“Y ante el estupor que pueda causar a
los partidarios de la hermenéutica
de la continuidad concebida por Benedicto XVI, sostengo que
Bergoglio ha tenido por una vez más razón que un santo al considerar la Misa
Tridentina un peligro intolerable para el Concilio, dado que es una Misa tan
católica que niega toda tentativa de convivencia pacífica entre las dos formas
del Rito Romano.
[…]
los redactores de Traditionis
custodes saben de sobra que el Novus Ordo es la expresión cultual
de otra religión -la de la iglesia conciliar-, distinta de la religión de la
Iglesia Católica, cuya perfecta traducción orante es la Misa de San Pío V.
[…] la
batalla que se libra es la diferencia ontológica entre el concepto teocéntrico
de la Misa Tridentina y el antropocéntrico de su adulteración conciliar”.
23/01/2023
Et
brachia ex eo stabunt, et
polluent sanctuarium fortitudinis, et auferent juge sacrificium: et
dabunt abominationem in esolationem. Dan 11, 31
Sigo
con interés el debate sobre Traditionis custodes y el comentario en el que
Dom Alcuin Reid (aquí) presenta una réplica a Cavadini,
Healy y Weinandy sin llegar a una solución a los problemas tratados. Mediante
la siguiente aportación me propongo señalar una posible salida a la actual
crisis.
Al no ser un concilio dogmático, el Vaticano II no ha querido definir ninguna verdad doctrinal, y se ha limitado a recalcar de forma indirecta -y por otra parte bastante equívoca- doctrinas que ya habían sido definidas con claridad y de modo inequívoco por la autoridad infalible del Magisterio. Indebidamente y de manera forzada se ha considerado el Concilio por antonomasia, el superdogma de la nueva Iglesia conciliar, hasta el punto de definirla en relación con dicho evento. En los textos conciliares no se halla la menor mención explícita de lo que se hizo más tarde en el terreno litúrgico, que se hace pasar como implementación de la constitución Sacrosanctum Concilium, mientras que abundan las críticas a la supuesta reforma, que supone una traición a la voluntad de los padres conciliares y el legado litúrgico preconciliar.
Para
empezar, debemos preguntarnos qué valor se debe atribuir a un acto que, más
allá de sus preámbulos oficiales -es decir, en los esquemas
preparatorios, larga y minuciosamente formulados por el Santo Oficio-, ha
demostrado ser subversivo por sus intenciones inconfesables y doloso en cuanto
a los medios empleados por quienes -como más tarde sucedió- quisieron
utilizarlo con una finalidad totalmente contraria a aquella para la que la
Iglesia ha instituido los concilios ecuménicos. Esta introducción es
indispensable para valorar objetivamente los hechos y actos de gobierno de la
Iglesia que derivaron de él o aluden a él.
Me
explico: sabemos una ley se promulga sobre la base de una mentalidad bien
precisa que no puede prescindir de la totalidad del sistema jurídico en cuyo ámbito
nace. Este es el cimiento fundamental del derecho que la sabiduría de la
Iglesia tomó del Imperio Romano. El legislador promulga una ley con una
finalidad determinada, y la formula de manera que no haya la menor ambigüedad
en dicha ley con respecto a sus destinatarios, su finalidad y sus
consecuencias. Poner en marcha un concilio ecuménico supone convocar
solemnemente a los prelados de la Iglesia, bajo la autoridad del Romano
Pontífice, al objeto de definir aspectos particulares de la doctrina, la moral,
la liturgia o la disciplina eclesiástica. En todo caso, lo que se defina en un
concilio no debe apartarse de los límites de la Tradición ni puede en modo
alguno contradecir el Magisterio inmutable. De lo contrario se opondría a la
finalidad que legitima la autoridad de la Iglesia. Y lo mismo se puede decir
del Papa: únicamente posee potestad plena, inmediata y directa sobre la Iglesia
dentro de los límites de la misión que se le ha encomendado: confirmar a los
hermanos en la Fe y apacentar los corderos y las ovejas de la grey que le ha
confiado el Señor.
