Por RICARDO ZORNOSA
Hoy abundan esos intelectuales modernísimos que se
sienten orgullosos de “estar al día”, esto es, de haber arrojado su herencia
cristiana al cubo de la basura, tachándola de superstición medieval o rémora oscurantista,
cuando no una creencia más, entre muchas. Para ellos, la verdad se mide en
títulos académicos o billetes, la felicidad se pesa en placeres y el progreso
se enciende pulsando un botón.
Y si se les habla de Dios, de la trascendencia o
—peor aún— de la Iglesia, ponen cara de haber encontrado un fantasma en la
biblioteca: una mezcla de susto y superioridad. Creen haber superado la fe, sin
advertir que, al hacerlo, no han dejado de creer, sino que han sustituido a
Dios por ídolos más triviales: el dinero, la técnica o el poder.
Chesterton ya lo advirtió con su genial ironía:
«El problema
de no creer en Dios no es que uno no crea en nada, sino que está dispuesto a
creer en cualquier cosa.» - G.K.
Chesterton, Orthodoxy (1908).
Jacques Maritain, por su parte, observó que el
intelectual moderno, al desvincularse de la fe, no se emancipa de la religión,
sino que crea religiones nuevas —cientificistas, políticas o hedonistas— que
terminan siendo mucho más dogmáticas que la cristiana:
«El ateísmo
moderno no ha destruido la religión; la ha sustituido por supersticiones
ideológicas que reclaman sacrificios humanos.» — Jacques Maritain, Humanismo integral
(1936).
En el fondo, esa presunta «superioridad» del
intelectual moderno es una máscara de miedo: miedo a mirar más allá de la
materia, miedo a la posibilidad de que la verdad tenga un rostro. Porque si la
Verdad tiene rostro, también tiene exigencias morales, y ese es precisamente el
escándalo que muchos no toleran.
Esta élite intelectual, que cree haber inventado el
pensamiento porque ha olvidado pensar, considera que confesar la fe católica es
tan fuera de tono como cantar salmos en una discoteca. Se ha autoproclamado
racional, aunque es esclava de los dogmas más burdos de la modernidad, y ha
tomado la ciencia, la educación y la misma universidad como si fueran fruto de
su propio ingenio.
Sin embargo, pasan por alto un pequeño detalle histórico —del tamaño de una catedral—: si el mundo hoy reconoce la dignidad de la persona humana, es porque la Iglesia enseñó que todos los hombres, sin distinción alguna, fueron creados “a imagen y semejanza de Dios”. Y si conoce los derechos humanos, es porque su noción nació en la Escuela de Salamanca del siglo XVI, heredera del derecho canónico medieval. Derechos que hoy, tristemente, se manipulan políticamente, olvidando que su raíz es católica.
También ignoran que, si hoy existen sistemas
educativos y de salud, hospitales y universidades, no fue porque el Estado
moderno los inventara, sino porque la Iglesia los fundó tomando en serio las
palabras de Cristo: “Ama a tu prójimo”.
Sí: ignoran temerariamente que, si no fuera por la Iglesia —que codificó el
amor de Cristo en las Obras de Misericordia—, miles de frailes y monjas,
movidos por ese amor y desprendidos de sus bienes, no habrían recorrido el
mundo pagano evangelizando, fundando hospitales, hospicios, escuelas, colegios
y universidades. Ninguna otra religión ni cultura originó instituciones
semejantes de manera universal y sistemática. Todo aquello fue tan necesario y
benéfico que el Estado moderno lo usurpó a la Iglesia para hacer demagogia e
imponer su ideología anticatólica.
Sí: si no fuera por la Iglesia, la ciencia misma no
habría nacido como tal. En los conventos se enseñó el Trivium
(gramática, retórica y dialéctica) y el Quadrivium (aritmética,
geometría, música y astronomía). Este esquema académico, inexistente en otras
culturas, hizo posible el desarrollo de la ciencia, la literatura, la filosofía
y las artes en Occidente. Difícilmente habrían florecido un Newton, un Galileo,
un Cervantes o un Shakespeare sin esa matriz cultural cristiana. Recordemos,
por ejemplo, a Petrus Hispanus —luego papa Juan XXI—, autor de las Summulae
Logicales, texto universitario medieval sobre lógica aristotélica que formó
durante tres siglos a la élite intelectual de Europa y sentó las bases de la
ciencia moderna.
Sí: sin la Iglesia no se habría desarrollado la
música. La gramática musical y el pentagrama fueron inventados por Guido
d’Arezzo, monje benedictino inspirado por el papa san Gregorio Magno. Sin este
aporte no existirían Mozart, Beethoven ni Bach. Antes, las melodías se
transmitían de memoria; la Iglesia dio a la música su lenguaje universal.
