La democracia
es la esperanza del mundo
Franklin Delano Roosevelt
Pongámonos de acuerdo desde el vamos: no uso el
término «democracia» más que cuando no me queda otro remedio –como sucede
actualmente–, pues nadie logró jamás ilustrarme acerca de su sentido exacto,
acerca de los modos de su relación con la realidad, ni siquiera el mejor dotado
cultor de la así llamada Ciencia Política contemporánea. De tal suerte, a pesar
de la sentencia roosveltiana que figura en el epígrafe y que es la expresión de
la determinación religionaria más absoluta; a pesar de los dichos emitidos por
W. S. Churchill inter pocula cynicorum acerca de la naturaleza
imperfecta, pero única aceptable, de esta institución[1]; ninguna glosa teórica, ninguna constancia
histórica, filosófica o sociológica lograron persuadirme de que «la democracia
es la esperanza del mundo», o aun «el menos inaceptable de los sistemas
políticos, por poco satisfactorios que todos resulten»; y de que, por vías
de consecuencia, la democracia, reducida a sus propios recursos, nunca jamás
logre salvar a la democracia, ente increado y, por lo visto, nada dispuesto a
nacer. Pues su signo invariable, un signo negativo reñido con toda realidad, es
por lógica natural la indefinición y, consecuentemente, la fuente de todas las
desuniones políticas. La confusión del Cielo y de la Tierra, en suma, lo que me
lleva a suscribir sin la menor vacilación la sentencia del Cardenal de
Richelieu: «La salvación de las almas se cumple en el Cielo, la de la Ciudad se
cumple en la Tierra», la cual ilustra marginalmente la definición algo
escatofílica debida al padre de la filosofía evolucionista. Incluso lo que los
doctrinarios y las profesionales de la política, sus usufructuarios, llaman
«democracia pluralista» –en la que todas las bondades de este polifacético
hallazgo deberían encontrar su punto óptimo de conjunción– es justamente esto:
indefinición y desunión.
Para comprobarlo será suficiente, además de
conveniente, que nos reportemos a los compases finales de la Segunda Guerra y a
sus secuelas todavía actuantes y más deletéreas si cabe que en aquellos tiempos
aciagos.
Con la derrota del Eje –dejémonos de rumiar pamplinas como ésa de la «Cruzada común de las democracias contra el fascismo»–, la palabra «democracia» no ha dejado un solo día de llenar discursos y tratados, de ocupar cátedras, editoriales, tribunas y tribunales, de invadir todos los instantes de nuestra vida, de irrumpir sin la menor justificación aparente en los rincones más reservados de nuestra intimidad, de imponernos el método preciso e inapelable que nos permitirá ser por fin ciudadanos decentes. Quien sentía y vivía –usted y yo–, por así decirlo, como la buena gente, democráticamente, esto es, sin darse cuenta de ello porque no lo hacía por mandato ideológico, sino por buena crianza y cordialidad natural, se vio colocado de sopetón ante la obligación insoslayable de proclamarse democrático a voz en cuello desde los tejados, de acariciar con sus arrullos los oídos de los nuevos Catones (y de huestes armadas para evitar lo peor), de mostrarlo incluso en su modo de vestir y en su trato selectivo con los vecinos y sus familiares mismos. A partir de 1945, todo ciudadano ha sido medido –sigue siéndolo más que nunca, si bien quizá sin tanta vociferación– con el metro de la democracia, que era y que es el único metro jurídicamente registrado. Todo centro cultural, toda asociación profesional, toda sociedad de fomento o de beneficencia tuvo y tiene que adornarse con ese calificativo. En esto se ha ido más lejos aún que en la época del fascismo del que, por lo demás, sería razonable de una vez por todas y para una correcta inteligencia del tema, que dejáramos de confundirlo con el nacionalsocialismo y con el mismo totalitarismo en sí. Totalitarismo no ha habido más que dos ya que este fenómeno, propio del siglo XX encuentra su verdadera naturaleza y su cumplimiento en el nacionalsocialismo precisamente y en el marxismo-leninismo. Es sintomático, en efecto, que entre todos los movimientos políticos registrados en Europa entre las dos guerras y hasta el final de la última, a los que, simplificando, los portadores de la Conciencia Universal tacharon de «fascistas», el único que, con el comunismo, se puso bajo el sino de la bandera roja fue aquel que Hitler inventó y lanzó al asalto del mundo con el triple propósito de imponer la dominación de la raza ario-germánica al resto de la humanidad, liquidando físicamente a los «racialmente impuros», de eliminar a los remanentes germánicos o no de todas las estirpes de origen aristocrático, de destruir al capitalismo considerado por él como «instrumento del judaísmo internacional».
Fascismo no hubo más que uno, el italiano, creado
para los italianos por Mussolini que, con él, gobernó a Italia, muy bien por
añadidura, durante más de veinte años. Esto lo reconoció, cuando aún dirigía
«L’Express», el imprevisible J.J.S.S. (Jean-Jaques Servan-Schreiber), atleta de
todo progresismo habido y por haber. Pues bien, el fascismo mussoliniano, fue
una empresa, no socialista por cierto, ni populista tampoco, sino nacionalista
y corporativista, que surgió de la voluntad de resistencia de las clases medias
ante la amenaza comunista; movimiento propiamente «reaccionario», pues, y
justificadamente reaccionario en el sentido etimológico del término puesto que,
para contener con eficacia la marea roja, debía substituirse a los partidos
burgueses –liberales, democristianos, socialistas reformistas–, dispuestos a
todos los procedimientos ante ella atrapados ya en esta vertiente.
