Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

viernes, 15 de noviembre de 2024

EL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA Y LA PAZ DEL MUNDO

 


Por PADRE ROGER-THOMAS CALMEL, O.P. (1914-1975)*

 

Reflexionaremos aquí sobre las palabras de la santa Virgen en Fátima. Cuando se trata de comentar las palabras de Nuestro Señor, todo cristiano que presta atención a lo que dice o escribe no puede evitar cierto temor reverencial. ¿Lo que dice o escribe no se apartará de la verdad divina? ¿Hará penetrar, por el contrario, aunque sea un poquito, en el interior de una palabra que es ante todo un misterio? Esta aprensión la experimenta igualmente cuando se trata de comentar las palabras de Nuestra Señora. Y, no obstante, es tan normal comentar la palabra divina como reflexionar y meditar. Aunque el silencio del amor sea el homenaje más digno (en espera de la visión eterna del mañana), es imposible no desplegar nuestro discurso, no llevar nuestra facultad discursiva al encuentro de la verdad divina. Semejante actitud ha sido siempre alentada por la Iglesia, que es tan profundamente teóloga como mística. Que la confianza prevalezca, entonces, sobre el temor y que nuestra reflexión intente penetrar en el mensaje que la Reina del rosario hizo conocer a sus humildes privilegiados (1), a Jacinta y Francisco y, sobre todo, a Lucía.

 

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Una de las primeras ideas que nos suscita la lectura de ese mensaje es que la paz del mundo, la paz política, es un don de Dios y del Corazón Inmaculado de Ma- ría. “Rezad el rosario para obtener el fin de la guerra”. La paz está, entonces, supeditada a la intercesión de Nuestra Señora y a la Omnipotencia de aquél a quien saludamos en los maitines de Navidad como Princeps pacis (2). No dudamos que eso sea cierto de la paz sobrenatural, aquella que reside en el secreto del corazón, que procede del amor de Dios, en el seno de la santa Iglesia que es la Beata pacis visio (3). En efecto, ¿cómo una paz de ese orden, propiamente celestial, una paz de esa calidad, propiamente divina y sobrenatural, no ha de ser un don de Dios y un fruto de la intercesión de la Virgen corredentora?

Por el contrario, cierto naturalismo político podría llevar a pensar que la paz de los imperios, de las naciones, de los pueblos y de las lenguas, puesto que es una realidad de orden natural y perecedera, es asunto de la naturaleza librada a sí misma. No es dudoso que algunos cristianos hayan resbalado por esta pendiente. Es una pendiente de error. Y ello es así por dos razones: ante todo, en virtud del principio general según el cual nada bueno puede tener principio, desarrollarse y llegar a su término sin la benevolencia del Omnipotente y si Dios no le concede su bendición; después, por una razón particular y que hace a la esencia misma de la paz política. Esta es, en efecto, un fruto de la justicia, opus iustitiae pax; ahora bien, no hay justicia sólida e integral sin una conversión del corazón y, por tanto, sin la gracia sobrenatural, es decir sin un auxilio divino. La paz es la tranquilidad del orden justo; mas este orden justo no podría quedar librado a la voluntad de los hombres; pues si los gobernantes y el pueblo se dejan llevar ordinariamente por la injusticia, ¿cómo obtener la tranquilidad del orden?

Se podría objetar: ¿pero acaso las instituciones justas no bastan para protegerse de la injusticia, cualquiera sea la forma que ésta tome, ya se trate de desconocer o de combatir la autoridad de la Iglesia, o de desarrollar un imperialismo económico desenfrenado, o de oprimir a las naciones más débiles? Ciertamente las instituciones adecuadas pueden y deben remediar esos crímenes. Pero las buenas instituciones, aunque sostienen a las personas en el bien, son en primer lugar suscitadas y sostenidas por la justicia de las personas. Ahora bien, esta justicia es muy débil y muy corta sin la gracia de Dios. De suerte que, sin la gracia, las mejores instituciones no bastan para garantizar la paz. Sin duda sería grotesco interpretar el mensaje de Fátima en un sentido sobrenaturalista y desconocer que la paz del mundo es un efecto político en parte vinculado a las causas políticas. Por el contrario, es razonable interpretar el mensaje de Fátima como un recuerdo de esta verdad fundamental, a saber, que la política no se basta a sí misma: que los efectos políticos dependen de personas humanas heridas y rescatadas; si las personas no se dejan sanar por la gracia divina, los efectos políticos no se seguirán. Porque lo sabe profundamente, la Iglesia cuenta ante todo con el Señor para obtener la paz. Pensemos en primer lugar en la explicación del Libera nos a malo que la liturgia desarrolla al terminar el Pater, poco antes de la comunión; pensemos igualmente en las plegarias del Viernes Santo y en el canto del Exsultet. La paz nos es presentada siempre como un don de la misericordia divina. Esta lección de la liturgia es también la primera lección de Fátima.

