Por el triunfo del Inmaculado Corazón de María

lunes, 27 de octubre de 2025

NO HAY PARAÍSO PARA LOS COBARDES – LA VICTORIA DE LA SANTA LIGA EN LEPANTO, POR MONS. CARLO MARIA VIGANÒ, ARZOBISPO

 


«Lepanto 1571: la Europa cristiana aplasta a los turcos;
2025: la Europa laicista hace la guerra a la Rusia cristiana»

Salve, Reina, rosa espinosa, rosa de amor, Madre del Señor.
Haz que no muera, y que no muera pecador, que no peque mortalmente y que no muera malamente.

[Oración del marinero, recitada por toda la flota veneciana antes de partir a combatir en las aguas de Patras.]

Queridos amigos:

Permítanme agradecer a los organizadores de este evento y dirigir mi saludo a todos los participantes. Es un placer para mí poder unirme a ustedes para celebrar el aniversario de la Victoria de Lepanto, participando en la novena edición de este Coloquio, que tiene como tema este año el paradigma de una Europa laica, liberal y masónica que hace la guerra a la Rusia cristiana y antimundialista.

Vivimos ahora en los últimos tiempos, en los que el choque entre Cristo y el Anticristo exige que todos nos mantengamos bajo el estandarte de nuestro divino Rey y de Su augusta Madre, nuestra Reina, teniendo presentes las palabras del Señor: “El que no está conmigo, está contra mí” (Mt 12, 30).

El 7 de octubre de 1571, en el golfo de Patras, la flota de la Santa Liga aplastó victoriosamente el orgullo otomano, deteniendo la expansión islámica en el Mediterráneo occidental.

Una expansión que nunca se detuvo con el “diálogo” entre la Cruz y la Media Luna, sino con el uso de la fuerza militar, con el sacrificio de numerosas vidas humanas y con la protección sobrenatural que la Reina de las Victorias y Mediadora de todas las Gracias desplegó como un manto sobre la cristiandad amenazada por el islam.

Aún a las puertas de Viena, el 12 de septiembre de 1683 —es decir, solo 112 años después de Lepanto— el turco fue vencido por los ejércitos católicos bajo el patrocinio del Santísimo Nombre de María.

Terrible como un ejército ordenado en batalla: a la sola pronunciación de estas palabras se nos forma un nudo en la garganta, por la emoción de contemplar a nuestra Augusta Reina al frente de los ejércitos angélicos y terrenales.

Ella también había aparecido bajo una forma semejante el 7 de agosto del año 626, cuando Constantinopla fue sitiada por los ávaros, los eslavos y los persas sasánidas, y el pueblo cristiano, reunido en la iglesia de Blanquerna, invocó su intervención.

Deslumbrante de luz y con el Niño Jesús en brazos, la Victoriosa Comandante —como se la llama en el Himno Acatisto— venció a los enemigos, lo que valió a la capital del Imperio el título de “ciudad de María”.

Pero si la ayuda divina y la intercesión poderosísima de la Madre de Dios siempre Virgen llevaron a su cumplimiento, de modo milagroso y ciertamente sobrenatural, victorias humanamente difíciles —cuando no imposibles—, no podemos dejar de recordar que esas intervenciones prodigiosas y providenciales, esas irrupciones del poder del Deus Sabaoth en las contingencias humanas, solo son posibles cuando ese todo inaccesible y divino es precedido por la nada de nuestra cooperación en la obra de la Redención.

En virtud de la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, en efecto, el Hombre-Dios toma posesión de la humanidad de la que es Señor y Rey en virtud de la divinidad, por linaje y por derecho de conquista.
Pero esa unión de la naturaleza divina del Hijo de Dios con la naturaleza humana de Jesucristo, realizada por la Unión hipostática, permite a cada miembro del Cuerpo místico unirse a la Pasión de Cristo Cabeza, “completando en su propia carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, por el bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).

Y en la economía de la salvación, todo hombre está llamado a contribuir activamente a la obra de la Redención, sin buscar excusas a su propia pereza en un fatalismo poco católico.

Pero al recordar Lepanto, no podemos dejar de evocar la figura heroica de Marcantonio Bragadin, noble veneciano y gobernador de Famagusta, en Chipre, durante el sitio otomano de 1570-1571. La ciudad cayó en agosto de 1571, y Bragadin negoció una capitulación honorable con el comandante otomano Lala Mustafá Pachá, quien prometió la vida a los defensores.

Sin embargo, los turcos faltaron a su palabra y violaron el acuerdo: Bragadin fue torturado y sometido a una muerte brutal; fue desollado vivo, y su piel, rellena de paja, fue enviada como trofeo al sultán Selim II.

