Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

miércoles, 17 de septiembre de 2025

EL CONCILIO VATICANO II Y EL MODERNISMO

 


El Concilio y el modernismo

 

 

Le Sel de la terre n° 60, Printemps 2007, p. 1-7.

 

En su discurso de apertura del Concilio, el papa Juan XXIII afirmaba que la Iglesia debía proceder a actualizaciones oportunas (opportuni aggiornamenti [1]).

Una enseñanza de la Iglesia que convenía actualizar era la del modernismo.
Se sabe que el papa san Pío X había condenado solemnemente este «compendio de todas las herejías» en su encíclica Pascendi dominici gregis, de la cual celebramos este año el centenario (8 de septiembre de 1907).
Era necesario, pues, que el Concilio revisara esta enseñanza, porque, nos dice todavía el papa Juan XXIII en el mismo discurso:

Hoy, la Esposa de Cristo prefiere recurrir al remedio de la misericordia, más que blandir las armas de la severidad. Ella estima que, más que condenar, responde mejor a las necesidades de nuestra época poniendo más en valor las riquezas de su doctrina.

El cardenal Ratzinger – convertido desde entonces en el papa Benedicto XVI – confirma expresamente que era necesario revisar «las decisiones antimodernistas del inicio de este siglo»:

En tanto que grito de alarma delante de las adaptaciones apresuradas y superficiales, ellas permanecen plenamente justificadas; una personalidad como Johann Baptist Metz ha dicho, por ejemplo, que las decisiones antimodernistas de la Iglesia le han rendido el gran servicio de preservarla de hundirse en el mundo liberal-burgués. Pero en los detalles relativos a los contenidos, ellas han sido superadas, después de haber cumplido su deber pastoral en un momento preciso [2].

El punto clave del modernismo

Si se consultan las tablas de los textos del Concilio (ediciones del Centurión), no se encuentra la palabra «modernismo». Parece que este tema no haya sido abordado allí.

Pero si se estudia el pensamiento del Concilio, como lo han hecho los cuatro Simposios de teología de París (2002 a 2005, ver la reseña al final de este número de Sel de la terre), se constata que las ideas modernistas sí han sido presentadas allí.

El punto clave del modernismo es la noción de verdad. «Henchidos de una ciencia orgullosa, [los modernistas] han llegado a esta locura de pervertir la eterna noción de la verdad» [Pascendi § 14].

La verdad es la adecuación de la inteligencia con la realidad. Nuestro conocimiento es verdadero cuando alcanza la realidad tal cual es.
Pero un modernista calificará una tal visión de las cosas con el término de «intelectualismo», «sistema que hace sonreír con piedad, y desde hace mucho tiempo caducado» [Pascendi § 6].

La inteligencia, nos explicará doctamente, no es capaz de conocer la realidad tal cual es sin el auxilio de la vida, de la experiencia [3].

En la búsqueda de la verdad, continúa nuestro modernista, el hombre no es puramente pasivo, como lo imaginaba santo Tomás de Aquino, él es también activo: es el gran descubrimiento de Emmanuel Kant, el ancestro del modernismo.

En realidad, estos modernistas son «absolutamente cortos de filosofía y de teología serias, impregnados al contrario hasta la médula de un veneno de error tomado de los adversarios de la fe católica» [Pascendi § 2]. Porque la verdadera filosofía, la del Doctor común, nos enseña que la inteligencia humana no es puramente pasiva en la búsqueda de la verdad. Ella es activa en la medida en que «lee dentro» (intus legere, en latín, de donde el verbo intelligere) de la realidad el contenido inteligible (el concepto), un poco como un aparato de rayos X pone en evidencia los huesos a través de la carne. En cambio, la inteligencia es pasiva en la medida en que no fabrica el contenido inteligible: ella no hace más que ponerlo en evidencia. De la misma manera, el aparato de rayos X no fabrica el dibujo de los huesos: no hace más que revelarlo.

Sin embargo, esta explicación de santo Tomás no satisface a los modernistas, porque deja al hombre demasiado pasivo. Para ellos, el hombre no se contenta con descubrir la verdad en la realidad: él hace de ella una experiencia viva que modifica el contenido mismo de lo que es conocido. Así, la verdad no será la misma para los hombres del siglo XXI que para los de la Edad Media. «La verdad no es más inmutable que el hombre mismo, porque ella evoluciona con él, en él y por él [4].»

Se puede resumir la diferencia de concepción entre el modernista y «el hombre normal»: para el primero la verdad depende (al menos en parte) de nosotros mismos, ella es subjetiva; para el segundo la verdad es la misma para todos, ella es objetiva.