 

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La segunda lección es complementaria: la paz del mundo es imposible sin la conversión de los cristianos. Ese don de Dios no es automático, no sólo porque exige y suscita una política justa, sino porque al mismo tiempo Dios no puede conceder su don sin que las voluntades se conviertan: “Haced penitencia –decía la santa Virgen-. Si se escuchan mis pedidos, Rusia se convertirá y habrá paz”. No seamos quiméricos, no vayamos a suponer que la paz entre las naciones y en el interior de cada nación no será obtenida si no todos los cristianos están en estado de gracia. Pero comprendamos igualmente que la paz no podrá establecerse si los pueblos cristianos persisten en la tibieza; es decir, prácticamente, si siguen poniendo el sentido de su vida en el bienestar que dispensa el progreso técnico.

 

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Ahora bien, esa conversión que pide la santa Virgen, lo mismo que la paz de la que habla, no se sitúan fuera del tiempo. Se insertan propiamente en una época determinada, en un momento preciso de la historia humana, en el tiempo de la revolución comunista en Rusia y de una propaganda comunista que se desarrolla a escala planetaria.

La paz del mundo no se ha de realizar en las condiciones en que estaba el mundo en tiempos de los Antoninos, puesto que las naciones como tales no habían sido bautizadas y el Estado no tenía la menor idea de una legislación que recibe en mayor o menor medida las luces de la Iglesia y que tiene en cuenta el advenimiento a la tierra del mismo Hijo de Dios y su redención. La paz de que se trata concierne a un mundo en el que cierto número de naciones han sido bautizadas como tales. Es sumamente importante, por tanto, que sus miembros vivan como bautizados. La paz actual del mundo tampoco se ha de realizar en las condiciones existentes en el siglo XVII, puesto que, a pesar de los herejes o los libertinos, sin duda a nadie se le había ocurrido la idea de un materialismo de Estado y por lo demás no un materialismo puramente doctrinal que se trataría sólo de predicar, sino un materialismo dialéctico en la actividad revolucionaria en el que se exige insertarse, ¡y con qué pérfida habilidad o bajo la presión de qué terror!

La coyuntura en la que Nuestra Señora pide la conversión es seguramente muy particular. Es en el momento en que el comunismo se instala en un gran país ubicado en la extremidad de Europa que ella viene a manifestarse en la otra extremidad del continente para exigir nuestra conversión. La guerra que amenaza al mundo no es una guerra como las otras, primero porque las técnicas de destrucción han realizado increíbles progresos, pero sobre todo porque el materialismo dialéctico ha inoculado su veneno en el tejido social del Estado ruso y busca corromper a los otros Estados. “Si no se escuchan mis pedidos, nos dice la santa Virgen, Rusia expandirá sus errores por el mundo entero, provocando guerras y persecuciones contra la Iglesia”.

 

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Sería fácil capitular por adelantado y decir por ejemplo: “Después de todo, ¿tiene tanta importancia que una parte de la humanidad sea destruida por las armas nucleares? Las víctimas no se hallarán, con todo, en imposibilidad absoluta de salvarse. ¿Debemos temer a tal punto la dominación mundial del comunismo y la abolición de las naciones cristianas? Después de todo la gracia de Dios no tiene necesidad de cosa ni de persona alguna y los que quieran podrán aún salvar su alma”.

