Boletín de los Amigos de San Francisco de Sales N.º 229 –
Mayo–Julio de 2024
Introducción
13 de octubre de 1962: Dos días
después de la apertura del segundo Concilio del Vaticano, desde el inicio de la
primera congregación general, el cardenal Achille Liénart, con la bonachona
bendición de Juan XXIII, declara la “tercera guerra mundial”, más mortífera
para las almas que todas las guerras precedentes reunidas. Esta guerra durará
hasta el 8 de diciembre de 1965. Concluirá con una declaración de amor al mundo
y un llamado a la libertad. Desde entonces, el mundo ha sabido servirse de esta
apertura tan liberal para imponer a los miembros de la Iglesia sus propios
“valores” liberales y su espíritu de no-dependencia. Desde ese 8 de diciembre
de 1965, la paz no ha progresado mucho en la tierra y la misma Iglesia ya no
vive en paz.
1.º de noviembre de 1970: La
Fraternidad Sacerdotal San Pío X, fundada por Mons. Marcel Lefebvre, es erigida
oficialmente y sus estatutos son aprobados por un período de seis años “ad
experimentum”. Antiguo miembro de la comisión central preparatoria del Concilio
y miembro activo durante su desarrollo del “Coetus Internationalis Patrum” para
la defensa de la tradición doctrinal, había rehusado su “placet” a los
documentos más impregnados del espíritu nuevo.
21 de noviembre de 1974: Mons.
Marcel Lefebvre declara su fidelidad a Roma y su oposición a las reformas
neo-protestantes. A pesar de las declaraciones de paz, amor y libertad del
Concilio, las autoridades romanas y el episcopado de Francia lanzan entonces un
proceso de guerra contra su persona y su obra: advertencias, sanciones,
vejaciones contra los sacerdotes y los fieles, con una única respuesta a sus
preguntas y objeciones: ¡Obedezcan!
29 de agosto de 1976: En Lille,
Mons. Marcel Lefebvre, quien acaba de ser sancionado por Roma por haber
procedido a ordenaciones sacerdotales en Ecône el 29 de junio, reafirma su
rechazo a pactar con el espíritu del mundo y a trabajar en la destrucción de la
Iglesia. Recuerda fuertemente la necesidad del reinado social de Nuestro Señor
Jesucristo. Desde ese día, la prensa, que hasta entonces lo consideraba más
bien como retrógrado y era más burlona que maliciosa, se vuelve odiosa y no lo
califica sino de extrema derecha, fascista, racista, etc.
23 de septiembre de 1979: Jubileo
sacerdotal de Mons. Marcel Lefebvre, en la Puerta de Versalles. Invita a
quienes comprenden, aprueban y siguen su acción, a unirse a él en la Cruzada
que es suya desde el Concilio.
Profesión de fe católica
«Profesamos íntegra y totalmente la fe católica tal como ha sido
profesada y transmitida fiel y exactamente por la Iglesia, los Soberanos
Pontífices, los Concilios, en su perfecta continuidad y homogeneidad, sin
excluir un solo artículo, especialmente en lo que concierne a los privilegios
del Sumo Pontífice tal como han sido definidos en el Concilio Vaticano I.
Rechazamos y anatematizamos igualmente todo lo que ha sido rechazado y
anatematizado por la Iglesia, en particular por el Santo Concilio de Trento.
Condenamos con todos los Papas del siglo XIX y del siglo XX el
liberalismo, el naturalismo, el racionalismo bajo todas sus formas, como lo han
condenado los Papas.
Rechazamos con ellos todas las consecuencias de esos errores que se
llaman “las libertades modernas”, “el derecho nuevo”, tal como ellos mismos las
rechazaron.
En la medida en que los textos del Concilio Vaticano II y las reformas
post-conciliares se oponen a la doctrina expuesta por estos Papas y dan libre
curso a los errores que ellos condenaron, nos sentimos en conciencia obligados
a hacer graves reservas sobre dichos textos y dichas reformas.
Mons. Marcel Lefebvre
Hecho en Roma el 26 de febrero de 1978.»
Llamado a la Cruzada
S.E. Mons. Marcel Lefebvre con ocasión de su Jubileo Sacerdotal
23 de septiembre de 1979, en París.
“Mis queridos hermanos,
Permítanme, antes de comenzar las breves palabras que quisiera
dirigirles con ocasión de esta bella ceremonia, agradecer a todos los que
contribuyeron a su magnífico éxito.