 

Un pecado de omisión

 

El Concilio había sido seriamente preparado por una comisión preparatoria que había elaborado, en particular, un esquema «sobre el depósito de la fe a conservar en su pureza». Después de haber recordado en un preámbulo el grave deber de conservar este depósito, el primer capítulo de este esquema concernía – no es casualidad – a la «noción de verdad». Se leía allí en particular:

La Iglesia […] cree firmemente que el hombre tiene la facultad de conocer las cosas tales como son [5].

Esta enseñanza no fue retenida por el Concilio, que rechazó este esquema como la mayor parte de los otros esquemas preparatorios.
No recordó en ninguna parte la capacidad de la inteligencia para conocer la realidad tal como ella es en sí misma, independientemente del sujeto que conoce.
Es esto un pecado de omisión. Porque esta cuestión de la verdad es bien la cuestión capital en el mundo de hoy.

Louis Jugnet escribía hacia la época del Concilio:

¿La verdad evoluciona? Esta cuestión, en nuestros días, reviste una importancia enorme. Casi todo el mundo, actualmente, está persuadido, como de una cosa evidente, que la verdad cambia, que la verdad evoluciona constantemente, etc., que ella depende del tiempo, del lugar, de la sociedad, de la estructura de nuestro cuerpo, de las instituciones, lo que la impide para siempre ser definitiva o estable. Esta idea se encuentra en las doctrinas más diversas (en Hegel, Marx, Édouard Le Roy, Teilhard de Chardin, Sartre, etc…). Se podrían amontonar las citas sin el menor esfuerzo [6].

Haber omitido voluntariamente (puesto que el esquema preparatorio que trataba la cuestión fue descartado) esta cuestión en el Concilio es ya una primera causa del neomodernismo postconciliar.

El Concilio, la verdad y la libertad

Si el modernismo falsea la noción de verdad, es para hacer florecer el sentimiento de la libertad tan caro al hombre moderno (Pascendi, § 27).
En efecto, si la verdad evoluciona «con él, en él y por él», el hombre será libre de hacerla evolucionar en el sentido que le conviene. Mientras que si la verdad es independiente del hombre, éste debe aceptarla y someterse a ella: no es libre de rechazarla.

Por consiguiente, otra manera de favorecer el modernismo será exaltar la libertad en detrimento de la verdad, dejando por ello creer que la verdad no es algo objetivo que se impone a todos los hombres.

Y esto es lo que hizo el Concilio al promulgar un derecho natural a la libertad religiosa. Un tal derecho favorece el pensamiento de que la verdad no es algo objetivo, que se impone a los hombres, que ella es al menos en parte subjetiva, que hay una parte que viene del hombre, de tal modo que yo no puedo imponer «mi» concepción de la verdad que quizá no corresponde a la de mi vecino: debo, pues, respetar «su» verdad, y dejarlo libre mientras no sobrepase ciertos límites [7].

He aquí una segunda manera en la cual el concilio Vaticano II ha favorecido el neomodernismo contemporáneo.

El Concilio ha modificado la noción de magisterio

Hay una tercera razón que ha hecho del Concilio un aliado objetivo del modernismo: es su manera de presentar el magisterio de la Iglesia.
Los cuatro Simposios de teología de París de 2002 a 2005 han constatado que el Concilio, bajo la nueva denominación de Concilio pastoral, en realidad ha cambiado la noción de magisterio para adaptarla a la mentalidad actual.
En efecto, el magisterio se ha convertido en la expresión de la fe actual de la Iglesia, entendida no como un contenido objetivo e inmutable de dogmas y de doctrinas, sino fe entendida en un sentido subjetivo, como una experiencia viva del creyente.

En el Concilio, la Iglesia ha escuchado el «sentido de la fe [8]» del conjunto de los creyentes. Son los «expertos», los «nuevos teólogos», los que fueron encargados de transmitir a los obispos el contenido de esta fe viva de la Iglesia de hoy [9].

Mientras que hasta el Vaticano II se consideraba que el magisterio era el portavoz de Nuestro Señor Jesucristo (los Apóstoles y sus sucesores estando encargados de transmitirnos su doctrina), en el Concilio el magisterio se ha presentado como el portavoz de los creyentes y de su fe viva [10].
Pero estas nociones de fe viva, de magisterio vivo, entendidas como realidades que cambian y evolucionan al compás de las circunstancias, son nociones modernistas.

Para el modernismo, en efecto, la fe es la expresión de un sentimiento interior, ella es subjetiva y cambiante (de un individuo a otro, de una época a otra).
Puesto que la verdad de la fe evoluciona con el hombre, es necesario que el magisterio evolucione también, siendo su papel el de «traducir la conciencia común» (Pascendi §§ 21, 25 y 31).