¡Ay! Esas palabras no son una objeción ficticia que yo mismo me propongo. Ese lenguaje de la capitulación anticipada, que subleva de indignación a todo corazón bien nacido, es, lamentablemente, el de algunos cristianos. Palabras abyectas que inmediatamente rechaza el instinto de generosidad natural, lo mismo que el instinto de la fe. Ese rechazo espontáneo del corazón cristiano, que se anticipa a discursos y justificaciones, podría explicarse así: es verdad que la gracia es lo bastante asaz fuerte y poderosa para sacar el bien del mal, para hacer nacer la santidad de los mártires de la iniquidad de los tiranos y de la crueldad de los verdugos. Pero sigue siendo cierto que no podemos hacer el mal para obtener el bien (4) y que hay en ello un pecado abominable. Sigue siendo cierto que no debemos cooperar con el mal para nuestra publicidad. Sabemos que, incluso en medio de la apostasía y la iniquidad generalizadas de los últimos tiempos, el poder de Dios es suficientemente fuerte para seguir salvando aún a los hombres. Pero debemos hacer lo que esté en nuestras manos para impedir la injusticia. Por otra parte, es verdad que las naciones cristianas no son indispensables para la vida de la Iglesia; pero puesto que existen, seríamos criminales si trabajáramos para su desaparición o cooperáramos en ella de una u otra manera. No debemos cometer esa injusticia. Es muy fácil decir que la Iglesia no tiene necesidad de civilización cristiana. Esta proposición no se entiende rectamente más que si se la ve a la luz de las dos proposiciones siguientes: por el hecho de que peregrina en la tierra, la Iglesia no puede dejar de tener influencia sobre las cosas terrestres que están en relación con la fe; ella no puede dejar de actuar sobre las costumbres privadas y públicas y, por consiguiente, tiende a formar una civilización cristiana. La segunda verdad es que la civilización cristiana constituye para la Iglesia una ayuda y un sostén normal. Conocemos las limitaciones de las naciones cristianas y de qué manera necesitan ser continuamente rectificadas, corregidas, repuestas en el camino recto, así como que pertenecen a un orden distinto del de la Iglesia. Pero concluir de allí que, por el hecho de ser distintos, esos dos órdenes están incomunicados, significa, bajo pretexto de pureza, no tomar en cuenta el hecho de que la Iglesia se desarrolla en esta tierra.

La Iglesia no podría ser indiferente a lo que, socialmente, permite el respeto del derecho, es decir a un orden temporal cristiano. Y Dios quiere un orden semejante como apoyo de su Iglesia. Cuando los cristianos cometen la gran injusticia de dejar que ese orden sea abolido, no saben lo que hacen (5) ni con qué escándalos cargan su conciencia –por ejemplo, cuando sin resistencia alguna dejan cerrar las escuelas libres o permiten la estatización integral de la economía-. Aunque Dios salva a las almas en medio de los peores escándalos, e incluso cuando el escándalo ha sido codificado y consolidado por las instituciones, los cristianos son gravísimamente culpables si favorecen o, como mínimo, no impiden el escándalo cuando podrían hacerlo. Asimismo, cuando los cristianos imaginan que una civilización cristiana puede sostenerse sin su conversión, ya no comprenden lo que es una civilización cristiana y el daño que le hacen.

 

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Para permitir que el Cuerpo Místico de Jesucristo llegue a la plenitud y para que el número de los elegidos sea completado, lo temporal no es de poca importancia. Es necesario ante todo, en efecto, que los niños lleguen al mundo y que el género humano no sea destruido demasiado pronto; es necesario además que los hombres crezcan en una sociedad que acepte a la Iglesia al menos parcialmente, que en todo caso la acepte en la medida suficiente como para no constituirse en una incitación perpetua e institucionalizada a la apostasía, al materialismo y al rechazo de Dios. Así, el reino espiritual postula un mínimum de orden temporal cristiano; aquél ayuda a este orden a establecerse, durar, renovarse, pero al mismo tiempo lo exige como un apoyo normal. ¡Y bien! Si consideramos la encarnación por el costado en que este misterio mira a lo temporal, vemos asimismo que la santa Virgen tiene un lugar único y sin par. Ya se trate del advenimiento del Verbo de Dios en carne pasible y mortal, ya se trate del nacimiento en Belén, de su protección durante el exilio en Egipto, de la educación en Nazaret o del primer milagro en las bodas de Caná, la santa Virgen estuvo mezclada en lo temporal de la encarnación como sólo podía estarlo la Madre del Verbo Encarnado. Se entiende entonces que Ella siga ahora velando sobre lo temporal de la humanidad en la medida en que ello está en relación con el Cuerpo Místico de su Hijo Jesucristo. Se entiende que Ella intervenga en favor de un orden temporal cristiano; existe una afinidad profunda entre el papel actual en favor de la vida de la Iglesia y el papel que Ella tuvo para el cumplimiento y desarrollo del misterio de la encarnación.

