Por PADRE ROGER-THOMAS CALMEL,
O.P. (1914-1975)*
Reflexionaremos
aquí sobre las palabras de la santa Virgen en Fátima. Cuando se trata de
comentar las palabras de Nuestro Señor, todo cristiano que presta atención a lo
que dice o escribe no puede evitar cierto temor reverencial. ¿Lo que dice o
escribe no se apartará de la verdad divina? ¿Hará penetrar, por el contrario,
aunque sea un poquito, en el interior de una palabra que es ante todo un misterio?
Esta aprensión la experimenta igualmente cuando se trata de comentar las
palabras de Nuestra Señora. Y, no obstante, es tan normal comentar la palabra
divina como reflexionar y meditar. Aunque el silencio del amor sea el homenaje
más digno (en espera de la visión eterna del mañana), es imposible no desplegar
nuestro discurso, no llevar nuestra facultad discursiva al encuentro de la
verdad divina. Semejante actitud ha sido siempre alentada por la Iglesia, que
es tan profundamente teóloga como mística. Que la confianza prevalezca,
entonces, sobre el temor y que nuestra reflexión intente penetrar en el mensaje
que la Reina del rosario hizo conocer a sus humildes privilegiados (1), a
Jacinta y Francisco y, sobre todo, a Lucía.
* * *
Una de
las primeras ideas que nos suscita la lectura de ese mensaje es que la paz del
mundo, la paz política, es un don de Dios y del Corazón Inmaculado de Ma- ría.
“Rezad el rosario para obtener el fin de la guerra”. La paz está, entonces,
supeditada a la intercesión de Nuestra Señora y a la Omnipotencia de aquél a
quien saludamos en los maitines de Navidad como Princeps pacis (2). No dudamos que eso sea cierto de la paz
sobrenatural, aquella que reside en el secreto del corazón, que procede del
amor de Dios, en el seno de la santa Iglesia que es la Beata pacis visio (3). En efecto, ¿cómo una paz de ese orden,
propiamente celestial, una paz de esa calidad, propiamente divina y
sobrenatural, no ha de ser un don de Dios y un fruto de la intercesión de la
Virgen corredentora?
Por el contrario,
cierto naturalismo político podría llevar a pensar que la paz de los imperios,
de las naciones, de los pueblos y de las lenguas, puesto que es una realidad de
orden natural y perecedera, es asunto de la naturaleza librada a sí misma. No
es dudoso que algunos cristianos hayan resbalado por esta pendiente. Es una
pendiente de error. Y ello es así por dos razones: ante todo, en virtud del
principio general según el cual nada bueno puede tener principio, desarrollarse
y llegar a su término sin la benevolencia del Omnipotente y si Dios no le
concede su bendición; después, por una razón particular y que hace a la esencia
misma de la paz política. Esta es, en efecto, un fruto de la justicia, opus iustitiae pax; ahora bien, no hay
justicia sólida e integral sin una conversión del corazón y, por tanto, sin la
gracia sobrenatural, es decir sin un auxilio divino. La paz es la tranquilidad
del orden justo; mas este orden justo no podría quedar librado a la voluntad de
los hombres; pues si los gobernantes y el pueblo se dejan llevar ordinariamente
por la injusticia, ¿cómo obtener la tranquilidad del orden?
Se podría
objetar: ¿pero acaso las instituciones justas no bastan para protegerse de la
injusticia, cualquiera sea la forma que ésta tome, ya se trate de desconocer o
de combatir la autoridad de la Iglesia, o de desarrollar un imperialismo
económico desenfrenado, o de oprimir a las naciones más débiles? Ciertamente
las instituciones adecuadas pueden y deben remediar esos crímenes. Pero las
buenas instituciones, aunque sostienen a las personas en el bien, son en primer
lugar suscitadas y sostenidas por la justicia de las personas. Ahora bien, esta
justicia es muy débil y muy corta sin la gracia de Dios. De suerte que, sin la
gracia, las mejores instituciones no bastan para garantizar la paz. Sin duda
sería grotesco interpretar el mensaje de Fátima en un sentido sobrenaturalista
y desconocer que la paz del mundo es un efecto político en parte vinculado a
las causas políticas. Por el contrario, es razonable interpretar el mensaje de
Fátima como un recuerdo de esta verdad fundamental, a saber, que la política no
se basta a sí misma: que los efectos políticos dependen de personas humanas
heridas y rescatadas; si las personas no se dejan sanar por la gracia divina,
los efectos políticos no se seguirán. Porque lo sabe profundamente, la Iglesia
cuenta ante todo con el Señor para obtener la paz. Pensemos en primer lugar en
la explicación del Libera nos a malo
que la liturgia desarrolla al terminar el Pater,
poco antes de la comunión; pensemos igualmente en las plegarias del Viernes
Santo y en el canto del Exsultet. La
paz nos es presentada siempre como un don de la misericordia divina. Esta
lección de la liturgia es también la primera lección de Fátima.