Hasta
el Concilio Vaticano II, jamás se dio en la historia de la Iglesia que un
concilio pudiera anular de facto los concilios que lo
precedieron, ni que un concilio pastoral -en esto el Vaticano II fue una
auténtica excepción- tuviera una autoridad superior a la de veinte concilios
dogmáticos. Y sin embargo sucedió, ante el silencio de la mayor parte del
episcopado y la aprobación de nada menos que cinco romanos pontífices, desde
Juan XXIII a Benedicto XVI. A lo largo de estos cincuenta años de revolución
permanente, ningún papa ha puesto en duda el magisterio del
Concilio Vaticano II, ni mucho menos se ha atrevido a condenar las tesis
heréticas o a precisar las que eran ambiguas. Al contrario: a partir de Pablo
VI, todos los pontífices han hecho que sus respectivos pontificados giren en
torno al Concilio y a su puesta en práctica, subordinando y vinculando su
autoridad apostólica a los dictados conciliares. Se han distinguido por
distanciarse de sus predecesores y por una destacada autorreferencialidad,
desde Roncalli hasta Bergoglio: su magisterio se inicia con el
Concilio y de ahí no pasa, mientras que sus sucesores canonizan a sus
predecesores por el mero hecho de haber iniciado, concluido o aplicado el
Concilio. El propio lenguaje teológico se ha adaptado a la ambigüedad de los
textos conciliares, llegando al punto de dar por definidas doctrinas que antes
del Concilio se consideraban herejías. Por ejemplo, la laicidad del Estado, que
actualmente se da por hecho y se considera un logro y laudable; el
ecumenismo irenista de Asís y Astaná; o el parlamentarismo de las comisiones,
el sínodo de los obispos o el camino sinodal de la Iglesia
alemana.
Todo
esto obedece a un postulado que casi todos dan por hecho: que el Concilio
Vaticano II tiene potestad para arrogarse la autoridad de un concilio ecuménico
ante la cual deban los fieles suspender todo juicio y doblegarse humildemente a
la voluntad de Cristo, expresada infaliblemente por sus sagrados pastores, aunque
sea de forma pastoral y no dogmática. Y no es así, porque los
sagrados pastores pueden ser engañados cayendo en la trampa de una tremenda
conspiración que quiso servirse de un concilio para lograr sus fines.
Lo mismo que sucedió a escala mundial
con el Concilio se dio también a nivel local con el Sínodo de Pistoya en 1786,
en el que la autoridad del obispo Escipión de Ricci -que la podía ejercer
legítimamente convocando un sínodo diocesano- fue declarada nula por Pío VI
porque había hecho uso de ella cometiendo fraude de ley. O sea, contra la razón
que preside y orienta toda ley de la Iglesia[1]: porque la autoridad
de la Iglesia corresponde a Nuestro Señor, que es Cabeza de ella, y la concede
por delegación a San Pedro y sus sucesores legítimos dentro de los límites
exclusivos de la Sagrada Tradición.
No es temerario por tanto suponer que una camarilla de herejes pudiera
organizar un auténtico golpe de estado eclesial con miras a imponer la
revolución que con métodos análogos organizó la Masonería en 1789 contra la
monarquía francesa, y que el cardenal Suenens celebró como algo realizado
por el Concilio. Tampoco contradice la infaltable asistencia divina de
Cristo a su Iglesia: el non prevalebunt no nos promete la
ausencia de conflictos, persecuciones y apostasías; lo que nos garantiza es que
en la tempestuosa batalla de las portae inferi contra la
Esposa del Cordero no conseguirán acabar con la Iglesia de Cristo. La
Iglesia no será derrotada mientras se siga siendo como su Eterno Pontífice le
mandó que fuera. Es más, la especial asistencia del Espíritu Santo a la
infalibilidad pontificia no se discute cuando el Papa no tiene la menor
intención de hacer uso de ella, como cuando aprueba los actos de un
concilio pastoral. En consecuencia, es posible teóricamente que se sirva de un
concilio de modo subversivo y engañoso; también porque los falsos cristos y
falsos profetas de los que hablan las Sagradas Escrituras (Mc.13,22) podrían
engañar a los propios elegidos, entre ellos a buena parte de los padres conciliares,
y junto con ellos a innumerables clérigos y fieles.
