"AMAD VUESTRA PEQUEÑEZ"
Por
Mons. Dr. JUAN STRAUBINGER
Reproducimos exactamente este artículo de Mons. Dr. Juan Straubinger (1883- 1956), quien fuera profesor de Sagrada Escritura en el Seminario San José de La Plata, Argentina (1940- 1951), publicado en la "REVISTA ECLESIÁSTICA DE SANTA FE" (Argentina), Año XLIV, No. 4, Abril 1944.
(https://laslenguascatolicas.blogspot.com/2022/02/amad-vuestra-pequenez-un-ensayo-biblico.html)
'Amad vuestra
pequeñez'. Con esta frase profundísima señala la Santa de Lisieux una cultura
espiritual diametralmente opuesta al culto de la propia excelencia que predica
el mundo.
Varios santos, cada
vez que se sorprendían a sí mismos en debilidad o ingratitud para con Dios, le
repetían, acomodándolas al caso aquellas palabras del Salmista: "Nuestra
tierra produce su fruto", como diciéndole: ¿Qué otra cosa puedes esperar
de mí, que soy mala tierra, sino malas yerbas? ¿Acaso el cardo se sorprenderá
de que su perfume no sea como el de la rosa?
En esta pequeñez, tan
contraria a nuestra tendencia, consiste la espiritualidad auténticamente
evangélica. Ella constituye el fácil camino de la infancia espiritual, el
ascensor que nos lleva al cielo en los brazos de Cristo, y que los soberanos
Pontífices han reconocido y recomendado como verdadero secreto de la santidad,
fundándose en la terminante sentencia de Jesús: "Si no os volvéis y hacéis
semejantes a los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mat. 18,
3).
La pequeñez
espiritual nos ayuda a decir a nuestro Padre Celestial lo que Jesús nos enseñó
como lo más perfecto: "¡Hágase tu voluntad!" (Mat. 6, 10). Nos libra
de los escrúpulos y de una ascética mal entendida, que a veces busca la
santidad martirizando voluntariamente el propio cuerpo. No es eso lo que manda
Jesús. Es más bien una sana y veraz desconfianza de nosotros mismos y una
filial sumisión a los designios de Dios, lo que el Divino Maestro nos pone por
delante, tanto en la humilde oración de Getsemaní, pidiendo que el Padre aparte
de Él el cáliz, cuanto en la caída de Pedro que reniega de Él tres veces
después de haber jurado que daría por Él la vida, y que sin duda no habría
incurrido en tal miseria si hubiera desconfiado de sí mismo.
Así, cuando Santa
Gertrudis en una visión tiene que elegir la salud o la enfermedad, no pide ni
la una ni la otra, sino que se arroja en el Corazón de Cristo para que sea Él
quien resuelva.
¡Hágase tu voluntad!
Recemos así, pero no como quien agacha la cabeza ante una fatalidad ineludible
y cruel, sino como el niño que dice al Padre: Elige tú lo que me conviene, pues
lo sabes mejor que yo, y sé que quieres mi bien.
Hacerse pequeño y
reconocerse como tal no es otra cosa que negarse a sí mismo, que el mismo Jesús
nos enseña cuando dice: "Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a
sí mismo y cargue con su cruz y sígame". (Mat. 16, 24). ¿No suenan estas
palabras como un Evangelio de dolor? Bien es cierto que muchos lo toman en
sentido pesimista, viendo en el cristianismo la religión de la desgracia, pero
no menos cierto es que el negarse a sí mismo, en boca de Cristo, lejos de ser
una crueldad, es una amorosa advertencia para que nos libremos de nuestro peor
enemigo que somos nosotros mismos.