Personalmente, había pensado hacer una reunión en torno al altar de
Ecône, de manera discreta, privada, con motivo de mi jubileo sacerdotal, pero
el clero de Saint-Nicolas-du-Chardonnet y los queridos sacerdotes que me rodean
me invitaron con tanta insistencia a permitir que todos aquellos que lo
desearan se unieran a mi acción de gracias y a mi oración en esta ocasión, que
no pude negarme. Por eso estamos hoy reunidos, reunidos tan numerosos, venidos
de todas partes, venidos de América, venidos de todos los países de Europa
libre, aún libre, y nos encontramos aquí reunidos con ocasión de este jubileo
sacerdotal.
Y entonces, ¿cómo definiría esta reunión, esta manifestación, esta
ceremonia? Un homenaje, un homenaje de vuestra fe en el sacerdocio católico y
en la Santa Misa Católica.
Realmente pienso que es por eso que habéis venido: para manifestar vuestro apego a la Iglesia católica y al más bello tesoro, al más sublime don que Dios ha hecho a los hombres: el sacerdocio, y el sacerdocio para el sacrificio, para el sacrificio de Nuestro Señor continuado sobre nuestros altares.
He ahí por qué habéis venido y por qué hoy estamos rodeados de todos
estos queridos sacerdotes, también venidos de todas partes, y muchos más
habrían venido si no hubiera sido un domingo, porque están obligados por sus
deberes a celebrar la Santa Misa en sus lugares. Pero están con nosotros de
corazón, así nos lo han dicho.
Quisiera evocar, si me lo permitís, algunos cuadros de los que fui
testigo a lo largo de esta existencia, de este medio siglo, para mostrar bien
la importancia que la Misa de la Iglesia católica tiene en nuestra vida, en la
vida de un sacerdote, en la vida de un obispo y en la vida de la Iglesia.
Joven seminarista en Santa Clara, en el Seminario Francés de Roma, se
nos enseñaba el apego a las ceremonias litúrgicas. Tuve, en esa ocasión, el
privilegio de ser ceremoniero, lo que llamamos “los grandes ceremonieros”,
precedido, por cierto, en esa función por Mons. Lebrun, antiguo obispo de
Autun, y por Mons. Ancel, aún auxiliar de Lyon. Yo era, pues, gran ceremoniero
bajo la dirección de ese querido y Reverendo Padre Haegy, conocido por su
ciencia litúrgica. Y nos gustaba preparar el altar, nos gustaba preparar las
ceremonias, y todo era fiesta para nosotros la víspera de un día en que se iba
a celebrar una gran ceremonia en nuestros altares. Así aprendimos, de jóvenes
seminaristas, a amar el altar.
“Domine, dilexi decorem domus tuae et locum
habitationis gloriae tuae.”
(Señor, he amado la belleza de tu casa y el lugar donde habita tu
gloria).
Es el versículo que recitamos cuando nos lavamos las manos en el altar.
“Sí, Señor, he amado la magnificencia de tu
templo, he amado la gloria de tu morada.”
Esto nos enseñaban en el Seminario Francés de Roma, bajo la alta
dirección del querido Reverendo Padre Le Floch, padre amado, quien nos enseñó a
ver claro en los acontecimientos de la época, comentando las encíclicas de los
Papas.
Y he aquí que, ordenado sacerdote en la capilla del Sagrado Corazón de
la calle Royale en Lille, el 21 de septiembre de 1929, por quien entonces era
Mons. Liénart, partí poco tiempo después, dos años más tarde, en misión, para
reunirme con mi hermano que ya se encontraba en Gabón. Y allí comencé a
aprender qué era la misa.
Ciertamente, lo sabía por los estudios que habíamos hecho, lo que era
ese gran misterio de nuestra fe, pero no había comprendido aún todo su valor,
toda su eficacia, toda su profundidad. Eso lo viví día a día, año tras año, en
África, y particularmente en Gabón, donde pasé trece años de mi vida misionera,
primero en el seminario, luego en la selva, entre los africanos, entre los
indígenas.