Así pues, si como es evidente se hizo
un uso fraudulento de la autoridad del Concilio para imponer doctrinas
heterodoxas y ritos protestantizados, podemos esperar que tarde o temprano
vuelva a la Silla de San Pedro un pontífice santo y ortodoxo que resuelva esta
situación declarándolo ilegítimo, nulo e írrito, como el conciliábulo de
Pistoya. Y si la liturgia
reformada expresa los errores doctrinales y la impostura eclesiológica que el
Concilio contenía en germen, y sus artífices no quisieron hacer patentes el
pleno alcance de su devastación hasta después de que fuera promulgado, no hay
motivo pastoral alguno para que, como afirmaba Dom Alcuin Reid, se justifique
la continuación de ese rito espurio, equívoco, favens hæresim y
desastroso a más no poder en sus efectos sobre el santo pueblo de Dios. El
Novus Ordo no amerita, pues, la menor corrección, ninguna reforma de la
reforma, sino la plena derogación y eliminación, en vista de su
incurable heterogeneidad en la liturgia, con el Rito Romano del que
presuntamente se supone que es única expresión, y con respecto a la doctrina
inmutable de la Iglesia. Dice Dom
Alcuin que hay que refutar la mentira, como insiste San Pablo, pero que hay que
salvar a quien ha caído en su propia trampa, no dejar que se pierda. Sí, claro,
pero no en detrimento de la Verdad y de la honra que se debe a la Santísima
Trinidad en el acto supremo del culto. Porque al conceder un peso excesivo a la
pastoralidad se termina por poner al hombre en el centro de la acción sagrada,
que es por el contrario el lugar que éste debe darle a Dios postrado ante Él en
adorante silencio.
Y ante el estupor que pueda causar a
los partidarios de la hermenéutica de la continuidad concebida
por Benedicto XVI, sostengo que Bergoglio ha tenido por una vez más razón que
un santo al considerar la Misa Tridentina un peligro intolerable para el
Concilio, dado que es una Misa tan católica que niega toda tentativa de
convivencia pacífica entre las dos formas del Rito Romano. Más
aún, es absurdo concebir una forma ordinaria montiniana y
otra extraordinaria tridentina en un rito que, como tal, tiene
que representar la única voz de la Iglesia de Roma –una voce dicentes-,
con la limitadísima excepción de los ritos venerables por su antigüedad como el
ambrosiano, el lionés, el mozárabe y las mínimas variantes del rito dominico y
otros por el estilo. Repito:
los redactores de Traditionis
custodes saben de sobra que el Novus Ordo es la expresión cultual de
otra religión -la de la iglesia conciliar-, distinta de la religión de la
Iglesia Católica, cuya perfecta traducción orante es la Misa de San Pío V. Bergoglio no tiene el menor deseo de
resolver el desacuerdo entre el bando de la Tradición y el del Concilio. Todo
lo contrario: la idea de provocar una ruptura viene bien para expulsar a los
católicos tradicionales, ya sean sacerdotes o laicos, de la iglesia conciliar
que ha sustituido a la Iglesia Católica y de la cual sólo conserva el nombre (y
aun así de mala gana). El cisma que desean en Santa Marta no es el herético
del camino sinodal de las diócesis alemanas, sino el de los
católicos tradicionales exasperados por las provocaciones de Bergoglio, los
escándalos de su corte, y sus declaraciones inoportunas y divisivas (aquí y aquí). Para ello, Bergoglio no vacilará en
llevar a sus máximas consecuencias los principios del Concilio a los que se
adhiere incondicionalmente: considerar el Novus Ordo la única forma del Rito
Romano postconciliar y, coherente con ello, abrogar toda celebración del Rito
Romano antiguo por ser totalmente ajena al sistema del Concilio.
