"Cierto
es que en el solio pontificio tenemos a un adversario, ya no es nuestro guía y
aliado."
"Hoy
ya no existe aquella Rusia soviética, comunista y materialista. Sus errores se
han propagado por el mundo entremezclados con los del liberalismo."
"Si
observamos desde una perspectiva sobrenatural los sucesos que estamos
presenciando, tenemos que reconocer que actualmente Rusia es la única entidad
que combate la ramera mundialista, y precisamente por eso es blanco de los
ataques y provocaciones del Estado profundo internacional".
8 de
octubre de 2022
ALOCUCIÓN a
los miembros del comité Liberi in veritate con ocasión de la Semana de la
Victoria
7-13
octubre de 2022
Un trece de octubre de hace ciento cinco años, ante millares de personas congregadas en la Cova de Iría, la Virgen Santísima concluyó la serie de apariciones de Fátima coronándolas con el célebre milagro del sol, mediante el cual prefiguraba el triunfo de su Corazón Inmaculado, como requisito previo a la restauración del Reinado Social de Nuestro Señor. Era el 13 de octubre de 1917, y apenas se iniciaba el bolchevismo. El mes anterior de febrero, aquella revolución que habría de llevar a la rotura social de la lucha de clases, la instauración de la dictadura del proletariado y un siglo de carestía, guerras y conflictos. El 13 de mayo del mismo año, Benedicto XV consagraba obispo al joven Eugenio Pacelli, que reinaría como pontífice entre 1939 y 1958. Los meses dedicados a la Virgen siempre auguran grandes bendiciones para sus hijos devotos.
Europa,
atenazada por un lado por el comunismo materialista y por el otro del
liberalismo masónico, encontró entonces en la Sede Apostólica un firme defensor
de la verdad católica y la ley natural, en particular para hacer frente al
materialismo ateo, y tutelar al mismo tiempo los legítimos derechos de los
trabajadores, con frecuencia usurpados por sus patronos. Estos últimos,
como buenos liberales de matriz protestante, no pensaban sino en el propio
provecho, aunque ello supusiera turnos agotadores para los obreros,
condiciones infrahumanas e trabajo, promiscuidad, empleo de menores y unas
pésimas condiciones de higiene.
No
es casual que ambos errores, comunismo y liberalismo, fuesen crueles e
inhumanos en una medida directamente proporcional a su odio a la religión
católica. Y tampoco es casual que las promesas de ambas plagas sociales,
fundadas en el engaño de un utópico paraíso en la Tierra para la clase obrera o
para la élite que se aprovecha de ella, resultan ser colosales estafas cuanto
más tratan de implantar la libertad, igualdad y fraternidad que uno y otro aspiran
a disociar artificialmente de la imprescindible condición que traen aparejada:
fundarse en Dios y en sus santas leyes.
Al cabo
de siglos de sangrienta lucha y tremendas persecuciones, deberíamos haber
aprendido que no puede haber paz donde Cristo no es la piedra angular sobre la
se levanta todo el edificio social, y que la desgracia más devastadora es que
en que en la política rija el principio de la laicidad del Estado y la
convivencia ciudadana rechace la moral.
También
en el Portugal de inicios del siglo XX el Estado estaba dominado por la
Masonería, que desde principios del XIX tramaba contra el orden cristiano. La
mencionada secta dio comienzo a su nefasta actuación con la ocupación francesa
de Junot y Massena, que tenía por objeto acabar con la monarquía, hacer
prisionero al rey legítimo y socavar el sólido equilibrio geopolítico basado en
la relación de parentesco entre las casas reinantes. El primer ministro,
marqués de Pombal, era iluminista y enemigo jurado de la Iglesia. Gracias a él,
las fuerzas del enemigo lograron abrirse camino hasta la cúpula misma de las
instituciones del Estado con la complicidad de la Masonería internacional y los
grandes capitales, a los que fueron vendidos en almoneda los bienes de las
órdenes religiosas. Por los mismos años, en México (1917) y más tarde en España
(1931), estallaban revoluciones financiadas por la élite con los rasgos de una
tiranía disfrazada de democracia y, como siempre, con la corrupción de los
funcionarios públicos. En ese contexto, paralelamente a los desórdenes se
difundía la crisis económica, se desplomaban los sueldos de los trabajadores y
aumentaban desde fuera la presión de Inglaterra y desde adentro de las fuerzas
disgregadoras del Partido Republicano portugués y la prensa subversiva. El 1º
de febrero de 1908 fueron asesinados en Lisboa el rey Carlos I y el príncipe
heredero Luis Felipe en un atentado organizado por carbonarios, que luego
huirían a México y Francia. Subió al trono Manuel II, de dieciocho años, y ya
desde abril del mismo año el Partido Republicano planeó la revolución contra la
monarquía y encargó a Antonio José de Almeida la organización de sociedades
secretas como la Carbonaría y la Masonería, que atrajeron a sus filas a muchos
integrantes del Ejército y la Marina. El 5 de octubre de 1910, Manuel II de
Braganza fue derrocado por un golpe militar, y se nombró presidente a
Joaquim Teófilo Braga, con un gabinete constituido por ministros masones.
