El Concilio
y el modernismo
Le Sel de la terre n° 60, Printemps
2007, p. 1-7.
En su discurso de apertura del Concilio, el papa
Juan XXIII afirmaba que la Iglesia debía proceder a actualizaciones oportunas (opportuni
aggiornamenti [1]).
Una enseñanza de la Iglesia que convenía actualizar
era la del modernismo.
Se sabe que el papa san Pío X había condenado solemnemente este «compendio de
todas las herejías» en su encíclica Pascendi dominici gregis, de la cual
celebramos este año el centenario (8 de septiembre de 1907).
Era necesario, pues, que el Concilio revisara esta enseñanza, porque, nos dice
todavía el papa Juan XXIII en el mismo discurso:
Hoy, la
Esposa de Cristo prefiere recurrir al remedio de la misericordia, más que
blandir las armas de la severidad. Ella estima que, más que condenar, responde
mejor a las necesidades de nuestra época poniendo más en valor las riquezas de
su doctrina.
El cardenal Ratzinger – convertido desde entonces
en el papa Benedicto XVI – confirma expresamente que era necesario revisar «las
decisiones antimodernistas del inicio de este siglo»:
En tanto que
grito de alarma delante de las adaptaciones apresuradas y superficiales, ellas
permanecen plenamente justificadas; una personalidad como Johann Baptist Metz
ha dicho, por ejemplo, que las decisiones antimodernistas de la Iglesia le han
rendido el gran servicio de preservarla de hundirse en el mundo liberal-burgués.
Pero en los detalles relativos a los contenidos, ellas han sido superadas,
después de haber cumplido su deber pastoral en un momento preciso [2].
El punto
clave del modernismo
Si se consultan las tablas de los textos del
Concilio (ediciones del Centurión), no se encuentra la palabra «modernismo».
Parece que este tema no haya sido abordado allí.
Pero si se estudia el pensamiento del Concilio,
como lo han hecho los cuatro Simposios de teología de París (2002 a 2005, ver
la reseña al final de este número de Sel de la terre), se constata que
las ideas modernistas sí han sido presentadas allí.
El punto clave del modernismo es la noción de
verdad. «Henchidos de una ciencia orgullosa, [los modernistas] han llegado a
esta locura de pervertir la eterna noción de la verdad» [Pascendi § 14].
La verdad es la adecuación de la inteligencia con
la realidad. Nuestro conocimiento es verdadero cuando alcanza la realidad tal
cual es.
Pero un modernista calificará una tal visión de las cosas con el término de
«intelectualismo», «sistema que hace sonreír con piedad, y desde hace mucho
tiempo caducado» [Pascendi § 6].
La inteligencia, nos explicará doctamente, no es
capaz de conocer la realidad tal cual es sin el auxilio de la vida, de la
experiencia [3].
En la búsqueda de la verdad, continúa nuestro
modernista, el hombre no es puramente pasivo, como lo imaginaba santo Tomás de
Aquino, él es también activo: es el gran descubrimiento de Emmanuel Kant, el
ancestro del modernismo.
En realidad, estos modernistas son «absolutamente cortos
de filosofía y de teología serias, impregnados al contrario hasta la médula de
un veneno de error tomado de los adversarios de la fe católica» [Pascendi
§ 2]. Porque la verdadera filosofía, la del Doctor común, nos enseña que la
inteligencia humana no es puramente pasiva en la búsqueda de la verdad. Ella es
activa en la medida en que «lee dentro» (intus legere, en latín, de
donde el verbo intelligere) de la realidad el contenido inteligible (el
concepto), un poco como un aparato de rayos X pone en evidencia los huesos a
través de la carne. En cambio, la inteligencia es pasiva en la medida en que no
fabrica el contenido inteligible: ella no hace más que ponerlo en evidencia. De
la misma manera, el aparato de rayos X no fabrica el dibujo de los huesos: no
hace más que revelarlo.
Sin embargo, esta explicación de santo Tomás no
satisface a los modernistas, porque deja al hombre demasiado pasivo. Para
ellos, el hombre no se contenta con descubrir la verdad en la realidad: él hace
de ella una experiencia viva que modifica el contenido mismo de lo que es
conocido. Así, la verdad no será la misma para los hombres del siglo XXI que
para los de la Edad Media. «La verdad no es más inmutable que el hombre mismo,
porque ella evoluciona con él, en él y por él [4].»
Se puede resumir la diferencia de concepción entre
el modernista y «el hombre normal»: para el primero la verdad depende (al menos
en parte) de nosotros mismos, ella es subjetiva; para el segundo la verdad es
la misma para todos, ella es objetiva.