Es,
además, innegable, por encima de toda refutación, que no hay posibilidad de
reconciliación entre dos conceptos eclesiológicos heterogéneos, mejor dicho
contrarios. O sobrevive una de las dos y la otra desaparece, o desaparece una y
sobrevive la otra. La convivencia entre Vetus y Novus Ordo es una quimera,
un imposible, algo artificioso y engañoso. Porque lo que el celebrante realiza
perfectamente en la Misa apostólica hace que de forma natural e infalible haga
lo que desea la Iglesia; en cambio, lo que hace en la Misa reformada el
presidente de la asamblea está casi siempre contaminado con variaciones
autorizadas del propio rito, aunque en él se realice de forma válida el Santo
Sacrificio. Pues bien: precisamente en ello consiste la Misa nueva: su fluidez,
su capacidad de adaptarse a las exigencias de las más variopintas asambleas, de
que lo mismo la pueda celebrar un sacerdote que cree en la Transustanciación y
lo manifiesta con las genuflexiones prescritas que uno que cree en la transignificación y
da de comulgar a los fieles en la mano.
No
me extrañaría que un futuro muy cercano el que está abusando de la autoridad
apostólica para demoler la Santa Iglesia y provocar el éxodo masivo de los
católicos preconciliares no se conformara con poner límites a
la celebración de la Misa de siempre, sino que llegase a prohibirla del todo,
porque en una prohibición semejante se compendia el odio sectario contra la
Verdad, el Bien y la Belleza que inspira la conjura modernista desde la
primera sesión de su ídolo, el Concilio. No olvidemos que, en perfecta
consonancia con esta impostura fanática y tiránica, la Misa Tridentina fue
descaradamente abrogada con la promulgación del Misal Romano de Pablo VI,
y que todos los que siguieron celebrándola fueron, sin exagerar, perseguidos,
excluidos, los hicieron morir de pena para luego sepultarlos con el rito
moderno, como para sellar una miserable victoria sobre un pasado que había que
olvidar definitivamente. En aquel tiempo a nadie le interesaban los motivos
pastorales para derogarlo con todo el rigor del derecho canónico, del mismo
modo que a nadie le importan actualmente las razones pastorales que pudieron
inducir a tantos obispos a permitir la celebración del rito tradicional por la
que sacerdotes y fieles manifiestan un afecto particular.
El
intento conciliador de Benedicto XVI, loable por los efectos temporales de su
autorización del usus antiquor, estaba abocado al fracaso
precisamente porque era fruto de la utopía de poder aplicar la síntesis
de Summorum Pontificum a la tesis tridentina y la antítesis de
Bugnini. Semejante concepto filosófico, influenciado por el pensamiento de
Hegel, no era viable por la propia naturaleza de la Iglesia (y de la Misa), que
o es católica o no es. No puede estar al mismo tiempo firmemente anclada en la
Tradición y azotada por las olas de una mentalidad secularizada.
Por
ese motivo, me causa gran desazón leer que el P. Reid considere la Misa de los
Apóstoles «expresión de la legítima pluralidad que es parte de la Iglesia
de Cristo», porque la pluralidad de las voces se expresa en una sinfonía
integradora, y no en la presencia simultánea de la armonía y del estruendo.