* * *
La segunda lección es complementaria: la paz del mundo es imposible sin la conversión de los cristianos. Ese don de Dios no es automático, no sólo porque exige y suscita una política justa, sino porque al mismo tiempo Dios no puede conceder su don sin que las voluntades se conviertan: “Haced penitencia –decía la santa Virgen-. Si se escuchan mis pedidos, Rusia se convertirá y habrá paz”. No seamos quiméricos, no vayamos a suponer que la paz entre las naciones y en el interior de cada nación no será obtenida si no todos los cristianos están en estado de gracia. Pero comprendamos igualmente que la paz no podrá establecerse si los pueblos cristianos persisten en la tibieza; es decir, prácticamente, si siguen poniendo el sentido de su vida en el bienestar que dispensa el progreso técnico.
* * *
Ahora
bien, esa conversión que pide la santa Virgen, lo mismo que la paz de la que
habla, no se sitúan fuera del tiempo. Se insertan propiamente en una época
determinada, en un momento preciso de la historia humana, en el tiempo de la
revolución comunista en Rusia y de una propaganda comunista que se desarrolla a
escala planetaria.
La paz
del mundo no se ha de realizar en las condiciones en que estaba el mundo en
tiempos de los Antoninos, puesto que las naciones como tales no habían sido
bautizadas y el Estado no tenía la menor idea de una legislación que recibe en
mayor o menor medida las luces de la Iglesia y que tiene en cuenta el
advenimiento a la tierra del mismo Hijo de Dios y su redención. La paz de que
se trata concierne a un mundo en el que cierto número de naciones han sido
bautizadas como tales. Es sumamente importante, por tanto, que sus miembros
vivan como bautizados. La paz actual del mundo tampoco se ha de realizar en las
condiciones existentes en el siglo XVII, puesto que, a pesar de los herejes o
los libertinos, sin duda a nadie se le había ocurrido la idea de un
materialismo de Estado y por lo demás no un materialismo puramente doctrinal
que se trataría sólo de predicar, sino un materialismo dialéctico en la
actividad revolucionaria en el que se exige insertarse, ¡y con qué pérfida
habilidad o bajo la presión de qué terror!
La
coyuntura en la que Nuestra Señora pide la conversión es seguramente muy
particular. Es en el momento en que el comunismo se instala en un gran país
ubicado en la extremidad de Europa que ella viene a manifestarse en la otra
extremidad del continente para exigir nuestra conversión. La guerra que amenaza
al mundo no es una guerra como las otras, primero porque las técnicas de
destrucción han realizado increíbles progresos, pero sobre todo porque el
materialismo dialéctico ha inoculado su veneno en el tejido social del Estado
ruso y busca corromper a los otros Estados. “Si no se escuchan mis pedidos, nos
dice la santa Virgen, Rusia expandirá sus errores por el mundo entero,
provocando guerras y persecuciones contra la Iglesia”.
* * *
Sería
fácil capitular por adelantado y decir por ejemplo: “Después de todo, ¿tiene
tanta importancia que una parte de la humanidad sea destruida por las armas
nucleares? Las víctimas no se hallarán, con todo, en imposibilidad absoluta de
salvarse. ¿Debemos temer a tal punto la dominación mundial del comunismo y la
abolición de las naciones cristianas? Después de todo la gracia de Dios no
tiene necesidad de cosa ni de persona alguna y los que quieran podrán aún
salvar su alma”.