Y allí vi, sí, vi lo que podía hacer la gracia de la Santa Misa. La vi
en esas almas santas que fueron algunos de nuestros catequistas. Esas almas
paganas transformadas por la gracia del bautismo, transformadas por la
asistencia a la Misa y por la Santa Eucaristía, esas almas comprendían el misterio
del Sacrificio de la Cruz y se unían a Nuestro Señor Jesucristo en el
sufrimiento de su Cruz, ofrecían sus sacrificios y sus sufrimientos con Nuestro
Señor Jesucristo y vivían como cristianos.
Puedo citar nombres: Paul Ossima, de Ndjolé; Eugène Ndonc, de Lambaréné;
Marcel Mebalé, de Donguila, y continuaré con un nombre del Senegal: el señor
Forster, tesorero pagador en el Senegal, elegido para esa función tan delicada
e importante por sus pares e incluso por los musulmanes, por su honestidad, por
su integridad.
He aquí hombres que ha producido la gracia de la Misa, que asistían
todos los días a la Misa, comulgaban con fervor y se convirtieron en modelos y
luces a su alrededor, sin contar muchos cristianos y cristianas transformados
por la gracia.
Y pude ver esos pueblos de paganos convertidos al cristianismo
transformarse no solamente —diría— espiritualmente y naturalmente, sino también
físicamente, socialmente, económicamente, políticamente.
Se transformaban porque esas personas, antes paganas, se volvían conscientes de
la necesidad de cumplir con su deber, a pesar de las pruebas, a pesar de los
sacrificios, de cumplir sus compromisos, en particular los compromisos del
matrimonio. Y entonces el pueblo se transformaba poco a poco bajo la influencia
de la gracia, bajo la influencia de la gracia del Santo Sacrificio de la Misa, y todos esos pueblos querían tener su
capilla, todos esos pueblos deseaban la visita del Padre. ¡La visita del
misionero! Era esperada con impaciencia, para poder asistir a la Santa Misa,
confesarse y luego comulgar.
Almas también se consagraban a Dios: religiosos, religiosas, sacerdotes
se daban a Dios, se consagraban a Dios. Ese
es el fruto de la Santa Misa.
¿Por qué ocurre esto?
Debemos estudiar un poco los motivos profundos de esta transformación: es el sacrificio.
La noción de sacrificio es una noción profundamente cristiana y
profundamente católica. Nuestra vida no puede transcurrir sin sacrificio desde
el momento en que Nuestro Señor
Jesucristo, Dios mismo, quiso tomar un cuerpo como el nuestro y
decirnos: “Sígueme, toma tu cruz y
sígueme si quieres ser salvo”, y que Él mismo nos dio el ejemplo de la
muerte en la cruz, que derramó su Sangre… ¿Osaríamos nosotros, pobres criaturas
suyas, pecadores como somos, no seguir a Nuestro Señor siguiendo su sacrificio,
siguiendo su cruz?
He ahí todo el misterio de la civilización
cristiana, he ahí lo que es la raíz de la
civilización cristiana, de la civilización católica.
Comprender el sacrificio en la propia vida, en la vida cotidiana, la
inteligencia del sufrimiento cristiano: no
considerar más el sufrimiento como un mal, como un dolor insoportable,
sino compartir los propios sufrimientos y enfermedades con los sufrimientos de
Nuestro Señor Jesucristo, mirando la Cruz, asistiendo a la Santa Misa que es la
continuación de la pasión de Nuestro Señor en el Calvario.
Comprender el sufrimiento: entonces el sufrimiento se vuelve una
alegría, el sufrimiento se vuelve un tesoro, porque estos sufrimientos, unidos
a los de Nuestro Señor, unidos a los de todos los mártires, unidos a los de
todos los santos, de todos los católicos, de todos los fieles que sufren en el
mundo, unidos a la Cruz de Nuestro Señor, se vuelven un tesoro inefable, un tesoro
de eficacia extraordinaria para la conversión de las almas, para la
salvación de nuestra propia alma.
Muchas almas santas, cristianas, incluso han deseado sufrir, han deseado
el sufrimiento para unirse más íntimamente a la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.
He ahí la civilización cristiana.
Bienaventurados
los que sufren por la santidad,
Bienaventurados los pobres,
Bienaventurados los mansos,
Bienaventurados los misericordiosos,
Bienaventurados los pacíficos...
He ahí lo que nos enseña la Cruz, he ahí lo que nos enseña Nuestro Señor Jesucristo
desde la Cruz.