Aquí tenemos un equívoco que hay que aclarar cuanto antes, y que con toda
probabilidad quedará resuelto, no tanto por el tímido y sereno desacuerdo de
quienes piden tolerancia para ellos mientras se la reconocen también a los que
reivindican principios totalmente contrarios, sino por la acción intolerante y
vejatoria de quienes creen que podrán imponer su propia voluntad yendo a
contramano de la voluntad de Cristo, Jefe de la Iglesia, mientras presumen de
que pueden gobernar el Cuerpo Místico a la manera de una multinacional, como
acertadamente ha puesto de manifiesto el cardenal Müller en una intervención
reciente.
A
pesar de ello, bien pensado, lo que actualmente sucede y lo que pasará en un
futuro cercano no son otra cosa que la consecuencia lógica de los cimientos que
se echaron en otro tiempo, la siguiente etapa en una larga serie de pasos
más o menos lentos ante los que muchos han callado, aceptado y sufrido
chantajes. Porque quien celebra
habitualmente la Misa Tridentina pero sigue celebrando ocasionalmente el Novus
Ordo -y no me refiero a los sacerdotes que han sido chantajeados, sino a los
que podían imponerse o tenían libertad para escoger- ha cedido ya en sus
convicciones y acepta la posibilidad de celebrar indistintamente uno u otro
rito. Como si fueran equivalentes,
como si fueran nada menos que la forma extraordinaria y la ordinaria de un
mismo rito. ¿Acaso no es lo mismo que, con métodos análogos, ha sucedido en
el ámbito civil, con la imposición de restricciones y la vulneración de
derechos fundamentales, aceptados en silencio por la mayoría de la población,
aterrorizada por el peligro de una pandemia? También en esas mismas
circunstancias, con motivos distintos pero un mismo objetivo, se ha chantajeado
a la ciudadanía: «Si no se vacunan no podrán trabajar, viajar o comer en
un restaurante». ¿Cuántos, aun sabiendo que se trataba de un abuso de autoridad,
obedecieron? ¿Les parece que las técnicas de manipulación de la opinión pública
son muy diferentes, cuando quienes los emplean provienen del mismo bando
enemigo y son guiados por la Serpiente misma? ¿Piensan que el plan del Gran Reinicio,
ideado por el Foro Económico Mundial de Klaus Schwab, tiene objetivos
diferentes de los que se ha fijado la secta bergogliana? En este caso el chantaje no es
sanitario, sino doctrinal, y exigirá que se acepte exclusivamente el Concilio y
el Novus Ordo Missae para que se puedan ejercer derechos en la iglesia
conciliar. Los tradicionalistas serán tildados de fanáticos como los que no se
quisieron vacunar.
Cuando
Roma prohíba la celebración de la Misa Tradicional en todas las iglesias del
mundo; cuando crean que pueden servir a dos señores -la Iglesia de Cristo y la
conciliar-, descubrirán que han sido engañados, como ya lo fueron en su día los
padres conciliares. Entonces se verán obligados a tomar la decisión que
creyeron que podrían evitar, y los obligará a desobedecer una orden ilícita
para poder obedecer al Señor, o doblegarse a la voluntad del tirano faltando a
sus deberes como ministros de Dios. Piénselo bien al hacer examen de conciencia
todos los que evitaron apoyar a los pocos, poquísimos hermanos fieles a sus
obligaciones sacerdotales que fueron señalados como desobedientes e
intransigentes porque se vieron venir el engaño y el chantaje.
No
se trata de disfrazar la Misa montiniana de la Misa de antes, tratando de
disimular con paramentos y cantos gregorianos la hipocresía farisaica que la
concibió. No es cuestión de suprimir la Oración Eucarística II ni de
celebrar ad orientem; la
batalla que se libra es la diferencia ontológica entre el concepto teocéntrico
de la Misa Tridentina y el antropocéntrico de su adulteración conciliar.
No
es ni más ni menos que el combate entre Cristo y Satanás. Una batalla por la
Misa, que es el corazón de nuestra Fe, el trono en el que viene a sentarse el
divino Rey eucarístico, el Calvario en el que se renueva en forma incruenta la
inmolación del Cordero inmaculado. No es una cena, ni un concierto, ni una
exhibición de excentricidades, ni un púlpito para herejes ni una tribuna para
candidatos a una elección.
