En el Domingo de Resurrección
la Iglesia lee sencillamente siete versículos del último capítulo de Marcos que
narra la ida de las Santas Mujeres con sus bálsamos ya inútiles al Santo
Sepulcro, que encontraron vacío; y la aparición de un jovencito (de un “ángel”,
dice Mateo; de “dos hombres en vestes lúcidas”, dice Lucas) que les anuncian la
Resurrección y les dan orden de avisar a Pedro y los Discípulos; cosa que ellas
no hicieron de miedo. Cuando les pasó el miedo, por la aparición de Cristo
mismo, avisaron y no las creyeron. Las mujeres eran: María Magdalena, Juana, la
otra María madre de Santiago el
Menor, Salomé, madre de Juan “y otras”.
Quienes primero vieron a Cristo
fueron mujeres, en este orden primero, su Santísima Madre; después, la
Magdalena; después, el resto del grupito que llama el Evangelio “syneleelythyiai ek íes Galilaias” (“las
que lo escoltaban desde Galilea”), una especie de rama femenina de la Acción
Católica de aquellos tiempos. Y nadie las creyó: “según dicen las mujeres”, le
dijeron los dos discípulos de Emmaús al Misterioso Peregrino, y en ese momento
él se les enojó, y les dijo: “¡Oh cabezaduras!”. Pero, lo mismo, en la Iglesia
primitiva se siguió invocando el testimonio de los varones, como lo hace San
Pablo en su Primera Carta a los Corintios (XV 4): “Resurgió al tercer día según
la Escritura, y fue visto por Pedro y luego por los Doce; después fue visto por
más de 500 hermanos juntos [el día de la Ascensión] de los cuales están vivos
los más hoy día y algunos murieron ya; después fue visto por Jácome y por todos
los Apóstoles; y el ultimo de todos, como un abortivo, fue visto también por
mí”. Eran un poco cabezas duras estos israelitas; y más dispuestos a negar todo
que a ver visiones.
Si yo dijera aquí la Resurrección de Cristo es el suceso más grande de la Historia del mundo, repetiría un lugar común; pero no rigurosamente exacto, si se quiere.
La Resurrección no es un suceso de la Historia, porque está por
arriba de la Historia de los hombres; lo cual no quiere decir que los testimonios
que tenemos de ella no sean rigurosamente históricos; pero quiere decir que es
un suceso trascendente, como la
Encarnación misma y todos los Misterios. Son objeto de la Fe. Los sucesos
históricos, rigurosamente demostrables y que no se pueden racionalmente ni
negar ni tergiversar, nos ponen delante de una afirmación enorme y nos invitan
a hacerla; y somos nosotros quienes la tenemos que hacer. Hay un paso que dar;
o un salto, mejor dicho: un salto
obligatorio por un lado; y por otro, libre. Si a mí me hacen la demostración
del binomio de Newton o el teorema de Pitágoras, yo no soy libre de aceptarlos
o negarlos; me veo intelectualmente forzado a admitirlos. Si me hacen la
demostración de la Resurrección de Cristo, aunque en su plano sea tan racionalmente
completa como las otras, yo soy libre de creer
o no creer. Por eso la fe es meritoria: porque su objeto no es natural sino
sobrenatural.
En una Historia Universal, la más popular que existe en el mundo, y que
fue propuesta por el autor nada menos que para libro de texto de todas las
escuelas de Inglaterra, se da cuenta de la Resurrección de Cristo con estas
palabras:
La mente de los discípulos se hundió por
una temporada en la oscuridad. De
repente surgió un susurro entre ellos y varias
historias, historias mas bien
discrepantes, que el cuerpo de Jesús no estaba en la tumba en que fue
colocado, y primero éste y después
estotro lo habían visto vivo. Pronto
ellos se hallaron consolándose con la
convicción de que se había levantado
de entre los muertos, que se había mostrado a muchos y ascendido visiblemente a
los cielos. Testigos fueron hallados para
declarar que positivamente lo habían visto subir el cielo, El se había ido,
a través del azur, a Dios...