Parece increíble, pero sin la Iglesia la música habría muerto de Alzheimer, porque
todo dependía del recuerdo.
Sí: si no fuera por la Iglesia, el arte y la
arquitectura no habrían alcanzado sus más sublimes expresiones. No existirían
la Capilla Sixtina, las catedrales góticas ni las ciudades medievales que aún
hoy maravillan al mundo. Europa no atrae turistas por sus edificios modernos,
sino por la grandeza que produjo la fe católica. Esas catedrales que todavía
hacen que los turistas olviden sus “selfies” para mirar hacia el Cielo son
testimonio vivo de la belleza de lo divino.
Sin la Iglesia tampoco hablaríamos español. El
castellano comenzó a organizarse y escribirse en el monasterio de San Millán de
la Cogolla, en La Rioja, en el siglo X. Allí aparecieron las célebres “glosas
emilianenses”, las primeras oraciones escritas en nuestra lengua. Más tarde,
Alfonso X el Sabio, rey profundamente católico, le dio esplendor, y Antonio de
Nebrija, otro católico ejemplar y padre de la gramática castellana, estableció
sus reglas.
Sin la Iglesia, América no existiría como tal.
Duro, pero cierto. Quizá los pueblos indígenas habrían seguido en sus precarias
creencias ancestrales, sin escritura ni gramática, sin rueda ni hierro, sin
animales de carga ni de corral, y con ritos de sacrificios humanos en sus
pirámides. Fue la Iglesia la que les abrió la puerta a la civilización, a un
horizonte nuevo: la caridad cristiana forjadora de la familia y de la sociedad.
Si no fuera por la Iglesia y su Tradición oral, el
libro más leído e influyente de la historia, la Biblia, ni siquiera se
conocería. Aunque se conservan papiros evangélicos del siglo I —como el célebre
papiro de Rylands del Evangelio de san Juan—, fue el papa san Dámaso quien, en
el siglo IV, encomendó a san Jerónimo la traducción de la Biblia al latín,
dando origen a la célebre Vulgata. Lutero, y los miles de sectas que
originó, recibieron la Palabra gracias a esa custodia de la Iglesia. Sin
embargo, arrancó las páginas que no le gustaban y sometió el resto a la
manipulación bajo el principio del “libre examen” y la “libre interpretación”.
Hasta el siglo VI, la evangelización fue principalmente oral, sostenida por la
Tradición, prácticamente sin Biblia escrita. Y las mismas Escrituras confirman
la doble fuente de la Revelación: «Así pues, hermanos, manteneos firmes y
conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por
carta nuestra» (2 Tes 2,15). Fue Lutero quien inventó que la enseñanza de
Cristo está únicamente en las Escrituras, como si en algún lugar de ellas se
exigiera tal cosa.
En fin, la lista podría continuar. Lo cierto es
que, aun para quien no tenga fe en Cristo, la historia obliga a reconocer a la
Iglesia como “la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad” (1
Tim 3,15): una institución que creció regada con la sangre de los mártires para
transmitirnos hasta hoy el conocimiento del único Dios verdadero.
Y tan cierto es esto que la Iglesia es, por todos
sus flancos, la más atacada por el enemigo de siempre: la estirpe de la
Serpiente. Hoy ese enemigo es poderosísimo y ha logrado incluso infiltrarse en
las jerarquías, intentando que la Iglesia se acomode a sus ideologías. Ingenua
empresa, e infructuosa, porque la Verdad es eterna.
Lo anterior no pretende convencer a nadie, sino
invitar a pensar críticamente a la luz de la Historia; no la historia deformada
por la Leyenda Negra escrita por los vencedores, sino la memoria viva de lo que
realmente sucedió. Con todo, aunque a muchos les pese, sobre el orbe todavía
suenan las campanas.
Conviene recordar, finalmente, que la fidelidad a
la Iglesia no implica adhesión ciega a las jerarquías ni a los hombres de
Iglesia, sujetos —como cualquier ser humano— a sus pasiones. El buen católico
ejerce también un juicio crítico. Ha habido papas y sacerdotes santos y
luminosos, y otros indignos. Nuestro Señor Jesucristo no prometió edificar su
Iglesia con ángeles puros e inmaculados, sino con hombres de carne y hueso. Él
mismo advirtió que, aun entre sus discípulos, el trigo y la cizaña crecerían
entremezclados.
Sin embargo, quienes atacan a la Iglesia suelen ver
y magnificar únicamente la cizaña: los pecados y errores de muchos de sus
prelados, olvidando que ellos mismos —y toda religión o cultura humana— cargan
con faltas y contradicciones. Al fin y al cabo, “el que esté libre de pecado,
que tire la primera piedra”.
