AL
CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR,
Y
A DIOS TAMBIÉN EL CÉSAR
Por
FLAVIO MATEOS
El
Domingo 22do. después de Pentecostés se lee en la Misa el pasaje del Evangelio
donde N.S. dice una de sus frases más citadas, pero menos cumplidas. Luego de
que le mostrasen una moneda del tributo, donde se halla inscripto el perfil del
César, responde: “Dad al César lo que es
del César, y a Dios lo que es de Dios”. Distinguidas quedan las dos
esferas, la de lo temporal y la de lo espiritual. Sin embargo, si bien
distintas, no están separadas o no deben estarlo, como ocurre en los tiempos
modernos. Cuando el Estado se separa de Dios, el Estado se convierte en Dios.
Esto es simple de probar, pues lo mismo ocurre con el hombre singular, que
desechado Dios –y la Iglesia- de su vida, él mismo actúa como fin último de sí
mismo, tendiendo a hacer siempre su omnímoda voluntad, en vistas de que se
respete su “sacrosanta libertad” en todo y para todo (generalmente para pecar).
Cuánto más esto ocurre con el poder absoluto de los Estados, y el poder privado
que domina sobre los Estados, no hace falta demostrarlo. El resultado es la
tiranía del diablo, que domina al hombre mediante el estímulo de su egoísmo y
sus bajas pasiones, en definitiva: del pecado.
Ahora
bien, que todo el orden terreno debe estar sometido a su Creador y Redentor, y
esto lo incluye al César, a los Imperios, Reinos y Naciones, no sólo lo han
señalado los Papas en la época donde la Iglesia era más fuerte ante los poderes
mundanos –época que finaliza con la muerte de Bonifacio VIII, un día 11 de
octubre de 1303-, sino también en los tiempos turbulentos de la revolución (“La causa de la religión debe serles más
querida que la del trono”, Gregorio XVI). Pero es que el mismo Jesucristo
lo ha dejado en claro, “separados de Mí
no podéis hacer nada” (Jn. 15,5), “No
tendrías sobre Mí ningún poder, si no te hubiera sido dado de lo alto” (Jn.
19,11). Y no sólo eso, sino que hemos visto las consecuencias catastróficas de no obedecerlo, dando al César lo que
es de Dios y a Dios, la espalda. Cuando en 1689, el Sagrado Corazón pide, por
medio de Sta. Margarita María de Alacoque, que el Rey de Francia se consagre al
Corazón Divino, que haga pintar su imagen en los estandartes y grabarla en las
armas reales, y que levante un templo en su honor ante el cual se consagre toda
la corte, para que el Rey y Francia salgan victoriosos contra todos los
enemigos de la Iglesia, Dios está hablando claramente: Él es el soberano, de
quien depende todo poder, Él quiere ser amado por sus criaturas, no sólo
privadamente sino públicamente por los Estados, muy particularmente entonces
por la Francia católica gravemente amenazada. Estos pedidos fueron desatendidos
y exactamente cien años después llegó la Revolución masónica de 1789, cuyas
consecuencias sufre hasta hoy el mundo entero.
Una de
esas consecuencias fue el Concilio Vaticano II –que se inaugura un 11 de
octubre de 1962-, que canceló oficialmente la sumisión que deben los Estados y
sus gobernantes a Jesucristo Rey de las naciones (cfr. Dignitatis Humanae). “El mal
del Concilio –afirmó Mons. Lefebvre- es
la ignorancia de Jesucristo y de su Reino” (Itinerario espiritual, Prólogo). Pero como había pasado antes de la
Revolución francesa, también el Cielo avisó previamente, esta vez mediante el
mensaje –sobre todo por el Tercer secreto- de la Sma. Virgen en Fátima. Pero
eso no fue todo, ya que nuevamente Dios dejó claras instrucciones, en 1929,
para que fuera consagrada Rusia al Corazón Inmaculado de María. Es inevitable
trazar un paralelo, porque el mismo Jesucristo lo hizo: Francia no fue
consagrada y vino la revolución, Rusia no fue consagrada y hoy nada parece
quedar en pie. Lo peor todavía, un colapso mundial jamás vivido en la historia,
parece estar por llegar.
Dejemos
que el César lleve su retrato en las monedas, reales o virtuales –alguna vez será
la efigie del Anticristo- y hagamos que el rostro de Jesús, rechazado y
olvidado del mundo, esté grabado donde él más quiere: en nuestro corazón. Sólo
así, dando a Dios lo que es de Dios, volverá el César un día a dar a Dios su
reino y sus banderas. Para eso, muy especialmente, debemos rezar por la
restauración de la Iglesia –ocupada por sus enemigos- y por la consagración de
Rusia al Corazón Inmaculado de María, como lo ha pedido nuestra Madre del Cielo.
Para que esa nación que tanto ama a María, y que alguna vez fue el origen de la
tempestad comunista que hoy llega a nuestras ciudades, se vuelva un instrumento
de su predilección, y sea enteramente de Cristo.
¡Viva
el Sagrado Corazón de Jesús y el Corazón Inmaculado de María!