PRÓLOGO ARGENTINO
(Prólogo al libro “Castellani y Lefebvre”,
fragmento)
Por FLAVIO MATEOS
“El llevó la Religión a la vida, -decía Roque
Raúl Aragón, acerca del Padre Castellani-, la metió en la vida, la metió en la
política, en la vida diaria, en las discusiones de todos los días, en los
personajes que todos conocíamos y veíamos y no sabíamos cómo tratar. Nos enseñó
a ver la vida desde la Religión, no dejarla a la Religión aparte para
sostenernos en ella en ciertas circunstancias, sino para transformar las cosas,
la experiencia, la vida de todos, la política... y hasta sentíamos una
sensación de la superioridad que da el catolicismo por pertenecer a los dueños
del mundo, a los herederos de Cristo, a los que llevan la verdad y la luz por
su misma naturaleza de cristianos”. Exactamente eso es lo que nos atrajo de
inmediato del Padre Castellani, cuando lo conocimos y nos atrapó su lectura, en
aquellas modestas ediciones de Dictio (quien esto escribe por entonces ni
siquiera era católico, y probablemente nuestro buen cura haya sido el primero o
segundo autor católico que haya leído, Deo gratias!).
Cuando apareció Castellani, hacía bastante
tiempo que la religión (esto es, el catolicismo) -a gusto de las élites
liberales que “organizaron” la nación en base a la Constitución yanqui, los
intereses ingleses y el laicismo masón francés- era una cosa “de mujeres”, algo
que para el hombre parecía medio vergonzante o que sólo se vivía con total
desenvoltura en la esfera privada. ¿No habla un tango de alguien cobardón que
confiesa que, para que su caída sea absoluta, “ya no me falta pa’ completar, más que ir a misa e
hincarme a rezar”? El “varón” era el compadrito suburbano que
encendía la cabeza juvenil de un Borges, el “doctor” que se aprovechaba de la
política mediante la “viveza criolla”, el que decía “yo anduve siempre en
amores, ¡qué me van a hablar de amor!”. “A llorar a la Iglesia”, se conminaba
al que tenía alguna queja que emitir. La religión era una cosa de mojigatos, o
de la “gente bien” que debía aparentar su buena conducta puertas afuera, era
una cláusula del contrato burgués. Los tiempos de los hirsutos caudillos, que
enarbolaban la bandera de “Religión o muerte” habían quedado en un pasado muy
remoto, en la época de la “barbarie” federal, en la “Edad Media del tirano
Rosas”. Sí, todo el mundo estaba bautizado, pero se era católico “de
cartelito”, inofensivamente, privadamente. Pero entonces apareció un personaje
fuera de serie, un cura fuera del molde: Leonardo Castellani, encabezando –sin
afán de liderazgo- toda una reacción católica y nacionalista que empezó con
mucho empuje, una generación de ilustres representantes de la Patria hispana,
católica, antiliberal, nacionalista, que comenzó en aquel tiempo (poco antes de
la irrupción de Castellani en la palestra) y se extendió durante al menos
cincuenta años de labor fecunda. He aquí algunos ilustres nombres: Ernesto
Palacio, Julio Irazusta, Rodolfo Irazusta, Ramón Doll, Carlos Ibarguren, Hugo
Wast, Bruno Jacovella, P. Julio Meinvielle, Jordán Bruno Genta, Héctor
Llambías, Enrique P. Osés, Juan Alfonso Carrizo, Francisco Luis Bernárdez,
Leopoldo Marechal, Fray Antonio Vallejo o.f.m., P. Juan R. Sepich, Ignacio B.
Anzoátegui, Walter Beveraggi Allende, Guido Soaje Ramos, Rubén Calderón
Bouchet, Alberto Falcionelli, P. Sánchez Abelenda, P. Octavio Derisi, P.