Sin duda está predicho que lo temporal debe terminar en las abominaciones de una apostasía generalizada (6), pero hasta ese día, y en ese mismo día, la santa Virgen velará maternalmente para asegurar a la Santa Iglesia la parte de humanidad y de civilización cristiana fuera de la cual la Iglesia no sería ya posible sobre esta tierra. Ello explica por qué el Padre del cielo quiso la aparición de la Santa Virgen en Fátima en 1917. Cuando las naciones acababan, por vez primera, de desencadenar una guerra de exterminio total, cuando se desarrollaba una revolución totalmente nueva que apuntaba mucho menos a cambiar el régimen que a expandir a través del planeta las instituciones y las costumbres del ateísmo, en síntesis, cuando la civilización cristiana, por imperfecta que pudiera ser, padecía aquí y allá el más formidable de los asaltos, convenía que el Padre del cielo enviara al mundo, para ayudarlo a reencontrar un orden temporal cristiano, a la Virgen inmaculada que había permitido la encarnación del Hijo de Dios y su vida temporal. Esto nos permite entrever por qué las grandes apariciones de la santa Virgen, las apariciones de alcance mundial, comienzan sólo después del ataque sin precedente llevado adelante contra la civilización cristiana por la gran Revolución, después de la primera tentativa organizada de laicismo integral. Desde ese momento, el papel de la santa Virgen para la salvación y la renovación de un orden temporal cristiano se hacía más urgente y debía aparecer más manifiesto.

 

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Por el hecho de haber Nuestra Señora intervenido en Fátima para preservarnos del comunismo, al menos si queremos convertirnos, ella manifiesta claramente que la paz que desea para nosotros no podría tener nada en común con la paz comunista. Esta es la tranquilidad del desorden por medio de un terror técnicamente organizado y de una propaganda que no se detiene ante mentira alguna, ni ante ninguna violación de la conciencia. La verdadera paz es la tranquilidad en el orden gracias a la justicia interior y exterior, una justicia que, por otra parte, es imposible sin el amor. El comunismo habla mucho de paz, como habla de libertad, de liberación y de justicia social. Pero como ha rechazado categóricamente y por principio a Dios y su Iglesia, como reduce al hombre a no ser más que una variación de la materia, su paz no podría ser más que una grotesca falsificación … Una paz que contradice fundamentalmente la naturaleza del hombre y de la sociedad puede muy bien presentar las apariencias de la tranquilidad; es la tranquilidad de los prisioneros en una galera; ellos no pueden moverse de su banco y al mismo tiempo actúan conjuntamente porque viven bajo el imperio del terror y de la amenaza del látigo. En la galera comunista, los prisioneros tienen todavía el privilegio, y es una superioridad apreciable con respecto a la galera clásica, de escuchar las emisiones de la radio del Estado que exalta las delicias de su suerte y la amenidad de sus guardianes, mientras que la granizada de golpes cae sin parar sobre su cuerpo esquelético.

No se trata de la paz comunista; no se trata tampoco de una paz que consistiría en una confortable religión de la tierra (7) gracias al progreso técnico. Ni materialismo suave, ni materialismo dialéctico y revolucionario, aunque éste sea más consistente y más tiránico. La tentación de ganar el mundo sin inquietarse por perder su alma (8) amenaza más que nunca a los pobres hombres. El progreso técnico les ofrece posibilidades siempre crecientes de ocupar su existencia en cosas que lo apartan de lo eterno, de pasar su vida sin oración, ni sacrificio, ni amor de Dios, de abandonarse sin resistencia a innumerables anestésicos que el progreso descubre cada día. Sobre las vanas ocupaciones de las gentes del siglo gemía Racine en el siglo XVII; su lamento se ha tornado todavía más justificado en nuestro mundo que en la época de la diligencia, de los barcos a vapor y de los comediantes ambulantes. Es por ello que la santa Virgen apremia a los cristianos para que se conviertan, es decir para liberarse de la paz mentirosa del materialismo tranquilo, bajo pena de convertirse en presa del materialismo dialéctico y de su orden intrínsecamente perverso.

