre contra el Hijo del hombre, de la tierra contra el cielo.
A l
terminar el siglo XVII la herejía quiso destruir en la teoría y en la práctica
el Sacramento del amor, y por consiguiente el amor mismo, el amor santo y
confiado que nace de la Comunión. A los fariseos de los últimos tiempos Jesús
opone la revelación de su Corazón adorable, rebosando dulzura y humildad,
fuente inagotable de ternura, de caridad, de misericordia, de verdadera
santidad y de verdadero amor.
La
impiedad en el siglo XVIII levanta un grito satánico, grito de guerra contra
Jesucristo: ¡Aplastemos al infame! y con sus sofismas, con su propaganda
infernal y universal, perturban las inteligencias. ¿Qué hará Jesucristo? El,
que ha hecho al hombre y que le conoce, va derecho a su corazón y se le
manifiesta bajo su forma más poderosa, más íntima, más seductora: como soberano
Amor. Le entrega su Corazón divino; y por el corazón le arranca a las mortales
seducciones del entendimiento. En efecto, nada más fuerte que el amor; y por la
revelación de su sagrado Corazón Jesús se hará amar. ¡Admirable ardid de
guerra!
Hay más:
aquellas grandes blasfemias van a dar por fruto grandes crímenes; la secta
anticristiana va a conmover la Iglesia hasta sus cimientos; una persecución
salvaje va a destruir las antiguas instituciones católicas de Europa; hace
rodar por el cadalso la cabeza de Luis XVI, cierra los templos, degüella
sacerdotes y obispos, destruye las Órdenes religiosas, hace subir una
prostituta en los altares, conduce al Papa al destierro (Pío VI) y le hace
morir en él; inaugura una sociedad nueva sin fe, sin Dios, sin Jesucristo;
propaga por todo el mundo esa gran blasfemia que se llama la separación de la
Iglesia y el Estado; extingue en millones y millones de almas la vida de la
gracia.
A esos
crímenes que provocan necesariamente las represalias de la Justicia divina, a
esos sacrilegios públicos y hasta entonces inauditos, Nuestro Señor Jesucristo
opone una expiación cuya santidad sobrepuja y sobrepujará siempre a la perversidad
humana; revela, inaugura el culto público de su sagrado Corazón, y este culto
mil veces bendito, esencialmente expiatorio y reparador, va a propagarse de tal
suerte, que «allí donde abundó el delito, sobreabundará la gracia» siempre.
Inspire Satanás cuanto quiera a los demonios en carne humana que desde hace más
de cien años hacen resonar el mundo con sus blasfemias, insultan y pisotean la
santísima y adorabilísima Eucaristía; incíteles a blasfemar de la Santísima
Virgen, a asesinar sacerdotes, a cometer toda clase de crímenes: todo en vano: la Iglesia tiene de hoy en adelante un
medio de reparación más poderoso que todas las maquinaciones del infierno:
tiene el sacratísimo Corazón de Jesús, el Corazón del mismo Dios.
Por estas
y otras muchas razones que sería demasiado largo exponer aquí, la
misericordiosísima Providencia se manifestó de un modo admirable revelando el
culto del sagrado Corazón al fin del siglo XVII.
Añádase a
esto que cuando la santísima Virgen se apareció el 19 de Septiembre de 1846 en
la montaña de la Salette, a fin de salvar, si era posible, la sociedad,
declaró, entre otras cosas, que la
propagación del culto del sagrado Corazón sería uno de los medios de que Dios
se serviría para combatir el anticristianismo y santificar a los fieles, a sus escogidos de los últimos tiempos.
Esta revelación ha contribuido mucho a propagar por todas partes el amor y el
culto del sagrado Corazón.
Entremos en esta corriente de fe, que es el
camino de salvación. Escuchemos la voz de la Iglesia; escuchemos las
advertencias de la santísima Virgen; creamos, aceptemos con amor la palabra de
Nuestro Señor. Sí, el sagrado Corazón es el misterio de estos
últimos tiempos. Pero a fin de penetrarnos más de las inefables excelencias del
sagrado Corazón, y por consiguiente de la excelencia del culto y de la devoción
que se le tributan en la Iglesia, contemplemos de más cerca con los ojos de la
fe, y con la felicidad y alegría del divino amor, ese Corazón amantísimo y mil
veces adorable de Nuestro Señor Jesucristo.
Corazón
santo,
Tú
reinarás,
Tú
nuestro encanto
Siempre
serás.”[14]
La devoción al Corazón Inmaculado de María, pedida
expresamente por Dios en las apariciones de Fátima, ha venido a retomar para
los tiempos más graves de la Iglesia en toda su historia, el mismo mensaje que
acabamos de leer, para rescate de su Iglesia, salvación de las almas, confusión
de los impíos y la manifestación incuestionable de la Providencia divina, que
aún ha de mostrarse en toda su magnificencia, en todo su poder y esplendor. Los
enemigos que han ocupado la Iglesia saben bien el peligro que les representa a
sus planes de demolición tanto la devoción al Sagrado Corazón como al Corazón Inmaculado.
De allí un último esfuerzo de volver inofensiva la cruzada de amor, sacrificio
y reparación lanzada desde Paray-le-Monial, que comprendía, no se olvide, su
carácter social al demandar la consagración del Rey de Francia y, en Fátima, la
de Rusia por parte del Papa.