¡Ay! Esas
palabras no son una objeción ficticia que yo mismo me propongo. Ese lenguaje de
la capitulación anticipada, que subleva de indignación a todo corazón bien
nacido, es, lamentablemente, el de algunos cristianos. Palabras abyectas que
inmediatamente rechaza el instinto de generosidad natural, lo mismo que el
instinto de la fe. Ese rechazo espontáneo del corazón cristiano, que se
anticipa a discursos y justificaciones, podría explicarse así: es verdad que la
gracia es lo bastante asaz fuerte y poderosa para sacar el bien del mal, para
hacer nacer la santidad de los mártires de la iniquidad de los tiranos y de la
crueldad de los verdugos. Pero sigue siendo cierto que no podemos hacer el mal
para obtener el bien (4) y que hay en ello un pecado abominable. Sigue siendo
cierto que no debemos cooperar con el mal para nuestra publicidad. Sabemos que,
incluso en medio de la apostasía y la iniquidad generalizadas de los últimos
tiempos, el poder de Dios es suficientemente fuerte para seguir salvando aún a
los hombres. Pero debemos hacer lo que esté en nuestras manos para impedir la
injusticia. Por otra parte, es verdad que las naciones cristianas no son
indispensables para la vida de la Iglesia; pero puesto que existen, seríamos
criminales si trabajáramos para su desaparición o cooperáramos en ella de una u
otra manera. No debemos cometer esa injusticia. Es muy fácil decir que la
Iglesia no tiene necesidad de civilización cristiana. Esta proposición no se entiende
rectamente más que si se la ve a la luz de las dos proposiciones siguientes:
por el hecho de que peregrina en la tierra, la Iglesia no puede dejar de tener
influencia sobre las cosas terrestres que están en relación con la fe; ella no
puede dejar de actuar sobre las costumbres privadas y públicas y, por
consiguiente, tiende a formar una civilización cristiana. La segunda verdad es
que la civilización cristiana constituye para la Iglesia una ayuda y un sostén
normal. Conocemos las limitaciones de las naciones cristianas y de qué manera
necesitan ser continuamente rectificadas, corregidas, repuestas en el camino
recto, así como que pertenecen a un orden distinto del de la Iglesia. Pero
concluir de allí que, por el hecho de ser distintos, esos dos órdenes están
incomunicados, significa, bajo pretexto de pureza, no tomar en cuenta el hecho
de que la Iglesia se desarrolla en esta tierra.
La
Iglesia no podría ser indiferente a lo que, socialmente, permite el respeto del
derecho, es decir a un orden temporal cristiano. Y Dios quiere un orden
semejante como apoyo de su Iglesia. Cuando los cristianos cometen la gran
injusticia de dejar que ese orden sea abolido, no saben lo que hacen (5) ni con
qué escándalos cargan su conciencia –por ejemplo, cuando sin resistencia alguna
dejan cerrar las escuelas libres o permiten la estatización integral de la
economía-. Aunque Dios salva a las almas en medio de los peores escándalos, e
incluso cuando el escándalo ha sido codificado y consolidado por las
instituciones, los cristianos son gravísimamente culpables si favorecen o, como
mínimo, no impiden el escándalo cuando podrían hacerlo. Asimismo, cuando los
cristianos imaginan que una civilización cristiana puede sostenerse sin su
conversión, ya no comprenden lo que es una civilización cristiana y el daño que
le hacen.
* * *
Para
permitir que el Cuerpo Místico de Jesucristo llegue a la plenitud y para que el
número de los elegidos sea completado, lo temporal no es de poca importancia.
Es necesario ante todo, en efecto, que los niños lleguen al mundo y que el
género humano no sea destruido demasiado pronto; es necesario además que los
hombres crezcan en una sociedad que acepte a la Iglesia al menos parcialmente,
que en todo caso la acepte en la medida suficiente como para no constituirse en
una incitación perpetua e institucionalizada a la apostasía, al materialismo y
al rechazo de Dios. Así, el reino espiritual postula un mínimum de orden
temporal cristiano; aquél ayuda a este orden a establecerse, durar, renovarse,
pero al mismo tiempo lo exige como un apoyo normal. ¡Y bien! Si consideramos la
encarnación por el costado en que este misterio mira a lo temporal, vemos
asimismo que la santa Virgen tiene un lugar único y sin par. Ya se trate del
advenimiento del Verbo de Dios en carne pasible y mortal, ya se trate del
nacimiento en Belén, de su protección durante el exilio en Egipto, de la
educación en Nazaret o del primer milagro en las bodas de Caná, la santa Virgen
estuvo mezclada en lo temporal de la encarnación como sólo podía estarlo la
Madre del Verbo Encarnado. Se entiende entonces que Ella siga ahora velando
sobre lo temporal de la humanidad en la medida en que ello está en relación con
el Cuerpo Místico de su Hijo Jesucristo. Se entiende que Ella intervenga en
favor de un orden temporal cristiano; existe una afinidad profunda entre el
papel actual en favor de la vida de la Iglesia y el papel que Ella tuvo para el
cumplimiento y desarrollo del misterio de la encarnación.