(la cursiva es mía)
Ésta es la versión que da del
suceso básico de la fe cristiana la impiedad contemporánea. Mientras se
mantiene en esa maliciosa vaguedad, el absurdo no salta a los ojos; pero cuando
quieren determinar la historia de la
explosión de la mañana de Pascua, entonces cuentan ellos como nuevos
evangelistas “varias historias, historias más bien discrepantes”: unos dicen
que Cristo en realidad fue enterrado vivo; y en consecuencia se despertó en su
sepulcro, se liberó de mortajas y vendas, rodó la gran piedra de la entrada y
huyó, desnudo y con una lanzada en el corazón; otros dicen que el cadáver se
pudrió en su sepulcro y todo lo que vieron Apóstoles y discípulos, incluso en
las orillas del lago de Galilea, fueron “alucinaciones visuales y auditivas...”
–táctiles también, en el caso de Santo Tomás el Desconfiado–; otros,
finalmente, que los Apóstoles robaron el cuerpo y lo escondieron, “que es lo
que dicen hasta hoy los judíos”, advierte San Mateo.
Von Paulas, Reimarus, Meyer,
Schmiedel, Kirsopp Lake, Renan... La escuela de París, la escuela de Tubinga,
la escuela de Marburgo...
Hay que explicar de algún modo
“racional” esa historia extraordinaria. Entonces toman los cuatro Evangelios, y
con un lápiz colorado van borrando todos los versículos o perícopas que ellos
quieren; y con lo que les queda, escriben pomposamente una Verdadera Historia de Cristo Pero salta a los ojos que de unos
documentos tan extraordinariamente mentirosos como serían los Evangelios en ese
caso, no se puede uno fiar en nada, y que la única consecuencia lógica sería
negar incluso la misma existencia de Cristo; que es adonde han llegado algunos,
llamados “evhemeristas”, como Baur, por ejemplo.
Pero negar la existencia de
Cristo es mucho más difícil que negar la existencia de Julio César, de Napoleón
Bonaparte o de Sarmiento. Ese salto de
la fe es difícil de dar, algunos prefieren empantanarse en el absurdo.
“Increíble es que Cristo haya
resucitado de entre los muertos; increíble es que el mundo entero haya creído
ese Increíble; más increíble de todo es que unos pocos hombres, rudos, débiles,
iletrados, hayan persuadido al mundo entero, incluso a los sabios y filósofos,
ese Increíble. El primer Increíble no lo quieren creer; el segundo no tienen
más remedio que verlo; de donde no queda más remedio que admitir el tercero”,
argüía San Agustín en el siglo IV. La existencia de la Iglesia, sin la
Resurrección de Cristo, es otro absurdo más grande.
Leyendo los disparates de los
seudosabios incrédulos, recuerda uno el final de la oda de Paul Claudel a San
Mateo, en la cual el poeta lo pinta escribiendo pacientemente, con el mismo
instrumento de su oficio que le sirvió para hacer números y cuentas, su
testimonio seco y descarnado:
Y a
veces nuestro sentido humano se asombra, ¡ah! es duro, y querríamos otra cosa.
¡Tanto peor! el relato derechito continúa y no hay
corrección ni glosa.
He aquí a Jesús más allá del Jordán, he aquí el Cordero de
Dios, el Cristo.
El que no cambiará; he aquí el Verbo que yo he visto.
Sólo lo necesario es dicho, y por todo una palabrita
irrefragable
tranca a punto fijo la rendija de la herejía y de la fábula,
manda un camino rectilíneo entre los dos,
de los que niegan que fue un hombre, de los que niegan que
fue Dios,
para la edificación de los Simples y la perdición de los Complicados,
para la rabia, agradable al cielo, de los sabihondos y los
curas renegados.
De “El Evangelio de Jesucristo”.