La civilización cristiana
Esa civilización cristiana que penetró en esos países aún recientemente
paganos los transformó; los empujó a querer darse también jefes católicos. Pude asistir yo mismo
y conocer a jefes de esos países católicos. El pueblo católico deseaba tener jefes católicos, para que también
ellos sometieran su gobierno y todas las leyes del país a las de Nuestro Señor Jesucristo, al Decálogo.
Si Francia, en ese momento —la Francia llamada católica—, si realmente
hubiese cumplido su papel de potencia católica, habría sostenido de otra manera
a esos países en su fe, y si los hubiese sostenido en la fe, esos países no estarían ahora todos
amenazados por el comunismo. África no sería lo que es hoy. Eso no es
tanto culpa de los africanos mismos, sino mucho más de los países
colonizadores, que no supieron aprovechar esa fe cristiana que se enraizaba en
esos pueblos africanos para mantener y ejercer una influencia fraterna hacia esos países, lo cual los habría
ayudado a mantener la fe y a rechazar el comunismo.
Si ahora dirigimos la mirada a la historia, ¡pues bien! lo que les digo
ocurrió también en los primeros siglos después de Constantino, en nuestros
propios países. Nos convertimos,
nuestros antepasados se convirtieron, los jefes de las naciones se
convirtieron, y durante siglos ofrecieron su país a Nuestro Señor Jesucristo,
sometieron su país a la Cruz de Jesús, quisieron que María fuera la Reina de su país.
Uno puede leer cartas admirables de san Eduardo, rey de Inglaterra; de san Luis, rey de Francia; de san Enrique, rey de Germania; de santa Isabel de Hungría, y de todos esos santos que fueron jefes
de nuestros países católicos y que formaron la cristiandad.
¡Qué fe entonces en la Santa Misa! San Luis, rey de Francia, asistía a dos misas todos los días; y
cuando viajaba y oía la campana sonar la Consagración, descendía del caballo, bajaba de su carruaje para arrodillarse y unirse a
la Consagración que se pronunciaba en ese momento.
He ahí lo que era la civilización católica.
¡Ah! ¡Qué lejos estamos ahora de eso, muy
lejos!
El acontecimiento reciente: el Concilio Vaticano II
Un hecho más reciente que debemos evocar, después de estos cuadros de la
civilización cristiana —ya sea en África o en nuestra historia, y
particularmente en la historia de Francia— es el acontecimiento reciente ocurrido en la Iglesia, un
acontecimiento considerable: el Concilio
Vaticano II.
Estamos bien obligados a constatar que los enemigos de la Iglesia saben quizás mejor que nosotros lo que vale
una Misa católica.
Se compuso un poema a este respecto en el que se pone en boca de Satanás
la expresión de su temor: Satanás tiembla
cada vez que una verdadera Misa católica es celebrada, porque eso le
recuerda la Cruz; porque sabe bien que fue
por la Cruz que fue vencido.
Y los enemigos bien conocidos de la Iglesia —los que hacen misas
sacrílegas en las sectas— y los mismos comunistas saben bien lo que vale una Misa, y lo que vale una Misa católica.
Me decían últimamente que en Polonia, el partido comunista, los
inspectores de cultos, vigilaban a los
sacerdotes polacos que celebran la misa antigua, pero dejaban libres a los que celebran la
nueva misa; perseguían a los que
celebran la misa antigua, la misa de
siempre; en cuanto a los extranjeros, se les deja libres de decir la
misa que quieran para dar una impresión de libertad, pero los sacerdotes
polacos que quieren atenerse a la tradición, son perseguidos.
Leía recientemente el documento de PAX, que nos fue comunicado por la nunciatura en junio de 1963, en
nombre del cardenal Wyszynski.
Ese documento nos decía: “Se cree que tenemos libertad, se hace creer que la
tenemos, y son los sacerdotes afiliados a PAX, devotos del gobierno comunista, quienes difunden esos rumores
porque tienen la prensa a su favor; incluso la prensa progresista francesa los
apoya. Pero eso no es verdad, no
tenemos libertad.”
El cardenal Wyszynski daba puntos precisos: decía que en los campamentos de jóvenes organizados por
el partido comunista, los niños eran encerrados tras alambradas los domingos
para impedirles ir a misa, y que las
colonias de vacaciones organizadas por sacerdotes católicos eran vigiladas por
helicópteros para ver si los niños iban a misa.
¿Por qué?
¿Por qué esa necesidad de vigilar a los niños que van a misa? Porque saben que la misa es esencialmente anti-comunista,
no puede no serlo.