Sin duda
está predicho que lo temporal debe terminar en las abominaciones de una
apostasía generalizada (6), pero hasta ese día, y en ese mismo día, la santa
Virgen velará maternalmente para asegurar a la Santa Iglesia la parte de
humanidad y de civilización cristiana fuera de la cual la Iglesia no sería ya posible
sobre esta tierra. Ello explica por qué el Padre del cielo quiso la aparición
de la Santa Virgen en Fátima en 1917. Cuando las naciones acababan, por vez
primera, de desencadenar una guerra de exterminio total, cuando se desarrollaba
una revolución totalmente nueva que apuntaba mucho menos a cambiar el régimen
que a expandir a través del planeta las instituciones y las costumbres del
ateísmo, en síntesis, cuando la civilización cristiana, por imperfecta que
pudiera ser, padecía aquí y allá el más formidable de los asaltos, convenía que
el Padre del cielo enviara al mundo, para ayudarlo a reencontrar un orden
temporal cristiano, a la Virgen inmaculada que había permitido la encarnación
del Hijo de Dios y su vida temporal. Esto nos permite entrever por qué las
grandes apariciones de la santa Virgen, las apariciones de alcance mundial,
comienzan sólo después del ataque sin precedente llevado adelante contra la
civilización cristiana por la gran Revolución, después de la primera tentativa
organizada de laicismo integral. Desde ese momento, el papel de la santa Virgen
para la salvación y la renovación de un orden temporal cristiano se hacía más
urgente y debía aparecer más manifiesto.
* * *
Por el
hecho de haber Nuestra Señora intervenido en Fátima para preservarnos del
comunismo, al menos si queremos convertirnos, ella manifiesta claramente que la
paz que desea para nosotros no podría tener nada en común con la paz comunista.
Esta es la tranquilidad del desorden por medio de un terror técnicamente
organizado y de una propaganda que no se detiene ante mentira alguna, ni ante
ninguna violación de la conciencia. La verdadera paz es la tranquilidad en el
orden gracias a la justicia interior y exterior, una justicia que, por otra
parte, es imposible sin el amor. El comunismo habla mucho de paz, como habla de
libertad, de liberación y de justicia social. Pero como ha rechazado
categóricamente y por principio a Dios y su Iglesia, como reduce al hombre a no
ser más que una variación de la materia, su paz no podría ser más que una
grotesca falsificación … Una paz que contradice fundamentalmente la naturaleza
del hombre y de la sociedad puede muy bien presentar las apariencias de la
tranquilidad; es la tranquilidad de los prisioneros en una galera; ellos no
pueden moverse de su banco y al mismo tiempo actúan conjuntamente porque viven
bajo el imperio del terror y de la amenaza del látigo. En la galera comunista,
los prisioneros tienen todavía el privilegio, y es una superioridad apreciable
con respecto a la galera clásica, de escuchar las emisiones de la radio del
Estado que exalta las delicias de su suerte y la amenidad de sus guardianes,
mientras que la granizada de golpes cae sin parar sobre su cuerpo esquelético.
No se
trata de la paz comunista; no se trata tampoco de una paz que consistiría en
una confortable religión de la tierra (7) gracias al progreso técnico. Ni
materialismo suave, ni materialismo dialéctico y revolucionario, aunque éste
sea más consistente y más tiránico. La tentación de ganar el mundo sin
inquietarse por perder su alma (8) amenaza más que nunca a los pobres hombres.
El progreso técnico les ofrece posibilidades siempre crecientes de ocupar su
existencia en cosas que lo apartan de lo eterno, de pasar su vida sin oración,
ni sacrificio, ni amor de Dios, de abandonarse sin resistencia a innumerables
anestésicos que el progreso descubre cada día. Sobre las vanas ocupaciones de
las gentes del siglo gemía Racine en el siglo XVII; su lamento se ha tornado
todavía más justificado en nuestro mundo que en la época de la diligencia, de
los barcos a vapor y de los comediantes ambulantes. Es por ello que la santa
Virgen apremia a los cristianos para que se conviertan, es decir para liberarse
de la paz mentirosa del materialismo tranquilo, bajo pena de convertirse en
presa del materialismo dialéctico y de su orden intrínsecamente perverso.