Los campeones gordos y menudos de la Conciencia
Universal deberían tener presente que cuando se califica a alguien o a algo de
reaccionario, habría que empezar por establecer contra qué este algo o este
alguien reaccionan y de qué medios se valen para defenderse, porque toda
defensa es obviamente una reacción, la que nos lleva a resistirnos a un agresor
armado de puñal, por ejemplo, al que no perderemos nuestro tiempo y nuestra
vida preguntándole cuáles son sus intenciones. En lo que hace a la necesidad de
no confundir fascismo y nacionalsocialismo, se opone el hecho cierto de que
Mussolini se alió con Hitler. A los cual contesto con la pregunta: ¿con quién
se aliaron Franklin Delano Roosevelt y Winston S. Churchill si no con el
portador habilitado del totalitarismo marxista-leninista? Si se insiste en
confundir «fascismo» y nacionalsocialismo, sería lógico proceder a la misma
operación con respecto a la alianza del descendiente de Marlborough y de su
socio transatlántico con el «bandolero georgiano»[2] (W. C. Bullit dixit).
Lo real –lo real es racional ¿no es cierto?–, lo
real es que, en aras de la irrenunciable religión democrática, la confusión
tenazmente buscada se ha cumplido de modo irreversible: derecha = fascismo;
fascismo = nacionalsocialismo; nacionalsocialismo = horno crematorio. Y como
derecha = fascismo y éste nacionalsocialismo, por consecuencia irrebatible,
derecha = horno crematorio, esto es, vocación oculta por el genocidio.
Genocidio y horno crematorio, derecha, fascismo y nacionalsocialismo, reacción
para coronar el razonamiento, son términos intercambiables que, todos, expresan
idénticas manifestaciones del mal en la tierra. Por consiguiente, la democracia
es el bien y el bien es la democracia.
En efecto, desde hace casi cuarenta años ¿qué han
sido nuestros países? Democracias, y democracias que se quieren, pretenden ser
por lo menos, «duras y puras». ¿No sostenía un gran rotativo de Buenos Aires en
noviembre de 1955 que «el único totalitarismo aceptable es el totalitarismo de
la libertad» (cito de memoria)? ¿Por qué nuestros países se empeñan en tener
eso que llaman «política exterior», característica de los sistemas
autoritarios, reñida, por consiguiente, por su naturaleza (o su no-naturaleza)
con el laissez faire, laissez passer propio de la idea
democrática que no se concibe a sí misma más que en escala mundial, suscriben
alianzas, o las ponen en hibernación a la espera de reanimarlas para el caso
etc., etc.? Para salvar la democracia. Era más coherente el presidente Frei que
quería salvar la democracia sin suscribir alianzas más que con la idea
democrática, algo así como la serpiente que se muerde la cola. ¿Por qué
Inglaterra, Francia, Holanda, España, Portugal, etc., tras haberse liberado de
la «carga del hombre blanco», se somete a la obligación, aceptada por ellos
como deber absoluto, de distribuir miles de millones de dólares a sus antiguos
protegidos más o menos melánicos? Para encaminarlos a la práctica de la
democracia, aun cuando recorran este camino sobre alfombras de cadáveres. Que lo
que queda –quiero decir, el país ex colonialista mismo, la Pérfida Albión, la
Dulce Francia, el País de los Pólderes, la piel de Toro, la Patria del Oporto–
vaya deslizándose en la crisis económica latente hacia la catástrofe final, que
estos antiguos centros de civilización se reduzcan mientas tanto a meras
expresiones folklóricas, y a sucursales financieras de sus antiguos «esclavos»
petroleros ¿qué más da, con tal de que la idea democrática siga alta en el
empíreo?
Con todo, y en suma ¿de qué democracia, de qué
defensa de la democracia, de qué educación democrática se trata?
Pregunta ésta que exige no pocas, además de
extensas, contestaciones.
* En «Hablando de
Democracia», Revista Moenia XV, Buenos Aires - diciembre de 1983.
[1] Churchill habría expresado que «la
democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción
de todos los demás» (Nota de «Decíamos ayer...»).
[2] Se refiere el autor a Josef Stalin,
gobernante de la URSS, y con quien en la 2ª Guerra Mundial EEUU y el Reino
Unido conformaron una alianza que quedó definitivamente consolidada con los
acuerdos establecidos en la Conferencia de Teherán (noviembre/diciembre de
1943) (ver foto incluida en esta publicación), en los que, entre
otras lindezas, se pactó la cesión a la URSS de los territorios de Polonia ya
ocupados, a pesar de las airadas quejas del gobierno polaco en el exilio que
fueron ignoradas; la provisión a los partisanos comunistas de Yugoslavia, al
mando de Josef Tito, de suministros y equipamientos militares, y la realización
de operaciones comando y bombardeos para el triunfo de aquéllos; los aliados
occidentales deberían poner en marcha el desembarco en Francia con el fin de
abrir otro frente para debilitar al ejército alemán; presionar a Turquía para que
declare la guerra a Alemania, etc., etc. La alianza con la URSS fue ciertamente
decisiva para el triunfo de las potencias llamadas «Aliadas» y la posterior
entrega de media Europa en las garras del comunismo (Nota de «Decíamos
ayer...»).
FUENTE:
https://blogdeciamosayer.blogspot.com/2022/12/que-es-eso-de-democracia-alberto.html