Este crimen horrible suscitó la indignación de los miembros de la Santa Liga, y la victoria de Lepanto fue considerada también como una venganza por el sitio de Chipre, por las atrocidades sufridas por Bragadin[1], y como un castigo por la deslealtad de los turcos, inconcebible para un caballero cristiano.

El heroísmo de Bragadin encuentra también sus émulos en el golfo de Patras:
Don Juan de Austria, comandante supremo de la Santa Liga a los veinticuatro años de edad y gran estratega, era un hombre de fe. Durante la batalla animó a los remeros y a los soldados con el grito: “¡No hay paraíso para los cobardes!”

Sebastiano Venier, capitán general veneciano y veterano de setenta y cinco años, se distinguió por su valor y ardor, incitando a sus compañeros:
“Quien no lucha, no es veneciano.” Su heroísmo le valió ser elegido Dux en 1577.

El comandante veneciano Agostino Barbarigo murió en combate después de haber sido alcanzado por una flecha en el ojo, continuando sin embargo al mando del ala izquierda de la flota, contribuyendo así a la victoria final.

Marcantonio Colonna, almirante pontificio, se distinguió por su entrega en socorrer a los heridos y en velar para que los prisioneros otomanos fueran tratados con humanidad, conforme a los valores cristianos profesados por la Santa Liga.

Es su valor, su abnegación, pero sobre todo su fe sincera y viril lo que constituyó esa nada que el Señor espera de nosotros antes de entrar en el campo a nuestro lado y darnos una victoria que de otro modo sería impensable.
Su todo, nuestra nada. La nada de aquellos que, en las fachadas de los palacios, no se avergonzaron de grabar: Non nobis Domine non nobis, sed nomini tuo da gloriam.

La nada de aquellos que, constituidos en autoridad y miembros del Serenísimo Senado, no dudaron en atribuir la Victoria de la flota cristiana no al poder naval ni a la fuerza de las armas, sino a la intercesión de la Santísima Virgen del Rosario, a quien San Pío V —el Papa de Lepanto— había ordenado invocar mediante el rezo de la Santa Corona. Porque hubo un tiempo en que los hombres eran hombres, hombres de valor, hombres de palabra, hombres de guerra, hombres de fe. Pecadores, ciertamente, pero valientes, dispuestos a morir para defender la Santa Iglesia y rechazar a los invasores idólatras hacia sus costas lejanas. Ut Turcarum et hæreticorum conatus ad nihilum perducere digneris: Te rogamus, audi nos!

Así oraron en Constantinopla, así oraron en Lepanto, así oraron en Viena, siempre confiados en que la ayuda de Dios llegaría en el momento en que se manifestara, sin equívoco, divina y sobrenatural, y siempre con la mediación de la Madre de Dios, la todopoderosa por la Gracia.

Nuestro Dios es un Dios celoso: celoso de Su pueblo y celoso de Su Señorío sobre nosotros, que no permite que nadie usurpe y que quiere compartir con su Santísima Madre, Nuestra Señora y Reina. Él es Rey y, en cuanto Rey, quiere reinar —oportet illum regnare, es necesario que Él reine—. Y cuando Cristo reina, se cumple el deseo del salmista: Beatus populus, cujus Dominus Deus ejus (Sal 143, 15): «Bienaventurado el pueblo cuyo Señor es su Dios».

¡Cuánto tiempo ha pasado desde la Victoria de Lepanto! Cuatrocientos cincuenta y cuatro años: casi medio milenio.

Y hoy, en un mundo que mira con incomprensión y desprecio el heroísmo de los muertos de Lepanto y de su fe, considerándolos peligrosos fanáticos, las hordas islámicas no solo no son rechazadas en nuestras fronteras, sino que son acogidas, hospedadas, alimentadas, cuidadas y dejadas en libertad para cometer crímenes y transformar nuestra Patria en una nación islámica.

Trescientos noventa y un años después de Lepanto, el primer “concilio” de la “nueva Iglesia” —el Vaticano II, cuya apertura cae hoy— teorizó este ecumenismo sincrético condenado por los Pontífices Romanos, que en pocos años conduciría a Pablo VI, el 19 de enero de 1967[2], a devolver la bandera que Mehmet Alí Pachá había enarbolado en su buque insignia, el Sultana. Con este gesto insensato, Pablo VI humilló a la Iglesia y a su predecesor San Pío V, a quien esta bandera había sido entregada por Sebastián Venier, que la había conquistado heroicamente abordando el Sultana.