Un pecado
de omisión
El Concilio había sido seriamente preparado por una comisión preparatoria que había elaborado, en particular, un esquema «sobre el depósito de la fe a conservar en su pureza». Después de haber recordado en un preámbulo el grave deber de conservar este depósito, el primer capítulo de este esquema concernía – no es casualidad – a la «noción de verdad». Se leía allí en particular:
La Iglesia
[…] cree firmemente que el hombre tiene la facultad de conocer las cosas tales
como son [5].
Esta enseñanza no fue retenida por el Concilio, que
rechazó este esquema como la mayor parte de los otros esquemas preparatorios.
No recordó en ninguna parte la capacidad de la inteligencia para conocer la
realidad tal como ella es en sí misma, independientemente del sujeto que
conoce.
Es esto un pecado de omisión. Porque esta cuestión de la verdad es bien la
cuestión capital en el mundo de hoy.
Louis Jugnet escribía hacia la época del Concilio:
¿La verdad
evoluciona? Esta cuestión, en nuestros días, reviste una importancia enorme.
Casi todo el mundo, actualmente, está persuadido, como de una cosa evidente,
que la verdad cambia, que la verdad evoluciona constantemente, etc., que ella
depende del tiempo, del lugar, de la sociedad, de la estructura de nuestro cuerpo,
de las instituciones, lo que la impide para siempre ser definitiva o estable.
Esta idea se encuentra en las doctrinas más diversas (en Hegel, Marx, Édouard
Le Roy, Teilhard de Chardin, Sartre, etc…). Se podrían amontonar las citas sin
el menor esfuerzo [6].
Haber omitido voluntariamente (puesto que el
esquema preparatorio que trataba la cuestión fue descartado) esta cuestión en
el Concilio es ya una primera causa del neomodernismo postconciliar.
El Concilio,
la verdad y la libertad
Si el modernismo falsea la noción de verdad, es
para hacer florecer el sentimiento de la libertad tan caro al hombre moderno (Pascendi,
§ 27).
En efecto, si la verdad evoluciona «con él, en él y por él», el hombre será
libre de hacerla evolucionar en el sentido que le conviene. Mientras que si la
verdad es independiente del hombre, éste debe aceptarla y someterse a ella: no
es libre de rechazarla.
Por consiguiente, otra manera de favorecer el
modernismo será exaltar la libertad en detrimento de la verdad, dejando por
ello creer que la verdad no es algo objetivo que se impone a todos los hombres.
Y esto es lo que hizo el Concilio al promulgar un
derecho natural a la libertad religiosa. Un tal derecho favorece el pensamiento
de que la verdad no es algo objetivo, que se impone a los hombres, que ella es
al menos en parte subjetiva, que hay una parte que viene del hombre, de tal
modo que yo no puedo imponer «mi» concepción de la verdad que quizá no
corresponde a la de mi vecino: debo, pues, respetar «su» verdad, y dejarlo
libre mientras no sobrepase ciertos límites [7].
He aquí una segunda manera en la cual el concilio
Vaticano II ha favorecido el neomodernismo contemporáneo.
El Concilio
ha modificado la noción de magisterio
Hay una tercera razón que ha hecho del Concilio un
aliado objetivo del modernismo: es su manera de presentar el magisterio de la
Iglesia.
Los cuatro Simposios de teología de París de 2002 a 2005 han constatado que el
Concilio, bajo la nueva denominación de Concilio pastoral, en realidad ha
cambiado la noción de magisterio para adaptarla a la mentalidad actual.
En efecto, el magisterio se ha convertido en la expresión de la fe actual de la
Iglesia, entendida no como un contenido objetivo e inmutable de dogmas y de
doctrinas, sino fe entendida en un sentido subjetivo, como una experiencia viva
del creyente.
En el Concilio, la Iglesia ha escuchado el «sentido
de la fe [8]» del conjunto de los creyentes. Son los «expertos», los «nuevos
teólogos», los que fueron encargados de transmitir a los obispos el contenido
de esta fe viva de la Iglesia de hoy [9].
Mientras que hasta el Vaticano II se consideraba
que el magisterio era el portavoz de Nuestro Señor Jesucristo (los Apóstoles y
sus sucesores estando encargados de transmitirnos su doctrina), en el Concilio
el magisterio se ha presentado como el portavoz de los creyentes y de su fe
viva [10].
Pero estas nociones de fe viva, de magisterio vivo, entendidas como realidades
que cambian y evolucionan al compás de las circunstancias, son nociones
modernistas.
Para el modernismo, en efecto, la fe es la
expresión de un sentimiento interior, ella es subjetiva y cambiante (de un
individuo a otro, de una época a otra).
Puesto que la verdad de la fe evoluciona con el hombre, es necesario que el
magisterio evolucione también, siendo su papel el de «traducir la conciencia
común» (Pascendi §§ 21, 25 y 31).