 

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En Fátima la santa Virgen no dijo simplemente que “al fin Ella triunfará”. Ella precisó: “Al fin mi Corazón Inmaculado triunfará”. De esta manera ella quería recordarnos que su intervención en nuestra miserable historia sería una prueba más de su amor. Así como no es necesario buscar otro origen que su amor de Madre de Dios al Fiat mihi que permitió la encarnación, a la ofrenda silenciosa de la compasión corredentora, en fin, a su ardiente oración en el Cenáculo que obtuvo la efusión irrevocable del Espíritu Santo, así su incesante súplica invisible en el paraíso y su intervención manifiesta en ciertas horas desesperadas de la historia de la Iglesia y de la civilización cristiana, proceden únicamente de su amor.

Hemos visto a cristianos permitirse una sonrisa burlona al escuchar las palabras Sagrado Corazón y Corazón Inmaculado; ellos justifican en razones teológicas su discreta burla. Bastaría, explican, hablar de Jesús y de Nuestra Señora sin hacer mención explícita a su corazón; por lo demás, la imaginería corriente, muy lejos de alimentar la fe, alentaría un sentimentalismo sospechoso. Sea lo que sea de una imaginería con frecuencia reprobable, la Iglesia infalible nos propone oficialmente la devoción al Sagrado Corazón y al Corazón Inmaculado, y, en las apariciones de Fátima, se trata no solamente de Nuestra Señora o de la Reina del rosario, sino además del Corazón Inmaculado.

Si los cristianos que encuentran risibles estas expresiones han amado verdaderamente a sus padres o a sus amigos, a su esposa o a sus hijos, si no han mancillado el lenguaje del amor, saben bien que no se puede hablar de amor sin hablar de corazón. Desde que hay seres humanos que experimentan el afecto, invariablemente recurren a palabras y frases que no se hacen menos valiosas por haber sido frecuentemente profanadas: “Te doy mi corazón. Te conservo en Mi Corazón”. ¡Y bien! Puesto que María nos ama y puesto que no tiene otra razón para ocuparse de nosotros que su amor inefable de Madre de Dios corredentora, no es sorprendente que nos hable de su corazón. No es más sorprendente que agregue Mi Corazón Inmaculado. Nos da a entender por esa expresión con cuanta pureza nos ama, cuán acorde es su amor a la santidad de Dios y que le es imposible desear para nosotros otra cosa que el cumplimiento de la Voluntad de Dios, puesto que es la Madre Inmaculada de su Hijo único.

Sin duda nuestros hermanos del cielo, los ángeles y los santos, no pueden amarnos sino con total pureza y deseando para nosotros únicamente lo que Dios quiere (9), pero ellos no tienen con Dios ese vínculo absolutamente único, a la vez físico y espiritual, que es propio de la Madre de Dios; de allí que ellos no tengan respecto a Dios y a nosotros esa perfección y esa calidad de amor que pertenece a la Madre de Dios. El amor de los ángeles y de los santos es ciertamente puro; pero el amor de la Inmaculada Madre de Dios lo sobrepasa extraordinariamente en pureza. Sabiendo eso, comprendemos mejor que ella nos hable de conversión y haga depender la paz de la conversión, es decir, de la fidelidad a su Hijo y de la conformidad a su Evangelio. Ella no podría, en efecto, desear la paz para sus hijos, es decir el primero de los bienes temporales, si les hiciera descuidar la conversión, si les hiciera obviar el primero de los bienes espirituales, es decir la conformidad con Jesucristo por la conversión, mientras esperan la conformidad con Jesucristo por la bienaventurada resurrección. Por el hecho de que la santa Virgen nos lleva en su Corazón Inmaculado, por el hecho de que nos ama con el amor de un Corazón Inmaculado, no puede obtenernos la paz terrestre sin exigirnos la conversión del alma.

 