A pesar de los arrebatos ecuménicos de los papas conciliares y sinodales, todavía conservamos la bandera que San Pío V bendijo e hizo izar en el mástil del Reál, el buque insignia de los navíos almirantes de la flota cristiana: un tejido de seda púrpura bordeado de oro, en cuyo centro se alza la imagen del Santísimo Redentor, flanqueada por los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y el lema In hoc signo vinces. Fue Marcantonio Colonna quien la llevó a Gaeta, como voto hecho a San Erasmo, patrono de los marineros[3]. Esta imagen y este lema resumen el sentido de la vida cristiana, válido tanto en los tiempos gloriosos de Lepanto como en los tiempos actuales de apostasía.

En nombre de una concepción deformada de la acogida y de la inclusión, millones de islamistas son trasladados y acompañados hacia nuestras ciudades y aldeas, donde las iglesias vacías se convierten en mezquitas. En muchos lugares, el sonido sagrado y solemne de las campanas se ha silenciado, pero la voz del muecín resuena, llamando a los adeptos de Mahoma a la oración.
Si esto no solo es posible hoy, sino incluso fomentado y celebrado como una conquista de la civilización, se lo debemos a la Revolución: a la Revolución francesa, por el ataque contra la monarquía católica en el ámbito civil; a la revolución conciliar y sinodal, por el ataque contra la monarquía sagrada del Papado en el ámbito eclesiástico. La democracia y la sinodalidad son las dos caras de una misma falsa moneda: de un lado se alza el emblema del liberalismo masónico, del otro, el del ecumenismo sincretista e irénico. Europa ha sido tierra de conquista durante décadas, y pronto será mayoritariamente musulmana, especialmente en las naciones rebeldes como Gran Bretaña, Francia y Alemania.

Su traición a Nuestro Señor Jesucristo y sus crímenes contra la Ley de Dios claman venganza al Cielo y no quedarán impunes. Pero Italia no es menos culpable, habiendo olvidado el patrimonio glorioso del cual fue guardiana, y que se funda sobre la Civilización Católica, sobre la Realeza de Cristo, sobre un orden cósmico que pone en el centro al Dios hecho hombre, y no al hombre hecho dios.
Como siempre ha ocurrido a lo largo de la historia, serán los enemigos de Dios quienes castigarán a Sus hijos rebeldes.

¿Volver a Lepanto? ¿Reconstruir una Santa Liga contra los enemigos de la Cristiandad? La Providencia sabrá mostrarnos el camino en el momento oportuno. Pero sea cual sea la situación en la que nos encontremos, cualquiera que sea la adversidad, cualquiera que sea la amenaza que pese sobre nuestra Fe y nuestra identidad, no debemos olvidar una sola cosa: las razones de la Victoria —no sustraernos a nuestro deber de dar testimonio de la Fe que profesamos, del Bautismo por el cual hemos sido incorporados a Cristo, de la Tradición a la que pertenecemos.

No buscar ninguna excusa para permanecer de brazos cruzados y mirar cómo los enemigos de Cristo demuelen la Santa Iglesia, sobre todo cuando esos traidores están en la cumbre de la Jerarquía. No usar la obediencia como un velo bajo el cual ocultar la pereza y la mediocridad que la sociedad contemporánea nos presenta como modelos de conformidad tranquilizadora al pensamiento único.
Cumplamos nuestra parte, con el valor y la fortaleza de los soldados de Cristo, y Nuestro Señor cumplirá la Suya, con la omnipotencia de Dios.

† Carlo Maria Viganò, Arzobispo

7 de octubre de 2025, María Santísima Reina de las Victorias, Nuestra Señora de las Gracias

 

Notas:

[1] Su piel fue posteriormente recuperada por los venecianos y llevada a Venecia, donde se conserva en la basílica de los santos Juan y Pablo como una reliquia. Bragadin se convirtió en símbolo del sacrificio veneciano contra la expansión otomana.

[2] Pablo VI, Discurso al nuevo embajador de Turquía ante la Santa Sede, 19 de enero de 1967.

https://www.vatican.va/content/paul-vi/it/speeches/1967/january/documents/hf_p-vi_spe_19670119_ambasciatore-turchia.html
«Habiendo querido manifestar personalmente nuestros sentimientos de una u otra manera, mediante un gesto que pudiera agradar a las autoridades de la Turquía contemporánea, fue una alegría para Nos devolver un antiguo estandarte tomado durante la batalla de Lepanto, y que desde entonces había sido conservado en las colecciones del Vaticano.»

[3] Conservado primero en un baúl, fue extendido y enmarcado en el siglo XVIII, para poder ser exhibido al público. En 1943, una bomba alemana lo dañó, aunque no irremediablemente. Restaurado después de la guerra, el estandarte de Lepanto se conserva hoy —y es visible al público— en el museo diocesano de la ciudad del Lacio.

 

https://www.medias-presse.info/il-ny-a-pas-de-paradis-pour-les-laches-la-victoire-de-la-sainte-ligue-a-lepante-par-mgr-carlo-maria-vigano-archeveque/210421/

 

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