¿Se quiere saber cómo ellos imaginan el magisterio eclesiástico? Ninguna sociedad religiosa – dicen ellos – tiene una verdadera unidad sino si la conciencia religiosa de sus miembros es una, y una también la fórmula que ellos adoptan. Ahora bien, esta doble unidad requiere una especie de inteligencia universal, cuyo oficio sea buscar y determinar la fórmula que responde mejor a la conciencia común, que tenga además suficientemente de autoridad, esta fórmula una vez establecida, para imponerla a la comunidad. De la combinación y como de la fusión de estos dos elementos, inteligencia que escoge la fórmula, autoridad que la impone, resulta, para los modernistas, la noción del magisterio eclesiástico. Y como este magisterio tiene su primer origen en las conciencias individuales, y que cumple un servicio público para su mayor utilidad, es del todo evidente que debe subordinarse a ellas, plegarse por lo mismo a las formas populares [11].

Para el verdadero católico, al contrario, la fe es recibida del exterior, por la enseñanza que se escucha – ex auditu, decía ya san Pablo (Rm 10, 17). Es el papel del magisterio de la Iglesia transmitirnos el depósito de la Revelación, depósito que es fijo puesto que la Revelación está cerrada desde la muerte del último Apóstol: la fe es, pues, objetiva e inmutable, como la enseñanza del magisterio que no hace más que precisar, desarrollar, las verdades sobrenaturales dadas una vez para siempre a la Iglesia.

Al modificar así la noción de magisterio, el Concilio ha favorecido todavía una vez más el modernismo.


La fiebre neomodernista

Sin duda, el Concilio no enseñó abiertamente el modernismo, pero por su pecado de omisión, por su liberalismo y por su nueva concepción del magisterio, favoreció el neomodernismo.

En 1967, el papa Pablo VI suprimió la obligación de prestar el juramento antimodernista impuesto por san Pío X (1 de septiembre de 1910). Fue reemplazado por una profesión de fe posconciliar, promulgada en 1989, que hemos analizado en Le Sel de la terre 8 (p. 62-79). Esta profesión contiene el Símbolo de Nicea, luego pide la adhesión a las enseñanzas infalibles de la Iglesia (hasta aquí, nada nuevo), finalmente añade:

«Además, con una sumisión religiosa de la voluntad y del intelecto, adhiero a las doctrinas enunciadas por el pontífice romano o por el colegio de los obispos cuando ejercen el magisterio auténtico, incluso si no tienen la intención de proclamarlas mediante un acto definitivo

Por esta fórmula, se pide claramente aceptar toda la enseñanza del Concilio, lo que no puede sino agravar la situación.

Desde el final del Concilio, Jacques Maritain hablaba de «la fiebre neomodernista muy contagiosa, al menos en los círculos llamados “intelectuales”, junto a la cual el modernismo del tiempo de Pío X no era más que un modesto catarro de heno [12]».

La fiebre efectivamente se ha propagado como un terrible contagio, y 40 años después del Concilio, la mayoría de los católicos se han vuelto modernistas sin siquiera darse cuenta.

 

Anexo: Santo Tomás y la verdad

Comentario de santo Tomás sobre Jn 18, 38.

Pilato le dijo: «¿qué es la verdad?» (Jn 18, 38)

Sobre esta cuestión, hay que saber que encontramos en el Evangelio dos verdades: una, increada y creadora (facientem), y ésta es Cristo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). La otra, hecha (factam): «La gracia y la verdad vinieron por Jesucristo» (Jn 1, 17). En efecto, la verdad, según su razón propia, implica una proporción (commensuratio) entre la realidad y la inteligencia (intellectus).

Pero la relación de la inteligencia con la realidad es de dos tipos: por una parte, está la inteligencia que existe como medida de las realidades, y se trata de aquel que es causa de las realidades; y por otra parte, la inteligencia que es medida por la realidad, en aquel cuya ciencia es causada por la realidad.
La verdad no está, pues, en el intelecto divino porque él sea adecuado a las realidades, sino porque las realidades son adecuadas al intelecto divino mismo; mientras que la verdad está en nuestra inteligencia porque ésta conoce las realidades tales como son (quia ita intelligit res ut res se habent) [13].
Así, la Verdad increada, el intelecto divino, es una verdad que no es medida ni hecha, sino una verdad que mide y que hace una doble verdad: una en las realidades mismas, en cuanto que las hace ser en conformidad con lo que ellas son en el intelecto divino; la otra que ella hace en nuestras almas, y que es una verdad solamente medida y no medidora.