Porque ¿qué es el comunismo? El comunismo es: Todo para el Partido y todo para la Revolución. Y la misa es: Todo para Dios. ¡No es lo mismo! Todo para Dios.
La reforma de la misa y su destrucción
He ahí lo que es la misa católica: se opone a ese programa de los partidos, a ese
programa satánico.
He ahí las razones profundas de lo que es la misa: el sacrificio.
Ahora bien, ustedes lo saben bien, todos tenemos pruebas, todos tenemos dificultades en nuestra vida,
en nuestra existencia, y necesitamos saber:
¿Por qué sufrimos? ¿Por qué estas
pruebas? ¿Por qué estos dolores? ¿Por qué estas personas católicas, estos enfermos
en sus lechos, estos hospitales llenos de enfermos...?
¿Por qué?
El cristiano responde: Para unir
mis sufrimientos a los de Nuestro Señor Jesucristo sobre el santo Altar,
unirlos al santo Altar y así participar
en la obra de redención de Nuestro Señor Jesucristo, merecer para mí y
para esas almas la salvación del Cielo.
Entonces, en el concilio se
infiltraron los enemigos de la Iglesia, y el primer objetivo que
tuvieron fue el de demoler y destruir,
en cierta forma y en cierta medida, la misa.
Se pueden leer los libros de Michel
Davies, católico inglés, que ha escrito obras magníficas para mostrar
cómo la reforma litúrgica del Vaticano
II se parece exactamente a la que ocurrió en tiempos de Cranmer, en los
comienzos del protestantismo inglés: exactamente
igual.
Si uno lee la historia de la transformación litúrgica hecha también por Lutero, se da cuenta de que fue exactamente el mismo método, el
mismo proceso que fue seguido: lentamente,
bajo apariencias todavía aparentemente buenas, aparentemente católicas.
Se eliminó de la misa lo que
constituye su carácter sacrificial, su carácter de redención del pecado por la sangre de Nuestro
Señor Jesucristo, por la Víctima
que es Nuestro Señor Jesucristo.
Se hizo de la misa una simple
asamblea, entre otras, presidida
por el sacerdote.
¡Pero eso no es la misa!
Pérdida del sentido del sacrificio
Y por eso no es de extrañar que
la Cruz ya no triunfe, porque el
sacrificio ya no triunfa, y porque los hombres ya no piensan más que en mejorar su nivel de vida, en
buscar el dinero, las riquezas, los placeres, el confort, las comodidades de
este mundo, y pierden el sentido del
sacrificio.
La Cruzada
¿Qué queda por hacer, mis queridos hermanos,
si así profundizamos en este gran misterio de la misa?
Pues bien, creo poder decirlo:
¡Debemos hacer una Cruzada!
Una Cruzada apoyada en el Santo
Sacrificio de la Misa, en la
Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, apoyada en esa roca invencible y en esa fuente inagotable de gracias que es el
Santo Sacrificio de la Misa.
Lo vemos todos los días.
Ustedes están aquí porque aman el Santo
Sacrificio de la Misa.
Estos jóvenes seminaristas están en los seminarios de Écône, de Estados Unidos,
de Alemania... ¿Para qué han venido? Han
venido a nuestros seminarios por la Santa Misa, por la Santa Misa de siempre, que es la fuente de la gracia, la fuente del
Espíritu Santo, la fuente de la civilización cristiana. Eso es el sacerdote.
¡Debemos hacer una cruzada!
Una cruzada apoyada precisamente en estas nociones de siempre, del sacrificio, para recrear la cristiandad, rehacer una cristiandad tal como la Iglesia
la desea, tal como siempre la ha
hecho con los mismos principios, el mismo sacrificio de la Misa, los mismos
sacramentos, el mismo catecismo,
la misma Sagrada Escritura.
“¡Debemos recrear esta
cristiandad!”
Y esa cristiandad deben recrearla ustedes, mis
queridos hermanos, ustedes
que son la sal de la tierra, ustedes
que son la luz del mundo, ustedes
a quienes Nuestro Señor Jesucristo se
dirige diciéndoles:
“No perdáis el fruto de mi Sangre, no abandonéis mi Calvario, no
abandonéis mi Sacrificio”.
Y la Virgen María, que
está muy cerca de la Cruz, también se
los dice a ustedes.