* * *
En Fátima
la santa Virgen no dijo simplemente que “al fin Ella triunfará”. Ella precisó:
“Al fin mi Corazón Inmaculado triunfará”. De esta manera ella quería
recordarnos que su intervención en nuestra miserable historia sería una prueba
más de su amor. Así como no es necesario buscar otro origen que su amor de
Madre de Dios al Fiat mihi que
permitió la encarnación, a la ofrenda silenciosa de la compasión corredentora,
en fin, a su ardiente oración en el Cenáculo que obtuvo la efusión irrevocable
del Espíritu Santo, así su incesante súplica invisible en el paraíso y su
intervención manifiesta en ciertas horas desesperadas de la historia de la
Iglesia y de la civilización cristiana, proceden únicamente de su amor.
Hemos
visto a cristianos permitirse una sonrisa burlona al escuchar las palabras
Sagrado Corazón y Corazón Inmaculado; ellos justifican en razones teológicas su
discreta burla. Bastaría, explican, hablar de Jesús y de Nuestra Señora sin
hacer mención explícita a su corazón; por lo demás, la imaginería corriente,
muy lejos de alimentar la fe, alentaría un sentimentalismo sospechoso. Sea lo
que sea de una imaginería con frecuencia reprobable, la Iglesia infalible nos
propone oficialmente la devoción al Sagrado Corazón y al Corazón Inmaculado, y,
en las apariciones de Fátima, se trata no solamente de Nuestra Señora o de la
Reina del rosario, sino además del Corazón Inmaculado.
Si los
cristianos que encuentran risibles estas expresiones han amado verdaderamente a
sus padres o a sus amigos, a su esposa o a sus hijos, si no han mancillado el
lenguaje del amor, saben bien que no se puede hablar de amor sin hablar de
corazón. Desde que hay seres humanos que experimentan el afecto,
invariablemente recurren a palabras y frases que no se hacen menos valiosas por
haber sido frecuentemente profanadas: “Te doy mi corazón. Te conservo en Mi
Corazón”. ¡Y bien! Puesto que María nos ama y puesto que no tiene otra razón
para ocuparse de nosotros que su amor inefable de Madre de Dios corredentora,
no es sorprendente que nos hable de su corazón. No es más sorprendente que
agregue Mi Corazón Inmaculado. Nos da a entender por esa expresión con cuanta
pureza nos ama, cuán acorde es su amor a la santidad de Dios y que le es
imposible desear para nosotros otra cosa que el cumplimiento de la Voluntad de
Dios, puesto que es la Madre Inmaculada de su Hijo único.
Sin duda
nuestros hermanos del cielo, los ángeles y los santos, no pueden amarnos sino
con total pureza y deseando para nosotros únicamente lo que Dios quiere (9),
pero ellos no tienen con Dios ese vínculo absolutamente único, a la vez físico
y espiritual, que es propio de la Madre de Dios; de allí que ellos no tengan
respecto a Dios y a nosotros esa perfección y esa calidad de amor que pertenece
a la Madre de Dios. El amor de los ángeles y de los santos es ciertamente puro;
pero el amor de la Inmaculada Madre de Dios lo sobrepasa extraordinariamente en
pureza. Sabiendo eso, comprendemos mejor que ella nos hable de conversión y
haga depender la paz de la conversión, es decir, de la fidelidad a su Hijo y de
la conformidad a su Evangelio. Ella no podría, en efecto, desear la paz para
sus hijos, es decir el primero de los bienes temporales, si les hiciera
descuidar la conversión, si les hiciera obviar el primero de los bienes espirituales,
es decir la conformidad con Jesucristo por la conversión, mientras esperan la
conformidad con Jesucristo por la bienaventurada resurrección. Por el hecho de
que la santa Virgen nos lleva en su Corazón Inmaculado, por el hecho de que nos
ama con el amor de un Corazón Inmaculado, no puede obtenernos la paz terrestre
sin exigirnos la conversión del alma.