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Del mismo modo ella no puede obtenernos una paz terrestre que sería un paraíso en la tierra, es decir, que nos eximiría de la necesidad de sufrir el mal que está en nosotros y a nuestro alrededor, de la necesidad de luchar contra el diablo y contra todos los que, por un tiempo o por toda su vida y con una docilidad más o menos imperfecta, trabajan en su obra y entran en su juego. La paz que el Corazón Inmaculado quiere obtenernos no colma las aspiraciones impuras del mesianismo terrestre: ese mesianismo, aborrecido por el único Mesías, que no quiere tener en cuenta ni la cruz ni al diablo, ni la participación en el sacrificio de Jesús, ni la malicia desencadenada de Satanás. Siendo la condición humana una condición de caída y redención, la paz temporal no podría importar la supresión absoluta de todas las injusticias, pues el pecado sigue existiendo, y no podría dejar de ser precaria y estar amenazada. Una palabra de la santa Virgen en Fátima nos lo recuerda con dulzura, pero sin posibilidad de ilusión: “Será concedido al mundo cierto tiempo de paz”. Esta restricción nos oprime el corazón: la paz no será perpetua. Y agregamos por nuestra parte: no será el triunfo sin mezcla de una justicia perfecta. Uno puede decepcionarse, gemir o irritarse. No obstante, lo que conviene a las mejores aspiraciones de nuestra naturaleza así como a las divinas inclinaciones de la gracia, es comprender que ese bien, por imperfecto que sea, tiene un precio muy alto; hay que trabajar todavía por la paz de la tierra, cada uno en su puesto y según sus posibilidades, procurando sobre todo la conversión de nuestro corazón, en síntesis, trabajar para la paz según las disposiciones cristianas que la santa Virgen nos vino a recordar.

 

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El odio, la rabia, la malicia vigilante de Satanás contra la Iglesia, del dragón contra la Esposa, durarán hasta el retorno glorioso del Cordero. La revelación del Apocalipsis no permite dudar al respecto. El mismo Apocalipsis nos enseña que los asaltos del infierno se redoblarán en violencia a medida que el fin se aproxime. La Contra-Iglesia perfeccionará sus métodos, esa Contra-Iglesia de la que el Apocalipsis nos revela que no es otro que el poder político; en tanto que se erige en absoluto, la sociedad temporal se convierte en un ídolo, reclama todo del hombre y por ese mismo hecho se empeña en destruir a la Iglesia. Para quien lee atentamente el Apocalipsis, resulta claro que la historia no gira en círculo y que hay un desarrollo de dos ciudades. ¿De acuerdo a ello, cómo representarnos el progreso de la ciudad del mal? Nos parece que consiste en lo siguiente: progresivamente el diablo pone su mano sobre las condiciones fundamentales de las que la voluntad tiene necesidad para actuar rectamente. Sin duda el diablo no tiene poder directo alguno sobre nuestras voluntades. Pero a medida que se desarrolla la historia humana, él se empeña más aún en pervertir esas cosas fundamentales que nos son necesarias para usar rectamente de nuestra voluntad, como la familia, la profesión, el medio de vida, la legislación y las costumbres públicas y privadas. El diablo despliega toda su rabia y su perfidia para que lo que debería ayudarnos para el bien se convierta en fuente de escándalo, y esto no como al pasar u ocasionalmente, sino como institución. Es un derecho primario de la naturaleza humana el ser ayudada en su camino hacia Dios por una familia honesta, una educación en la verdad, un trabajo organizado con justicia, en fin, por una sociedad conforme al derecho natural. El diablo, a medida que se desarrolla la historia, se muestra más fuerte y más hábil para violentar los verdaderos derechos del hombre y disponerle una vida en que la apostasía se producirá como algo natural. Una sociedad basada sobre el materialismo dialéctico representa un progreso incontestable en sus métodos. Semejante sociedad está poseída por el diablo, puesto que el conjunto de las instituciones es contrario al derecho natural: es el pecado hecho institución.

 

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En Fátima, más todavía que en Lourdes, la santa Virgen recomendó rezar el rosario, ella se dio a sí misma el título de Nuestra Señora del rosario. ¿Existe una relación profunda entre el cambio íntimo del corazón, la conversión que ella reclama de nosotros y esa forma de oración que se hace con mucha frecuencia rutinaria y superficial? La respuesta es afirmativa y mostraremos por qué. Pero es necesario que esa oración sea verdadera oración, es decir, que sea hecha en espíritu y en verdad en lugar de ser repetida mecánicamente. Las indignaciones de Pascal en su Novena Provincial y la de san Luis María Grignion de Montfort en el capítulo tercero de la Verdadera devoción, a propósito de los falsos devotos de Nuestra Señora, merecen siempre llamar nuestra atención y, después de Fátima, al menos tanto como en el siglo XVII. Pues, en fin, si la Virgen se llama Nuestra Señora del rosario y si nos insta a servirnos del rosario, no es seguramente para autorizar la inconciencia, incluso el fariseísmo en la oración. Dicho esto, resulta claro que la gran ventaja del rosario, cuando es dicho en espíritu y en verdad, es la de obligarnos más que cualquier otra devoción (no hablamos de la liturgia, que es de otro orden) a tomar conciencia del misterio integral de nuestra redención, la vida, pasión y gloria de Cristo Salvador. Esta toma de conciencia prolongada debe evidentemente llevarnos a conformar nuestros sentimientos y nuestras costumbres a lo que meditamos.