Nuestro Sagrado Corazón no es el mismo de Francisco ni
de los modernistas conciliares: no es el de Laudato
Si, no nos pide que vigilemos nuestra huella de carbono, no es el hijo de
la viuda de Fratelli tutti, no es el que
rechaza el Sacrificio en Traditiones
custodes ni el de moral laxa de Fiducia
suplicans, no es el de Lutero aposentado en el Vaticano, ni el de la confusa
Sinodalidad democrática. No queremos un Sagrado Corazón falsificado, aguado,
adaptado a la comunión en la mano. Ni aceptamos que se invoquen a los santos
para un travestismo religioso que nos termine involucrando en el abrazo con los
ídolos amazónicos a fin de “sanar las heridas del mundo” para llegar a una
“civilización del amor” erigida por el Foro de Davos.
No podemos esperar convencer a aquellos de quienes
dice la Escritura que “El corazón de
ellos está craso como sebo”[15] , más sí podemos pedir a Nuestro Señor “Quita de nuestra carne el corazón de piedra
y danos un corazón de carne que te temerá, te amará, se deleitará en ti, te
seguirá, te gozará”[16], para poder reparar a su Sagrado Corazón, y al
Corazón Inmaculado de María, por los que no los aman, los que los ofenden, los
que persiguen a sus hijos y los que destruyen la Santa Religión católica,
especialmente desde la cúpula de la Iglesia romana.
Sagrado
Corazón de Jesús, en Vos confío
Corazón
Inmaculado de María, sed la salvación del alma mía.
1 de noviembre 2024
Fiesta de todos los Santos
1er. Viernes de mes.
NOTAS:
[1] Dilexit nos. Sobre el amor humano y divino del
corazón de Jesucristo, 24 de
octubre del año 2024.
[2] El obispo Joseph Strickland, tenido por uno de los más
valiosos conservadores, en un programa de televisión, se muestra agradecido al
papa Francisco por la encíclica (aquí), sin hacer más comentarios. Su entrevistador bromea
diciendo que es refrescante ver al Santo Padre publicar una encíclica sobre un
tema importante en lugar del calentamiento global. Ciertamente se lo puede ver
así, y si se lo ve así, de acuerdo, pero si se lo ve bien, y en el contexto de
la imparable obra de destrucción que desde sus inicios realiza Bergoglio,
entonces es terrible, y es peor aún que utilice una santa devoción –la gran
devoción de los tiempos modernos- para desviarla de sus verdaderos fines, o al
menos para debilitarla, porque, como vemos hasta ahora, pocos le han prestado
atención. Es como cuando Juan Pablo II sacó su documento sobre el Rosario, pero
añadiéndole los “misterios luminosos”, con lo cual destruyó el “salterio de
Nuestra Señora” y todo su simbolismo que le daba su composición tripartita,
además de hacer del rosario un instrumento para el ecumenismo conciliar. Al
respecto puede leerse este excelente estudio: Le nouveau rosaire. Est-il de Notre-Dame?, por Ab. Peter Scott, Ab.
Christophe Beaublat, Ab. Fabrice Delestre y John Vennari. Éditions du Sel,
2008.
[3] Pascendi
dominici gregis, 1907.
[5] “Dios ha amado al impío a fin de hacerle justo; ha
amado al enfermo a fin de curarle; ha amado al perverso para volverlo a traer
al buen camino; ha amado al que había muerto para devolverle la vida” (San
Agustín).
Venerable Madre de Bourg:
“Señor, Tú pareces poner en mí tus Complacencias,
mientras que yo no puedo soportarme a mí misma”.
“Hija mía, tú miras en tu alma lo que viene de ti, y
tú te desprecias; Yo miro lo que he puesto ahí por mi Gracia, y Yo me complazco
en ello. No puede haber nada bueno en un alma sino aquello que Yo pongo por mi
Gracia”.
[6] Notre charge apostolique, 1910.
[7] Citamos
textos del artículo “Juan Pablo II, el
Papa del hombre”, de P. Patrick de La Rocque, FSSPX. Cfr. también: Johannes
Dörmann El itinerario teológico de Juan Pablo II
hacia la Jornada mundial de oración de las religiones en Asís.
[8] J. L.
Dehon, Études sur le Sacré-Coeur de Jésus,
Cap. XVII, Tome II, Desclée de Brouwer, 1923.
[9] Padre
Jean Croiset, S. J. La devoción al
Sagrado Corazón de Jesús, Cap. I.
[10] Sor Josefa Menéndez, Un llamamiento al amor, Fundación Jesús de la Misericordia, Quito,
Ecuador, s/f.
[11] Charles
Sauvé, s-s., Le Sacré-Coeur Intime. Tome
III. Litanies.
[12] F.
Alcañiz, S.J., La devoción al Corazón de
Jesús, Ganada, 1942.
[13]F. Alcañiz, S.J. Ob. Cit.
[14] Mons. De Segur, El Sagrado Corazón de Jesús, México,
Casa editorial de Manuel Galindo y Bezares, 1888.
[15] Salmo 118, 70.
[16] Oración sacerdotal antes de la Misa, para la feria V,
indulgenciada por Pío XI el 3 de octubre de 1936.