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jueves, 21 de noviembre de 2024

DECLARACIÓN DEL PADRE CALMEL O.P. DEL 27 DE NOVIEMBRE DE 1969

 


Me atengo a la Misa tradicional, que fue codificada, pero no inventada, por San Pío V en el siglo XVI, conforme a una costumbre varias veces secular. Por lo tanto, me niego a aceptar el Ordo Missæ de Pablo VI. ¿Por qué? Porque, en realidad, ese Ordo Missæ no existe. Lo que existe es una Revolución litúrgica universal y permanente, querida o al menos asumida por el Papa actual, y que adopta, por un breve tiempo, la máscara del Ordo Missæ del 3 de abril de 1969. Todo sacerdote tiene derecho a negarse a llevar la máscara de esta Revolución litúrgica. Y yo pienso que es mi deber de sacerdote negarme a celebrar la Misa en un rito equívoco.

Si aceptamos este rito nuevo, que favorece la confusión entre la Misa católica y la Cena protestante –como equivalentemente lo dicen dos Cardenales y lo prueban sólidos análisis teológicos–, caeremos sin tardar en una Misa intercambiable –como ya lo reconoce un pastor protestante–, en una Misa claramente herética y por lo tanto nula. Iniciada por el Papa, y luego dejada por él a las Iglesias nacionales, la reforma revolucionaria de la Misa se proseguirá a un ritmo acelerado. ¿Podríamos aceptar hacernos cómplices de esto?

Se me preguntará tal vez: ¿Ha reflexionado ya a qué se expone por querer mantener, contra viento y marea, la Misa de siempre? Por supuesto que sí. Me expongo, por así decirlo, a perseverar en la vía de la fidelidad a mi sacerdocio, y por lo tanto, a rendir al Sumo Sacerdote, que es nuestro Juez Supremo, el humilde testimonio de mi ministerio sacerdotal. Me expongo a tranquilizar a fieles desamparados, tentados por el escepticismo o por la desesperación.

En efecto, todo sacerdote que se atenga al rito de la Misa codificada por San Pío V, el gran Papa dominico de la Contrarreforma, permite a los fieles asistir al Santo Sacrificio sin equívoco posible, y comulgar, sin ser víctima de engaño, al Verbo de Dios encarnado e inmolado, hecho realmente presente bajo las sagradas especies. En cambio, el sacerdote que se pliega al nuevo rito, totalmente forjado por Pablo VI, colabora en cuanto está de su parte en instaurar progresivamente una Misa engañosa, en la que la presencia de Cristo dejará de ser verdadera, para convertirse en un memorial hueco; en la que, por lo mismo, dejará de ofrecerse a Dios, real y sacramentalmente, el Sacrificio de la Cruz; y en la que, finalmente, la comunión pasará a ser una comida religiosa en que se comerá un poco de pan y se beberá un poco de vino, nada más, como sucede con los protestantes.

¿A qué desventuras temporales, a qué desgracias en este mundo, se verá ex- puesto quien no consienta colaborar con la instauración revolucionaria de una Misa equívoca, orientada hacia la destrucción de la Misa? Sólo el Señor, cuya gracia basta, lo sabe. En verdad la gracia del Corazón de Jesús, que llega hasta nosotros a través del Santo Sacrificio y de los sacramentos, sigue bastando. Por eso el Señor nos dice lo más tranquilamente: «Quienquiera pierda su vida en este mundo por causa de Mí, la salvará para la vida eterna».

Reconozco sin vacilar la autoridad del Santo Padre. Sin embargo, afirmo que todo Papa, en el ejercicio de su autoridad, puede cometer abusos de autoridad. Sostengo que el Papa Pablo VI comete un abuso de autoridad de una gravedad excepcional cuando fabrica un rito nuevo de la Misa en función de una definición de la Misa que ha dejado de ser católica. «La Cena del Señor, o Misa –escribe en su Ordo Missæ– es la asamblea sagrada o congregación del pueblo de Dios, reunido bajo la presidencia del sacerdote, para celebrar el memorial del Señor». Esta definición omite insidiosamente y a sabiendas lo que hace católica la Misa católica, absolutamente irreductible a la Cena protestante.

En efecto, en la Misa católica no se trata de cualquier memorial; sino que el memorial es de tal naturaleza que contiene realmente el Sacrificio de la Cruz, porque el cuerpo y la sangre de Cristo se hacen realmente presentes en virtud de la doble consagración. Eso se trasluce sin confusión posible en el rito codificado por San Pío V, pero queda flotante y equívoco en el rito fabricado por Pablo VI.

Igualmente, en la Misa católica el sacerdote no ejerce una presidencia cual- quiera; marcado con un carácter divino que lo separa de los fieles por toda la eternidad, pasa a ser el ministro de Cristo, quien por él celebra la Misa; por lo que muy lejos está el sacerdote de asimilarse a un pastor cualquiera, delegado por los fieles para el buen orden de su asamblea. Eso, que es totalmente evidente en el rito de la Misa ordenado por San Pío V, aparece disimulado, cuando no escamoteado, en el nuevo rito.

Así pues, la simple honestidad, e infinitamente más el honor sacerdotal, me exigen no tener la desvergüenza de falsificar la Misa católica, recibida en el día de la Ordenación. Puesto que se trata de ser leal, y de serlo sobre todo en un punto de gravedad divina, no hay autoridad en este mundo, ni siquiera una autoridad pontifical, que pueda detenerme. Además, la primera prueba de fidelidad y de amor que el sacerdote debe dar a Dios y a los hombres es guardar intacto el depósito infinitamente precioso que le fue confiado cuando el obispo le impuso las manos. Principalmente sobre esta prueba de fidelidad y de amor seré juzgado por el Juez Supremo.

Con entera confianza espero de la Virgen María, Madre del Sumo Sacerdote, la gracia de permanecer fiel hasta la muerte a la Misa Católica, verdadera y sin equívoco.

Tuus sum ego, salvum me fac.

 

ROGER THOMAS CALMEL O. P.

27 de noviembre de 1969

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