Por MARCELO RAMÍREZ
En medio de la
intensificación de los conflictos globales, Rusia se encuentra bajo una presión
multifacética que desafía tanto su posición estratégica como su capacidad de
respuesta militar. Mientras el Kremlin sigue aumentando la intensidad de sus
operaciones en Ucrania, estrenando incluso nuevos misiles como el “Oreshnik”,
los frentes de conflicto se expanden a escenarios inesperados, como Georgia y
Siria. Estas áreas, que históricamente han sido sensibles para los intereses
rusos, se han convertido en puntos focales de una estrategia occidental más
amplia, diseñada para dividir la atención y los recursos de Moscú.
Desde el comienzo
de la guerra en Ucrania, se asumía que el enfrentamiento principal permanecería
dentro de sus fronteras. Sin embargo, el reciente resurgimiento de conflictos
en Georgia y Siria muestra cómo Occidente ha reactivado focos estratégicos para
generar una presión adicional sobre Rusia. Estos movimientos no son
espontáneos, sino parte de un plan coordinado que busca desgastar a Moscú tanto
militar como políticamente, mientras se consolidan los intereses occidentales
en la región.
La situación en
Georgia ilustra cómo las revoluciones de color siguen siendo una herramienta
clave en la estrategia occidental. Liderada por Salomé Zurabishvili, presidenta de Georgia, la crisis actual expone
los complejos nexos entre las élites políticas locales y los intereses
extranjeros. Zurabishvili, nacida en
París y con una trayectoria diplomática ligada estrechamente a Francia y la
OTAN, representa un caso emblemático de cómo Occidente coloca a figuras
alineadas con sus intereses en posiciones de poder.
Zurabishvili,
quien asumió la presidencia tras un polémico proceso electoral y un cambio
exprés de ciudadanía, es un claro ejemplo de cómo las dinámicas internacionales
moldean la política interna de países estratégicos. Su carrera incluye roles
destacados como embajadora de Francia en Georgia y ministra de Relaciones
Exteriores de ese mismo país, un cargo al que accedió apenas días después de
renunciar a su ciudadanía francesa. Este inusual trayecto político es solo uno
de los aspectos que alimentan las tensiones actuales en Georgia.
La crisis se
desató tras la aprobación de una ley que exige a las ONG que reciben más del
20% de su financiamiento desde el extranjero registrarse como organizaciones
extranjeras. Esta medida, que busca aumentar la transparencia, fue presentada
por los medios occidentales como una amenaza a la democracia. Sin embargo, la
realidad es que refleja un intento de Georgia por reducir la influencia de
actores externos en su política interna. Protestas masivas estallaron en respuesta
a esta ley, con el apoyo explícito de sectores opositores, ONGs financiadas por
Occidente y la propia presidenta Zurabishvili.
El modelo de revolución de color implementado en Georgia no es nuevo. Utiliza estudiantes universitarios, secundarios, ONGs y partidos de oposición para generar caos social y político. Esta estrategia, que busca deslegitimar al gobierno actual, recuerda los eventos que llevaron al Euromaidán en Ucrania en 2014. En ambos casos, se promete a la población una entrada rápida a la Unión Europea como incentivo, una promesa que rara vez se cumple pero que sirve para alimentar las expectativas de cambio.
Mientras tanto, en
Siria, la situación se agrava con el resurgimiento de grupos yihadistas que
cuentan con apoyo logístico y militar proveniente de Ucrania. Según denuncias
de Moscú, estos grupos reciben drones y otros equipos avanzados de origen
ucraniano, una muestra más de cómo los conflictos están interconectados en una
estrategia global contra Rusia. Estos grupos han capturado sistemas antiaéreos
avanzados rusos, como el radar Polet 48Ya6-K1, que podría ser utilizado para
mejorar las capacidades militares occidentales si se analiza en detalle.
El uso de estos
sistemas plantea una amenaza significativa para Rusia, no solo por la pérdida
de tecnología sensible, sino también por el potencial de que estos equipos sean
entregados a países de la OTAN. Turquía, que ya posee sistemas S-400 adquiridos
a Rusia, podría servir como intermediario para que estas tecnologías sean
desmanteladas y estudiadas por los aliados occidentales.
La presencia de
combatientes yihadistas en Ucrania y Siria también expone la magnitud de las
operaciones coordinadas por Occidente. Desde 2014, se ha señalado la
participación de combatientes extranjeros en el conflicto ucraniano, muchos con
antecedentes en Siria o Irak. Esta red de apoyo militar y logístico refleja un
patrón consistente en la estrategia occidental: aprovechar cualquier recurso
disponible para debilitar a Rusia.
En Ucrania, las
fuerzas rusas continúan concentrándose, con informes que indican la
movilización de 120,000 militares cerca de Zaporiyia. Esto sugiere que Moscú
está aumentando la velocidad de su recuperación territorial, posiblemente en
preparación para futuras negociaciones. Sin embargo, la introducción de fuerzas
de paz de la OTAN, disfrazadas de operaciones internacionales, podría complicar
aún más la situación. Este movimiento permitiría a Occidente reforzar las
posiciones ucranianas sin declarar abiertamente su participación en el conflicto,
aumentando así la presión sobre Rusia.
La división de
Ucrania en zonas de influencia, un plan denunciado por el servicio de
inteligencia ruso, también evidencia cómo Occidente considera al país como una
pieza negociable. Polonia, Rumania y Alemania estarían encargadas de controlar
diferentes regiones, mientras que el Reino Unido supervisaría el norte del
país. Esta fragmentación no solo debilitaría a Ucrania como nación soberana,
sino que también consolidaría la presencia occidental en el área.
Rusia enfrenta un dilema estratégico: intensificar su respuesta militar
en todos los frentes o priorizar sus recursos en Ucrania. Ambas opciones
presentan riesgos significativos. Una expansión militar podría sobrecargar la
economía rusa y aumentar la posibilidad de enfrentamientos directos con países
de la OTAN, mientras que una estrategia más conservadora permitiría a Occidente
ganar tiempo para rearmar y reorganizar sus posiciones.
La narrativa
occidental sigue presentando estos conflictos como luchas por la democracia y
los derechos humanos, ocultando las complejas dinámicas geopolíticas que los
impulsan. La realidad es que estos conflictos son el resultado de un juego
estratégico en el que los actores principales buscan consolidar su poder e
influencia a expensas de los demás.
En este contexto,
la pregunta clave no es si habrá una escalada, sino cómo y dónde ocurrirá el
próximo movimiento en este peligroso tablero global. Rusia, atrapada en un
asedio geopolítico multidimensional, debe decidir cómo navegar estas aguas
turbulentas mientras redefine su posición en un mundo cada vez más fragmentado
y hostil.
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