* * *
Del mismo
modo ella no puede obtenernos una paz terrestre que sería un paraíso en la
tierra, es decir, que nos eximiría de la necesidad de sufrir el mal que está en
nosotros y a nuestro alrededor, de la necesidad de luchar contra el diablo y
contra todos los que, por un tiempo o por toda su vida y con una docilidad más
o menos imperfecta, trabajan en su obra y entran en su juego. La paz que el Corazón
Inmaculado quiere obtenernos no colma las aspiraciones impuras del mesianismo
terrestre: ese mesianismo, aborrecido por el único Mesías, que no quiere tener
en cuenta ni la cruz ni al diablo, ni la participación en el sacrificio de
Jesús, ni la malicia desencadenada de Satanás. Siendo la condición humana una
condición de caída y redención, la paz temporal no podría importar la supresión
absoluta de todas las injusticias, pues el pecado sigue existiendo, y no podría
dejar de ser precaria y estar amenazada. Una palabra de la santa Virgen en
Fátima nos lo recuerda con dulzura, pero sin posibilidad de ilusión: “Será
concedido al mundo cierto tiempo de paz”. Esta restricción nos oprime el
corazón: la paz no será perpetua. Y agregamos por nuestra parte: no será el
triunfo sin mezcla de una justicia perfecta. Uno puede decepcionarse, gemir o
irritarse. No obstante, lo que conviene a las mejores aspiraciones de nuestra
naturaleza así como a las divinas inclinaciones de la gracia, es comprender que
ese bien, por imperfecto que sea, tiene un precio muy alto; hay que trabajar
todavía por la paz de la tierra, cada uno en su puesto y según sus
posibilidades, procurando sobre todo la conversión de nuestro corazón, en
síntesis, trabajar para la paz según las disposiciones cristianas que la santa
Virgen nos vino a recordar.
* * *
El odio,
la rabia, la malicia vigilante de Satanás contra la Iglesia, del dragón contra
la Esposa, durarán hasta el retorno glorioso del Cordero. La revelación del
Apocalipsis no permite dudar al respecto. El mismo Apocalipsis nos enseña que
los asaltos del infierno se redoblarán en violencia a medida que el fin se
aproxime. La Contra-Iglesia perfeccionará sus métodos, esa Contra-Iglesia de la
que el Apocalipsis nos revela que no es otro que el poder político; en tanto
que se erige en absoluto, la sociedad temporal se convierte en un ídolo,
reclama todo del hombre y por ese mismo hecho se empeña en destruir a la
Iglesia. Para quien lee atentamente el Apocalipsis, resulta claro que la
historia no gira en círculo y que hay un desarrollo de dos ciudades. ¿De
acuerdo a ello, cómo representarnos el progreso de la ciudad del mal? Nos
parece que consiste en lo siguiente: progresivamente el diablo pone su mano
sobre las condiciones fundamentales de las que la voluntad tiene necesidad para
actuar rectamente. Sin duda el diablo no tiene poder directo alguno sobre
nuestras voluntades. Pero a medida que se desarrolla la historia humana, él se
empeña más aún en pervertir esas cosas fundamentales que nos son necesarias
para usar rectamente de nuestra voluntad, como la familia, la profesión, el
medio de vida, la legislación y las costumbres públicas y privadas. El diablo
despliega toda su rabia y su perfidia para que lo que debería ayudarnos para el
bien se convierta en fuente de escándalo, y esto no como al pasar u
ocasionalmente, sino como institución. Es un derecho primario de la naturaleza
humana el ser ayudada en su camino hacia Dios por una familia honesta, una
educación en la verdad, un trabajo organizado con justicia, en fin, por una
sociedad conforme al derecho natural. El diablo, a medida que se desarrolla la
historia, se muestra más fuerte y más hábil para violentar los verdaderos
derechos del hombre y disponerle una vida en que la apostasía se producirá como
algo natural. Una sociedad basada sobre el materialismo dialéctico representa
un progreso incontestable en sus métodos. Semejante sociedad está poseída por
el diablo, puesto que el conjunto de las instituciones es contrario al derecho
natural: es el pecado hecho institución.
* * *
En
Fátima, más todavía que en Lourdes, la santa Virgen recomendó rezar el rosario,
ella se dio a sí misma el título de Nuestra Señora del rosario. ¿Existe una
relación profunda entre el cambio íntimo del corazón, la conversión que ella
reclama de nosotros y esa forma de oración que se hace con mucha frecuencia
rutinaria y superficial? La respuesta es afirmativa y mostraremos por qué. Pero
es necesario que esa oración sea verdadera oración, es decir, que sea hecha en
espíritu y en verdad en lugar de ser repetida mecánicamente. Las indignaciones
de Pascal en su Novena Provincial y la de san Luis María Grignion de Montfort
en el capítulo tercero de la Verdadera devoción, a propósito de los falsos
devotos de Nuestra Señora, merecen siempre llamar nuestra atención y, después
de Fátima, al menos tanto como en el siglo XVII. Pues, en fin, si la Virgen se
llama Nuestra Señora del rosario y si nos insta a servirnos del rosario, no es
seguramente para autorizar la inconciencia, incluso el fariseísmo en la
oración. Dicho esto, resulta claro que la gran ventaja del rosario, cuando es
dicho en espíritu y en verdad, es la de obligarnos más que cualquier otra
devoción (no hablamos de la liturgia, que es de otro orden) a tomar conciencia
del misterio integral de nuestra redención, la vida, pasión y gloria de Cristo
Salvador. Esta toma de conciencia prolongada debe evidentemente llevarnos a
conformar nuestros sentimientos y nuestras costumbres a lo que meditamos.