Ella, cuyo Corazón está traspasado,
lleno de sufrimiento y dolor,
y también lleno de alegría por unirse al Sacrificio de su Divino Hijo,
ella también les dice:
“Seamos cristianos, seamos católicos”.
No nos dejemos arrastrar por todas estas ideas
mundanas, por todas estas corrientes que hay en el mundo y
que nos arrastran hacia el pecado,
hacia el infierno.
Si queremos ir al Cielo, debemos seguir a
Nuestro Señor Jesucristo,
llevar nuestra cruz, y seguir a Nuestro Señor Jesucristo, imitarlo en su Cruz, en su Sufrimiento, en su
Sacrificio.
Cruzada de los jóvenes
Entonces, yo les pido a los
jóvenes, a los jóvenes que están aquí, en esta sala, que pidan a los sacerdotes que les expliquen
estas cosas tan bellas, tan grandes, para que elijan bien su vocación, y que cualquiera que sea la vocación que elijan — sean sacerdotes,
religiosos, religiosas, casados por el sacramento del matrimonio— que sea en la Cruz de Jesucristo y en la Sangre de
Jesucristo, casados bajo la
gracia de Nuestro Señor Jesucristo, y que comprendan la grandeza del matrimonio, y que se preparen dignamente para él con la pureza,
la castidad, la oración y la reflexión.
Que no se dejen arrastrar por todas esas
pasiones que agitan al mundo.
¡Cruzada de los jóvenes!, que deben buscar el verdadero ideal.
Cruzada de las familias cristianas
Familias cristianas que estáis aquí, consagrad
vuestras familias al Corazón de Jesús, al Corazón Eucarístico de Jesús, al Corazón Inmaculado de María. Recen en familia. ¡Oh!, sé que muchos
de entre ustedes ya lo hacen, pero que cada
vez más lo hagan con fervor, para que verdaderamente Nuestro Señor reine en sus hogares.
Alejen, se los suplico, todo lo que impide la
venida de los hijos a sus hogares. No hay don más hermoso que Dios pueda
hacerles a sus hogares que tener muchos hijos. Tengan familias numerosas. Es la gloria de la Iglesia católica la familia numerosa. Así fue en Canadá, así fue en Holanda, así fue en Suiza, así fue en Francia: en todas partes las familias numerosas eran la alegría de la Iglesia y la
prosperidad de la Iglesia. Son
tantos elegidos para el cielo.
¡Entonces no limiten, se los suplico, los
dones de Dios! No escuchen esos eslóganes abominables que destruyen a la
familia, que arruinan la salud, que destruyen el
matrimonio y provocan los divorcios.
Volver a la tierra y proteger a los hijos
Y deseo que, en estos tiempos tan agitados, en esta atmósfera tan corrupta en la que vivimos
en las ciudades, ustedes regresen al
campo cuando sea posible.
La tierra es sana, la tierra enseña a
conocer a Dios, la tierra acerca a Dios,
equilibra los temperamentos, los
caracteres, anima a los niños al trabajo.
Y si es necesario, hagan ustedes mismos la
escuela a sus hijos, si las
escuelas los corrompen, ¿qué harán? ¿Se
los entregarán a los corruptores?
¿A los que enseñan esas prácticas sexuales abominables en las escuelas?
¿Escuelas católicas de religiosos y religiosas
donde se enseña el pecado, ni más ni menos? En la práctica, eso es lo que se enseña a los niños, se los
corrompe desde su más tierna edad. ¿Y ustedes aceptan eso? ¡Es imposible!
Más vale que sus hijos sean pobres, más vale que estén alejados de toda esa
“sabiduría” aparente que posee el mundo, pero que sean buenos hijos, hijos cristianos, hijos católicos, hijos que amen la naturaleza que Dios ha
creado.
Cruzada también de los jefes de familia
Ustedes que son jefes de familia, tienen una
grave responsabilidad en su país.
No tienen derecho a dejar que su país
sea invadido por el socialismo y el comunismo.
No tienen ese derecho, o ya no son católicos.
Deben militar en las elecciones para que
tengan alcaldes católicos, diputados católicos, y para que finalmente Francia
vuelva a ser católica. Eso no es
hacer política, eso es hacer
buena política, la política que hicieron
los santos, como la hicieron los papas que se opusieron a Atila, como san
Remigio que convirtió a Clodoveo,
como Juana de Arco, que salvó a Francia del protestantismo. Si Juana de Arco no hubiera sido suscitada
por Dios en Francia, seríamos todos protestantes. Fue para conservar a Francia católica que Nuestro Señor suscitó a Juana de Arco,
esa niña de 17, 18 años, que echó a los
ingleses fuera de Francia.