Braga declaró: «Los ministros del gobierno provisional, animados de un vivo
sentimiento patriótico, siempre han intentado basar sus decisiones en las más
altas y urgentes aspiraciones del viejo Partido Republicano con vistas a
conciliar los intereses permanentes de la sociedad en el nuevo orden político».
A las
profanaciones, sacrilegios, saqueos y destrucción de iglesias, conventos e
instituciones católicas se añadieron leyes que suprimieron todas las órdenes y
congregaciones religiosas, como es habitual bajo la dirección de las logias. En
poco tiempo se legalizaron el divorcio y el matrimonio civil; se abolió el
juramento religioso en los actos cívicos y se decretó la secularización del
Estado, la abolición de los títulos nobiliarios y el derecho de huelga. Se
autorizó la cremación de cadáveres. Se suprimió la asignatura de religión en
los colegios y se prohibió el uso de sotana y hábito religioso. Se fijaron
estrictas limitaciones al tañido de las campanas y se redujo el número de
festividades religiosas, aunque fueran populares. El Gobierno se arrogó el
nombramiento de enseñantes en los seminarios y de determinar sus programas
docentes. Esta larga serie de leyes culminó en la separación de Iglesia y
Estado, que se aprobó el 20 de abril de 1911. Y como prueba definitiva de la
disolución cultural ya en acto, se simplificó la ortografía de la lengua
portuguesa, como sucedió más tarde en Grecia en 1976 con la supresión de
la kazarevusa para sustituirla por la demótiki o
lengua popular.
No ha
habido país católico en Europa que no haya sido blanco del odio ideológico de
la Masonería. Ésa es la gran enemiga, la ramera babilónica de la que habla el
Apocalipsis, «sentada sobre las grandes aguas, con quien han fornicado los
reyes de la Tierra, y los moradores de la Tierra se embriagaron con el vino de
su fornicación» (Ap.17,1-2). «Misterio: Babilonia la grande, la madre de las
rameras y de las abominaciones de la Tierra» (íbid, 5), sentada sobre la bestia
roja que tiene siete cabezas y diez cuernos «llena de nombres de blasfemia»
(íbid.3). Nombres como laicidad del Estado, usura de la alta finanza askenazi,
divorcio, derecho al aborto, eutanasia e ideologías de género y LGTB.
Y
mientras en el Portugal en el que hasta hacía pocos años habían reinado reyes
católicos se daban los primeros pasos del infernal Gran Reinicio que ya se
llevaba a cabo en otras partes gracias a la corrupción de los gobernantes y su
sujeción a la infame secta; mientras la prensa anticlerical se burlaba de tres
pastorcitos intentando hacerlos pasar por farsantes q, más tarde por locos y
finalmente por víctimas de engaños de los curas, en el brumoso cielo de Fátima,
en campos empapados de lluvia y de fango se apareció la Madre del Salvador y
Madre nuestra, Patrona y Reina de Portugal. Y para que las visiones y mensajes
de la Virgen a los pequeños campesinos no siguieran puestas en duda, se dignó
obrar el milagro del sol, obligando con ello hasta a los más incrédulos, los
opositores que más se burlaban de la superstición clerical, a
ver con sus propios ojos la danza del sol, que rasgó el cielo gris bajo el que
todos —unos por devoción, otros por curiosidad y otros por la vana
esperanza de desmontar los delirios de tres niños pastores ignorantes–,
presenciaron el prodigio anunciado.