El rosario es una oración contemplativa, nos hace contemplar el Evangelio mismo, y, sobre todo, nuestra contemplación se hace en presencia y con la ayuda de aquella que penetró más profundamente en el corazón del Evangelio; ¿cómo no ha de ser ella una fuente maravillosa de vida evangélica? Siendo ello así, ¿cómo no ha de impulsarnos vigorosamente el rosario a cambiar de vida y convertirnos?

Y ello tanto más cuanto que, si se lo reza como es debido, el rosario debe llevarnos a una mejor frecuentación de la eucaristía, al misterio de la fe y a la gran oración eucarística, que son los medios privilegiados de nuestra transformación en Cristo. El rosario bien dicho nos hace entrar místicamente en el misterio de Cristo y hace que deseemos participar en ese misterio sacramentalmente a fin de que nuestra participación mística se torne más continua y más profunda. La eficacia del rosario para nuestra conversión se concibe todavía mejor si se piensa en la relación vital entre la recitación de los misterios y la frecuentación sacramental del misterio eucarístico.

No menos que una contemplación, el rosario es una petición y una petición seguramente muy conveniente a los ojos de Dios y muy presentable a su infinita santidad pues el suplicante, el pobre pecador que implora, se esconde y se pierde en la oración de aquella que reza perfectamente, ya que ella se dirige de una manera perfecta al Padre en el nombre de su Hijo Jesús y en el Espíritu Santo; ella pronuncia el per Dominum nostrum Jesum Christum con un acento de una pureza inefable, siendo la Madre Inmaculada de ese Dominus.

Estas pocas reflexiones bastan sin duda para hacer comprender por qué la santa Virgen, sin hablar de la enseñanza ordinaria de la Iglesia, concede al rosario semejante importancia. Es que el rosario, a decir verdad, lejos de estar cerrado en sí mismo y de dispensar de todo lo demás, es un camino muy seguro hacia los mejores bienes; lejos de eximir de la conversión, la prepara; lejos de hacer que se olvide la liturgia y los sacramentos, a ellos conduce y los prolonga. El mal uso que de él pueda hacerse nada prueba contra su valor, del mismo modo que la iconografía religiosa frecuentemente detestable nada prueba contra el esplendor de Cristo y de la Virgen.

Es sobre todo cuando se debilita el fervor en el pueblo cristiano, cuando se multiplican los escándalos y los pecados o cuando la civilización cristiana está a punto de ser destruida, es sobre todo en esas horas de extremo peligro, sea para la Iglesia, sea para las naciones cristianas, que los papas nos conjuran a recurrir al rosario. Acordémonos, por ejemplo, de San Pío V en el momento de la invasión otomana, de Pío XI durante la revolución española y en vísperas de la segunda guerra mundial, de Pío XII, en fin, cuando un tercio de la Iglesia se convirtió en Iglesia del silencio. Esa confianza que los papas y la santa Iglesia ponen en el rosario para triunfar sobre las fuerzas del infierno en las horas de sus ataques más furiosos se explica naturalmente porque el rosario, siendo una santa meditación, nos pone en el camino de la conversión; siendo una súplica por intercesión de la Inmaculada, es una súplica pura; en fin, porque si implora la salvación y la renovación de un orden temporal cristiano, las implora en el sentido que Dios quiere, porque se dirige a la Virgen de la Anunciación y del Calvario, que conoce perfectamente el valor y el significado de lo temporal.