¿Se quiere saber cómo ellos imaginan el magisterio
eclesiástico? Ninguna sociedad religiosa – dicen ellos – tiene una verdadera
unidad sino si la conciencia religiosa de sus miembros es una, y una también la
fórmula que ellos adoptan. Ahora bien, esta doble unidad requiere una especie
de inteligencia universal, cuyo oficio sea buscar y determinar la fórmula que
responde mejor a la conciencia común, que tenga además suficientemente de autoridad,
esta fórmula una vez establecida, para imponerla a la comunidad. De la
combinación y como de la fusión de estos dos elementos, inteligencia que escoge
la fórmula, autoridad que la impone, resulta, para los modernistas, la noción
del magisterio eclesiástico. Y como este magisterio tiene su primer origen en
las conciencias individuales, y que cumple un servicio público para su mayor
utilidad, es del todo evidente que debe subordinarse a ellas, plegarse por lo
mismo a las formas populares [11].
Para el verdadero católico, al contrario, la fe es
recibida del exterior, por la enseñanza que se escucha – ex auditu,
decía ya san Pablo (Rm 10, 17). Es el papel del magisterio de la Iglesia
transmitirnos el depósito de la Revelación, depósito que es fijo puesto que la
Revelación está cerrada desde la muerte del último Apóstol: la fe es, pues,
objetiva e inmutable, como la enseñanza del magisterio que no hace más que
precisar, desarrollar, las verdades sobrenaturales dadas una vez para siempre a
la Iglesia.
Al modificar así la noción de magisterio, el
Concilio ha favorecido todavía una vez más el modernismo.
La fiebre
neomodernista
Sin duda, el Concilio no enseñó abiertamente el
modernismo, pero por su pecado de omisión, por su liberalismo y por su nueva
concepción del magisterio, favoreció el neomodernismo.
En 1967, el papa Pablo VI suprimió la obligación de
prestar el juramento antimodernista impuesto por san Pío X (1 de septiembre de
1910). Fue reemplazado por una profesión de fe posconciliar, promulgada en
1989, que hemos analizado en Le Sel de la terre 8 (p. 62-79). Esta
profesión contiene el Símbolo de Nicea, luego pide la adhesión a las enseñanzas
infalibles de la Iglesia (hasta aquí, nada nuevo), finalmente añade:
«Además, con
una sumisión religiosa de la voluntad y del intelecto, adhiero a las doctrinas
enunciadas por el pontífice romano o por el colegio de los obispos cuando
ejercen el magisterio auténtico, incluso si no tienen la intención de
proclamarlas mediante un acto definitivo.»
Por esta fórmula, se pide claramente aceptar toda
la enseñanza del Concilio, lo que no puede sino agravar la situación.
Desde el final del Concilio, Jacques Maritain
hablaba de «la fiebre neomodernista muy contagiosa, al menos en los círculos
llamados “intelectuales”, junto a la cual el modernismo del tiempo de Pío X no
era más que un modesto catarro de heno [12]».
La fiebre efectivamente se ha propagado como un
terrible contagio, y 40 años después del Concilio, la mayoría de los católicos
se han vuelto modernistas sin siquiera darse cuenta.
Anexo: Santo
Tomás y la verdad
Comentario de santo Tomás sobre Jn 18, 38.
Pilato le dijo: «¿qué es la verdad?» (Jn 18, 38)
Sobre esta cuestión, hay que saber que encontramos
en el Evangelio dos verdades: una, increada y creadora (facientem), y
ésta es Cristo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). La otra,
hecha (factam): «La gracia y la verdad vinieron por Jesucristo» (Jn 1,
17). En efecto, la verdad, según su razón propia, implica una proporción (commensuratio)
entre la realidad y la inteligencia (intellectus).
Pero la relación de la inteligencia con la realidad
es de dos tipos: por una parte, está la inteligencia que existe como medida de
las realidades, y se trata de aquel que es causa de las realidades; y por otra
parte, la inteligencia que es medida por la realidad, en aquel cuya ciencia es
causada por la realidad.
La verdad no está, pues, en el intelecto divino porque él sea adecuado a las
realidades, sino porque las realidades son adecuadas al intelecto divino mismo;
mientras que la verdad está en nuestra inteligencia porque ésta conoce las
realidades tales como son (quia ita intelligit res ut res se habent)
[13].
Así, la Verdad increada, el intelecto divino, es una verdad que no es medida ni
hecha, sino una verdad que mide y que hace una doble verdad: una en las
realidades mismas, en cuanto que las hace ser en conformidad con lo que ellas
son en el intelecto divino; la otra que ella hace en nuestras almas, y que es
una verdad solamente medida y no medidora.