 

 NOTAS:


[1] — De ahí vino la expresión: la Iglesia, en el Concilio, procedió a su aggiornamento. La traducción francesa de este discurso traduce la palabra «aggiornamenti» por « correcciones ».

[2] — Joseph Ratzinger, « Magisterio y teología », ORLF, 10 de julio de 1990, p. 9. Reproducido en Église et théologie, París, Mame, 1992, p. 90-91. Ver Le Sel de la terre 16, p. 210, y Le Sel de la terre 40, p. 245.

[3] — La inteligencia no puede conocer con certeza la verdad: esto es lo que se llama el agnosticismo. Tenemos necesidad de la experiencia: esto es el inmanentismo. Tenemos aquí las dos fuentes del modernismo descrito por san Pío X.

[4] — Proposición modernista condenada por el decreto Lamentabili (3 de julio de 1907).

[5] — Ecclesia […] firmiter agnoscit hominem facultate pollere intelligendi res prouti in se sunt. (Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Œcumenici Vaticani II, Volumen 1, pars 4, p. 653) — Se lee en nota: Ver santo Tomás, Comentario sobre san Juan, cap. 18, n. 11. — Y también Pío XII, Alocución del 7 de septiembre de 1953, AAS 45 (1953) p. 601: « El pensamiento de todos los tiempos, basado en la sana razón, y el pensamiento cristiano en particular son conscientes de tener que mantener el principio esencial: la verdad es la conformidad del juicio con el ser de las cosas determinado en sí mismo ». — Ver también I, q. 16, a. 1.

[6] — Louis Jugnet, Problèmes et grands courants de la philosophie, 2.ª ed., París, 1974, p. 50.

[7] — Ha habido ciertamente intentos de justificación de la enseñanza del Concilio sobre la libertad religiosa (en Le Sel de la terre 56, p. 180, se encontrará la última que hemos analizado), y no todas se apoyan sobre el subjetivismo modernista. Pero es ésta sin embargo la única justificación verdaderamente lógica y en la práctica se ve que la libertad religiosa conduce al indiferentismo: « A cada uno su verdad. »

[8] — Sensus fidei, Lumen gentium § 12. Se podría traducir quizá más exactamente: el « sentimiento de la fe ».

[9] — « Después del Concilio, la dinámica de esta evolución se continuó; los teólogos se sienten cada vez más como los verdaderos maestros de la Iglesia, y como los maestros de los obispos. » [Cardenal J. Ratzinger, en la presentación de la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, documento de la congregación para la Doctrina de la fe, ORLF n.º 28 (2117), 10 de julio de 1990, p. 1 y 9.]

[10] — Remitimos, para aquellos que quieran precisiones, a las Actas de los Simposios de teología de París (disponibles en nuestras oficinas) y a los artículos del Padre Calderón aparecidos en los números 47, 55 y 60 de Le Sel de la terre.

[11] — Pascendi § 31.

[12] — Jacques Maritain, Le Paysan de la Garonne, Desclée, De Brouwer, 1966, p. 16. Maritain no estaba sin tener su parte de responsabilidad en esta fiebre.

[13] — Nota de la edición del Cerf, 2006 (las notas han sido hechas bajo la dirección del padre Marie-Dominique Philippe): « Santo Tomás retoma aquí toda la filosofía primera de Aristóteles, y particularmente el descubrimiento del vínculo de la inteligencia con lo verdadero (la verdad), descubrimiento que se apoya sobre la investigación filosófica del ser en acto y de sus diferentes modalidades (ver Metafísica, Q, cap. 10). En efecto, cuando pensamos, pensamos siempre en algo que existe. Si no, si la cosa a la que pensamos no existe, ya no es un verdadero pensamiento, sino una imaginación, un sueño. Nuestros juicios son verdaderos en la medida en que lo que ellos afirman es conforme a lo que está en la realidad. « Alcanza la verdad aquel que piensa que lo que está separado está separado y que lo que está unido está unido; se equivoca aquel que piensa contrariamente a lo que son las realidades » (Aristóteles, Ibid., 1051 b, 3-5). Es, pues, lo real lo que determina nuestra capacidad de conocer, nuestra inteligencia, y lo que la actualiza. Y nuestra inteligencia, al adherir a lo real en lo que éste tiene de más suyo, su acto de ser, se cualifica. La verdad es así esta cualidad de la inteligencia correspondiente a la adecuación de la inteligencia y de la realidad. En varias ocasiones santo Tomás, en sus escritos, precisa o evoca el vínculo de la inteligencia con lo verdadero. Ver en particular De veritate, q. 1, a. 1 ; I, q. 16, a. 1, c. ; q. 21, a. 2, c. »

 

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