Nunca
dejamos de maravillarnos, de quedar estupefactos por la perfección y la
sencillez de la acción de Dios en la historia, acción que se cumple en la
economía de la salvación, y también en las apariciones y milagros gracias a la
Mujer rodeada de estrellas del Apocalipsis, la que en su santa humildad y su
inmaculada virginidad dio a luz al Hijo de Dios encarnado para rescatar a las
almas de la tiranía de Satanás.
La Virgen
siempre desempeña una misión particularísima en el obrar de Dios, tanto en las
alegrías y victorias como en las pruebas y dolores. Las intervenciones de la
Virgen siempre remiten a Dios, a la Santísima Trinidad. Y así, también en la
Cova de Iría la aparición de la hermosa Señora –discreta en la forma pero épica
en la sustancia– fue acompañada de una admirable pedagogía mediante un
espectáculo extraordinario de la naturaleza, obediente a su Creador cuando le
manda que suspenda sus leyes. Así como en algunas representaciones antiguas
vemos al Pantocrátor que tiene en sus manos la esfera del mundo, también a los
fieles congregados bajo la lluvia debió de parecerles que el Señor mismo estaba
haciendo gala del poder que hacía temblar a nuestros padres bajo la ley
antigua, ese poder que el mundo considera muy osado porque deja al hombre, con
sus pretensiones, derechos y absurdas reivindicaciones como lo que realmente
es: criatura necesitada de Dios, de su Divina Providencia, su omnipotencia y su
misericordia. Como ya supieron reconocer los millares de personas que se
encontraban en Fátima el 13 de octubre de hace ciento cinco años, debemos ver
en aquel sol reluciente el Sol invicto, Nuestro Señor Jesucristo, centro del
cosmos por Él creado omnia per ipsum facta sunt, et sine ipso factum
est nihil quod factum est (Jn 1, 3), y más aún centro de la Redención
que pone al eje de la Tierra a rotar en torno a la Cruz: stat
Crux, dum volvitur orbis.
Cristo
Rey y Pontífice, que reúne en Sí la soberana potestad que deriva de ser Dios y
de habernos rescatado con su propio sacrificio, es Rey por derecho divino, por
derecho de herencia y por derecho de conquista. Cristo es Rey eucarístico,
radiante en la Iglesia como en un ostensorio, como el sol en el cielo de Fátima
y como el Cristo Juez del final de los tiempos.
Poco más
de tres siglos antes, María Santísima, mediadora de todas las gracias, quiso
implorar al Cielo la victoria de la armada cristiana contra los mahometanos el
7 de octubre de 1571. No era la primera vez que lo hacía, y lo seguirá haciendo
a lo largo de la historia. Y siempre, junto a Ella, y gracias a Ella, su
triunfo nos prepara el de su divino Hijo, que sabemos es seguro, deslumbrante y
sin condiciones. Es la Reina de las Victorias, intrépida vencedora de la vieja
Serpiente, tremenda triunfadora sobre la ramera de Babilonia que asediaba a los
portugueses en 1917 igual que hoy y que cada vez más prepotente asedia al mundo
occidental; «con la que han fornicado los reyes de la Tierra», los siervos de
Davos, del Nuevo Orden Mundial, del globalismo.
¿Qué nos
pide la Virgen? Las pocas palabras que dijo en las Bodas de Caná son diáfanas:
«Haced lo que mi Hijo os diga» (Jn.2,5). En sus apariciones nos repite el mismo
precepto, profundizando: penitencia, oración, rezo del Rosario, unión a la
Pasión y al Sacrificio de Cristo como Cuerpo Místico suyo para completar
en nuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo (Col.1,24).
Como
Madre sabia y atenta a nuestras necesidades que es, la Virgen nos advierte de
los males que se ciernen sobre el mundo y sobre la Iglesia si no nos
convertimos, si cada uno de nosotros no renuncia al mortífero veneno de las
reivindicaciones revolucionarias que ha llegado a contagiarnos incluso a los
católicos, a los tradicionalistas.
Queridos
amigos: la Virgen Santísima es Madre nuestra del modo más íntimo y visceral que
quepa imaginar, porque maternidad con relación a nosotros se funda en que somos
hijos de Dios y herederos de Cristo. Por ser nuestra Madre, estamos seguros de
que no dejará de hacer cuanto está en sus manos ante el Trono de Dios y con
nosotros para salvar nuestras almas y hacernos santos, pues santos nos quiere
su Hijo.
Y si Ella
intervino cuando el peligro era tan grande e inminente, si bien limitado a
algunas naciones, ¿cómo vamos a dudar que intervendrá más enérgicamente aún,
con una protección aún más milagrosa, cuando el mundo entero está sumido en la
apostasía y arrastra consigo la Jerarquía de la Iglesia?
El
enemigo es siempre el mismo: la Masonería, al servicio de Satanás,
organizadísima en su difusión y sus cómplices. Nuestros puntos flacos son
siempre los mismos: el pecado, la tibieza, la debilidad ante la seducción de la
ramera «embriagada del vino de su fornicación». La furia de Satanás
siempre se desencadena contra los mismos objetivos: la Iglesia de Cristo, la
Santa Misa, la vida religiosa, la formación católica, la fe sencilla y profunda
del pueblo, la pureza y el orden cristiano. Cierto es que en el solio
pontificio tenemos a un adversario, ya no es nuestro guía y aliado. Pero ¿acaso
no fue precisamente Nuestra Señora quien nos advirtió en Fátima de la apostasía
y de los errores que se difundirían por el mundo y afectarían a la Iglesia si
no consagrábamos a Rusia a su Corazón Inmaculado, y nos exhortó a la penitencia
y la oración?
Hoy ya no
existe aquella Rusia soviética, comunista y materialista. Sus errores se han
propagado por el mundo entremezclados con los del liberalismo. La Santa Alianza
que quería el Zar antes de la revolución bolchevique, precisamente para
defender el orden cristiano y unir a los pueblos contra el enemigo común, puede
servir hoy de inspiración para convocar la resistencia y oposición al Nuevo
Orden Mundial.
Si
observamos desde una perspectiva sobrenatural los sucesos que estamos
presenciando, tenemos que reconocer que actualmente Rusia es la única entidad
que combate la ramera mundialista, y precisamente por eso es blanco de los
ataques y provocaciones del Estado profundo internacional, de la ira ideológica
del Foro Económico Mundial, que ya casi ha culminado el golpe de estado
subversivo con el que pretende instalar la dictadura sinárquica.
En estos
tiempos de gran aprensión por la suerte que correrá la paz del mundo, mientras
asistimos a las desastrosas consecuencias de la Agenda 2030 en la economía, el
trabajo, el costo de la vida y nuestra propia salud física, tenemos que invocar
a la Reina de las Victorias, la Mediadora de todas las gracias, a la que
llamamos Reina de la Paz como Madre que es de Nuestro Señor, el Príncipe de la
Paz.
Invoquémosla
para que aleje de nosotros los castigos y catástrofes que merece el mundo por
los pecados públicos de las naciones y los escándalos de quien rinde culto al
inmundo ídolo de la Pachamama y persigue a los católicos fieles a la liturgia
tradicional, a fin de que nos dé la paz que sólo su Hijo nos puede dar: pax
Christi in Regno Christi.
En esta
Semana de la Victoria os exhorto a dedicar más tiempo a la oración, a hacer
penitencia y ayunar, a asistir con más fervor a los Santos Misterios, a
proporcionar palabras de consuelo y ánimo a quienes se sientan solos e
indefensos ante los grandes desastres que quieren imponer los malvados al
mundo, sobre todo a los buenos.
El
triunfo del Corazón Inmaculado de María está garantizado con la certeza de la
victoria de Cristo, que se gloriará en derrotar este reino de tinieblas, pecado
y muerte, no sólo en virtud de su obediencia a la voluntad del Padre, sino
también gracias a la humildad y pureza de su Santísima Madre quæ
superbissimum caput draconis a primo instanti immaculatæ suæ Conceptionis in
sua humilitate contrivit (Exorcismo de León XIII). Así sea.
+ Carlo
Maria Viganò, arzobispo
7 de
octubre de 2022
Ss.mi
Rosarii B.M.V.
Fuente: Adelante la Fe
http://nonpossumus-vcr.blogspot.com/2022/10/arzobispo-vigano-rusia-es-la-unica.html