Por FEDERICO
IBARGUREN (1907-2000)
En un nuevo
aniversario de la muerte del P. Leonardo Castellani -15 de marzo de 1981- vaya
esta cordial y afectuosa evocación.
«Bienaventurados seréis cuando los hombres
por mi causa os maldijeren, y os persiguieren y, mintiendo, dijeren toda suerte
de mal contra vosotros. Alegraos entonces y saltad de gozo, porque es grande
vuestra recompensa en los cielos» (San Mateo, cap. V)
Fue mi maestro y era mi amigo. Las puertas
del cielo se abrieron ya para él; y en la tierra nosotros, los sobrevivientes
que tanto lo quisimos (y a quien tanto le debemos) rogamos ahora a Dios Nuestro
Señor por su noble alma.
Personalidad originalísima, sin lugar a
dudas, la de nuestro máximo pensador católico argentino, el Padre Castellani.
Compleja, polifacética personalidad intelectual y de las letras; restauradora
en este siglo XX ateo y negador que vivimos; personalidad impar bajo cualquier
aspecto que se la considere (incluso a juicio de sus adversarios ideológicos o
detractores religiosos).
Hasta el último día se mantuvo sereno el
excepcional Maestro de tres generaciones nuestras; lúcido, firme en las
convicciones, ortodoxo y cordial con la Cruz de sus males a cuestas; luchando
quijotescamente contra las modernas herejías en la descristianizada y
«democrática» Argentina liberal contemporánea –siempre «desfaciendo
entuertos»– no obstante la notoria salud declinante que desde tiempo
atrás lo aquejaba. Su fina espiritualidad –pese a su vejez– no lo abandonó
nunca. No decayó jamás su fe comprometida con el mensaje evangélico de
Jesucristo: «Hijo de Dios Padre y Segunda Persona de la Santísima
Trinidad» –mal que les pese a no pocos de nuestros «hermanos
separados» (sic)– que volverá al fin de los tiempos, cumpliéndose,
así, en plenitud, la Promesa parusíaca en cuya realización próxima el genial
santafesino ex-jesuita creyó firmemente siempre.
Temperamentalmente hablando, Castellani era
un hiperemotivo típico, de reacciones francas, apasionadas y directas; un
hombre total, auténtico hasta en su original atuendo: con sotana, boina vasca y
cinturón militar. Audaz en ocasiones y tímido en otras; caballeresco por dentro
y por fuera, pero, a la vez muy afectivo, sensible de alma en extremo. ¡Amigo
leal y entrañable!
Desde el punto de vista intelectual, Castellani
fue –por su talento– un extraordinario prodigio desde muy joven y su genio
brilló no sólo en la Argentina, sirviendo incondicionalmente a la Iglesia
tradicional en medio de la crisis que hoy la sacude. Abarcó todos los secretos
del saber divino y humano, sobresaliendo como teólogo de rara penetración
dogmática en Europa; como metafísico insigne y como profesor de filosofía (en
Buenos Aires y en Salta). Ensayista, psicólogo, crítico literario, periodista
inimitable… autor hasta de novelas y cuentos con mensaje religioso, etc. Y
escribió, además, proféticas poesías autobiográficas desgarradoras, dignas de
una antología que sus discípulos de ayer le debemos agradecer y aplaudir.
La salvación del país en bancarrota fue un
constante leit-motiv obsesivo para él: amó a Dulcinea –o sea,
a la Patria terrenal idealizada– católicamente, hasta su muerte. Egregio
caudillo de bravos legionarios «cristóbales», los diagnósticos que escribió en
vida sobre las causas de la actual postración argentina son notables (sensacionales
y acaso escandalosos para no pocos dirigentes políticos ingenuos o inadvertidos
que aún lo combaten). Su profunda caridad como la de San Pablo (Saulo de
Tarso), le hizo acuñar –sin romanticismo alguno– esta certera definición
evangélica del patriotismo: «Si los sujetos que viven en un mismo campo
geográfico se odian cordialmente unos a otros, no se puede decir que allí
exista patria; porque “si no amas a tu prójimo, al cual ves, ¿cómo amarás a la
patria a la cual no ves?”. En amor al prójimo se resuelve prácticamente el amor
a la patria; y si no es amor al prójimo, nada es».
En otro orden de ideas, para nuestra madura
generación de abuelos que peinan canas y para el país joven de ahora –el de
nuestros hijos y nietos–: ¿qué significado tendrá, me pregunto yo, el alto
magisterio cultural y religioso asumido en vida –sin beneficio de inventario y
en grado heroico de virtudes– por el Padre Leonardo Castellani? Bien. Al caer
enfermo (hace casi un lustro) y después de sufrir una dolorosa operación
quirúrgica, lo visité una tarde en su departamento de la calle Caseros. Lo
encontré pálido, enjuto, envejecido, rezando en la oscuridad. Ante una
optimista pregunta mía con respecto a sus trabajos en general, me contestó
palpando las negras cuentas de un rosario que apretaba entre sus descarnados
dedos: «Lo único que en adelante me interesa, Peco, es prepararme a
bien morir; en cuanto a mi obra escrita: ¡bah! Antes tendrá que padecer la
suerte natural de las semillas: pudrirse bajo la tierra para que, Dios
mediante, aparezcan –si llueve– los verdes brotes de la planta. Estamos todos
sometidos, Peco, a esa inexorable ley biológica que es al mismo tiempo
sobrenatural: morir para resucitar. Y también, por supuesto, deben cumplir
dicha ley nuestras obras humanas». Tal la visión prospectiva que, sobre sí
mismo, nos dejó el grande hombre a quien hoy lloramos con hondo pesar.
El Padre Castellani, por voluntad inapelable
del Altísimo, ha finalizado santamente, sufridamente, su periplo en este valle
de lágrimas que para él fuera nuestra patria. Es cierto. Pero como en
la épica leyenda del Cid Campeador ganará todavía –aunque en espíritu e
inteligencia– muchas batallas después de muerto en la larga guerra por la
Reconquista de la Argentina, de cuya ardua empresa Castellani fue, enhorabuena,
su principal y quizá más tesonero Adelantado bajo el conocido seudónimo
de Militis Militorum. «Dios juega con trampa –sentenciaba
desde San Juan en el año 1962–; tiene en la manga el As de
Espada, la carta de la Resurrección. Cuando esté más oscuro, sabed que por allí
amanece». Máxima ésta de prosapia claramente lugoniana, según se ve.
Y bien: las puertas del cielo se abrieron ya
para nuestro grande amigo, a los 81 años de edad. Y en la tierra, a quienes
somos sus sobrevivientes discípulos y admiradores que tanto lo quisimos, nos
toca rezar con fervor a la Santísima Virgen María por su bienaventuranza
eterna… hasta la Resurrección de la Carne.
* En «Revista
Cabildo», 2ª época, Año V, n° 42, 15 de mayo de 1981.
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