Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

martes, 5 de septiembre de 2023

CASTELLANI Y LEFEBVRE

 


PRÓLOGO ARGENTINO

(Prólogo al libro “Castellani y Lefebvre”, fragmento)

 

  

Por FLAVIO MATEOS

 

“El llevó la Religión a la vida, -decía Roque Raúl Aragón, acerca del Padre Castellani-, la metió en la vida, la metió en la política, en la vida diaria, en las discusiones de todos los días, en los personajes que todos conocíamos y veíamos y no sabíamos cómo tratar. Nos enseñó a ver la vida desde la Religión, no dejarla a la Religión aparte para sostenernos en ella en ciertas circunstancias, sino para transformar las cosas, la experiencia, la vida de todos, la política... y hasta sentíamos una sensación de la superioridad que da el catolicismo por pertenecer a los dueños del mundo, a los herederos de Cristo, a los que llevan la verdad y la luz por su misma naturaleza de cristianos”. Exactamente eso es lo que nos atrajo de inmediato del Padre Castellani, cuando lo conocimos y nos atrapó su lectura, en aquellas modestas ediciones de Dictio (quien esto escribe por entonces ni siquiera era católico, y probablemente nuestro buen cura haya sido el primero o segundo autor católico que haya leído, Deo gratias!).

Cuando apareció Castellani, hacía bastante tiempo que la religión (esto es, el catolicismo) -a gusto de las élites liberales que “organizaron” la nación en base a la Constitución yanqui, los intereses ingleses y el laicismo masón francés- era una cosa “de mujeres”, algo que para el hombre parecía medio vergonzante o que sólo se vivía con total desenvoltura en la esfera privada. ¿No habla un tango de alguien cobardón que confiesa que, para que su caída sea absoluta, “ya no me falta pa’ completar, más que ir a misa e hincarme a rezar? El “varón” era el compadrito suburbano que encendía la cabeza juvenil de un Borges, el “doctor” que se aprovechaba de la política mediante la “viveza criolla”, el que decía “yo anduve siempre en amores, ¡qué me van a hablar de amor!”. “A llorar a la Iglesia”, se conminaba al que tenía alguna queja que emitir. La religión era una cosa de mojigatos, o de la “gente bien” que debía aparentar su buena conducta puertas afuera, era una cláusula del contrato burgués. Los tiempos de los hirsutos caudillos, que enarbolaban la bandera de “Religión o muerte” habían quedado en un pasado muy remoto, en la época de la “barbarie” federal, en la “Edad Media del tirano Rosas”. Sí, todo el mundo estaba bautizado, pero se era católico “de cartelito”, inofensivamente, privadamente. Pero entonces apareció un personaje fuera de serie, un cura fuera del molde: Leonardo Castellani, encabezando –sin afán de liderazgo- toda una reacción católica y nacionalista que empezó con mucho empuje, una generación de ilustres representantes de la Patria hispana, católica, antiliberal, nacionalista, que comenzó en aquel tiempo (poco antes de la irrupción de Castellani en la palestra) y se extendió durante al menos cincuenta años de labor fecunda. He aquí algunos ilustres nombres: Ernesto Palacio, Julio Irazusta, Rodolfo Irazusta, Ramón Doll, Carlos Ibarguren, Hugo Wast, Bruno Jacovella, P. Julio Meinvielle, Jordán Bruno Genta, Héctor Llambías, Enrique P. Osés, Juan Alfonso Carrizo, Francisco Luis Bernárdez, Leopoldo Marechal, Fray Antonio Vallejo o.f.m., P. Juan R. Sepich, Ignacio B. Anzoátegui, Walter Beveraggi Allende, Guido Soaje Ramos, Rubén Calderón Bouchet, Alberto Falcionelli, P. Sánchez Abelenda, P. Octavio Derisi, P. Virgilio Filippo, Federico Ibarguren, P. Aníbal Rottjer, Alberto Ezcurra Medrano, Tomás Casares, Roque Raúl Aragón, Juan Carlos Goyeneche, Juan Carlos P. Ballesteros, Ángel Miguel