Virgilio Filippo, Federico Ibarguren, P. Aníbal Rottjer, Alberto Ezcurra
Medrano, Tomás Casares, Roque Raúl Aragón, Juan Carlos Goyeneche, Juan Carlos
P. Ballesteros, Ángel Miguel Salvat, Rafael Jijena Sánchez, Alberto Caturelli,
Carlos Sacheri, Ricardo Curutchet, Patricio Randle, Enrique Díaz Araujo, Aníbal
D’Angelo Rodríguez, Antonio Caponnetto, Víctor Eduardo Ordoñez, Santiago Roque
Alonso, y otros que ahora se nos escapan. Castellani produjo un sacudón para
afirmar y dar continuidad a esa corriente de pensamiento católico, y aunque la
patria “oficial” y la Iglesia “establecida” le dieran la espalda, la Argentina
profunda y real, contraria al evangelio masónico y democrático, supo
escucharlo. Lamentablemente la verdad expresada por los católicos no logró
penetrar en lo más hondo de una sociedad ya muy trabajada por el cáncer del
liberalismo, y luego por la abrumadora demagogia peronista, por el
sentimentalismo tanguero y del cine argentinos, y por supuesto, por la
educación “pública y laica”, o sea liberal-sarmientina y la universidad
marxistoide, que ya se había impuesto como reaseguro de hacer crecer
generaciones de tilingos y mariposones, de lánguidos oficinistas, de mediocres
y pusilánimes –eso sí, todos bautizados- que jamás discutirían si la patria era
para Cristo o para la Democracia. Algunos se animaban más y se volvían
comunistas de café (más tarde de bomba debajo de la mesa del café). En tanto
que el nacionalismo se fue diluyendo en la medida que influencias heterogéneas
desdibujaban el sentido cabal del combate por el reinado de Cristo. La política
separó a los católicos: los había maurrasianos, liberales, peronistas (y éstos
de derecha y de izquierda), antiperonistas, falangistas, fascistas, socialistas
nacionales, tradicionalistas (a lo De Maistre), carlistas, etc. El verdadero
combate del Reinado de Cristo apenas sería en cierta forma elaborado con la
obra más tarde del Padre Meinvielle y de Genta, en reacción al avance
anticatólico comunista. Castellani no se había adentrado demasiado en ese
terreno, por falta de una manera de pensar sistemática u orgánica
manifiestamente estructurada. La valiosa obra del Cardenal Pie, que había
desarrollado de forma excelente la doctrina católica de la Realeza de Cristo
(luego continuada en el pontificado de San Pío X), parece haber pasado bastante
desapercibida o desatendida entre nosotros. Así que faltó más difusión a todo
un cuerpo de doctrina común, para que no quedase todo en aprestos individuales
o capillismo inconducente (y claro, tampoco hubo un caudillo aglutinante, a lo
Maurras, mientras que del otro lado estaba el caudillo demagógico cuya sombra
penetraba hasta lo más recóndito de la patria). Por otra parte la Iglesia
jerárquica estaba lejos de escapar de la deletérea influencia liberal a la que
estuvo sometida desde los comienzos patrios; ninguno de los nombrados en el
listado anterior era obispo.
De manera tal que podemos decir con el
recordado Aníbal D´Ángelo Rodríguez, resumiendo lo anterior, lo siguiente: “Si
su obra literaria y filosófica sufre de una dispersión que él mismo se reprochó
–en el prólogo a «Las canciones de Militis», en su diálogo imaginario con San
Jerónimo–; su mérito esencial es haber forjado mentalmente a una generación
entera: la mía. Que esta generación –la famosa intermedia de los sociólogos– no
haya dado todos los frutos que pudieron esperarse, es cierto. Pero la
responsabilidad no es de Castellani. Como no es suya la culpa de que su obra no
haya alcanzado la madurez a la que pudo aspirar. Se le pueden aplicar las
palabras que él escribió sobre Lugones: «Si una parte de su vasta obra... está
tiznada de incurables defectos que la harán efímera, ello se explica en gran
proporción por las condiciones culturales de esta tierra, cortada hoy de su
tradición natural y en caótica “mutación” biológica...».