 

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“La paz perpetua y sobre todo perfectamente justa no es ciertamente para aquí abajo; las persecuciones renacerán hasta al fin del mundo, e incluso en la víspera de la parusía las fuerzas de Satanás serán más que nunca poderosas. Limitémonos a rezar y abandonemos a su destino engañoso las cosas de la civilización y del César”. Así hablan los cristianos que se refugian en el sobrenaturalismo. Ellos se equivocan ciertamente. Incluso si están consagrados a la contemplación y se ocupan únicamente de la oración, su oración no debe desinteresarse de la justicia o de la injusticia en las cosas del César; ella debe imitar más bien la gran oración litúrgica que traduce admirablemente la contemplación de la Esposa de Jesucristo y no deja, no obstante, de pedir la justicia y la paz de los reinos de este mundo. Pero, si los cristianos afectados de sobrenaturalismo no viven en el claustro, si tienen en las cosas del César una parte más o menos importante, su actitud de pretendido desasimiento se convierte en una suerte de hipocresía; pues aprovechan de lo temporal al tiempo que hacen profesión de desinteresarse de ello.

“Intentemos organizar la tierra de una manera radicalmente nueva. Intentemos cambiar no solamente las instituciones fundamentales del derecho natural, sino hasta la misma naturaleza humana, para ver si podemos establecer aquí abajo una felicidad perfecta, una justicia sin defecto”. Así hablan los profetas energúmenos que rechazan a Dios y se dejan poseer por los demonios de los mesianismos terrestres. En virtud de esta proclama, ellos se empeñan en subvertirlo todo; y, cuando han cedido a la seducción del materialismo dialéctico, hacen marchar a la par la corrupción de las conciencias, la perversión de los espíritus y el trastorno de las instituciones.

Los verdaderos cristianos, sólo ellos, reconocen la imperfección y la caducidad de lo temporal, incluso cuando ha sido bautizado; pero al mismo tiempo no dudan de que la justicia en lo temporal y una paz digna de ese nombre sean voluntad de Dios. Ante todo, ellos saben que el hombre está hecho para Dios, que él sólo encuentra en Dios, en el seno de la Iglesia de Cristo, la paz y la santidad. Ellos intentan permanecer en Dios. A causa precisamente de esta inhabitación en aquel que quiere la justicia, ellos encuentran el coraje para no resignarse a la injusticia. Sea en su oración, si viven en el claustro, sea en su oración y su acción si están comprometidos en la vida activa, ellos trabajan por la justicia, por la conservación y la renovación de un orden temporal cristiano, sin ilusión pero sin perder el coraje, por la razón de que Dios lo quiere. Esta actitud, la única equilibrada, supone que el alma está anclada en Dios, o al menos que ella aspira sinceramente a esa unión de amor que constituye la verdadera conversión.

Esta actitud es la que debe inspirarnos la aparición de la santa Virgen en Fátima y la consagración a su Corazón Inmaculado. Ese Corazón Inmaculado, en efecto, quiere obtenernos, a la vez, una paz cristiana y la conversión de nuestras vidas; pero, él mismo nos lo advierte, la paz cristiana no será concedida si no tenemos el firme propósito de convertirnos.

 

P. Roger-Thomas Calmel O.P.

 

 

NOTAS:

1-      Las palabras de la santa Virgen en Fátima se hallarán fácilmente, por ejemplo, en los libros del canónigo Barthas. Los libros del canónigo Barthas están publicados en Toulouse, Fatima édition, 3 rue Constantine.

2-     s 9, 6: El Príncipe de la paz (NDLR)

3-     Bienaventurada visión de paz, nombre dado a la Iglesia en la liturgia de la fiesta de dedicación de las iglesias (NDLR)

4-     Rm 3, 8 (NDLR).

5-     Lc 23, 24 (NDLR)

6-     P. Boismard O.P., Apocalypse, edición en fascículos de la Bible de Jérusalem. Ver también L’Apocalypse de saint Jean del padre Allo O.P., col. de “Etudes bibliques” en Gabalda, el capítulo 9 de la introducción.

7-     Sobre este tema del “espíritu técnico”, releer el radio mensaje de Navidad de 1953 de Pío XII, publicado en la Documentation catholique del 10 de enero de 1954.

8-    Mt 16, 26 (NDLR).

9-     El texto aparecido en Itinéraires decía: “y deseando para nosotros otra cosa que la que Dios quiere”. Se trata sin duda de un lapsus calami (NDLR).

 

*Texto redactado en 1959 para la revista Itinéraires y reproducido en los números 12 bis y 53 de la revista Le Sel de la terre. La traducción al castellano se ha realizado a partir del texto publicado en el número 53 de Le Sel de la terre. [Revista de la Cruzada Cordimariana - Diciembre - 2016 - Año 4 – Nro. 11] Nota Agenda Fátima: hemos realizado leves correcciones a la traducción.-

 

 

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