Salvat, Rafael Jijena Sánchez, Alberto Caturelli, Carlos Sacheri, Ricardo Curutchet, Patricio Randle, Enrique Díaz Araujo, Aníbal D’Angelo Rodríguez, Antonio Caponnetto, Víctor Eduardo Ordoñez, Santiago Roque Alonso, y otros que ahora se nos escapan. Castellani produjo un sacudón para afirmar y dar continuidad a esa corriente de pensamiento católico, y aunque la patria “oficial” y la Iglesia “establecida” le dieran la espalda, la Argentina profunda y real, contraria al evangelio masónico y democrático, supo escucharlo. Lamentablemente la verdad expresada por los católicos no logró penetrar en lo más hondo de una sociedad ya muy trabajada por el cáncer del liberalismo, y luego por la abrumadora demagogia peronista, por el sentimentalismo tanguero y del cine argentinos, y por supuesto, por la educación “pública y laica”, o sea liberal-sarmientina y la universidad marxistoide, que ya se había impuesto como reaseguro de hacer crecer generaciones de tilingos y mariposones, de lánguidos oficinistas, de mediocres y pusilánimes –eso sí, todos bautizados- que jamás discutirían si la patria era para Cristo o para la Democracia. Algunos se animaban más y se volvían comunistas de café (más tarde de bomba debajo de la mesa del café). En tanto que el nacionalismo se fue diluyendo en la medida que influencias heterogéneas desdibujaban el sentido cabal del combate por el reinado de Cristo. La política separó a los católicos: los había maurrasianos, liberales, peronistas (y éstos de derecha y de izquierda), antiperonistas, falangistas, fascistas, socialistas nacionales, tradicionalistas (a lo De Maistre), carlistas, etc. El verdadero combate del Reinado de Cristo apenas sería en cierta forma elaborado con la obra más tarde del Padre Meinvielle y de Genta, en reacción al avance anticatólico comunista. Castellani no se había adentrado demasiado en ese terreno, por falta de una manera de pensar sistemática u orgánica manifiestamente estructurada. La valiosa obra del Cardenal Pie, que había desarrollado de forma excelente la doctrina católica de la Realeza de Cristo (luego continuada en el pontificado de San Pío X), parece haber pasado bastante desapercibida o desatendida entre nosotros. Así que faltó más difusión a todo un cuerpo de doctrina común, para que no quedase todo en aprestos individuales o capillismo inconducente (y claro, tampoco hubo un caudillo aglutinante, a lo Maurras, mientras que del otro lado estaba el caudillo demagógico cuya sombra penetraba hasta lo más recóndito de la patria). Por otra parte la Iglesia jerárquica estaba lejos de escapar de la deletérea influencia liberal a la que estuvo sometida desde los comienzos patrios; ninguno de los nombrados en el listado anterior era obispo. 

De manera tal que podemos decir con el recordado Aníbal D´Ángelo Rodríguez, resumiendo lo anterior, lo siguiente: “Si su obra literaria y filosófica sufre de una dispersión que él mismo se reprochó –en el prólogo a «Las canciones de Militis», en su diálogo imaginario con San Jerónimo–; su mérito esencial es haber forjado mentalmente a una generación entera: la mía. Que esta generación –la famosa intermedia de los sociólogos– no haya dado todos los frutos que pudieron esperarse, es cierto. Pero la responsabilidad no es de Castellani. Como no es suya la culpa de que su obra no haya alcanzado la madurez a la que pudo aspirar. Se le pueden aplicar las palabras que él escribió sobre Lugones: «Si una parte de su vasta obra... está tiznada de incurables defectos que la harán efímera, ello se explica en gran proporción por las condiciones culturales de esta tierra, cortada hoy de su tradición natural y en caótica “mutación” biológica...».

“Imperfecta, periodística, incompleta, es una de las obras –la de Castellani– de mayor enjundia y de más vasta capacidad de fructificar que se han producido en la Argentina del Siglo XX. Otros «juglares del pensamiento» tienen más prensa y más premios internacionales pero son incapaces de suscitar un modo coherente de pensar, inhábiles para alumbrar los ojos de tantos argentinos como los que en Castellani encontraron la luz” (En «Revista Cabildo», 2ª época – Año V, N°41 – marzo 1981).

Por su parte, Monseñor Marcel Lefebvre apareció en el ruedo en medio del Concilio (el “super concilio Vaticano II”) para rescatar la Tradición de la asfixia con que pretendía acabarla la tal asamblea copada por los modernistas, y llevar así la Religión al campo de batalla, contra la nueva política del “Diálogo interreligioso”. Cuando su figura hizo irrupción pública, el liberalismo ya había ablandado al clero, la iglesia cincuentista era una cosa femenil y pacifista que miraba las estadísticas y los medios de prensa para reconocerse saludable y “apreciada” por el mundo. El modelo del sacerdote lo daba Hollywood con las películas de Bing Crosby (¡muy lejos de un Castellani o un Lefebvre, ciertamente!), un buen administrador de su parroquia, organizador de la beneficencia y un simpático y jovial hombre de mundo que estaba dispuesto a dialogar con éste. Del otro lado, aparecía el balbuceante cura de película francesa, atormentado por las dudas existenciales que hacían tambalear su tenebroso ministerio. Con Lefebvre el sacerdote volvió a tener el lugar que le correspondía. El combate por el Reinado de Cristo en las sociedades se renovó y nos enseñó a ver toda la vida alrededor de esta consigna, la misma de San Pío X: “Instaurare Omnia in Christo” (que el santo papa había tomado del antes mencionado cardenal Pie). Inevitablemente tenía que chocar con los neo- fariseos de Roma (de la nueva Roma, no de la Roma eterna). Lefebvre, así como Castellani, resultó chocante para la burocracia eclesial decidida a seguir la corriente impetuosa del mundo salido del triunfo aliado, en la Segunda Guerra mundial.

Castellani “veía pasar la vida desde la Verdad”, como decía el autor citado. Lefebvre también. Y desde la Verdad vivían la vida, la auténtica vida que merece vivirse. Había que “pensar la Iglesia” y “pensar la Patria”, pero a partir de la herencia recibida, la Tradición. Luego, entregar lo contemplado y transmitir lo recibido.

Pero no vamos a emprender en esta obra el elogio de Castellani y Lefebvre, porque ya se han escrito excelentes cosas tanto sobre uno como sobre otro (aquí un elogio de Castellani de los mejores, por Calderón Bouchet: “Un autor sano, el más sano de los escritores argentinos, con una salud auténtica y armoniosa y al mismo tiempo original, lleno de esa franqueza varonil que hace que la más pura doctrina de la Iglesia, al transitar los senderos de su espíritu, nos llegue perfumada con el aroma de los campos santafecinos, tan bien recordados en sus nostalgias camperas y tan presentes siempre en la ancha generosidad de su límpida mirada”). De manera tal que este libro no es en sí un encomio, aunque incluye los elogios necesarios y merecidos para estos dos grandes maestros a los que tanto debemos agradecerles. Vaya pues nuestro pequeño homenaje. Y si ya hemos dedicado entre otros a Mons. Lefebvre y al Padre Castellani nuestro reciente libro “Fátima y Rusia”, es debido a que los comprendemos figuras indispensables en el combate por Cristo Rey y por la Iglesia, testigos insobornables de la verdad.

   

UN LIBRO PARA ESTE TIEMPO

  “Fátima y Rusia”, por Flavio Mateos. Disponible en todo el mundo a través de Amazon y Mercado Libre.   Tomo I - 438 páginas ·     ...