Eso también es política.
El Reinado de Cristo Rey
Entonces, sí, esa política la
queremos, queremos que Nuestro
Señor Jesucristo reine.
Ustedes lo han cantado hace un momento:
“Christus vincit, Christus regnat, Christus
imperat” (Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera).
¿Son sólo palabras? ¿Sólo palabras, cantos? ¡No! Debe ser una realidad.
Jefes de familia, ustedes son responsables de
eso, por sus
hijos, por las generaciones futuras. Entonces deben organizarse, reunirse, entenderse,
para lograr que Francia vuelva a ser cristiana, vuelva a ser católica. ¡No es
imposible!
O entonces habría que decir que la gracia
del Santo Sacrificio de la Misa ya no es gracia, que Dios ya no es Dios, que Nuestro Señor Jesucristo ya no es Nuestro
Señor Jesucristo.
¡Debemos confiar en la gracia de Nuestro
Señor! Nuestro Señor es todopoderoso.
Yo vi esa gracia actuar en África, no
hay razón para que no actúe aquí también, en estos países.
He ahí lo que quería decirles.
Testamento espiritual
Ustedes, queridos sacerdotes, que me escuchan, formen también una profunda unión sacerdotal para difundir esta cruzada, para animar esta cruzada,
para que Jesús reine, para que Nuestro Señor reine.
Y para eso, deben ser santos,
deben buscar la santidad, mostrar esa santidad, esa gracia que actúa en sus almas y en sus
corazones, esa gracia que
reciben por el sacramento de la Eucaristía y por la Santa Misa que ofrecen.
Ustedes solos pueden ofrecerla.
Quisiera concluir, mis queridos hermanos, con lo que llamaría, un poco, mi testamento.
Testamento, es una palabra
importante, porque quisiera que fuera
el eco del testamento de Nuestro Señor:
“Novi et aeterni Testamenti.” (“Del Nuevo y eterno Testamento.”)
Es el sacerdote quien pronuncia estas palabras durante la consagración
de la Preciosísima Sangre:
“Hic est calix Sanguinis mei, novi et aeterni
Testamenti” (“Este es el cáliz de mi Sangre,
del nuevo y eterno Testamento…”)
La herencia que Jesucristo nos ha dejado es su Sacrificio, es su Sangre,
es su Cruz. Y eso es el
fermento de toda la civilización cristiana, y de lo que debe conducirnos al Cielo.
Por eso les digo:
¡Para la gloria de la Santísima Trinidad, por amor a Nuestro Señor
Jesucristo, por devoción a la Santísima Virgen María, por amor a la Iglesia, por
amor al Papa, por amor a los obispos, a los sacerdotes, a todos los fieles, por
la salvación del mundo, por la salvación de las almas, ¡guarden este testamento
de Nuestro Señor Jesucristo! ¡Guarden la Misa de siempre!
Y verán florecer
nuevamente la civilización cristiana, civilización que no es para este mundo, sino civilización que conduce a la ciudad católica,
y esa ciudad católica es la del Cielo,
para la cual se prepara esta de aquí abajo. La ciudad católica de la tierra no está hecha para otra cosa que para la
ciudad católica del Cielo.
Entonces, conservando
la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, conservando su Sacrificio, conservando
esta Misa, Misa que nos fue
legada por nuestros predecesores, Misa que ha sido transmitida desde los Apóstoles hasta hoy, y
dentro de unos instantes, pronunciaré estas palabras sobre el cáliz de mi ordenación: “Hic est calix Sanguinis mei, novi et aeterni Testamenti” ¿Y cómo podría
pronunciar, sobre el cáliz de mi ordenación, otras palabras distintas de las
que pronuncié hace cincuenta años sobre este cáliz? ¡Es imposible! No puedo
cambiar esas palabras.
Entonces, seguiremos
pronunciando esas palabras de la Consagración, como nos lo enseñaron
nuestros predecesores,
como nos lo enseñaron los Papas, los obispos y los sacerdotes que fueron
nuestros educadores, para que Nuestro
Señor Jesucristo reine, y que las
almas sean salvadas por la intercesión de nuestra Buena Madre del Cielo.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.