El
rosario es una oración contemplativa, nos hace contemplar el Evangelio mismo,
y, sobre todo, nuestra contemplación se hace en presencia y con la ayuda de
aquella que penetró más profundamente en el corazón del Evangelio; ¿cómo no ha
de ser ella una fuente maravillosa de vida evangélica? Siendo ello así, ¿cómo no
ha de impulsarnos vigorosamente el rosario a cambiar de vida y convertirnos?
Y ello
tanto más cuanto que, si se lo reza como es debido, el rosario debe llevarnos a
una mejor frecuentación de la eucaristía, al misterio de la fe y a la gran
oración eucarística, que son los medios privilegiados de nuestra transformación
en Cristo. El rosario bien dicho nos hace entrar místicamente en el misterio de
Cristo y hace que deseemos participar en ese misterio sacramentalmente a fin de
que nuestra participación mística se torne más continua y más profunda. La
eficacia del rosario para nuestra conversión se concibe todavía mejor si se
piensa en la relación vital entre la recitación de los misterios y la
frecuentación sacramental del misterio eucarístico.
No menos
que una contemplación, el rosario es una petición y una petición seguramente
muy conveniente a los ojos de Dios y muy presentable a su infinita santidad
pues el suplicante, el pobre pecador que implora, se esconde y se pierde en la
oración de aquella que reza perfectamente, ya que ella se dirige de una manera
perfecta al Padre en el nombre de su Hijo Jesús y en el Espíritu Santo; ella
pronuncia el per Dominum nostrum Jesum
Christum con un acento de una pureza inefable, siendo la Madre Inmaculada
de ese Dominus.
Estas
pocas reflexiones bastan sin duda para hacer comprender por qué la santa
Virgen, sin hablar de la enseñanza ordinaria de la Iglesia, concede al rosario
semejante importancia. Es que el rosario, a decir verdad, lejos de estar
cerrado en sí mismo y de dispensar de todo lo demás, es un camino muy seguro
hacia los mejores bienes; lejos de eximir de la conversión, la prepara; lejos
de hacer que se olvide la liturgia y los sacramentos, a ellos conduce y los
prolonga. El mal uso que de él pueda hacerse nada prueba contra su valor, del
mismo modo que la iconografía religiosa frecuentemente detestable nada prueba
contra el esplendor de Cristo y de la Virgen.
Es sobre
todo cuando se debilita el fervor en el pueblo cristiano, cuando se multiplican
los escándalos y los pecados o cuando la civilización cristiana está a punto de
ser destruida, es sobre todo en esas horas de extremo peligro, sea para la
Iglesia, sea para las naciones cristianas, que los papas nos conjuran a
recurrir al rosario. Acordémonos, por ejemplo, de San Pío V en el momento de la
invasión otomana, de Pío XI durante la revolución española y en vísperas de la
segunda guerra mundial, de Pío XII, en fin, cuando un tercio de la Iglesia se
convirtió en Iglesia del silencio. Esa confianza que los papas y la santa
Iglesia ponen en el rosario para triunfar sobre las fuerzas del infierno en las
horas de sus ataques más furiosos se explica naturalmente porque el rosario,
siendo una santa meditación, nos pone en el camino de la conversión; siendo una
súplica por intercesión de la Inmaculada, es una súplica pura; en fin, porque
si implora la salvación y la renovación de un orden temporal cristiano, las
implora en el sentido que Dios quiere, porque se dirige a la Virgen de la
Anunciación y del Calvario, que conoce perfectamente el valor y el significado
de lo temporal.