"La carne es
flaca", dice Jesús (Mat. 26, 41), sólo el espíritu está pronto. Ahora
bien, el espíritu no es cosa propia nuestra, sino nos es dado, como enseña el
Apóstol (Rom. 5, 5; I Tes. 4, 8). Es el Espíritu Santo, que viene a nosotros y
nos anima, como el viento es capaz de hacer volar una hoja seca. Ese espíritu
que siempre "está pronto", es lo único que puede vencer a esa carne
débil y flaca, cuyos deseos son contrarios al espíritu. Mientras obra en
nosotros el espíritu, S. Pablo nos asegura que no realizaremos esos malos
deseos de la carne (Gal. 5, 16 s.). Estos son los que nos llevan no sólo al
pecado, sino también a la tristeza y al desaliento en las pruebas, que es el
peor pecado contra la fe, porque "al que viene a Mí no lo echaré
fuera", dice Jesús (Juan 6, 37).
Negarse a sí mismo es
entonces en primer lugar, desconfiar de nosotros y buscar fuerza en Dios. Es la
receta de Jesús a los discípulos en el pasaje antes citado, durante las
angustias de Getsemaní: "Velad y orad para no entrar en la tentación"
(Mat. 26, 41).
Vemos, pues, que no
se trata solamente de renunciar a los propios vicios, sino también a las
virtudes propias. Porque el Espíritu de Dios es el único que las puede dar, y
las da precisamente al que confiesa que es pequeño e incapaz de tenerlas.
Recordemos una vez más aquí las negaciones de Pedro, que seguramente no habrían
sucedido si él hubiese sido menos valiente en prometer. Es la suprema lección
que nos da María Santísima en el Magnificat: "A los hambrientos llenó de
bienes, y a los ricos los dejó vacíos" (Luc. 1, 53). Los peores ricos son
los ricos de espíritu, que se sienten capaces de ser valientes por sí mismos.
Son, dice San Agustín, lo opuesto a los "pobres de espíritu", a
quienes Cristo llama bienaventurados (Mat. 5, 3).
Jesús, espejo de la
misericordia del Padre, sólo nos pide que nos hagamos pobres en nosotros
mismos, o mejor que reconozcamos que lo somos, para poder llenarnos con las
riquezas de esa misericordia que Él nos conquistó. De ahí su afán por vernos
humildes. El soberbio se siente rico en sí mismo, es decir cree que no necesita
de nadie, y entonces impide al Divino Padre y al Divino Hijo el ejercicio de
esa misericordia del amor, íntimo reflejo de su Esencia (I Juan 4, 16).
De ahí, pues, que
para ser ricos debemos hacernos pequeños. Podemos poseer cuanto queramos de
virtudes prestadas por Dios. Propias no podemos poseer ninguna. En eso consiste
el error de ciertas almas, que quieren levantar con mucho esfuerzo el edificio
de su propia santidad - es lo que el Cardenal Bourne acertadamente llama
"las matemáticas de la santidad" - sin comprender que no lo podrán
jamás y que si lo consiguieran sería para un mayor daño; pues se sentirían
dignas de un mérito propio, robando a Dios la gloria, que es lo único que Él no
cede a nadie (Salmo 148, 13; Is. 42, 8; 48, 11; I Tim. 1, 17, etc.)
Así el conocimiento
de la propia pequeñez y de las riquezas infinitas del Corazón de Dios nos lleva
a vivir en estado permanente de contrición perfecta, que es el único estado
lógico de aquel que se encuentra ante la Majestad divina y sabe que no puede
justificarse por sí mismo.
María comprendió esto
mejor que nadie, y por eso, siendo la más pobre, fue la más rica en dones de
Dios.
El que recuerda estas
doctrinas insuperables de divino consuelo, se hace invencible "en Cristo
Jesús". Se habituará, como el Salmista, a vivir de esa condición, tan
humilde en el confesar como segura en el confiar (Cfr. Salmo 50). Y al experimentar
la dulzura inmensa de ser pequeña ante Dios, crecerá cada día en el amor, según
aquella sentencia divina: "Ama menos aquel a quien menos se le
perdona" (Luc. 7, 47)".