Me atengo
a la Misa tradicional, que fue codificada, pero no inventada, por San Pío V en
el siglo XVI, conforme a una costumbre varias veces secular. Por lo tanto, me
niego a aceptar el Ordo Missæ de Pablo VI. ¿Por qué? Porque, en realidad, ese
Ordo Missæ no existe. Lo que existe es una Revolución litúrgica universal y
permanente, querida o al menos asumida por el Papa actual, y que adopta, por un
breve tiempo, la máscara del Ordo Missæ del 3 de abril de 1969. Todo sacerdote
tiene derecho a negarse a llevar la máscara de esta Revolución litúrgica. Y yo
pienso que es mi deber de sacerdote negarme a celebrar la Misa en un rito
equívoco.
Si
aceptamos este rito nuevo, que favorece la confusión entre la Misa católica y
la Cena protestante –como equivalentemente lo dicen dos Cardenales y lo prueban
sólidos análisis teológicos–, caeremos sin tardar en una Misa intercambiable
–como ya lo reconoce un pastor protestante–, en una Misa claramente herética y
por lo tanto nula. Iniciada por el Papa, y luego dejada por él a las Iglesias
nacionales, la reforma revolucionaria de la Misa se proseguirá a un ritmo
acelerado. ¿Podríamos aceptar hacernos cómplices de esto?
Se me
preguntará tal vez: ¿Ha reflexionado ya a qué se expone por querer mantener,
contra viento y marea, la Misa de siempre? Por supuesto que sí. Me expongo, por
así decirlo, a perseverar en la vía de la fidelidad a mi sacerdocio, y por lo
tanto, a rendir al Sumo Sacerdote, que es nuestro Juez Supremo, el humilde
testimonio de mi ministerio sacerdotal. Me expongo a tranquilizar a fieles
desamparados, tentados por el escepticismo o por la desesperación.
En
efecto, todo sacerdote que se atenga al rito de la Misa codificada por San Pío
V, el gran Papa dominico de la Contrarreforma, permite a los fieles asistir al
Santo Sacrificio sin equívoco posible, y comulgar, sin ser víctima de engaño,
al Verbo de Dios encarnado e inmolado, hecho realmente presente bajo las
sagradas especies. En cambio, el sacerdote que se pliega al nuevo rito,
totalmente forjado por Pablo VI, colabora en cuanto está de su parte en
instaurar progresivamente una Misa engañosa, en la que la presencia de Cristo
dejará de ser verdadera, para convertirse en un memorial hueco; en la que, por
lo mismo, dejará de ofrecerse a Dios, real y sacramentalmente, el Sacrificio de
la Cruz; y en la que, finalmente, la comunión pasará a ser una comida religiosa
en que se comerá un poco de pan y se beberá un poco de vino, nada más, como
sucede con los protestantes.
¿A qué
desventuras temporales, a qué desgracias en este mundo, se verá ex- puesto
quien no consienta colaborar con la instauración revolucionaria de una Misa
equívoca, orientada hacia la destrucción de la Misa? Sólo el Señor, cuya gracia
basta, lo sabe. En verdad la gracia del Corazón de Jesús, que llega hasta
nosotros a través del Santo Sacrificio y de los sacramentos, sigue bastando.
Por eso el Señor nos dice lo más
tranquilamente: «Quienquiera pierda su
vida en este mundo por causa de Mí, la salvará para la vida eterna».
Reconozco sin vacilar la autoridad del Santo Padre. Sin
embargo, afirmo que todo Papa, en el ejercicio de su autoridad, puede cometer
abusos de autoridad. Sostengo que el Papa Pablo VI comete un abuso de autoridad
de una gravedad excepcional cuando fabrica un rito nuevo de la Misa en función
de una definición de la Misa que ha dejado de ser católica. «La Cena del Señor, o Misa –escribe en
su Ordo Missæ– es la asamblea sagrada o
congregación del pueblo de Dios, reunido bajo la presidencia del sacerdote,
para celebrar el memorial del Señor». Esta definición omite insidiosamente
y a sabiendas lo que hace católica la Misa católica, absolutamente irreductible
a la Cena protestante.
En efecto, en la Misa católica no se trata de cualquier memorial; sino que el memorial
es de tal naturaleza que contiene realmente el Sacrificio de la Cruz, porque el
cuerpo y la sangre de Cristo se hacen realmente presentes en virtud de la doble
consagración. Eso se trasluce sin confusión posible en el rito codificado por
San Pío V, pero queda flotante y equívoco en el rito fabricado por Pablo VI.
Igualmente, en la Misa católica el sacerdote no ejerce
una presidencia cual- quiera; marcado
con un carácter divino que lo separa de los fieles por toda la eternidad, pasa
a ser el ministro de Cristo, quien por él celebra la Misa; por lo que muy lejos
está el sacerdote de asimilarse a un pastor cualquiera, delegado por los fieles
para el buen orden de su asamblea. Eso, que es totalmente evidente en el rito
de la Misa ordenado por San Pío V, aparece disimulado, cuando no escamoteado,
en el nuevo rito.
Así pues, la simple honestidad, e infinitamente más el
honor sacerdotal, me exigen no tener la desvergüenza de falsificar la Misa
católica, recibida en el día de la Ordenación. Puesto que se trata de ser leal,
y de serlo sobre todo en un punto de gravedad divina, no hay autoridad en este
mundo, ni siquiera una autoridad pontifical, que pueda detenerme. Además, la
primera prueba de fidelidad y de amor que el sacerdote debe dar a Dios y a los
hombres es guardar intacto el depósito infinitamente precioso que le fue
confiado cuando el obispo le impuso las manos. Principalmente sobre esta prueba
de fidelidad y de amor seré juzgado por el Juez Supremo.
Con entera confianza espero de la Virgen María, Madre del
Sumo Sacerdote, la gracia de permanecer fiel hasta la muerte a la Misa
Católica, verdadera y sin equívoco.
Tuus sum ego, salvum me fac.
ROGER THOMAS CALMEL O. P.
27 de noviembre de 1969