Una
batalla en la que aumentarán los refuerzos espiritualmente en la clandestinidad
para el clero fiel a Cristo, considerado cismático y excomulgado, mientras que
en los templos adictos al rito reformado se imponen la infidelidad, el error y
la hipocresía.
Es ausencia: ausencia de Dios, ausencia de sacerdotes santos, ausencia de
buenos fieles. La ausencia –lo dije en la homilía sobre la Cátedra de San Pedro
(aquí)-
de unidad entre la Cátedra y el Altar, entre la autoridad sagrada de los
pastores y su propia razón de ser, siguiendo el modelo de Cristo, dispuestos a
ser los primeros en el Gólgota, a inmolarse por el rebaño. Quien rechaza
este concepto místico del sacerdocio termina por ejercer una autoridad sin la
aprobación que sólo viene del Altar, del Sacrificio, de la Cruz; de Cristo, que
reina en esa Cruz como Soberano, Rey y Pontífice, así como sobre los soberanos
temporales y espirituales.
Si es eso lo que se propone Bergoglio
para manifestar su poder tiránico ante el estruendoso silencio del Colegio
Cardenalicio y el Episcopado, sepa que se topará con la oposición firme y
decidida de numerosas almas buenas dispuestas a combatir por amor al Señor y
por la salvación de su alma, resueltas a no ceder en un momento tan tremendo
para el destino de la Iglesia y el mundo; combatir a quienes desean suprimir el
Sacrificio perpetuo, como para acelerar la ascensión del Anticristo a la
cima del Nuevo Orden Mundial.
No tardaremos en entender las tremendas palabras del Evangelio (Mt. 24, 15) con
las que el Señor habla de la abominación desoladora instalada en el templo: el
abominable horror de que nos prohíban el tesoro de la Misa, de ver el despojo
de nuestros altares, nuestras iglesias clausuradas y nuestras funciones
obligadas a pasar a la clandestinidad. Esa será la abominación desoladora: el
fin de la Santa Misa apostólica.
El
21 de enero del año 304, cuando Inés, de 13 años, padeció el martirio, muchos
fieles y sacerdotes habían apostatado de la Fe con la persecución de
Diocleciano. ¿Temeremos nosotros también que la secta conciliar nos condene al
ostracismo, cuando una niña nos dio ejemplo de fidelidad y fortaleza ante el
verdugo? Su fidelidad heroica fue elogiada por San Ambrosio y San Dámaso; hagámonos
nosotros dignos, por indignísimos que seamos, del elogio futuro de la Iglesia
mientras nos aprestamos para las pruebas en que daremos testimonio de que somos
de Cristo.
21
de enero de 2023
Sanctæ
Agnetis Virginis et Martyris
[1]Tres
años antes de la Revolución Francesa, el Sínodo de Pistoya formuló algunas
doctrinas heréticas que anticipaban significativamente los errores modernistas
del Concilio Vaticano II: aversión a las devociones piadosas, insinuación de
que la doctrina sobre la Gracia y la predestinación debía recuperar la pureza
de la antigüedad por haberse entendido mal durante siglos; adopción de la
lengua vulgar en la liturgia y rezo en voz alta de muchas oraciones; supresión
de los altares laterales, de la colocación de reliquias y flores en los altares
y de imágenes de santos no mencionados en las Sagradas Escrituras; dudas sobre
la licitud de misas en las que los fieles no dan la comunión, o empleo de
palabras inapropiadas para definir la Consagración. A tales errores, Pío VI
respondió: «No permanezca nunca silenciosa la voz de San Pedro en la Cátedra en
que vive y preside por siempre, ofreciendo la verdad de la Fe a quienes la
buscan» (San Crisólogo, Carta a Eutiquio).
Fuente: