Por PADRE ROGER-THOMAS CALMEL,
O.P. (1914-1975)*
Reflexionaremos
aquí sobre las palabras de la santa Virgen en Fátima. Cuando se trata de
comentar las palabras de Nuestro Señor, todo cristiano que presta atención a lo
que dice o escribe no puede evitar cierto temor reverencial. ¿Lo que dice o
escribe no se apartará de la verdad divina? ¿Hará penetrar, por el contrario,
aunque sea un poquito, en el interior de una palabra que es ante todo un misterio?
Esta aprensión la experimenta igualmente cuando se trata de comentar las
palabras de Nuestra Señora. Y, no obstante, es tan normal comentar la palabra
divina como reflexionar y meditar. Aunque el silencio del amor sea el homenaje
más digno (en espera de la visión eterna del mañana), es imposible no desplegar
nuestro discurso, no llevar nuestra facultad discursiva al encuentro de la
verdad divina. Semejante actitud ha sido siempre alentada por la Iglesia, que
es tan profundamente teóloga como mística. Que la confianza prevalezca,
entonces, sobre el temor y que nuestra reflexión intente penetrar en el mensaje
que la Reina del rosario hizo conocer a sus humildes privilegiados (1), a
Jacinta y Francisco y, sobre todo, a Lucía.
* * *
Una de
las primeras ideas que nos suscita la lectura de ese mensaje es que la paz del
mundo, la paz política, es un don de Dios y del Corazón Inmaculado de Ma- ría.
“Rezad el rosario para obtener el fin de la guerra”. La paz está, entonces,
supeditada a la intercesión de Nuestra Señora y a la Omnipotencia de aquél a
quien saludamos en los maitines de Navidad como Princeps pacis (2). No dudamos que eso sea cierto de la paz
sobrenatural, aquella que reside en el secreto del corazón, que procede del
amor de Dios, en el seno de la santa Iglesia que es la Beata pacis visio (3). En efecto, ¿cómo una paz de ese orden,
propiamente celestial, una paz de esa calidad, propiamente divina y
sobrenatural, no ha de ser un don de Dios y un fruto de la intercesión de la
Virgen corredentora?
Por el contrario,
cierto naturalismo político podría llevar a pensar que la paz de los imperios,
de las naciones, de los pueblos y de las lenguas, puesto que es una realidad de
orden natural y perecedera, es asunto de la naturaleza librada a sí misma. No
es dudoso que algunos cristianos hayan resbalado por esta pendiente. Es una
pendiente de error. Y ello es así por dos razones: ante todo, en virtud del
principio general según el cual nada bueno puede tener principio, desarrollarse
y llegar a su término sin la benevolencia del Omnipotente y si Dios no le
concede su bendición; después, por una razón particular y que hace a la esencia
misma de la paz política. Esta es, en efecto, un fruto de la justicia, opus iustitiae pax; ahora bien, no hay
justicia sólida e integral sin una conversión del corazón y, por tanto, sin la
gracia sobrenatural, es decir sin un auxilio divino. La paz es la tranquilidad
del orden justo; mas este orden justo no podría quedar librado a la voluntad de
los hombres; pues si los gobernantes y el pueblo se dejan llevar ordinariamente
por la injusticia, ¿cómo obtener la tranquilidad del orden?
Se podría
objetar: ¿pero acaso las instituciones justas no bastan para protegerse de la
injusticia, cualquiera sea la forma que ésta tome, ya se trate de desconocer o
de combatir la autoridad de la Iglesia, o de desarrollar un imperialismo
económico desenfrenado, o de oprimir a las naciones más débiles? Ciertamente
las instituciones adecuadas pueden y deben remediar esos crímenes. Pero las
buenas instituciones, aunque sostienen a las personas en el bien, son en primer
lugar suscitadas y sostenidas por la justicia de las personas. Ahora bien, esta
justicia es muy débil y muy corta sin la gracia de Dios. De suerte que, sin la
gracia, las mejores instituciones no bastan para garantizar la paz. Sin duda
sería grotesco interpretar el mensaje de Fátima en un sentido sobrenaturalista
y desconocer que la paz del mundo es un efecto político en parte vinculado a
las causas políticas. Por el contrario, es razonable interpretar el mensaje de
Fátima como un recuerdo de esta verdad fundamental, a saber, que la política no
se basta a sí misma: que los efectos políticos dependen de personas humanas
heridas y rescatadas; si las personas no se dejan sanar por la gracia divina,
los efectos políticos no se seguirán. Porque lo sabe profundamente, la Iglesia
cuenta ante todo con el Señor para obtener la paz. Pensemos en primer lugar en
la explicación del Libera nos a malo
que la liturgia desarrolla al terminar el Pater,
poco antes de la comunión; pensemos igualmente en las plegarias del Viernes
Santo y en el canto del Exsultet. La
paz nos es presentada siempre como un don de la misericordia divina. Esta
lección de la liturgia es también la primera lección de Fátima.
* * *
La segunda lección es complementaria: la paz del mundo es imposible sin la conversión de los cristianos. Ese don de Dios no es automático, no sólo porque exige y suscita una política justa, sino porque al mismo tiempo Dios no puede conceder su don sin que las voluntades se conviertan: “Haced penitencia –decía la santa Virgen-. Si se escuchan mis pedidos, Rusia se convertirá y habrá paz”. No seamos quiméricos, no vayamos a suponer que la paz entre las naciones y en el interior de cada nación no será obtenida si no todos los cristianos están en estado de gracia. Pero comprendamos igualmente que la paz no podrá establecerse si los pueblos cristianos persisten en la tibieza; es decir, prácticamente, si siguen poniendo el sentido de su vida en el bienestar que dispensa el progreso técnico.