* * *
“La paz
perpetua y sobre todo perfectamente justa no es ciertamente para aquí abajo;
las persecuciones renacerán hasta al fin del mundo, e incluso en la víspera de
la parusía las fuerzas de Satanás serán más que nunca poderosas. Limitémonos a
rezar y abandonemos a su destino engañoso las cosas de la civilización y del
César”. Así hablan los cristianos que se refugian en el sobrenaturalismo. Ellos
se equivocan ciertamente. Incluso si están consagrados a la contemplación y se
ocupan únicamente de la oración, su oración no debe desinteresarse de la
justicia o de la injusticia en las cosas del César; ella debe imitar más bien
la gran oración litúrgica que traduce admirablemente la contemplación de la
Esposa de Jesucristo y no deja, no obstante, de pedir la justicia y la paz de
los reinos de este mundo. Pero, si los cristianos afectados de sobrenaturalismo
no viven en el claustro, si tienen en las cosas del César una parte más o menos
importante, su actitud de pretendido desasimiento se convierte en una suerte de
hipocresía; pues aprovechan de lo temporal al tiempo que hacen profesión de
desinteresarse de ello.
“Intentemos
organizar la tierra de una manera radicalmente nueva. Intentemos cambiar no
solamente las instituciones fundamentales del derecho natural, sino hasta la
misma naturaleza humana, para ver si podemos establecer aquí abajo una
felicidad perfecta, una justicia sin defecto”. Así hablan los profetas energúmenos
que rechazan a Dios y se dejan poseer por los demonios de los mesianismos
terrestres. En virtud de esta proclama, ellos se empeñan en subvertirlo todo;
y, cuando han cedido a la seducción del materialismo dialéctico, hacen marchar
a la par la corrupción de las conciencias, la perversión de los espíritus y el
trastorno de las instituciones.
Los
verdaderos cristianos, sólo ellos, reconocen la imperfección y la caducidad de
lo temporal, incluso cuando ha sido bautizado; pero al mismo tiempo no dudan de
que la justicia en lo temporal y una paz digna de ese nombre sean voluntad de
Dios. Ante todo, ellos saben que el hombre está hecho para Dios, que él sólo
encuentra en Dios, en el seno de la Iglesia de Cristo, la paz y la santidad.
Ellos intentan permanecer en Dios. A causa precisamente de esta inhabitación en
aquel que quiere la justicia, ellos encuentran el coraje para no resignarse a
la injusticia. Sea en su oración, si viven en el claustro, sea en su oración y
su acción si están comprometidos en la vida activa, ellos trabajan por la
justicia, por la conservación y la renovación de un orden temporal cristiano,
sin ilusión pero sin perder el coraje, por la razón de que Dios lo quiere. Esta
actitud, la única equilibrada, supone que el alma está anclada en Dios, o al
menos que ella aspira sinceramente a esa unión de amor que constituye la
verdadera conversión.
Esta
actitud es la que debe inspirarnos la aparición de la santa Virgen en Fátima y
la consagración a su Corazón Inmaculado. Ese Corazón Inmaculado, en efecto,
quiere obtenernos, a la vez, una paz cristiana y la conversión de nuestras
vidas; pero, él mismo nos lo advierte, la paz cristiana no será concedida si no
tenemos el firme propósito de convertirnos.
P.
Roger-Thomas Calmel O.P.
NOTAS:
1-
Las palabras de la santa Virgen en Fátima se
hallarán fácilmente, por ejemplo, en los libros del canónigo Barthas. Los
libros del canónigo Barthas están publicados en Toulouse, Fatima édition, 3 rue
Constantine.
2-
s 9, 6: El Príncipe de la paz (NDLR)
3-
Bienaventurada visión de paz, nombre dado a la
Iglesia en la liturgia de la fiesta de dedicación de las iglesias (NDLR)
4-
Rm 3, 8 (NDLR).
5-
Lc 23, 24 (NDLR)
6-
P. Boismard O.P., Apocalypse, edición en fascículos de la Bible de Jérusalem. Ver
también L’Apocalypse de saint Jean
del padre Allo O.P., col. de “Etudes bibliques” en Gabalda, el capítulo 9 de la
introducción.
7-
Sobre este tema del “espíritu técnico”, releer el
radio mensaje de Navidad de 1953 de Pío XII, publicado en la Documentation catholique del 10 de enero
de 1954.
8-
Mt 16, 26 (NDLR).
9-
El texto aparecido en Itinéraires decía: “y deseando para nosotros otra cosa que la que
Dios quiere”. Se trata sin duda de un lapsus calami (NDLR).
*Texto redactado en 1959 para la revista Itinéraires y reproducido en los números 12 bis y 53 de
la revista Le Sel de la terre. La
traducción al castellano se ha realizado a partir del texto publicado en el
número 53 de Le Sel de la terre. [Revista de la Cruzada Cordimariana -
Diciembre - 2016 - Año 4 – Nro. 11] Nota Agenda Fátima: hemos realizado
leves correcciones a la traducción.-