“Imperfecta, periodística, incompleta, es una
de las obras –la de Castellani– de mayor enjundia y de más vasta capacidad de
fructificar que se han producido en la Argentina del Siglo XX. Otros «juglares
del pensamiento» tienen más prensa y más premios internacionales pero son incapaces
de suscitar un modo coherente de pensar, inhábiles para alumbrar los ojos de
tantos argentinos como los que en Castellani encontraron la luz” (En «Revista
Cabildo», 2ª época – Año V, N°41 – marzo 1981).
Por su parte, Monseñor Marcel Lefebvre
apareció en el ruedo en medio del Concilio (el “super concilio Vaticano II”)
para rescatar la Tradición de la asfixia con que pretendía acabarla la tal
asamblea copada por los modernistas, y llevar así la Religión al campo de
batalla, contra la nueva política del “Diálogo interreligioso”. Cuando su
figura hizo irrupción pública, el liberalismo ya había ablandado al clero, la
iglesia cincuentista era una cosa femenil y pacifista que miraba las
estadísticas y los medios de prensa para reconocerse saludable y “apreciada”
por el mundo. El modelo del sacerdote lo daba Hollywood con las películas de
Bing Crosby (¡muy lejos de un Castellani o un Lefebvre, ciertamente!), un buen
administrador de su parroquia, organizador de la beneficencia y un simpático y
jovial hombre de mundo que estaba dispuesto a dialogar con éste. Del otro lado,
aparecía el balbuceante cura de película francesa, atormentado por las dudas
existenciales que hacían tambalear su tenebroso ministerio. Con Lefebvre el
sacerdote volvió a tener el lugar que le correspondía. El combate por el
Reinado de Cristo en las sociedades se renovó y nos enseñó a ver toda la vida
alrededor de esta consigna, la misma de San Pío X: “Instaurare
Omnia in Christo” (que el santo papa
había tomado del antes mencionado cardenal Pie). Inevitablemente tenía que
chocar con los neo- fariseos de Roma (de la nueva Roma, no de la Roma eterna).
Lefebvre, así como Castellani, resultó chocante para la burocracia eclesial
decidida a seguir la corriente impetuosa del mundo salido del triunfo aliado,
en la Segunda Guerra mundial.
Castellani
“veía pasar la vida desde la Verdad”, como decía el autor citado. Lefebvre
también. Y desde la Verdad vivían la vida, la auténtica vida que merece
vivirse. Había que “pensar la Iglesia” y “pensar la Patria”, pero a partir de
la herencia recibida, la Tradición. Luego, entregar lo contemplado y transmitir
lo recibido.
Pero no vamos a emprender en esta obra el
elogio de Castellani y Lefebvre, porque ya se han escrito
excelentes cosas tanto sobre uno como sobre otro (aquí un elogio de Castellani
de los mejores, por Calderón Bouchet: “Un autor sano, el más sano de los
escritores argentinos, con una salud auténtica y armoniosa y al mismo tiempo
original, lleno de esa franqueza varonil que hace que la más pura doctrina de
la Iglesia, al transitar los senderos de su espíritu, nos llegue perfumada con
el aroma de los campos santafecinos, tan bien recordados en sus nostalgias
camperas y tan presentes siempre en la ancha generosidad de su límpida mirada”). De
manera tal que este libro no es en sí un encomio, aunque incluye los elogios
necesarios y merecidos para estos dos grandes maestros a los que tanto debemos
agradecerles. Vaya pues nuestro pequeño homenaje. Y si ya hemos dedicado entre
otros a Mons. Lefebvre y al Padre Castellani nuestro reciente libro “Fátima y
Rusia”, es debido a que los comprendemos figuras indispensables en el combate
por Cristo Rey y por la Iglesia, testigos insobornables de la verdad.