NOTAS:
[1] — De ahí vino la expresión: la Iglesia, en el
Concilio, procedió a su aggiornamento. La traducción francesa de este discurso
traduce la palabra «aggiornamenti» por « correcciones ».
[2] — Joseph
Ratzinger, « Magisterio y teología », ORLF, 10 de julio de 1990, p. 9.
Reproducido en Église et théologie, París, Mame, 1992, p. 90-91. Ver Le
Sel de la terre 16, p. 210, y Le Sel de la terre 40, p. 245.
[3] — La
inteligencia no puede conocer con certeza la verdad: esto es lo que se llama el
agnosticismo. Tenemos necesidad de la experiencia: esto es el inmanentismo.
Tenemos aquí las dos fuentes del modernismo descrito por san Pío X.
[4] —
Proposición modernista condenada por el decreto Lamentabili (3 de julio
de 1907).
[5] — Ecclesia
[…] firmiter agnoscit hominem facultate pollere intelligendi res prouti in se
sunt. (Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Œcumenici Vaticani II, Volumen
1, pars 4, p. 653) — Se lee en nota: Ver santo Tomás, Comentario sobre san
Juan, cap. 18, n. 11. — Y también Pío XII, Alocución del 7 de septiembre de
1953, AAS 45 (1953) p. 601: « El pensamiento de todos los tiempos, basado en la
sana razón, y el pensamiento cristiano en particular son conscientes de tener
que mantener el principio esencial: la verdad es la conformidad del juicio con
el ser de las cosas determinado en sí mismo ». — Ver también I, q. 16, a. 1.
[6] — Louis Jugnet, Problèmes et grands courants de la philosophie,
2.ª ed., París, 1974, p. 50.
[7] — Ha
habido ciertamente intentos de justificación de la enseñanza del Concilio sobre
la libertad religiosa (en Le Sel de la terre 56, p. 180, se encontrará
la última que hemos analizado), y no todas se apoyan sobre el subjetivismo
modernista. Pero es ésta sin embargo la única justificación verdaderamente
lógica y en la práctica se ve que la libertad religiosa conduce al
indiferentismo: « A cada uno su verdad. »
[8] — Sensus
fidei, Lumen gentium § 12. Se podría traducir quizá más exactamente:
el « sentimiento de la fe ».
[9] — «
Después del Concilio, la dinámica de esta evolución se continuó; los teólogos
se sienten cada vez más como los verdaderos maestros de la Iglesia, y como los
maestros de los obispos. » [Cardenal J. Ratzinger, en la presentación de la Instrucción
sobre la vocación eclesial del teólogo, documento de la congregación para
la Doctrina de la fe, ORLF n.º 28 (2117), 10 de julio de 1990, p. 1 y 9.]
[10] —
Remitimos, para aquellos que quieran precisiones, a las Actas de los Simposios
de teología de París (disponibles en nuestras oficinas) y a los artículos del
Padre Calderón aparecidos en los números 47, 55 y 60 de Le Sel de la terre.
[11] — Pascendi
§ 31.
[12] —
Jacques Maritain, Le Paysan de la Garonne, Desclée, De Brouwer, 1966, p.
16. Maritain no estaba sin tener su parte de responsabilidad en esta fiebre.
[13] — Nota
de la edición del Cerf, 2006 (las notas han sido hechas bajo la dirección del
padre Marie-Dominique Philippe): « Santo Tomás retoma aquí toda la filosofía
primera de Aristóteles, y particularmente el descubrimiento del vínculo de la
inteligencia con lo verdadero (la verdad), descubrimiento que se apoya sobre la
investigación filosófica del ser en acto y de sus diferentes modalidades (ver Metafísica,
Q, cap. 10). En efecto, cuando pensamos, pensamos siempre en algo que existe.
Si no, si la cosa a la que pensamos no existe, ya no es un verdadero
pensamiento, sino una imaginación, un sueño. Nuestros juicios son verdaderos en
la medida en que lo que ellos afirman es conforme a lo que está en la realidad.
« Alcanza la verdad aquel que piensa que lo que está separado está separado y
que lo que está unido está unido; se equivoca aquel que piensa contrariamente a
lo que son las realidades » (Aristóteles, Ibid., 1051 b, 3-5). Es, pues,
lo real lo que determina nuestra capacidad de conocer, nuestra inteligencia, y
lo que la actualiza. Y nuestra inteligencia, al adherir a lo real en lo que
éste tiene de más suyo, su acto de ser, se cualifica. La verdad es así esta
cualidad de la inteligencia correspondiente a la adecuación de la inteligencia
y de la realidad. En varias ocasiones santo Tomás, en sus escritos, precisa o
evoca el vínculo de la inteligencia con lo verdadero. Ver en particular De
veritate, q. 1, a. 1 ; I, q. 16, a. 1, c. ; q. 21, a. 2, c. »