La muerte del “santito de las trincheras”, el
soldado que curó, hizo rezar y protegió a sus compañeros en Malvinas
Por NICOLÁS
KASANZEW
Corresponsal de guerra en Malvinas
Se llamaba Carlos Mosto. Tenía 23 años y cursaba Medicina
en La Plata cuando se ofreció como voluntario para ir a las islas porque vio a
uno de sus camaradas aterrado y se ofreció a reemplazarlo. El aliento constante
para sus compañeros, cómo buscó cuidarlos durante la guerra, su final el 11 de
junio de 1982. Las cartas a sus padres donde, de alguna manera, se estaba
despidiendo: él siempre supo que no iba a volver
El viernes 11 de junio, a eso de las
quince y treinta, dos aviones Harrier se acercaron en vuelo rasante desde el
sur, pasando por sobre las posiciones del Batallón de Infantería de Marina 5 y
lanzaron sendas bombas sobre el cuartel de Moody Brook. Con el alma oprimida vi
salir la ambulancia del hospital hacia el ex-cuartel de Royal Marines. Fue la
ocasión en que murieron tres soldados, entre ellos Carlos Mosto.
Con mi camarógrafo Lamela habíamos
filmado a ese conscripto en la misa del 25 de abril y asimismo en el acto del
25 de mayo. Y ahora habíamos grabado asimismo su muerte...
En ese ataque también murieron los
conscriptos Rodríguez e Indino. A Mosto, particularmente
querido por todos, le decían “el curita”. Era un verdadero santo que cuidaba,
curaba, protegía y catequizaba a sus compañeros, como si fueran sus hermanos
menores, ya que él, estudiante de medicina, era de una clase más antigua. No le
tocaba ir a Malvinas, pero se acercó al cuartel cuando sus camaradas estaban
por partir, y al ver aterrado a uno de ellos, se ofreció generosamente para
reemplazarlo.
Su jefe, el mayor José
Rodolfo Baneta, sale del cuartel malherido y conmocionado por las
explosiones. Está cubierto de escombros y blanco como la cal. Acto seguido le
informan que tres de sus hombres perecieron. ¡A él, que había prometido a sus
subalternos llevarlos a todos de vuelta con vida!
En ese momento Baneta ve al capellán
José Fernández yendo camino a las posiciones del Regimiento 7, y le
grita: “Cura, tu Dios es un !#%&”. El sacerdote se acerca
a Baneta y le inquiere: “Mi mayor, ¿por qué me dice eso?”.
El oficial está fuera de sí: “Se
lo digo, porque estaba con ellos en la misma posición y a mí me deja vivo. Y a
ellos, que eran unos ángeles, se los lleva. ¿Por qué no me llevó a mí y los
dejó a ellos?”.
Y el cura le responde: “Es muy sencillo; se los llevó a ellos, porque eran unos ángeles, y lo deja a usted, que es el verdadero !#%&, para que siga sufriendo”.
Y continúa caminando impertérrito
hacia la otra posición. Baneta se queda sin habla. Tiempo después, me
confiaba: “Ese curita, pero curita con mayúsculas, tenía razón! ¿Quién
era yo para juzgar al Tata Dios? Con sus dichos, me puso en situación
nuevamente”.
Uno de esos ángeles, Carlos Mosto,
merece capítulo aparte. Tenía los ojos verdes y el pelo muy rubio. Flaco y
alto, con sus veintitrés años acababa de terminar el servicio militar, que
había hecho con prórroga por estudios. Cursaba medicina en la
Universidad Nacional de La Plata y marchó a la guerra sin que nadie lo
obligara.
El cuartel de Moody Brook, era
permanentemente bombardeado por ser el puesto comando del general Jofre…
pero el “Caballo” Jofre vivía a salvo en el pueblo, en vez de estar con
sus hombres. Y entre todos los estoicos conscriptos del estoico mayor
Baneta, destinados allí, este muchacho de Gualeguaychú se destacaba por su
prestancia, simpatía y abnegación. Siempre trataba de ayudar a otros soldados,
aunque no fueran de su unidad: se empeñaba en levantarles el ánimo,
hacerles curaciones, pasarles café, alimentos; muchas veces sin siquiera
conocerlos y sin obligación alguna, tan solo para hacerlos sentir mejor.
También se destacaba por su
religiosidad. Bastaba que el padre Fernández pasara por las
inmediaciones del cuartel, para que Mosto y su grupo lo instaran a rezar allí
un rosario. “Me daban fuerza ellos a mí, más que yo a ellos”,
me confiaba el capellán.
Siempre de buen talante, Mosto,
empero, sabía que estaba signado, que iba a morir. Después de la
guerra quise conocer a su madre, cuya entereza me sorprendió y conmovió. No
había en ella resentimiento alguno. Le pregunté si tuvo sentido la muerte de
Carlitos, y me respondió sin hesitar:
–Por la Patria y por Cristo bien
valía la pena morir. Yo respeto su decisión, él fue como voluntario y murió por
su ideal. Todos tenemos que creer eso: que las Malvinas son nuestras. Y estando
nuestros caídos allá, con más razón.
Elsa de Mosto me mostró las cartas que le
escribía su hijo desde el frente, y me señaló: “En todas ellas yo podía leer,
entre líneas, que él se estaba despidiendo, que nos estaba
preparando para su muerte y nos dejaba su testamento”.
Carlitos escribía: “Vieja, no reces por mí, porque yo estoy con
Dios; rezá por las madres y las novias inglesas, que nunca van a ver llegar a
sus hijos y sus novios... Yo, cuando llegué acá, me puse en las manos de Dios y
que se hiciera en mi la voluntad de Él, no la mía. Lo único que yo le pedí fue
que le enseñara a mis viejos a vivir sin mí... Estoy muy orgulloso de
estar acá, estoy orgulloso de mi jefe, el mayor Baneta, orgulloso de ser de los
primeros en ver un 25 de mayo flamear mi bandera en las islas; nunca la había
visto tan linda, como la veía ahora... Mami, estoy de guardia, escribiéndote
desde un manantial de una belleza incomparable y pienso: ¿por qué no podemos
vivir en amor?... Mirá, tengo un francotirador, que cada vez que salgo, me
tira. No le he visto la cara y no se la quiero ver. Porque no quiero odiar a
nadie. Los hombres no saben vivir sin odiar, no saben vivir en el amor.
Pedile a Dios que los ilumine... Viejo, no rezongues por la plata, seguí
ayudando a Cáritas, que es lo único que te va a dejar algo valioso... Ayer
recibí el Evangelio que les había pedido, ahora soy feliz porque estoy
completo. Tengo la Palabra y se las leo a mis camaradas... Doy gracias a Dios
de ser como soy y poder levantar a mis compañeros... Recen para que esto se
termine, porque yo veo las cosas mal”.
El 7 de junio habló por teléfono a
casa. Sus últimas palabras fueron: “Mami,
estén siempre unidos y recen mucho”. El 11 lo mataron.
Carlitos despreciaba el peligro, no
escondía la cabeza. Una vez más, haciendo caso omiso de la alerta roja y de las
órdenes de Baneta, había ido a llevar café caliente a un pozo de zorro.
Y fue en ese momento que lo sorprendieron los Harrier.
El testamento del soldado Carlos
Mosto trasciende a su familia; apunta en realidad a todos los argentinos de
hombría de bien. Sus cartas impresionan, además, por su similitud con la
del teniente Estévez: los dos hablan de la alegría de morir por la
Patria, de la entrega de sus vidas a Dios, de vivir en el amor; los dos vuelven
sus corazones a la familia pidiendo por su unidad, orgullosos “de ser como soy”
y agradecidos de ser soldados, porque les ha permitido la experiencia única de
ver flamear la bandera de la patria en Malvinas.
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